ALTER EGOFrancisco, Frank para los más allegados, se desplazaba por el supermercado empujando el carrito y consultando constantemente la lista que su mujer le había dado. Nadie sabía lo que le fastidiaba tener que volver atrás para coger algo que se le hubiera olvidado, de manera que trataba de grabar en la memoria los artículos para irlos cogiendo según los fuera encontrando. No obstante, por esas oscuras razones de la sicología aplicada al más moderno marketing, sabía que en las grandes superficies cambiaban de vez en cuando las cosas de sitio obligando así a los clientes a pasar por todas partes y no ir directamente a coger lo que venían buscando.
Ya lo tenía casi todo y sospechaba que había dejado atrás un par de cosas que, por inusuales, no había conseguido retenerlas en la memoria; una era un limpialámparas, ¿qué demonios sería un limpialámparas? Pero recordaba haber oído el comentario de Rosa al hacer la lista “un limpialamparas para la del dormitorio, que los cristalitos están empañados”, así que debía ser un producto de droguería, más o menos.
Lo otro que le faltaba era aún más extraño: “carne de red”. ¿Qué diablos sería eso de carne de red? Ya no sólo era su estómago el que estaba pagando las consecuencias de los experimentos culinarios de Rosa, ahora era también su cerebro el que era sometido al tercer grado con esos jeroglíficos, y no sería porque no se lo había explicado una y mil veces: “las listas las quiero claritas, que luego me hago un lío y al final me pones de tonto y torpe por no saber descifrar las palabrotas que pones”.
Todavía recordaba el día de los “conflits de quelos”, menuda bronca al llegar a casa sin ellos y encima escuchar el comentario “... es que no tienes ni idea, mira la caja, si es muy fácil.” Y diciendo esto enarbolaba una caja con la conocida figura del gallo de Kellogg´s, de forma que los enigmáticos “conflits” eran los corn flakes de Kellogg´s.
El limpialámparas había sido encontrado, su aspecto era el de un bote de spray en el que aparecía una lámpara de cristal de roca rutilante de reflejos y brillos y, con esa letra con la que se han empeñado en dejarnos a todos ciegos, decía cómo había que utilizarlo.
Aparte de la “carne de red”, quedaba toda la carne para la semana, así que Frank se encaminó al contenedor de las carnes, que por alguna razón siempre le recordaba esas morgues que salen en las películas de cine negro donde los fiambres están escarchados esperando la identificación, o yacen en la mesa de mármol del forense, con una etiqueta en el dedo gordo del pie derecho, a medio destripar y, es que esos hígados, esas costillas, esas mollejas y otras piezas de casquería le recordaban demasiado lo cerca que está el hombre de los animales. ¿Sabría él distinguir un hígado humano de uno de cerdo? ¿O una sesada del cerebro de un niño? Mejor no pensar más en esas cosas. Con las criadillas no había duda, ese tamaño no era habitual, al menos entre lo que él había visto hasta ahora.
La lista decía: lomos, pechugas, filetes, jarrete, pollo, muslitos y, mira por donde, buscando buscando, Frank descubrió una pieza de carne de cerdo envuelta en una red que parecía apretarla y llevaba sobre la etiqueta el enigmático nombre de “Roti”. ¿Sería esa la”carne de red”? Para eso servían los móviles, entre otras cosas.
—¿Rosa...?
—Sí, ¿qué quieres?
—Oye, ¿esto de “carne de red”, qué es?
—Pues eso, está clarísimo, carne de red. Perdonen ustedes, es mi marido.
—¿No será roti de cerdo?
—Eso, claro, roti de cerdo, ¿qué más da? Tengo que colgar.
