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4/15/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA AUTOR (ORIUNDO)

XIII

No quisiera parecer frívolo si digo que el tenebrismo barroco que nos invadió fue como una moda, pero sí es verdad que fue algo parecido, y desde mi manera de ver las cosas, creo que suficientemente conocida ya de todos ustedes, insisto en que no fue más que una moda pasajera que quizás tuviera sus orígenes en unos inconfesables remordimientos ante el enriquecimiento súbito de muchos gracias al comercio de Indias y a todo lo que tendrían que haber hecho para rentabilizar ese comercio hasta el punto de acumular inmensas fortunas y erigirse en señores poderosos ávidos de poder y más riqueza. Condición humana es la avaricia, y como tal insaciable, pero con dinero se compra todo, incluso la salvación del alma.

La Iglesia, que tampoco se ha dejado dormir nunca en los laureles, supo enseguida de que lado debía ponerse, y no dudó en erigirse intermediaria entre esta vida y la otra, que siempre lo había sido desde luego, pero no a tan alto precio. Seguro que bastaron unos cuantos sermones amenazantes desde los púlpitos de las iglesias pasando revista a todos los castigos del infierno, hablando del maligno como autor de todos los males de la humanidad y pasando lista a los pecados capitales en los que tan duchos estarían algunos de aquellos hacendados feligreses a los que después se les dejaba entrever la salida, la salvación, la gloria eterna si estaban al lado de Dios y de la Iglesia.

Y no era nada difícil para aquellos que tenían dinero, bastaba con hacer una jugosa donación a la Iglesia y con ello se les garantizaba el número de misas suficiente como para servir de aval ante San Pedro. Así, la iglesia no tardó en atesorar grandes fincas y enormes riquezas, convirtiéndose en uno de los mayores hacendados a cambio de “salvar mi alma” del fuego eterno del infierno.

Las repercusiones de todo esto no tardaron en hacerse sentir, principalmente debido a que muchos terrenos cayeron en lo que se llamó economía de “manos muertas”, es decir, la Iglesia no siempre cultivaba los campos que le eran donados con lo que la economía se empobreció de manera ostensible.

Otro fenómeno vino a contrarrestar al anterior, muchos de los campos se explotaban en aparcerías y ello facilitaba la supervivencia de los braceros, que de la mitad que se quedaban de lo trabajado, reservaban la parte con que alimentar a sus familias y les quedaban excedentes para establecer un tímido comercio.

Pero las alegrías del pobre siempre son cortas y una nueva epidemia de peste vino a azotar la comarca cebándose en Cumbres y allá que me marché convencido de que no había mal de este mundo que me hiciera daño, al menos físico. El panorama que encontré no podía ser más desolador, ya que por si era poco ver un pueblo abandonado a su suerte con el campo yermo, el ganado vagando sin pastor ni dueño y el comercio entregado al pillaje y el saqueo, encontré a las gentes, las pocas que quedaban vivas, presas del pánico ante la rapidez de la extensión de la epidemia y lo fulminante de la misma, además de causar muertes muy dolorosas y traumáticas a familias enteras.

El pánico estaba llevando a las gentes a renunciar al más sagrado de los deberes: enterrar a los muertos, y así era posible ver los cadáveres en las puertas de las casas, plagados de moscas y emanando toda clase de fluidos y olores fétidos, con lo que la posibilidad de contagio se acrecentaba considerablemente.

Una solución era quemarlos, pero volvíamos a lo mismo de antes, si nadie los transportaba a las afueras no podíamos incinerarlos, eso sin contar con la repugnancia general que suscitaba el hecho de quemar aquellos cuerpos hediondos y esparcir sus cenizas y sus olores.

La solución no fue de mi gusto, pero yo allí no tenía voz ni voto, solo manos y estómago para acarrear y enterrar muertos, cuerpos demacrados y macilentos, comidos por la fiebre y llenos de pústulas y bubones, fieles testigos de la enfermedad que había acabado con ellos. La solución fue comprar esclavos moros para que enterraran a los muertos, y yo estaba allí con ellos y los miraba sin poder dejar de preguntarme si la condición de esclavos los liberaba de sus escrúpulos, de su asco, de su miedo a la muerte.

Al parecer, al esclavo no sólo se le priva de la libertad, sino que también se le niegan los sentimientos y los instintos, aunque sean tan básicos como el miedo, pero siendo esclavos han perdido todos los derechos, principalmente el ser reconocidos como seres humanos, por lo que pasan a ser una especie intermedia entre los monos y el hombre, reclamándole de cada uno de ellos lo que más interese en cada caso.

Siento ser tan reticente con la esclavitud, pero es que la he sufrido en mis carnes y en mi espíritu, y estoy convencido de que la de aquellos días era peor que la que conocí en tiempos de romanos, y aquella servidumbre dura de los primeros musulmanes, sin duda esta era peor porque llevaba añadido un componente más y muy dañino para el alma humana: la venganza, y nadie dudaba a la hora de despreciar a un esclavo moro pensando que al esclavo cristiano le estarían haciendo lo mismo allí, pero nadie se paraba a pensar en quién infringía el castigo y quien lo sufría en la mayoría de los casos.

