DOBLE VIDA
—Tienes unas ojeras enormes. ¿Te encuentras bien?
—Sí, me encuentro bien, un poco cansado. No duermo bien últimamente, será el calor. El año que viene ponemos el aire acondicionado en nuestra habitación, uno pequeño será suficiente.
—Antes tendrás que arreglar el contrato de la luz, ya salta en cuanto ponemos varias cosas juntas.
—Sí, tendré que hacerlo...
—Se te hace tarde, vas a perder el autobús.
—Sí, ya voy, ya voy.
Aída intentaba no inquietar a Julio y por esa razón no le preguntaba más de cuatro cosas que desde hacía tiempo deseaba saber y ahora, viéndolo en el estado en que se encontraba no sabía hacer otra cosa que callarse y tragarse el miedo y la angustia de pensar que a su marido le estuviera ocurriendo algo, que tuviera algún problema que no era capaz de comentar con ella.
Tampoco llevaban tanto tiempo casados como para que él ya se hubiera cansado de ella, a menos que... hubiera otra mujer. Julio nunca había sido muy efusivo, él se reconocía más bien tranquilo, un tanto pasivo y eso sí, muy metido para sus adentros, con una “vida interior muy rica”. Lo malo es que si la riqueza no se comparte acaba por no servir para nada ni para nadie.
Julio salió del portal camino de la parada del autobús que lo llevaría al trabajo y Aída no lo perdía de vista mientras cruzaba la calle. Parecía más despabilado al contacto con el aire de la calle y eso la tranquilizaba un poco. Ahora compraría el periódico en el quiosco de la esquina y después dejaría de verlo hasta casi diez horas después pero antes de eso él volvería la cara y sacaría la lengua sabedor de que ella lo estaría mirando desde la ventana.
Aída se sentó en la cocina, en un pequeño taburete que se escondía bajo la mesita sobre la cual había un cenicero y una figura de barro que representaba a un cocinero gordo y mofletudo. Encendió un cigarrillo y dejó salir el humo de su boca sin apenas expulsarlo, dejándolo elevarse a su albedrío y observándolo mientras acababa por difuminarse en la cálida y luminosa atmósfera de la estancia.
No sabía que le pasaba a Julio, ni que podría pasarle a ella, pero estaba claro que algo había que hacer. Esta noche, cuando él volviera le tendría preparada una cena especial y después trataría e sonsacarle lo que le estaba ocurriendo al calor de una copa y la intima luz de unas velas. Otra cosa que estaba decidida a hacer era acabar los estudios y buscar trabajo. El Medio Ambiente se había puesto de moda y a ella le quedaba muy poco para acabar la diplomatura, así que merecía la pena esforzarse y acabar. Después buscaría trabajo y si el matrimonio iba al garete se podría valer por si misma.
De antemano sabía que Julio se opondría tajantemente a que ella trabajara fuera de casa, sobre ese tema era muy conservador y estaba decidido a tener hijos y que estos fueran criados en casa, por su madre y no en manos de desconocidas que nunca se sabe lo que hacen con los niños. Si no habían tenido ya algún hijo era debido a que antes querían desahogarse un poco de prestamos e hipotecas, porque eso de que los niños vienen con un pan bajo el brazo sería antes, ahora no son más que una mancha en la ecografía y ya están costando dinero, pero bueno, todo se haría por la perpetuación de la raza humana y por que no se dijera que los españoles no tenían hijos, que cuando a Julio le salía el ramalazo patrio recordaba aquella frase estudiada en Formación del Espíritu Nacional que decía “la familia es la primera y más natural de las sociedades humanas...”.
Posiblemente no fuera para tanto y Julio sólo tuviera un poco de cansancio. A veces se quejaba de verse tan agobiado por las deudas y no poder disfrutar apenas del tiempo libre debido a la falta de dinero, cosa que al principio resultaba romántica, eso del “contigo pan y cebolla”, pero tanto romanticismo cansa también y si al pan y la cebolla se le puede añadir un viajito, algún que otro homenaje gastronómico y alguna ropita en condiciones, pues mejor que mejor. Pero cuando no es el coche, que está pidiendo un relevo urgente, es un extra de la comunidad o una visita al dentista. Total, que todos los meses acababan igual, temiendo que el cajero automático les de el corte de mangas al ir a sacar dinero sabiendo que ya no hay. Menos mal que el banco, en su infinita magnanimidad, les da un respiro, a un interés leonino, pero respiro al fin, hasta que la nómina es ingresada.