—Vale... vale, está bien.—Frank siguió hablando solo mientras guardaba el móvil— ¿Qué más da dice? Hoy la vamos a tener. Parece que la estoy viendo dándose aires delante de un cliente del banco haciendo ver que su marido es tonto, y quizás tenga razón, soy tonto, un poco tonto, pero también es verdad que ya estoy un poco harto de todo esto. No era esto lo que yo quería, no era esto lo que yo soñaba, lo que soñábamos los dos cuando hacíamos planes para el futuro y nos veíamos como en un videoclip corriendo por las playas desiertas, haciendo el amor a la luz de la luna y tomando mojitos en
Creo que me estoy pasando, no es para tanto por un roti de cerdo, pero creo que tengo razón, apenas nos vemos y cuando estamos juntos apenas hablamos, los dos estamos muy cansados, agobiados. El teléfono no deja de sonar, los móviles no nos dejan en paz y siempre acabamos igual: con dos copas de más y echando el polvo del fin de semana con todas las precauciones posibles porque “lo que nos hacía falta ahora era un niño”. No, mejor que no venga, pobrecito, para que la madre le de de mamar con el móvil enganchado en la oreja, o hablando como una loca por el manos libres y yo sólo lo vea dormido porque llego muy tarde o salgo muy temprano de casa para trabajar.
Cuando Frank se dio cuenta estaba en la cola de una caja, era como si el carrito lo hubiera conducido sólo, como si los carritos tuvieran inteligencia y, una vez superado cierto peso, se encaminaran solos hacia las cajas para obligar a pagar a los usuarios.
Frank repasaba la lista una y otra vez hasta quedar seguro de que no le faltaba nada, de que no le dirían eso de “torpe... no se te puede encargar nada”.
Posiblemente haya una ley de Murphy que dice algo sobre las cajas y las colas, esa que dice que, hagas lo que hagas, siempre te pondrás en la cola más lenta. Frank la completaba diciendo que siempre te toca el cajero más torpe y el camarero más lento, y si a esto se le suma la actuación de una depredadora de ofertas, el lance alcanza tintes dramáticos. La señora dice que el ketchup que ha cogido estaba bajo un cartel de 3x2 y tiene que ser así. Pobre señora, no debe haber leído sobre estrategias de las grandes superficies y no sabe que eso es así, lo que está bajo el cartel de las ofertas no es lo que está en oferta, esto siempre está al lado, pero no bajo el cartel.
Mientras el cajero, esta vez no es cajera, llama al encargado y la señora le pega al niño que viene con ella porque no se está quieto y quiere coger los chicles que están en el expositor junto a la caja.
Frank sigue consultando la lista y, con lo que él llama oído panorámico, intenta captar el sonido global del entorno, llega a la conclusión de que posiblemente todos nos estemos volviendo locos y el ruido tiene mucha culpa de ello porque a ver, que hace un cerebro cuando le llegan simultáneamente estímulos de todas clases y potencias: el niño que llora porque la madre no deja de pegarle, la megafonía que no deja de repetir que están en oferta las coles de Bruselas y las cerezas del Jerte, el stand del queso que no deja de pregonar las magnificencias del de Burgos. El departamento de discos que no deja de machacar con el hit del verano que habla de una chica que quiere gasolina. ¿Para qué la querrá? Y una tómbola que no deja de hacer sonar una estridente sirena anunciando los increíbles premios, sobre todo ese despampanante descapotable que no le toca a nadie.
La señora ha terminado y se encamina hacia la puerta de salida, el niño sigue llorando y ahora parece como si al carrito le hubieran incorporado una sirena de los aullidos que da tras cada bofetada de la madre.
La compra de Frank está sobre la cinta de la caja y el cajero la va pasando ante el lector de códigos y la pone en la cinta de salida donde él la va guardando en bolsas y la deposita de nuevo en el carrito.
—Ciento veinte con treinta y cuatro. ¿En efectivo o con tarjeta?
—Con tarjeta, por favor.