De la peste salimos, como se sale de casi todo, pero había algo en aquellos tiempos de lo que nos parecía que no saldríamos nunca, y me estoy refiriendo ahora a la servidumbre que se nos imponía para sufragar tanto gasto de ejércitos, conquistas y guerras sin fin.

Portugal no era el único sitio conflictivo, también Cataluña se había levantado y había que aportar milicias para ambas guerras, así como costear el alojamiento de las tropas de paso, con lo que no podíamos estar mejor: la juventud combatiendo, los campos y los ganados abandonados, y encima manteniendo y soportando a la soldadesca de paso.

La situación llegó a tal extremo que el rey Felipe IV mandó en una Real Cédula que “fuesse Huelva exempta y libre de alojamientos y tránsito de gente de guerra, ni de cavallería, baxo cualquier pretexto o causa”.

Poco duró la paz ya que las intrigas y los intereses volvieron a aparecer, y con ellos ya sabíamos lo que venía. Por estos días, el Duque de Medina Sidonia y el Marqués de Ayamonte se levantaron para crear un reino independiente en Andalucía. Después habría versiones para todos los gustos, como es natural: que si fue un intento de la corona para hacerse con el impuesto de la alcabala y los beneficios de las salinas. Que si fue una conjura del Conde Duque de Olivares contra el de Medina Sidonia. Lo cierto fue que, entre unos y otros dejaron desguarnecida la plaza de Ayamonte y permitieron el libre paso de las naves portuguesas por el Guadiana y hacia todo el reino de Sevilla.

La conjura se descubrió y al de Medina Sidonia le costó 200.000 ducados de multa, el destierro y la perdida de Sanlúcar de Barrameda, pero el Marqués de Ayamonte le costó cabeza, que le fue cortada en el Alcázar de Segovia.

El siglo acabó con los ecos de los cristianos sitiados por los moros en Larache y la petición de barcos por parte del Capitán General de Andalucía, pero en Encinasola ya teníamos bastante con reparar tanto destrozo y recomponer la maltrecha economía después de las inacabables guerras.

Mi vida por aquellos días no difería de la de cualquiera del pueblo, si bien me podía sentir satisfecho de no haber perdido a nadie entre las epidemias de peste y las guerras y los ataques portugueses. La verdad era que no tenía nadie a quien perder, nadie que fuera de mi sangre, pero si perdí a muchos amigos, ya victimas de la epidemia, ya caídos en las refriegas, incluso alguno fue hecho cautivo y vendido como esclavo en el puerto de Lisboa, pero la vida seguía y no había más remedio que seguir luchando por ella, no cabía otra posibilidad que la de seguir tirando del carro, si no del mío, que bien poco necesitaba yo para mi subsistencia, del de todos los demás, que a duras penas conseguían salir de una cuando ya tenían otra encima.

Una vez más encontré en el ganado ocupación y medio de vida y lo primero que hice fue agrupar todo el que había esparcido por el campo a causa de la muerte o el abandono de sus dueños. Aquel ganado no era mío y no pretendía adueñarme de él, pero vi la posibilidad de ayudar a tantos como se habían quedado sin nada, de manera que volví a erigirme en pastor de la dua y, junto con el poco que yo tenía los sacaba a pastar todos los días.

El ganado agradeció en seguida los cuidados que le prodigaba, los puercos engordaron rápidamente, las cochinas parieron abundantemente, al igual que las ovejas, y pronto tuve que buscar ayuda para tan ingente trabajo. La matanza dejó buena provisión de carnes y chacinas para toda la temporada, las ovejas dieron buena y mucha lana y los corderos se vendieron a buen precio, con lo que mi empeño estaba dando su fruto.

No era sólo el ganado el que agradecía la bonanza de los tiempos, yo también me sentía a gusto y casi podría decir que aquellos días fueron los primeros felices después de mucho tiempo, felices en mi soledad del campo acompañando al ganado, dejando volar la mente tras los recuerdos, pasando lista de todos aquellos que inexorablemente iban quedando atrás mientras yo seguía imperturbable mi destino de inmortal solitario.