El cigarrillo se había consumido y el tiempo de Aída se había consumado, ahora tenía que ponerse en marcha y hacer las cosas de la casa, esa rutina diaria y enloquecedora que nunca acaba y nuca es valorada ni apreciada, pero como decía Julio, ella era una especie en extinción, la de las amas de casa que se pueden quedar en ella y son las reinas del hogar sin nadie que las mande ni las ordene, así que encima debía estar contenta.
Julio ya estaba montado en el autobús y este tiempo que duraba viaje hasta la fábrica, si el volumen de la radio lo permitía, lo aprovechaba él para dejarse llevar por cualquier pensamiento o, simplemente, mirar por la ventana y ver las nubes, los humos o alguna cosa que atrajera su atención. No obstante, hoy tenía Julio un tema para pensar por el camino: ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Por qué no descansaba de noche y se levantaba más cansado que se acostaba? Le venía ocurriendo desde hacía una o dos semanas y no le había prestado demasiada atención al asunto, pero estaba empezando a preocuparle, sobre todo porque le hacía estar todo el día del mal humor, irascible y tenso. Aída también se había dado cuenta y empezaba a hacer preguntas a las que él no sabía responder, cosa que hacía que la inquietud de ella fuera en aumento.
Había escuchado muchas historias y no quería dejarse llevar por un ataque de hipocondría. De sobras sabía él cómo se le disparaba la mente cuando empezaba a unir síntomas que no tenían nada que ver entre ellos, pero al final le llevaban a la conclusión de que tenía la peor de las enfermedades, el más duro de los padecimientos y sin duda le esperaba la más dolorosa de las agonías.
Ahora, relajado como estaba en el autocar, y mientras sonaba una emisora de esas que repiten los mismos discos hasta la saciedad, intentó empezar a poner las ideas en orden, más que ideas eran como flashes que le venían cuando más tranquilo estaba y en ellos se veía a si mismo como en instantáneas de una polaroid.
Hubo un tiempo en que le interesaron muchos los sueños y todo ese mundo onírico, leyó a Freud y todo lo que cayó en sus manos sobre el tema, pero llegó a la conclusión de que no puede existir un catálogo sobre sueños que diga que si alguien sueña con una palangana significa que le va a tocar la lotería. La definición que más le satisfizo, a pesar de su ambigüedad, fue aquella que decía que los sueños son la respuesta de nuestro subconsciente a estímulos, ya interiores ya exteriores a nuestro cuerpo, no obstante, las respuestas no tenían por que ser las mismas para los mismos estímulos en distintas personas, ni para las mismas personas en distintas ocasiones. Como el agua.
Una idea lo asaltó ¿y si apuntaba lo que soñaba recién levantado? Cuando se acababa de despertar recordaba los sueños con toda nitidez, pero minutos más tarde los olvidaba, era como si el viento se los llevara convertidos en polvo y desaparecían de su mente, pero si los apuntaba podría estudiarlos y quizás averiguar algo sobre todo lo que le estaba ocurriendo.
No estaba muy seguro sobre cómo había llegado a esa conclusión, pero pensaba que lo que quiera que fuese le ocurría de noche y no lo dejaba descansar haciendo que se levantara de la cama más cansado que se había a costado. Lo de apuntar los sueños no le parecía mala idea, y, además, tampoco le costaría tanto trabajo.
El autocar había llegado a la fábrica, se bajó, fichó en el torno y se montó en el otro autocar que lo llevaría hasta la zona donde trabajaba. Los comentarios no se hicieron esperar: “Vaya ojeras... ¿a qué te has dedicado esta noche?” o “¡Qué caritas traen algunos!”
Julio hizo oídos sordos y en cuanto pudo se miró al espejo. La imagen que le devolvió el cristal lo desconcertó, era él, sin duda, pero avejentado, machacado, como si hubiera pasado la peor noche de su vida y una resaca le estuviera devorando el cerebro, derritiendo el hígado y comiéndole el estómago. Pensó ir al servicio médico, pero ya sabía lo que ocurriría allí: le tomarían la tensión, lo pesarían, mirarían sus últimas analíticas y a continuación vendría la letanía del no fumes, no bebas, no comas grasas y no se cuantos noes más. ¡Qué coño podría saber aquel médico burocratizado de lo que le podría estar pasando a él!
