La vida es como un tren
y en el subimos, cuando
al nacer nos ponen en la vida.
Y un día bajamos, cuando
de nuestros días se colma la medida.
Tenía que haber un tren, esa era la condición y el tren aparecía, daba un poco igual el a, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, en, hasta, hacia, para, por, según, sin, so, sobre, tras, pero el tren tenía que aparecer en el relato. Una veces como excusa, otras como protagonista, otras un poco forzado y otras porque sí, por que tenía que aparecer y aparecía y lo hacía lleno de vidas, de gentes, como metáfora de la existencia con su fugacidad e imprevisión. Como cobijo, después de muerto e inservible, a vidas pequeñas y miserables. Como cordón umbilical de un pueblo colgado de si mismo al que une con otra forma de vida cada vez más lejana en el tiempo y el espacio. Como escenario de detectives y traficantes que utilizan su impersonalidad y el anonimato buscado por todos sus usuarios y, finalmente, como una especie de túnel del universo por el que se llega a otros mundos de la mano de extraños e ininteligibles seres.
El protagonista de Sobre raíles, nace en el retrete de un tren a través de cuya taza se ven pasar velozmente las traviesas de la vía. Descubre la inexplicable oscuridad de un túnel en su segundo viaje en tren y en el último, una especie de homenaje a tantos años de itinerario maquinal de ir y venir al trabajo, se despide de todo, tiene los días contados a causa de una grave enfermedad.
Dora, prostituta por hambre, encuentra en un vagón abandonado en vía muerta un escondrijo para sus citas con clientes, mejor, con su único cliente, el que la mantiene a ella y a toda su familia. Poco a poco, ese vagón abandonado, donde al principio bastaba con una manta sobre la bastedad del suelo, se va convirtiendo en un sitio acogedor, íntimo, confortable y sirve a Dora de domicilio familiar en épocas más felices hasta que, trasladada a una institución benéfica, sigue contestando al saludo de un lejano tren cuyo pitido escucha por las tardes.
Para Juanito Ero, el tren es el pasatiempo de las tardes largas del estío, y la campana de la estación la única forma de música que conoce. Para los paisanos de Juanito el tren es algo que quisieran mantener alejado pero sin perder de vista, es el símbolo de lo que fueron un día: un pueblo minero que bullía de vida y riqueza que, agotada la mina, se ha convertido en un cascarón vacío y muerto. También es el tren para ellos esa especie de espada de Damocles que un día romperá la frágil crín de la que pende y caerá sobre la estación llevándoselos de allí, a la ciudad, a vegetar en un parque al sol o a esperar al muerte en un frío e inhóspito hospital con un número en la cabecera de la cama.
El protagonista de La chica del tren podría ser un moderno ejecutivo, joven, brillante y aburrido que vive otras vidas a través de los personajes de sus libros de viaje. Es un personaje rutinario y programado que se ve envuelto en una trama de traficantes y mafiosos que utilizan el tren para sus operaciones y él lo vive todo como si se tratara de las seis hojas que lee antes de llegar todos los días a la estación de destino.
Para terminar, un tren supermoderno, ergonómico, diseñado funcionalmente hasta en sus últimos detalles y un pasajero que lamenta no haber tomado el avión pero tratará de aprovechar el tiempo para descansar y duerme, más de lo que pensaba y conoce a unos extraños personajes con los que no logra entenderse a pesar de ser políglota.
SOBRE RAILES
Corre el mes de Julio de 1942, en el tren que cubre la línea de Zafra a Huelva, viene María, escoltada por dos guardias civiles. La noche anterior fue sorprendida junto con su marido pasando café por la frontera de Portugal. Ella sospechaba que los seguían, pero lo normal era que los dejaran pasar y a la vuelta los acecharan obligándolos a tirar las mochilas de café que siempre se "perdían" en el campo. Esa noche no fue una excepción y todo ocurrió como de costumbre, pero al ser sorprendidos, María, embarazada de ocho meses, no pudo correr. Juan, su marido, intentó cogerla, pero ella lo convenció de que los dos en la cárcel no podrían mantener la casa y había que ganar para lo que venía en camino. A ella no le harían nada, menos en ese estado.