Frank alargó la mano para darle la tarjeta al cajero y durante un instante se cruzaron las mirandas de ambos. Se sintió incomodo ya que no soportaba que lo miraran a los ojos, y eso se podía interpretar de muchas maneras: según unos era síntoma de inferioridad ante la otra persona, y según otros, todo lo contrario, un vestigio de nuestra época simiesca y es verdad que entre los simios el mirarse a los ojos es señal de desafío. De cualquier manera, aquel cajero y Frank se estaban mirando a los ojos y algo estaba ocurriendo. La música sonaba como más lejana y con más lentitud y los escasos centímetros que mediaban entre la tarjeta de crédito y la mano del cajero parecían extenderse.
—¿Le ocurre algo? Preguntó Frank ligeramente nervioso.
—Que usted y yo nos parecemos mucho. Respondió el cajero sin dejar de mirar a los ojos de Frank.
—Será una casualidad. Hay muchas gentes que se parecen, pero sí, es verdad, nos parecemos mucho usted y yo.
—Como dos gemelos.
—Es posible. Por favor, tengo prisa.
—No corras tanto, Frank, no llegarás a ningún sitio con esa vida que llevas.
—¡Oiga, ¿cómo sabe usted mi nombre y que le importa la clase de vida que lleve yo? Cóbreme que no tengo todo el día para estar de cháchara con usted!
—Que genio... el mismo de su padre.
—¿Conoció usted a mi padre? Hace muchos años que murió. Usted y yo podemos tener la misma edad y yo apenas le recuerdo.
—Es que yo tengo muy buena memoria.
—¿Quién es usted y qué quiere? Me estoy empezando a poner nervioso.
—Soy tu hermano y sólo quería hablar contigo.
—Usted está loco y acabará pidiéndome algo raro, como si lo viera.
—Has acertado en eso, acabaré pidiéndote algo, pero eso será al final.
—Yo no tengo hermanos, así que no sé de qué me está hablando.
—Óyeme, por favor, yo tampoco tengo todo el tiempo del mundo para hablar contigo, aunque lo que me sobra es eso, tiempo. Somos hermanos aunque no lo entiendas, lo que ocurre es que no hemos vívido en el mismo sitio.
—Por favor, no abuse más de mi paciencia, acabe de cobrarme y me iré rápido de aquí.
—No te preocupes por el tiempo que estés hablando conmigo, será un instante nada más. Éramos dos al nacer, pero tuvimos mucha prisa y fuimos prematuros. Por si era poco todo eso, el parto fue muy largo y difícil y al ver que tu pesaban un poco más que yo, se dedicaron a reanimarte a ti y a mi me dejaron a un lado, con lo que no tuve la misma oportunidad de sobrevivir que tu...
—Eso no puede ser verdad, nadie me lo dijo nunca.
—¿Para que te lo iban a decir? Ya no tenía remedio y sólo conseguirían que te sintieras culpable de alguna manera.
—¿Nunca notaste nada extraño en tu casa, una tristeza, un silencio... no sé?
—La verdad es que mi casa nunca fue muy alegre, pero después de la muerte de mi padre tampoco se podía esperar otra cosa. Mi madre se quedó muy sola y siempre estaba enferma, siempre le dolía algo o tenía algún trastorno, cosas de mujeres decía ella.
—Era melancolía y soledad. Ahora ya lo sabes, tienes un hermano en “otro” sitio al que pensaban llamar Juan, como tu padre y, ahora que nos hemos conocido volveremos a vernos, no te preocupes ni te asustes, no pasa nada. ¡Ah! La petición: tu mujer va a tener un hijo —los ojos de Frank se abrieron aún más—, y me gustaría que le llamaras Juan, como tu padre después de todo, y así será como si yo viviera de nuevo en tu hijo. Ahora vete, no te entretengo más.