Tomó el relevo oyendo sin escuchar mientras se sentía escaneado por el compañero saliente. Todo estaba normal, todo era rutina, dichosa y querida rutina, denostada a veces por alienante, pero deseada cuando el cuerpo no está para nada. Poco duraría aquella, alrededor de las once, a punto de darle el primer sorbo al segundo café, los paneles de la sala de control se iluminaron estallando en una cacofonía de alarmas y pitidos. Una bajada de intensidad de la corriente eléctrica había provocado que la mayor parte de la planta quedara parada, ahora había que llevarla a condiciones seguras y enseguida volver a ponerla en marcha. La producción ante todo.
El reloj rondaba las dos de la tarde cuando Julio pudo sentarse unos minutos después de comprobar que todo estaba bajo control y se podía empezar a poner en marcha. Ya el jefe le había pedido que se quedara un rato más para ayudar a los entrantes a llevar todo para arriba en el menor tiempo posible y a continuación llamó a casa para decirle a Aída que no iría a comer recibiendo como respuesta un prolongado silencio y unos síes cargados de intención. Lo único que le faltaba era que su mujer se comiera el coco con historias de celos y mentiras.
Así se podían mantener plantillas reducidas a la mínima expresión, en cuanto había un problema se le pedía a las gentes, muy amablemente, eso sí, que se quedaran un rato y si alguien se negaba se le amenazaba con la carta de emergencia, que debía ser algo como el Espíritu Santo, que nadie lo ha visto nunca pero todo el mundo habla de él y dice que existe.
Pasaban las siete de la tarde cuando Julio se metió en la ducha y dejó que el agua le corriera abundantemente por la espalda, que le calentara la cabeza, que corriera piernas abajo hasta los pies hasta relajarlo y hacerlo sentir mejor, como si el agua de la ducha se llevara el cansancio de tantas horas sin parar de un lado para otro, de tanta tensión bajo las ordenes de unos y otros.
En el taxi, camino de casa, intentó no pensar en nada, solo dejar que las cosas pasaran ante sus ojos sin reparar en ellas, sin identificarlas, pero cuando se quiso dar cuenta estaba dando cabezadas y el taxista le preguntaba por el destino de la carrera.
El viaje no duraba más de quince o veinte minutos, dependiendo del tráfico y de la hora. En taxi duraba menos ya que no había que hacer paradas, así que habrían transcurrido unos diez minutos más o menos, pero estaba seguro de habré soñado y recordaba el sueño con una claridad asombrosa: en el corto espacio de tiempo que había durado el viaje, había vuelto a vivir toda la larga y cansada jornada anterior hasta en los más pequeños detalles y ahora no veía la hora de llegar a casa para acostarse y descansar.
Al llegar a casa, Aída lo esperaba seria, aburrida, contrariada y desconfiada pero lo último que él deseaba era enfrascarse en una conversación/discusión sobre el trabajo y la falta de gentes, ese tema ya estaba muy repetido y era algo que no merecía la pena discutir. Cada vez había más cosas que no merecían la pena discutir. ¿Qué pasaría cuando no hubiera nada que mereciera la pena discutir?
Apenas hablaron, él cruzó una mirada cansada con otra crispada de ella y se acostó buscando el frescor de las sábanas con los pies doloridos y recalentados después de tantas horas metidos en las férreas botas de seguridad. Al cerrar los ojos veía chispitas de colores y eso era síntoma de cansancio. Abrió los brazos, separó las piernas y se figuró que estaba sobre el mar haciendo el cristo, mecido por las olas. No tardó en dormirse. Aunque quizás hubiera sido mejor que no lo hubiera hecho ya que en el mismo instante en que traspasó el umbral del sueño sonaron las alarmas de la sala de control y empezó el barullo de la parada súbita, las carreras, las voces de los jefes y él a correr de un lado para otro tratando de no olvidar nada, de no pasar nada por alto, de que todo se hiciera lo más rápido posible y dentro de la más estricta seguridad.
Despertó asustado y cansadísimo, le dolían los pies más que cuando se acostó y estaba bañado en sudor. Miró el reloj sobresaltado y tuvo que poner las idas en orden hasta llegar a la conclusión de que descansaba, no tenía que ir a trabajar. Se levantaría, se ducharía y saldrían a almorzar por ahí los dos, así podrían hablar de todo lo que estaba pasando, de todo lo que le estaba pasando a él.