Juan, con lágrimas en los ojos, llorando de rabia, vio como los civiles se llevaban a su mujer. Se sentía un cobarde, un inútil incapaz de mantener por si solo a su familia.
Tenía muy poco espíritu y los tiempos eran malos, la posguerra no había traído más que miseria, los caciques acaparaban el trabajo para sus simpatizantes y a veces daban peonadas a cambio de ciertos favores. No se sabía con certeza, pero se decía que algunos de los peones del campo habían pasado a la mujer por la cama del señorito. Después, en la era, les cantaban letrillas que decían: "Cuernos que dan de comer déjalos crecer, déjalos crecer". María se hubiera muerto antes de eso o quizá Juan se hubiera matado después.
Juan esa noche ahogó su impotencia en vino tinto y mañana sería otro día. Le habían dicho que en La Dehesilla hacía falta gente, probaría suerte.
María tenía los ojos calientes, estaba muy cansada y notaba una extraña sensación. Enfrente, los civiles dormitaban apoyados en los fusiles, dando de vez en cuando una cabezada de la que despertaban sobresaltados, tal vez ante la posibilidad de ser sorprendidos durmiendo estando de servicio.
Uno de ellos sacó tabaco y tras liar un pitillo ofreció al otro. María, cansada y fatigada cerró los ojos ante las bocanadas de humo y trató de imaginar que estarían haciendo su madre y su marido a esas horas. Yerno y suegra no se llevaban bien del todo; la madre de María enviudó muy joven y tuvo que sacar ella sola la casa adelante, chocaba con el carácter apocado de Juan, al que llamaba a veces el modorro, decía que le recordaba a las ovejas modorras, cuando se pasan horas rumiando y mirando a un punto fijo.
María se sentía muy incómoda, no sabía como sentarse, le dolía el vientre, tenía los pies muy hinchados y un extraño sabor a esparto en la boca. Sentía ganas de orinar y se lo dijo a uno de los guardias, muy contrariado éste, la acompañó a la puerta del pequeño servicio del tren, una vez allí le quitó las esposas y esperó marcialmente en la puerta la salida de María.
La molestia del vientre de María era algo más que ganas de orinar, sintió como un chasquido interior y de pronto gran cantidad de líquido le corrió piernas abajo, de tal manera que ella que ella no podía ni controlarlo ni evitarlo: había roto aguas. El ajetreo de la noche anterior le había adelantado el parto y allí estaba, encerrada en el servicio de un tren, sentada en el borde la taza de un retrete, al fondo del cual se veían pasar velózmente los travesaños de los raíles, con un Guardia Civil en la puerta y empezando a sentir las contracciones.
Una mezcla de vergüenza, rabia y pudor se adueñó de ella, y sin poder evitarlo, empezó a llorar amargamente sin querer llamar la atención.
El guardia civil empezaba a impacientarse y llamó a la puerta con los nudillos, la primera vez que lo hizo no recibió respuesta, la segunda recibió un gemido entrecortado. Empujó la puerta y encontró a María tirada en el suelo, doblada como un cuatro sobre un charco de líquido sanguinolento.
-¿Qué es esto, qué pasa aquí?
-¡Estoy pariendo!- Exclamó llevándose las manos al vientre, que lentamente parecía escapársele entre las piernas.
La pareja de la Guardia Civil desalojó un vagón entero entre las protestas y la curiosidad de las gentes. Pidieron la ayuda de una mujer entre los viajeros y entre todos ayudaron a María en el trance.
El niño nació en el tren y pese a lo prematuro del parto, con unos enormes ojos negros, miraba a todos lados, pareciendo notar lo extraño de la situación. María lo acurrucaba contra su pecho, que ya sentía la presión de la leche, acordándose sobre todo de su madre y también, como no, de Juan. El niño se parecía mucho a él. ¡Que contento se pondría cuando se enterara!
El tren acabó el viaje y María fue llevada al hospital, allí fue atendida debidamente junto con el pequeño. Ambos pasaron un mes custodiados por un pareja de Civiles en la dependencia de la institución sanitaria, transcurrido ese tiempo y con las circunstancias que habían mediado, la Justicia decidió que podían volver a casa, con la promesa de no reincidir.