4/03/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA AUTOR (ORIUNDO)

XII

El pueblo había ido creciendo, como derramándose sobre las colinas del castillo y la iglesia y allá por los años de 1500, se construyeron dos fortalezas en otras dos colinas que se elevan al sur y al norte de Encinasola, en línea recta con la iglesia y el castillo.
A la primera la llamaron fuerte de San Felipe, por el rey que lo mandó edificar y a la del sur la llamaron fuerte de San Juan, por el hermano del rey, Don Juan de Austria. Ambas fortalezas se construyeron de forma sólida y compacta, la primera se hizo de planta redonda y arriba le pusieron dos o tres cañones de grueso calibre.
El fuerte de San Juan estaba rodeado de una fosa de bastante profundidad y disponía de puente levadizo para permitir el acceso al mismo. Podía medir unos doscientos pasos de perímetro y se amuralló con ángulos salientes, dando así una planta cuadrada como resultado. En su interior se elevaba una enorme bóveda, mayor que la del otro fuerte, que cobijaba dos salas o almacenes. Este fuerte también tenía sobre su plataforma superior emplazados dos o tres cañones de gran tamaño.
Estos fuertes se hicieron siguiendo pautas parecidas a las que se emplearon para construir las torres de almenara que jalonan toda la costa de la provincia de Huelva, éstas tenían como misión servir de vigilancia y defensa de la costa de los ataques de la piratería berberisca y las de Encinasola tenían como misión la protección ante los frecuentes ataques portugueses.
Junto al fuerte de San Felipe está la Peña, un promontorio de piedra que forma parte de la silueta más familiar y conocida del pueblo. No podría decir las veces que he subido a ese sitio solamente para estar un rato allí sentado, a solas con mis ideas, escuchando mis pensamientos y viendo como el sol se escondía entre la bruma de los montes de Portugal. Desde allí se veía caer el pueblo hacia el ensanche y llegar hasta la fuente de la Cobijada.
Hoy hay agua corriente en el pueblo, pero hasta hace muy poco era habitual ver las reatas de mulos y asnos con sus cantaros camino o de vuelta del pilar, una de las fuentes que suministraban el agua potable a la población, y desde lo alto de la peña los veía con su paso lento y cansino ayudando a sus dueños a ganar el sustento diario.
La tierra de Contienda no había dejado de ser motivo de problemas, y de ello dan fe los archivos municipales de los tres pueblos en litigio en los que se puede encontrar gran número de denuncias a cuenta de desplantes, intentos de amojonamientos y disputas graves de todo tipo. Al fin se firmó la Concordata, allá por el 1544 y quedaron fijos lo límites de las villas de Aroche, Encinasola y Moura, pero esto no resolvería el problema, que continuaría durante tres siglos más.
Carlos V y el rey de Portugal, Juan III, resolvieron nombrar dos plenipotenciarios que estudiaran el asunto y después resolviesen en justicia. Los plenipotenciarios se reunieron en las villas de Oliva y Serpa y allí dieron audiencia a los procuradores de las tres villas interesadas y de la ciudad de Sevilla, de la que las dos villas españolas dependían y oídas las reclamaciones y visitados los terrenos objetos del litigio, los encargados de hacerlo formularon su sentencia.
Yo fui mandado en calidad de ayudante de uno de los procuradores por Encinasola, y gracias a eso puedo contar con detalles algunas de las cosas que allí ocurrieron.
Coincidiendo con el inicio de las negociaciones, los portugueses de Moura penetraron en tierras de Aroche y Encinasola causando graves daños y llegando a matar a algunos indefensos vecinos que encontraron a su paso. Este hecho motivó un documento suscrito por el Emperador Carlos del cual trascribiré lo que todavía recuerdo: “ A Vos don Alonso Fajardo, comendador de la villa: Que entre las villas de Aroche y Encinasola, tierras de la ciudad de Sevilla, y la villa de Moura, del reino de Portugal, hay algunas diferencias y debates sobre algunos términos, aprovechamientos y posesión de ellos. Entre los vecinos de ellas ha habido tomas de ganado y otras cosas de una parte y otra. Y por el bien del la paz y la concordia, hace cuatro años que el serenísimo rey de Portugal nombró un letrado y nosotros nombramos un licenciado para que averiguaran la verdad y administrasen justicia, sobre las diferencias de los términos y sobre los daños que se hubieran hecho de una parte y otra...”
No fue fácil llegar a conclusiones, pero para eso estábamos allí y conseguimos algunos acuerdos que, de momento, calmaron los ánimos y llevaron la paz a aquellas tierras cansadas de disputas y guerras.
En un principio, las gentes de Encinasola no teníamos derechos sobre estas tierras, en poder efectivo de la Orden del Hospital, y la línea divisoria se estableció en la corriente del Múrtiga. El uso de estos terrenos por nuestra parte, nos ofreció posibilidades en la partición de La Contienda y eso, unido al crecimiento demográfico, hizo que gentes de Encinasola y Cumbres repoblaran Barrancos, en un momento en que Portugal tenía problemas para repoblar esos lugares. A eso se debe la estrecha relación que desde siempre ha mantenido Encinasola con Barrancos, a eso y a que tantas luchas y vaivenes fronterizos, más que separarnos de ellos, lo que han hecho es unirnos en una cultura bilingüe y mezclada de pueblos que comparten un paisaje, una economía y unas relaciones más fuertes que la misma frontera.