Sentado en la cama recordó súbitamente algo: había tenido un sueño mientras dormía y ese sueño había sido sobre Aída, la había vuelto a ver como cuando llegó a casa, había vuelto a oír sus palabras, había vuelto a ver su mirada. O se estaba volviendo loco o en sueños repetía todo lo que hacía despierto.
— Vamos a comer fuera, arréglate.
— ¿Y eso, te han tocado los cupones?— respondió Aída con sarcasmo.
— No, tenemos que hablar.
Aída estaba limpiado el polvo en el salón de la casa y se quedó paralizada con el plumero en la mano…”tenemos que hablar” ¿Qué le tendría que decir como para salir a almorzar fuera? ¿Al fin confesaría lo que estuviera haciendo? ¿Le diría el nombre de la otra? ¿Sería drogadicto, ludópata, pederasta, alcohólico, querría salir del armario?
— ¿Me pongo el Armani o el Zara?
— ¡Ponte lo que te salga del…!
— “Arregla pero informá” ¿no?
— Sí, eso, pero venga ya.
Julio ocultaba sus enormes ojeras y sus ojos cansados tras unas enromes gafas de sol. Se montaron en el coche en silencio y ninguno de los dos habló hasta pasado un buen rato. Aída no sabía donde la llevaba pero intuía que el horno no estaba para bollos y era mejor dejarse llevar por la corriente y conservar la serenidad, es posible que hubiera cosas muy importantes que decir y escuchar y era mejor estar fría y tranquila para poder razonar y responder.
No era malo el sitio después de todo, un restaurante moderno, coqueto y tranquilo, el servicio parecía discreto y atento. Una pregunta cruzó por la mente de Aída ¿con quién habría estado antes él allí? Hacía mucho que no salían a comer a sitios como ese y ese era el clásico sitio para deslumbrar y alagar a un ligue y prepararlo para lo que pudiera venir después. Mejor sería no pensar demasiado mal, no hacerse mala sangre.
El camarero se había acercado y habían pedido algo de beber mientras leían la carta. Aquel les abrió la botella de vino y Julio probó el caldo dando su conformidad. Eso se había puesto de moda y a él le parecía un snobismo, pero a las gentes les hacía sentirse bien, importantes delante de los demás, como si la mayoría fuera capaz de distinguir un Rioja de un Ribera de Duero o un Priorato, él no, desde luego.
El vino ayudó a romper el silencio y Aída, que jugaba con una migas de pan que había sobre el mantel casi se sobresaltó al escuchar la voz de él de manera imprevista.
— Tengo que decirte algo muy importante y no sé por donde empezar.
— Me estás asustando, Julio.
— No te asustes, mujer, no es para tanto.
— No sé, me lo dices de una forma…
— Me está pasando algo muy extraño de un tiempo a esta parte y eso está afectando nuestra relación. No sé muy bien lo que es pero estoy dispuesto a averiguarlo.
— ¿Y qué es, si se puede saber, lo que te ocurre? Yo te noto ausente, siempre cansado, crispado. Mientras duermes hablas en sueños y no dejas de moverte. Yo estoy pensando cosas muy raras, lo confieso, y ya no sé que pensar así que a ver si me aclaras algo.
— ¿Y que cosas raras has pensado, si se puede saber?
— Nada, tonterías mías, ya sabes como soy.
— Ya sé como eres, por eso quiero saber qué es lo que has pensado.
— Pues mira, lo primero es que hay otra por ahí y a partir de ahí cualquier cosa que te puedas imaginar.
— Está bien la cosa. Yo tengo un problema que no sé cual es, por lo tanto es grave, y tu me sales con una historia de celos y desconfianza.
— ¿Qué quieres que te diga? Lo que me sobra es tiempo para pensar, para comerme el coco, como dicen ahora.
— ¿Y de la confianza qué?
— La confianza no puede con el aburrimiento, con la incomunicación, con la monotonía, con la rutina y, bueno, a todo esto, ¿que es lo que te pasa?