Tampoco tendrían que hacerlo más, Juan, en ese tiempo y azuzado por la responsabilidad del hijo, había buscado trabajo y ahora tenía un sueldo seguro, no muy grande, pero no les faltaría y María lo haría cundir más.
* * *
Mi padre, tal vez en recuerdo de su infancia de hambrunas e inseguridades, de trabajar desde muy pequeño para los amos por la comida y un techo y por haber seguido así durante su juventud debido a su casi analfabetismo y la falta de recursos del pueblo, decía constantemente que a mí no me ocurriría lo mismo, que a mí no me explotarían como a él, que para eso estaba él y que en cuanto tuviera edad me mandaba a un colegio de la capital que ya tenía apalabrado con el cura, quizá éste viera en mí un futuro compañero de sacerdocio.
Sólo ellos sabían los sacrificios que les supondría tenerme en ese colegio, mi madre hacía meses que confeccionaba la ropa interior y las camisas, también me hizo unos pantalones y algo parecido a una chaqueta. Mi abuela hizo una bufanda de punto con restos de lanas y la tiñó después de azul y presumía de que con tantos nudos no se notara ninguno. Todo debía llevar mis iniciales y un número que me asignarían cuando me matriculara.
El verano, acabando agosto, entraba en la recta final. Los campos, brillantes del oro viejo de las siegas y los hombres aventando el polvo dorado en las eras bajo un sol que todavía pesaba bastante. Contando los días que faltaban para la marcha, el fatídico llegaba entre consejos de mi padre y de mi madre:"Ten cuidado con esto o con aquello". "No contestes cuando te riñan". "Obedece". "No salgas solo". "Huye de las malas compañías". "Reza todas las noches". "No destaques, no seas del montón de los listos ni del de los tontos, tú del de enmedio". Esto último no lo entendí hasta un poco después.
Cada vez que salía al campo esos días trataba de llenarme de olores, de imágenes, de sabores para luego recordar cuando estuviera en el colegio. A veces me quedaba mirando un rincón de mi casa como si quisiera fotografiarlo en mi mente. Cuando estaba solo, hablaba con las gallinas, cada una tenía un nombre puesto por mí, les decía que me iba a la ciudad, al colegio, a hacerme un hombre; eso era lo que me decían y yo se lo repetía a ellas.
Todas las tardes, más o menos a la misma hora, desde una peña de mediana altura, veía pasar el tren media hora antes de que llegara a la estación del pueblo. Primero se escuchaba el silbido lejano de la locomotora, luego aparecía un penacho de humo sobre un cerro y poco después, la máquina asomaba tras el mismo seguida de los vagones, Todos juntos recorrían un buen trecho ante mi vista y me habían dicho que según hacia donde fuera el humo así estaría el tiempo al día siguiente y casi siempre se cumplía. después el tren se volvía a perder para aparecer ya en al estación humeando, soltando vapor por todos lados entre el chirriar de los frenos.
Parecía como si presintiera que tras el inminente viaje al colegio ya nada sería como antes.
Mediaba setiembre, la noche antes de mi partida, mi madre puso todas mis cosas encima de la cama y al tiempo que repasaba por si faltaba lago, las guardaba en una enorme maleta que no supe de donde salió. Yo observaba toda aquella ceremonia escondido y vi como mi madre no paraba de llorar en silencio y cuando estuvo todo recogido, amarró la maleta, se sentó en la cama y dio rienda suelta al llanto. Salí como pude de allí y en cuanto estuve seguro de que no me veía nadie, lloré hasta quedar agotado.
Por la mañana, muy temprano, estábamos en la estación, mi madre me cogía de la mano como si me quisiera retener más tiempo con ella, mi padre sacaba el billete y conversaba con el jefe de estación.
Entre soplidos de vapor y silbidos, el tren llegó al andén de la estación y tras vencer su propia inercia, quedó parado.