Un acontecimiento ocurrido tiempo atrás estaba removiendo los cimientos de aquella España recién acabada de recuperar de los moros, el descubrimiento de América a manos de Colón y los Pinzón había abierto las puertas de un nuevo mundo a todo el que tuviera ganas de ganárselo trabajando, y se fueron muchas gentes con esa intención. A unos les fue bien y volvieron ricos, convertidos en indianos, comprándolo todo y haciéndose los dueños del pueblo para, en algunos casos, morir arruinados y solos al no tener dinero ya para seguir comprando voluntades y compañías.
Mejor suerte corrieron los que se quedaron allí, trabajando y ganando dinero y de vez en cuando mandaban algo al pueblo, ya a sus familias, ya a las arcas del ayuntamiento o de la parroquia, destinado principalmente a obras de caridad, como redención de cristianos cautivos por los moros; también se empleaban aquellos dineros en hacer reparaciones en las iglesias existentes, cuando no en hacerlas nuevas con la intención de pedir por el alma del financiador.
Otras veces se empleó el dinero en mejoras de carreteras o educación, fundando cátedras o simplemente escuelas donde los niños pudieran aprender lo suficiente para no tener que dejar su tierra y sus gentes y embarcarse rumbo a lo desconocido, porque si de algo podían estar seguros los que habían triunfado en América, era de que no les habían regalado nada, de que cada onza de plata que habían ganado había sido luchando contra la adversidad, las enfermedades y el desarraigo.
No todos lo oficios estaban autorizados a marcharse al nuevo mundo, pero era tal la fiebre de América, que algunos de los que los practicaban se iban haciéndose pasar por criados o acompañantes de otros que si podían hacerlo. Ignoro si ese sería el caso de Lorenzo Hernández y Lorenzo Gutiérrez, dos hijos del pueblo que un día salieron camino de Sevilla con la intención de embarcar hacia las Indias, pero después se les perdió la pista y, al menos yo, no volví a saber nunca más de ellos.
Otra vez soplaban vientos de guerra en Portugal y nosotros no podíamos ser ajenos a ellos. El rey Felipe IV había nombrado en 1639 al duque de Braganza Gobernador General de las Armas de Portugal, pues bien, en 1640 se sublevó y acabó siendo coronado rey, con lo que Portugal alcanzaba la independencia. Este fue el motivo de una larga guerra en la que los lusos se aliaron con Inglaterra y 28 años después, Carlos II reconocía la autonomía de Portugal. Durante esos años de guerra, los pueblos fronterizos sufrieron la llegada de tropas portuguesas que se dedicaban a robar, saquear, incendiar, matar y tomar rehenes.
Incluso intentaron tomar Aroche, pero un ejército reclutado en las poblaciones cercanas a la frontera, resistió el ataque y falló el intento de conquista portugués; no contentos aquellos, se reorganizaron volvieron a atacar meses después, pero esta vez, el Concejo de Sevilla había enviado militares, armas, municiones y piezas de artillería.
Encinasola no escapó a estos ataques. Durante todo el día se estaban viendo polvaredas y movimientos de gentes en la lejanía, y se presentía que algo iba a ocurrir. Ya nos habían llegado noticias de la sublevación de Portugal, así que no podíamos esperar nada bueno de ellos, y menos aún sabiendo que se habían aliado con los ingleses.
Las autoridades decidieron que las gentes se refugiaran en los fuertes haciendo acopio de comida y agua ante la posibilidad de tener que pasar allí más tiempo del deseado y la medida fue afortunada, ya que al caer el sol, desde el campanario de la iglesia, alguien vio la columna que se dirigía hacia el pueblo procedente de Portugal.
No tardaron en llegar, y desde ese momento los acontecimientos se desarrollaron dentro de una espiral de locura y odio. Lo primero que quemaron fue el ayuntamiento, y después se dedicaron al saqueo y robo de las casas particulares, todo ello sin dejar de provocar a los hombres para que salieran a hacerles frente, y algunos salieron, pero fueron abatidos de inmediato por el fuego luso.
La noche fue de pesadilla, ya que los portugueses ebrios de fuego y sangre, y del vino que habían robado en varias tabernas del pueblo, no paraban de incendiar todo lo que cogían a su paso; dicen que incluso consiguieron entrar en alguna casa violando a las mujeres y llevándose a los hijos como rehenes después de matar a los padres.
Nadie lo sabía, pero el alcalde del pueblo, temiéndose lo peor, mandó pedir refuerzos a Cumbres, donde al parecer había un destacamento procedente de Sevilla y al amanecer se empezaron a oír tiros procedentes de la otra parte del pueblo, eran los refuerzos y entraron sin más oposición que una bandada de portugueses borrachos tirados por los suelos.
El pueblo tardó en reponerse de tan fatídica noche, pero aunque se restauraron las casas y se retiraron todos los vestigios de los incendios y los tiros, en la memoria quedó durante mucho tiempo aquella noche de terror.