— Pues no sé si lo que me está pasando ahora es más grave que lo que me pasaba hace un rato, no lo sé. Sigamos un orden: hace un rato me pasaba que tenía un problema extraño y quería contártelo, hablar de él, sacarlo al sol a ver si así perdía importancia. Quiero ir a un psicólogo, a un psiquiatra si es necesario, antes de volverme loco o acabar hecho polvo. La cuestión es que mientras duermo sueño, repito, segundo a segundo todo lo que he hecho despierto durante las horas anteriores y eso me agota por completo porque, además, parece que escucho entre palabras, que leo entre líneas, que me entero de más cosas que cuando estoy despierto. Seguro que cuando me acueste esta noche soñaré con esta conversación y la volveré a sostener palabra a palabra y volveré a oír tus respuestas y volveremos a discutir y casi podré leer tus pensamientos, saber lo que estás pensando en estos momentos y cuando las cosas son gratas, vale, pero la mayoría de las veces no lo son y es como vivir dos veces lo malo, cansarse dos veces, sufrir dos vece y vivirlo todo como distorsionado, amplificado…
— Pues la verdad es que no sé que decirte. Creo que es buena idea buscar ayuda en un psicólogo, o en psiquiatra, ellos saben más que nosotros de estas cosas, para eso han estudiado ¿no?
— Sí, tienes razón, para eso han estudiado. Vámonos.
— ¿Qué te pasa, ya te dio la neura?
— Sí, eso será, me ha dado la neura, quiero estar en casa.
— ¿Eso es todo lo que teníamos que hablar?
— Por mi parte sí ¿tú tienes algo más que decir?
— Podría decir muchas cosas pero no sé si es el momento, ni si me entenderías
— Pues, como dicen los curas, habla ahora o calla para siempre.
— Pues, como dicen los curas, amen.
El silencio se erigió en protagonista del dialogo y hasta llegar a casa no hubo más palabras que las imprescindibles. Una vez en aquella, Julio se sirvió un generoso escocés con hielo y Aída se dedicó a recoger las cosas que quedaban por medio de la casa. Al acabar se sentó y se quedó mirando a Julio, éste tenía la mirada empañada y perdida en el infinito.
Algo se había roto esa noche dentro de Julio. Era la primera vez que pedía ayuda ante un problema que lo estaba volviendo loco y le salía con celos, dudas y desconfianzas. ¿Sobre qué estaba cimentada esa relación? ¿Tan débiles eran los cimientos que el menor movimiento hacía que se tambaleara todo sin pruebas ni fundamentos? ¿Tan poca confianza inspiraba él que ante un comportamiento extraño por su parte se disparaban todas las alarmas de celos y sabe dios qué más?
El psicólogo, después de hurgar como sólo ellos saben hacerlo, decidió que debía consultar a un psiquiatra ya que es posible que necesitara medicación y ellos eran los más indicados para prescribirla. De todas formas, le recomendó un vida tranquila, sana, sin excitantes ni estimulantes, practicar algún deporte y dormir como mínimo ocho horas.
Julio salió de aquella consulta con complejo de mister Hyde al no saber en que se convertía él cuando le aconsejaban que evitara los estimulantes, los excitantes y no sé cuantas cosas más, cuando lo más excitante que entraba en su cuerpo era un tinto con gaseosa, un café solo o unos JB´s los fines de semana, o si los nervios se lo requerían.
El psiquiatra lo miraba fijo a los ojos mientras él hablaba, mientras el relataba su monótona, gris y aburrida vida, tal vez intentado descubrir los eternos conflictos entre el yo y el ello, entre el yo y el súper yo, los actos fallidos, los complejos de Edipo y sabe dios que aberraciones por descubrir y por catalogar. Al final, tras un silencio trágico y largo, el galeno habló:
— Lo que tiene usted es algo muy nuevo, estamos empezando a estudiarlo, se llama, de forma provisional, síndrome de conexión continua.
— ¿En cristiano…?
— Que usted no es capaz de desconectar del trabajo una vez que sale de él y en el plano de los sueños repite toda la jornada vivida.
— Eso es, si señor, ni del trabajo ni de nada, eso ya lo sabía yo porque es lo que exactamente me pasa, pero ¿Cómo me curo de eso? Por que es como si viviera todos los días dos veces, y como la mayoría son malos… pues eso.
— ¿Y, por qué son malos?
— Esa es la pregunta del millón, sí señor. Pues son malos porque no son buenos y perdone la perogrullada. No son buenos porque no me producen satisfacción y tengo la sensación de estar quemando días, de estar quemando mi vida para nada. Como dicen en las películas americanas, no me encuentro a mí mismo, no me realizo, vamos, que estoy hasta los huevos de todo y creo que es demasiado pronto para eso, todavía no tengo cuarenta años y ya estoy quemado.