Mi madre me besó, después lo hizo mi padre que intentó ser seco, tal vez para ocultar un brillo especial en los ojos que lo delataba. Ya en el tren, me acompañaron hasta que éste anunció su salida. Me quedé haciendo pucheros viendo como cada vez estaban más lejos de mí, el tren aumentó la velocidad y las últimas casas del pueblo desaparecieron y allí estaba yo, solo, la primera vez que me separaba de mis padres, la primera vez que salía del pueblo y la primera vez que me montaba en un tren. Me senté en el duro asiento de tablas, junto a un señor al cual mi padre me había encomendado durante el viaje, este señor se durmió en seguida y entonces fue como si viajara solo. La curiosidad me hizo levantarme y mirar tímidamente por la ventana, el color del campo era diferente del que yo veía en el pueblo, los árboles eran distintos y olía de otra manera.
El sol subía a medida que avanzaba el día y empezaba a hacer calor, de pronto todo se volvió oscuro como si hubiera anochecido. Sentí miedo, dentro del vagón había mucho humo y en tren sonaba como si estuviera encerrado en algún sitio. Mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y sentí pánico al ver como cada vez había más humo a nuestro alrededor, me disponía a llamar a mi vecino de asiento cuando, al igual que se fue, vino la luz. El contraste me hizo entornar los ojos, cuando los volvía a abrir todo estaba cubierto de unas cosas negras, como pelusas, pero era ceniza. Al mirar por la ventana vi el agujero en el cerro por el que el tren acababa de salir, era un túnel, pero yo no lo sabía.
A lo largo del trayecto, algunas personas pasaban junto al asiento que ocupábamos, unas llevaban gallinas, otras unos grandes paquetes que olían a queso y lucían grandes manchas de grasa de color rojo.
Un señor con una gorra muy bonita y un gran bigote, se acercó a mí y al ver que estaba solo me pidió el billete. Siguiendo las instrucciones de mi padre, se lo di, el señor me miró después de examinar detenidamente el billete, sacó del bolsillo una maquinita y lo agujereó. Al tiempo de irse me saludó a lo militar, tocando el filo de la visera con la punta de los dedos, yo no supe que contestarle y me limité a sonreír.
El paisaje había cambiado otra vez, ya no había cerros ni jaras, ya no olía a campo, sino como a sal. De vez en cuando pequeños riachuelos aparecían y desaparecían entre juncos y matorrales bajos.
Mi compañero de viaje dio señales de vida y al mirar por la ventana dijo muy complacido:
- Niño, estamos llegando a Huelva, huele a marisma.
Al asomarme me dio la impresión de ir por las traseras de un pueblo grande. Algunos niños se quedaban mirando el tren y saludaban, yo, pensando que era a mí, correspondía al saludo. A lo lejos apareció la estación, el tren empezó a frenar y en seguida estuvimos ante el anden. Con la mirada busqué al cura que me recogería, no debía moverme de allí si no era con él; allí estaba y nos fuimos juntos hacia el colegio.
Los primeros día allí fueron duros, no dejaba de pensar en los míos y en mis cosas del pueblo y me parecía que estaba muy lejos. Contaba los días para volver de vacaciones en Navidad y cuando ésta llegó, de nuevo tomé el tren para volver a mi casa. Entonces noté un cambio con respecto a antes, sólo habían pasado tres meses, pero yo me sentía mucho mayor que entonces. Sentía un cosquilleo nervioso pensando que estaría de nuevo en casa con los míos, y en Navidad, nada menos, con la cantidad de cosas divertidas que hacíamos en esos días. También me acordaba de mis compañeros del colegio, ya tenía amigos entre ellos y, de alguna manera, los echaba de menos.
Cuando el tren iba llegando al pueblo, busqué la peña desde la cual lo observé tantas tardes y allí estaba, me imaginé el recorrido como si lo viera desde lejos al mismo tiempo que lo hacía desde el propio tren y todo era como entonces, como tantas veces lo había imaginado cuando estaba en el colegio.
El curso transcurrió, las notas fueron buenas y durante el verano ayudé en casa en las labores del campo, pero ya tenía ganas de volver al colegio, y volví durante dos cursos más, pero a mediados del tercer año, el rector me llamó un día para decirme que mi padre había muerto y mi madre me necesitaba en casa. Volví a casa, me convertí en el hombre de la misma con doce años, no podía ser menos, mi madre estaba sola, sólo me tenía a mí.