3/19/2007

La historia de Encinasola novelada, Autor (ORIUNDO)

XI

La vida y la historia del hombre se podrían contar hablando de sus guerras, de sus sufrimientos y penalidades, porque parece que en tiempos de paz no ocurre nada digno de mención, como si nacer, amar, sufrir y morirse no fueran cosas importantes.

Nuestras vidas, que poco a poco se iban asentando en la monotonía de la vida tranquila y placentera, siempre sujeta al clima y a las cosechas, cuando no a las enfermedades de los animales, se vieron sacudidas de nuevo por la violencia de la guerra, Portugal invadió y conquistó, entre otros sitios, Aracena y Aroche.

Si bien es verdad que las fronteras nunca estuvieron muy seguras por esta parte, esta vez empezaría algo que duraría siglos a causa de las mil y una componendas que la política y los intereses aplican a veces a los problemas, que si encima no tienen fácil solución, gracias a ellas se vuelven irresolubles.

Tampoco he creído nunca demasiado en las fronteras, sobre todo cuando las trazan los hombres sobre el papel de un mapa, sin conocer a las gentes y las tierras que están dividiendo, o juntando, al albur de los más extraños intereses. La experiencia me demuestra que las más de las veces se equivocan y esas fronteras que fijan tratando de acabar una guerra, son el germen de la siguiente.

Pero no durarían mucho los portugueses por allí, los moros volverían a echarlos en ese eterno ir y venir de una guerra que se dio en llamar de reconquista por los vencedores, que normalmente son los que ponen nombres a las guerras que ganan olvidándose de las que pierden.

Ahora teníamos los cristianos un rey llamado Fernando, y parecía que estaba poniendo a los moros en orden conquistándoles todas las ciudades importantes, incluso Sevilla, con lo que el reino de Niebla, todavía en poder de los musulmanes, quedó aislado entre el río Odiel y el Aljarafe sevillano. Pero el rey cristiano había conquistado también algunos territorios portugueses a los moros, lo que motivó que los lusos los reclamaran como suyos.

Entonces empezó una ardua discusión conocida como la “cuestión del Algarbe”, que, en resumidas cuentas se basaba en que si Portugal reclamaba los territorios conquistados por Castilla, los castellanos decían que se los habían cedido por conquista. Fernando III pactó con Alfonso III y éste último acabó reconociendo la soberanía castellana sobre los territorios. Pero el portugués no debió quedar muy contento con el pacto y aprovechando la muerte de Fernando III puso otra vez en marcha el litigio por las tierras fronterizas haciendo esta vez que interviniera hasta el Papa.

Alfonso X, al que llamaban el sabio, no demostró esta vez haber estado asistido por las musas de la sabiduría al ceder como dote a su hija los territorios en disputa con motivo de su boda con el rey portugués, ya que ello llevó a los dos reinos a creerse dueños de los territorios. Entonces, el rey castellano, entregó al concejo de Sevilla como parte de su termino las villas de Aroche, Aracena, Serpa y Moura. Por su parte, Alfonso III otorga fueros a Aroche y más tarde, Alfonso X concede a la Orden del Hospital de San Juan las villas de Serpa y Moura.

Después, mediante un tratado, el rey de Portugal renunció a Aracena y Aroche. Parecía que la frontera empezaba a estar clara después de tanto tiempo y tantos forcejeos, pero los portugueses no estaban conformes aún y aprovechándose de las circunstancias, el rey portugués reclama como derecho de conquista Aracena, Aroche, Serpa y Moura, pero esta vez no pudo con el concejo de Sevilla, que controlaba Aracena y Aroche desde que se las cedió Alfonso X.

Una cosa parecía haber quedado clara ya: Castilla retenía definitivamente Aracena y Aroche mediante un tratado que parecía resolver la línea fronteriza en el tramo sur, de forma que el río Chanza era el límite de la villa de Serpa, pero la zona entre el río Ardila y Rosal, tierra de contienda, seguiría siendo disputada bastante tiempo después.

Los moros cada vez lo tenían peor, apenas les quedaban territorios y los que no aceptaban las condiciones de los reyes cristianos tenían que volver a África; eso de un lado, de otro, que después de siglos de guerras y quebrantos, de tener que abandonarlo todo ante la llegada de uno u otro bando y tener los campos yermos y abandonados y el ganado casi inexistente, el rey Alfonso X decidió repoblar muchas zonas andaluzas, entre ellas toda la Sierra de Huelva y para ello trajo a gentes de Castilla, León y Asturias, principalmente, y solían ser gentes de procedencia humilde que los señores hacían venir y entre ellos repartían las “suertes” según el Fuero de Sevilla.

Casi toda la gente que vino a la sierra por aquellos años, partiendo de cero y teniendo que crearlo casi todo de nuevo, dependían solo de unos cuantos señores y de las Ordenes de Santiago y el Temple, que aparte de ser bastante poderosas, eran las más activas y repobladoras.