Frank pareció acabar de despertar, de volver de algún sitio. Guardo la tarjeta de crédito y la cinta de la caja y se encaminó hacia la puerta. Como un autómata llegó al coche y guardó la copra en el maletero, cerró éste y se dirigió a abrir la puerta del automóvil, entonces se paró en seco y decidió entrar de nuevo y averiguar que era lo que había pasado. Maquinalmente miró la hora y se sorprendió viendo que apenas habían transcurrido unos minutos desde que se acercó a la caja mientras que le parecía haber pasado mucho más tiempo absorto en la inexplicable experiencia que acababa de vivir.
Con paso decidido se encaminó hacia la caja donde le habían cobrado y ya desde lejos buscaba la cara del cajero, tan extrañamente parecida a la suya. Estaba seguro de que había sido en la caja 27, la cinta llevaba ese número y el nombre del cajero que lo había a tendido: Marcos Vilaseca.
—¿Desea usted algo, señor?—la voz del cajero lo sacó de su ensimismamiento—Si desea usted algo...
—Verá usted... es muy extraño. ¿Usted me ha atendido hace unos minutos?
—Creo que sí. ¿Tiene usted la cinta de la caja?
—Sí, aquí está.
—A ver... exactamente, le he atendido yo hace unos minutos. ¿Tiene usted algún problema?
—No, pero... ¿seguro que era usted?
—No le entiendo. Claro que era yo, ahí está mi nombre ¿Qué quiere usted decir?
—Debo estar confundido, pero no era usted, de eso estoy seguro y hemos hablado...
—¿Se encuentra usted bien, llamo a seguridad?
—No, no, déjelo, ya me encuentro mejor, debe ser una bajada de azúcar. Perdone por la molestia.
—No se preocupe. ¿De verdad se encuentra bien?
—Sí, de verdad, ya estoy mejor, gracias y perdone.
Frank volvió al coche, abrió la puerta y se sentó, respiró hondo varias veces tratando de poner las idea en orden y llegar a entender lo que le había ocurrido, porque estaba claro que algo le había ocurrido, algo muy extraño.
Con las manos apoyadas en el volante, Frank dejó caer la cabeza sobre ellas y trató de recordar a grandes saltos su infancia y la vida de su casa. De su padre apenas guardaba recuerdos, su imagen se diluía hasta hacerse casi irreconocible y sólo le quedaban de él las imágenes congeladas de las fotografías que conservaba. Las fotos de su padre daban la imagen de un hombre serio, demasiado serio quizás para su gusto y con un punto de abstracción en la mirada, como si hubiera estado pensando en otra cosa mientras el fotógrafo captaba su imagen. Vestía de color oscuro y en el ojal de la chaqueta lucía un botón negro “de luto por un hermano suyo muerto”, decía siempre su madre cuando él preguntaba que significaba ese botón. Tras la foto, una fecha y era de pocos meses después de él nacer. ¿No sería ese botón de luto por su hermano, en vez de por un hermano del padre del que nunca se supo nada más?
De su madre tenía un recuerdo mucho más reciente y la sentía mucho más cercana y ahora caía en la cuenta de que nunca le habló mucho de su padre, incluso, a veces, evitaba la conversación con cualquier excusa cuando él le preguntaba cosas de aquel mientras veía las fotos de la caja de lata. De su madre tenía más fotos y más recientes, por supuesto, pero en todas las que se podían apreciar sus ojos con detalle, recordaba haber visto la misma expresión de ausencia.
Podían ser remordimientos por aquel hijo al que no dieron la oportunidad de vivir, pero si los médicos lo decidieron así, poca responsabilidad tenían ellos. Después de aquel parto su madre no se pudo quedar nunca más embarazada, también podía ser ese el motivo de aquella tristeza, de aquel aire de soledad compartida que había en su casa. También podían no ser felices por cualquier otro motivo, tal vez por terceras personas por cualquiera de las dos partes. Su padre podía tener una amante, una querida de aquellas de la época, de las de piso oculto y siempre acogedor, sin achaques ni dolores, sin regla ni jaqueca. También podía haber sido su madre la infiel, de hecho recordaba a un señor que a veces se les acercaba y le hablaba a ella con mucha dulzura y a él le daba caramelos de menta y que, según ella le confesó un día poco antes de morir, era un antiguo novio que había vuelto a cortejarla desde que supo que se había quedado viuda.