El tiempo pasó, me hice mayor, seguí trabajando en el campo y algunas tardes aún iba a ver el tren desde la peña, ahora pasaba mucho más rápido y el silbido cansino del vapor había pasado a una bocina que, por el efecto de la velocidad, sonaba de una forma extraña.
Tal vez ese tren simbolizara para mí la cantidad de cosas que en la vida vería pasar de largo.
* * *
Podía haber tomado el avión en Hannover y enlazar con algún vuelo en Hamburgo hacia España, pero de alguna forma quería hacer este viaje, quizá por última vez, tan repetido en los últimos años, y quería hacerlo en tren, también como tantas veces en los últimos tiempos.
Hannover, Wunstorf, Neustadt, Niemburg, Verden y Bremen. Ciento sesenta kilómetros diarios a la ida y otros tantos a la vuelta. Casi podría escribir un libro sobre la evolución del ferrocarril y sus usuarios es estos años. Al principio los trenes iban cargados de trabajadores, la mayoría conservaban aún sus boinas y sus bufandas de cuadros. No acostumbrados a este frío, siempre estábamos ateridos, las manos en los bolsillos, el cigarrillo en la comisura de los labios y la nariz colorada.
Los trenes entonces hacían mucho ruído, siempre sonaban a metal golpeado y chirriante, no obstante, eran cómodos y acogedores. Ahora lo son aún más y los ruídos han pasado a soplidos neumáticos mucho más suaves.
Una voz agradable aunque un tanto mecánica, anunciaba por la megafonía la inminente partida del tren con destino a Bremen, el mío. Sentado cómodamente miraba por la ventanilla sin fijarme en nada concreto. En algún momento el tren comenzó a andar, al principio muy lentamente, y después fue incrementando la velocidad hasta los casi doscientos kilómetros hora que era su régimen normal.
Conocía el itinerario de memoria, dentro de poco un soplido anunciaría que empezaba a parar y poco después llegaríamos a Wunstorf y así hasta Bremen. Todos los días durante muchos años había andado y desandado ese camino y ahora lo hacía por última vez. El médico me aconsejó no caer en la depresión y la melancolía pero no puedo evitar que los recuerdos se me agolpen y los ojos llenos de lágrimas me emborronen el paisaje de líneas y puntos de luz que velózmente parecen ir en dirección contraria a través de los cristales de la ventanilla del comportamiento. Como en un espejo me veía reflejado en el cristal contra el oscuro atardecer del invierno alemán, no tardaría en nevar.
Las canas me habían ganado la batalla y se enseñoreaban de las sienes y las pronunciadas entradas dándome un aspecto distinguido, según unos, o de viejo según otros, pero por más eufemismos que le pongamos, la vejez no puede ser más que decadencia y destrucción. Unas bolsas bajo los ojos me delataba de las malas noches pasadas buscando una explicación, un porqué. Definitivamente creo que no lo hay, lamento en parte no ser más creyente y poder encontrar por ese camino una salida a la crueldad de la vida, al desengaño.
Apenas unos meses antes de jubilarme, de poder disfrutar un poco de lo que tanto me costó conseguir, de tantos años solo, lejos de los míos, de mi tierra, de mis cosas, de trabajar duro y como las hormigas. Siempre pensando en la vuelta, en la vejez en el pueblo...Ahora resulta que me quedan semanas de vida, nadie lo sabe, pero me voy al pueblo como los viejos elefantes, a morir tranquilo. El cristal me devuelve la imagen de la derrota, la cara de la rendición, mi cara. Cierro los ojos y no puedo evitar que broten las lágrimas.
Dejando volar los recuerdos, me veo mirando a través de la ventanilla de otro tren, hace veinticinco años. Estoy llegando a Alemania, voy a trabajar en una fábrica de Hamburgo, no sé muy bien de qué es, pero me han prometido que, como entiendo un poco de cuentas y parezco listo, me darán un buen puesto. Claro, había que hacerle un buen regalo a don Matías, de él dependía, pues era el encargado de apuntar a las gentes en el Ayuntamiento. Cuántos don Matías hubo en esos tiempos y cuánto se aprovecharon de las gentes como yo.