En esta época, los repobladores leoneses introdujeron a la Virgen de Rocamador, devoción que se ha mantenido con mayor o menor fuerza a través del tiempo. Tenía esta virgen una historia muy bonita que decía que unos cruzados, a la vuelta de pelear en Tierra Santa, pasaron por una cueva en la que, bajo unas rocas, vivía un ermitaño llamado Amador, que los puso bajo la protección de la imagen aquella, y después fue llevada a Encinasola, donde aún se le rinde culto.

Pero no sólo se trajeron una imagen y una advocación de la Virgen, sino que conformaron todo un conjunto de lenguaje, costumbres y cultura que siempre ha marcado a Encinasola diferenciándola del resto de la provincia.

Otra consecuencia del repoblamiento fue el inicio de los latifundios en Andalucía, basados en los donadíos y heredamientos, que motivaron que unos pocos señores se hicieran con grandes extensiones de terreno dando lugar a veces a un escaso rendimiento de las tierras por la mala labranza que se hacía de las mismas. Consecuencia de todo esto fue el auge de la aristocracia y su aumento de poder, dándose casos de autentico despilfarro mientras algunos colonos tenían que malvender la suerte que les había tocado y volverse a sus tierras de origen.

Pero no todo eran latifundios, también se daba el polo opuesto, la fragmentación del terreno a causa del auge demográfico que trastocaba la relación entre recursos y población. La importancia de la agricultura creciente demandaba más ganado de tiro y estiércol para el campo y de ambas cosas era deficitaria la comarca.

El auge demográfico no duró demasiado y luego ocurrió lo contrario, debido en parte a las costumbres que se fueron desarrollando, por ejemplo: los hombres no se casaban hasta que podían mantener una familia, entonces tenían que esperar que el dueño de una tierra muriera o se fuera de ella, también podían heredarla o casarse con la heredera.

Por si no teníamos bastante, una terrible peste asoló la sierra en esos tiempos, pero afortunadamente se detuvo en La Nava, que tuvo que ser deshabitada ante la imposibilidad de vencer tan terrible enfermedad. Otra tanda de guerras entre los reyes de Castilla acabó asolando la sierra, teniendo como consecuencia que algunos pueblos fueran abandonados y finalmente desaparecieran.

La peste no era nueva, pero antes siempre había sido una mal localizado en ciertas poblaciones y sitios muy concretos, casi siempre en costas y puertos de mar de condiciones insalubres, pero la movilidad de las gentes en los últimos tiempos, el tráfico de mercancías en los puertos y el trasiego de personal de todo tipo, dieron a la terrible epidemia un vehículo cómodo y rápido para desplazarse rauda y a placer.

Esta vez parece ser que vino de Oriente y recaló en la costa de levante, desde allí se extendió a gran velocidad a parte del mediterráneo y al resto de la península.

La enfermedad, caracterizada por la aparición de bubones, altísimas fiebres y grandes dolencias hasta llegar a la muerte, asoló durante siglos gran parte de Europa y contra ella sólo cabían los rezos y la suerte de no contraerla. El oscurantismo de la época la achacaba a origen divino como castigo a las maldades humanas, pero hasta mucho tiempo después no se sabría que la contagiaba la pulga de las ratas, y la favorecía la falta de higiene y la promiscuidad de la forma de vida en aquellos tiempos de miseria, superstición y escasez.

Convencido como estaba entonces de que nada me afectaría, fui a La Nava con la intención de ayudar en lo que pudiera, pero apenas llegué a tiempo de dar sepultura a los últimos que habían fallecido y consolar a los que lo estaban haciendo uno tras otro. Después no me quedó más que quemarlo todo y abandonar un pueblo fantasma y desolado que tardaría mucho en volver a recuperar el halito de la vida en sus calles y sus gentes.

Se podría decir que por aquellos días la vida se atrincheró temerosa de tantos ataques por todos lados. La emigración cesó con lo que se frenó esa corriente de sangre fresca y gentes jóvenes con ganas de vivir y trabajar que había estado alimentando nuestros campos y nuestros pueblos.

El sentimiento de autoprotección ante tanta adversidad se hizo extensivo a las instituciones, y durante mucho tiempo no se construyó más que para defenderse de lo que fuera, de los moros, de la peste, de los herederos de un rey, o de los partidarios de otro, pero sufrimos un retroceso profundo en todos los sentidos.

Dice el refrán que después de la tempestad viene la calma, y en este caso acabó cumpliéndose también. Los campos, una vez más, estaban abandonados; el ganado erraba en muchos casos sin dueño siendo víctima del lobo y las alimañas, y los pueblos subsistían a duras penas gracias al espíritu de sacrificio de sus habitantes, entonces tuvo lugar una nueva repoblación con gentes de Sevilla que supuso una inyección de vida para toda la sierra.