Pero no, no era capaz de imaginarse a su madre siendo infiel, no la veía capaz de despertar apetitos en ningún hombre con sus profundas ojeras y su extremada delgadez... pero bueno, gustos había para todo.
El estridente sonido del móvil sacó a Frank de sus elucubraciones, miró la pantalla y vio que era Rosa, instintivamente miró el reloj y cayó en la cuenta de que se le había hecho tardísimo.
—¿Dónde estás. Se puede saber que te pasa, donde estás metido?
—Ya voy, ya voy, voy camino de casa, cálmate.
Rosa estaba en la ventana desde la cual vería llegar a Frank, eso significaba que habría bronca en cuanto llegara a casa y lo último que él deseaba en esos momentos era enfrascarse en una tormentosa bronca en la que saldrían a relucir todos sus defectos y carencias, así que, como dijo alguien, si uno no quiere, dos no pelean.
El ascensor paró en el piso donde Vivian y él sacó las bolsas lo más pronto posible. La puerta ya estaba abierta y Rosa esperaba con los brazos cruzados en la cocina.
—A ver... tu dirás de donde vienes, para cuatro cosas que te encargué te llevas toda la mañana fuera. ¿Qué te pasa? ¿Por qué me miras así?—Rosa se había quedado mirando los ojos de Frank y había visto en ellos algo extraño, nuevo, desconocido para ella.—¡Di algo, que tienes cara de tonto!
Frank la miraba como si viera a través de ella, como si estuviera ella allí, como si no la estuviera viendo
—No me ocurre nada, no te preocupes, estoy muy bien.
—Sí, a mí me la vas a dar tu. A ti te pasa algo. ¿Ha sido el coche? ¿Has tenido un accidente, verdad?
—No, no me ocurre nada, de verdad. Me estás mareando con tanta pregunta. ¿Y a ti, qué te pasa que estás tan alterada?
—¿Alterada? Ya me contarás cuando sepas lo que voy a decirte, a ver quién se va a alterar más. He salido antes y me vine corriendo a casa a espérate para decírtelo, para que hablemos y tomemos una decisión y tu llegas más tarde que nunca de sabe dios dónde y haciendo sabe dios qué... ¡Despabila que parece que estás drogado... ¿no será eso, verdad?!
—¡Calla de una vez!— Frank pareció haber despertado y la reacción sorprendió a Rosa— Sé lo que me vas a decir, no me preguntes cómo, pero lo sé: estás embarazada ¿no es así?
—¿Pero... cómo...?
—Eso no importa. Y la decisión está tomada: nacerá, será varón y se llamará Juan, como mi padre.
Rosa se había quedado paralizada, sin capacidad de reacción, ante la salida de Frank. Cuando pudo hablar fue para responderle sin salir aún de su asombro
—No te entiendo: ayer mismo decías que lo peor que nos podía pasar ahora era tener un niño y ahora vienes diciendo todo eso que no sé cómo has podido averiguar y lo aceptas como lo mejor del mundo. Además, eso es cosa de dos ¿no? O en todo caso, cosa mía.
—Esta vez no— zanjó secamente Frank— esta vez ha decidido el que va a nacer, que merece una segunda oportunidad y se la vamos a dar.
—¿El que va a nacer? Tu te has vuelto loco o has tomado algo. Explícame eso.
—No hay nada que explicar y, además, no lo entenderías por más que lo intentaras.
—Aquí está ocurriendo algo extraño y quiero saber de que se trata.
—Querida, acostúmbrate a las cosas extrañas, a partir de ahora van a dejar de serlo. Ya te contaré poco a poco.