— Está cansado, muy cansado. Lo primero que necesita es dormir larga y profundamente desconectando de todo el mundo exterior e interior tuyo. El sueño es el recreo del cerebro, en él hace lo que le da la gana, se relaja, juega, se regenera, se repone y amanece listo para empezar de nuevo cada día, por eso, cuando no conseguimos dormir bien no estamos para nada.
— Pues si solo es eso, valium del diecinueve y a dormir como un lirón ¿no?
— No es sólo eso, su vida afectiva también es muy importante.
— No tengo vida afectiva, sólo sensitiva.
— ¿Qué quiere decir eso?
— Pues está claro: que no tengo afecto, sólo siento y no siento afecto.
— ¿No se siente querido por nadie? ¿No quiere a nadie?
— No, me siento utilizado, manipulado, explotado, como decían los Jefferson, no tengo somebody to love… quizás sean pajas mentales.
— De esas pajas sacamos nosotros la mejor información.
— O sea, una especie de pajilleros mentales ¿no?
— Dicho así… a lo bestia, sí. Me gustaría proponerte que hiciéramos algo, si estás dispuesto a ello.
— … ¿Experimentos?
— En parte sí, lo reconozco.
— ¿Los experimentos no se hacían en casa y con gaseosa?
— Vamos a hablar en serio. ¿Te dejarías hipnotizar por mí?
— ¿Para qué, no me pondrá a hacer tonterías después, verdad?
— No, no te preocupes por eso. Se trata de hacer una regresión.
— Yo he visto eso en televisión y las gentes vuelven a su infancia y descubren cosas raras. ¿Eso es lo que quiere hacerme?
— Más o menos, pero no es tu infancia lo que me interesa, quiero saber lo que tu subconsciente conoce y tu ignoras.
— Pues vale. Peor que estoy no me va a dejar ¿verdad?
— No se preocupe por nada, todo está bajo control.
— Ago así dijeron en Pearl Harbour y mire como acabaron…
— Échese en el diván y relájese.
— Lo mío debe ser grave cuando me pone en el diván y todo…
— Quiero que entre en el estado de sueño profundo y me diga lo que ve, lo que oye.
— …Sí, tienes razón, para eso han estudiado. Vámonos.
—….
— Sí, eso será, me ha dado la neura, quiero estar en casa.
— …
— Por mi parte sí ¿tú tienes algo más que decir?
—…
— Pues, como dicen los curas, habla ahora o calla para siempre.
—…
— ¿Con quién estás hablando?
— Con Aída, mi mujer.
— ¿Qué está pensando ella mientras tanto?
— Ella… esta pensando en otro hombre… otro… y yo le conozco… se llama Luís.
— ¿Hay algo entre ellos?
— No sé… puede ser… a veces él aparecía en mis sueños como una interferencia, pero yo no le prestaba atención…
— Ahora despierta.
— Bueno… ¿Qué ha pasado?
— ¿Te suena el nombre de Luís?
— ¿Luís… tengo un vecino que se llama así, por qué?
— ¿Estás seguro de tu mujer?
— ¡Joder con la preguntita! Yo… sí
— ¿Tu… sí?
— Ustedes son la hostia, leen entre líneas, oyen entre palabras… ven los puntos suspensivos. Yo no estoy seguro ya de nada, creo que me estoy volviendo loco.
— Tranquilo, no se está volviendo loco ni muchísimo menos. Hable con su mujer, pregúntele por Luís, aclare la situación y tome una decisión que sólo usted puede tomar, y hablando de tomar, una de estas cada ocho horas. Vuelva dentro de un mes y cuénteme lo que ha ocurrido.
— Cuénteme que ha ocurrido en todo este tiempo ¿Cómo se encuentra?
— Me encuentro mejor, mucho mejor, ya desconecto casi todas las noches y descanso bastante más.
— ¿Qué ocurrió con su mujer?
— Seguí su consejo y le pregunté por el tal Luís. Se echó a llorar y me lo contó todo, que tampoco era tanto ni ocurría nada. Ahora va todo mucho mejor y creo que vamos a buscar un niño antes de que seamos mayores y se nos pase el arroz. ¿Sabe usted? Sacar el tema de Luís fue como abrir una puerta que habíamos cerrado entre los dos. Era como si uno la hubiera cerrado por dentro y otro por fuera, la teníamos que abrir los dos al mismo tiempo o permanecería cerrada para siempre, y la abrimos entonces.
— Pues no sabe usted la alegría que me da. Habré perdido un cliente pero espero haber ganado un amigo