Se roturaron nuevas tierras y se reanudó el cultivo de las viejas, se intentó el cultivo de frutales y se aprovechó el terreno favorable para la siembra de cereales. El ganado volvió a tener protagonismo, principalmente el cerdo una vez superados prejuicios religiosos, pero el ovino no fue ajeno al fenómeno, lo que dio nuevos impulsos a la elaboración de quesos y, principalmente, la lana y todos sus derivados.

El comercio, inexistente en los últimos tiempos, también tuvo su momento de auge, sobre todo con el intercambio de especies en manos de los judíos, éstos habían vivido siempre por aquí, llevando una vida humilde y que pasaba desapercibida, pero de pronto las gentes descubrió que se habían hecho demasiado ricos y poderosos, y entonces sintieron miedo de ellos y los atacaron incendiándoles sus aljamas y echándolos de sus propiedades. Los que huían de estos ataques acababan refugiándose en aldeas aisladas y al final favorecían el comercio dentro de las mismas al disponer de dinero e instinto para los negocios.

Una salida que les ofrecían a los judíos era la de convertirse al cristianismo, y para ello debían aportar grandes sumas de dinero que empleaban las diócesis en construir iglesias y de paso aplacar las iras de los cristianos viejos. Todo esto me hizo pensar más de una vez en lo acomodaticio de las religiones y en la fuerza que tiene el dinero hasta para las cosas del otro mundo. Posiblemente de esta forma se reconstruyó la parroquia de Encinasola.

Otra cosa mala que tuvimos que sufrir por aquellos tiempos, fueron las consecuencias de las guerras entre los partidarios de Isabel la Católica y Juana la Beltraneja, y gracias a ellas, sin comerlo ni beberlo, padecimos la casi destrucción del pueblo, al igual que ocurrió en Cumbres y La Nava; lo dicho, que no nos dejaban levantar cabeza, y por si era poco, el Duque de Medina Sidonia, que ocupó la plaza de Aroche allá por entre los años de 1472 y 1477, autorizó a los vecinos del citado pueblo a impedir la entrada de los ganados de Encinasola en la Contienda. Los de Encinasola acudieron a la Justicia Real alegando indefensión, inexistencia de pastos y la posesión de este espacio desde hacía más de 100 años.

En el campo se empezaron a plantar castaños, quizás por haber acabado prácticamente con los robles para surtir de madera a la atarazanas de Sevilla.

El siglo estaba acabando, pero antes de irse nos dejaría cosas y fechas para recordar durante mucho tiempo.

Con la conquista de Granada se dio fin a la reconquista, que más que guerra fue un interminable tira y afloja entre moros y cristianos, Castilla, León y Aragón, y todas las secuelas de tanta lucha de intereses, herencias y demás muestras de la condición humana.

Con la zona de Granada y Málaga ocurrió entonces como antes con la Sierra de Huelva, que había quedado todo despoblado y abandonado al irse muchos moros de los que vivían allí, y los Reyes Católicos mandaron a gentes de Encinasola para repoblar y colonizar aquellas tierras, entre ellas el pueblo de Álora, a unas cuatro leguas de Málaga.

Después de la toma del pueblo, se celebró una misa en los reales del campamento y en aquel mismo sitio ordenaron los reyes se levantara una iglesia y en ella se dio cobijo a una imagen de María Santísima enviada por la reina desde Sevilla. A aquella virgen la llamaron de Flores, y la juraron patrona del pueblo.

Desde entonces, ambos pueblos han mantenido una relación de hermandad cruzándose visitas frecuentes.

A punto estuve de salir con los que fueron a tomar Álora, pero imprevistos de última hora hicieron que al final me quedara en Encinasola. Puede parecer absurdo, pero las ovejas tuvieron la culpa de que no fuera, las ovejas y los corderos que estaban naciendo y la mayoría lo hacían muertos por dificultades en el parto, así que decidieron que me quedara para ayudar a parir a las hembras y evitar así la ruina de muchas gentes del pueblo.

El invierno había sido muy seco y frío, siguiendo la tendencia de los últimos años y el ganado, buscando pastos para comer, habían encontrado yerbas que de otra forma jamás hubieran comido, pero el hambre es mala cuando aprieta y aquellos pastos les habían producido una retención de liquido en la placenta, lo que a la hora de parir se lo hacía casi imposible sin ayuda.

La verdad es que durante unos días casi no daba abasto, primero preparando a las que iban a parir con unos cocimientos, y después masajeando y ayudando a dilatar a las que ya estaba pariendo. Valió la pena ya que se salvaron muchos corderos y casi todas las ovejas, porque cuando la cosa venía muy fea, morían los dos, con el consiguiente quebranto para la economía del dueño.