El buen puesto era de peón en una fábrica de tornillería, retirando cajas llenas de tuercas y poniendo cajas vacías. Podía hacer horas extras todos los días y si además pasaba de un número de cajas tendría una gratificación. Lo primero que hice fue aprender alemán y me vino muy bien. Al poco tiempo me hicieron encargado de una sección y era un poco el portavoz de los españoles que no sabían el idioma.
La verdad es que las cosas no me han ido mal, nada me ha sido gratis, todo me ha costado, como a cualquiera, sólo que el último pago se ha adelantado, no contaba yo con ésto.
Un sonido neumático del tren frenando me saca de mis pensamientos y una azafata se me acerca a preguntar si quiero tomar algo y le pido un whisky con hielo. El tren ha parado, estamos en Verden, la próxima estación Bremen, los altavoces repiten con su típico sonsonete las salidas y llegadas de los diferentes trenes, lo van diciendo en varios idiomas. Recuerdo que al principio, cuando no sabía alemán, esperaba que lo dijeran en italiano y poco a poco me enteraba de algo de lo que decían. Un suave tirón indica que el tren está de nuevo en marcha.
Todo está en regla, la familia no quedará en malas condiciones económicas, al menos es un consuelo... Voy repasando los documentos de la empresa, los de la sanidad alemana, los del sindicato. Todo está al día, la orden del banco para las transferencias, todo.
"Beneficiaria: Juana... Te quedas sola Juana, yo me voy, que le vamos a hacer... Los recuerdos de nuevo y de nuevo en un tren. Era el viaje de novios y lo hicimos hacia Alemania.
Nuestro noviazgo fue corto y extraño, nos conocimos por cartas y nos vimos un par de veces antes de casarnos. Recuerdo que me costó mucho que me mandara una foto, llegué a pensar que tenía algún defecto físico, pero al fin se decidió y me la mandó. Pasado el tiempo, cada vez que veíamos fotografías antiguas, al llegara a esa nos reíamos, ella pensaba que se lo jugaba todo a una foto y trató de salir lo mejor posible, perfectamente peinada y maquillada, tanto que parecía Doris Day. Al natural era otra cosa mejor y sobre todo tenía las ideas muy claras de cómo funcionaba el sistema, había trabajado desde pequeña y valoraba cada cosa en su justo lugar.
Después de casarnos salimos en taxi hasta Madrid y allí tomamos el tren hasta Francia desde donde partimos hasta Hannover. La noche de bodas la pasamos en el tren, tomamos un compartimento con cama, pero claro, como era de prever, me pasé la noche en el pasillo. Decía ella que el movimiento del ten había atascado la cerradura y no me dejó entrar en toda la noche. Después, Juana, un poco avergonzada, reconoció haber cerrado la puerta por dentro.
No fue fácil la primera época, pero nos adaptamos lo mejor que pudimos. Muchas tardes ella me esperaba en la estación y decía que se lo pasaba muy bien viendo el ajetreo de las gentes que subían y bajaban de los trenes, los mensajes de la megafonía, que cada vez entendía mejor y al final llegaba yo y nos íbamos juntos a casa.
Al principio ella empezó a trabajar, pero decidimos que lo dejara, su salud no era todo lo fuerte que parecía. Tampoco tuvimos hijos, después de dos abortos el médico aconsejó que desistiéramos de ser padres. Los primeros años echamos de menos un crío, después nos acostumbramos a ser sólo dos y así hemos estado todo este tiempo hasta que hace unos meses ella decidió irse a preparar la casa para vivir cuando me jubilara.
Una azafata me sacó de mi ensueño diciéndome que habíamos llegado a Bremen. A partir de este punto el viaje sería en avión, más rápido pero sin el encanto del tren que tantos días tomé. Ya casi nos conocíamos todos, éramos siempre los mismos a las horas punta de ida y vuelta, los españoles nos saludábamos y nos preguntábamos por la familia y es que éramos casi una familia, la familia del tren