3/08/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA autor(Oriundo)



Capitulo X
Una mañana, muy temprano, como si quisiera que no me viera nadie, salí de Hinojales camino de Mons Auriorum. No tomé vía ni camino conocido, sino que lo emprendí a campo traviesa y muy despacio, como si quisiera empaparme de todo aquello que me rodeaba, de unas casas, unos montes y unos olivos que me habían sido familiares durante tanto tiempo. Posiblemente me hubiera sentado bajo la mayoría de ellos mientras el ganado pacía, seguramente había apañado aceitunas de casi todos aquellos olivos, y más de una vez me habría sentado bajo ellos para coger resuello después de toda una mañana bajo el duro sol preparando la tierra para la siguiente labor.
De pronto sonó una tórtola y me quedé parado, su arrullo y su aleteo me llevaron a otro espacio y otro tiempo. Esperé hasta que el sonido del ave se confundió con la brisa en los olivos y proseguí mi camino sintiendo el olor del campo, el aroma resinoso de las jaras, el almizclado de las ovejas, el punzante de las cercanas porquerizas donde los guarros nerviosos se agitaban esperando salir a hozar en la fresca tierra.
Entonces tenía la extraña sensación como de estar despidiéndome de todo aquello para siempre. Como si de alguna manera supiera que nunca más volvería por allí. El sol subía implacable en el cielo y decidí parar para reponer fuerzas, me senté bajo un chaparro y saqué del zurrón el corcho en cuyo interior venían unos trozos de chorizo y un poco de queso, corté un trozo de pan y poniéndolos sobre él, los fui cortando con la navaja al mismo ritmo lento que los iba comiendo, saboreándolos. Entre medias, un trago de vino ayudaba a bajar el alimento.
Por un instante tuve la extraña sensación de ser libre, pero libre de una manera que nunca había experimentado, como si no necesitara nada más que aquella hogaza de pan y poco más para vivir allí siendo parte de lo que me rodeaba.
Los días eran cortos y me esperaba otra buena caminata antes de que cayera la noche, así que no podía perder más tiempo, me puse en camino de nuevo sin detenerme ya que no podía demorarme si quería pasar la noche en un pueblo que había a mitad de camino donde esperaba que hubiera posada, o al menos un sitio donde descansar y recuperara las fuerzas para el día siguiente en que llegaría a Mons Auriorum, y ello me hacía sentir una irreprimible ansiedad y un nerviosismo que llegaban a angustiarme, en parte por lo que esperaba encontrar y en parte por lo que temía no hallar.
Apenas despuntó el sol tras los cerros, emprendí la marcha. De nada me hubiera servido seguir acostado ya que hacía horas que estaba desvelado y me debatía entre el ansia por salir y la necesidad de descansar.
Ya nada me detendría hasta llegar a mi querido Mons Auriorum, y creo que hasta aceleraba el paso conforme sabía que estaba cada vez más cerca. Por el camino me cruzaba con campesinos que me miraban de forma extraña al verme ir tan veloz y como si estuviera asustado, pero no podía pararme con ellos, como se solía hacer, y cambiar impresiones sobre el destino y la procedencia de cada cual.
Ya debía estar muy cerca, el sol casi en lo alto daba fe del tiempo transcurrido y esperaba que de un momento a otro apareciera tras un monte la conocida y querida silueta de mi pueblo, pero no fue así y el descubrimiento hizo que me parara durante unos instantes hasta estar seguro de no haberme equivocado de camino.
No me había equivocado, estaba ante los restos de Mons Auriorum, pero en uno de los cerros que lo dominaban estaban construyendo un castillo, a juzgar por la enorme estructura de andamios y el número de gentes que pululaban alrededor llevando y trayendo cosas, espuertas de piedras, cubas de argamasa, maderos y todo lo necesario para la construcción.
Dudé por un momento si acercarme ante el temor de no saber como sería recibido, pero finalmente decidí hacerlo, no creí despertar temor ni sospechas con mi zurrón y mi sencillo aspecto, que si bien tiraba a pobre, no llegaba a parecer de mendigo, y mucho menos de ladrón de caminos.
Rodeé toda aquella zona y busqué los restos del pasado. Apenas quedaban más que unas losas en las calles y los pilares de algunas casas, todo lo demás había sido destruido, en unos casos como consecuencia de guerras y batallas, y de ello daban fe los restos de incendios y lo destrozado que estaba todo; en otros casos se veía el método ordenado de haber quitado sillares y columnas para aprovecharlos en nuevas construcciones.
Estaba claro que allí no quedaba nada ni nadie que tuviera que ver con mi pasado, y no sabía si alegrarme o entristecerme por ello, porque a veces el pasado pesa demasiado y es mejor empezar de nuevo ligero de equipaje, sin estar constantemente mirando hacia atrás, pero no por ello olvidaría tantas cosas y tantas gentes como habían quedado para siempre en mi recuerdo entre aquellas vacías y desoladas ruinas.
Yo sabía que los árabes estaban construyendo castillos en todas las poblaciones fronterizas o susceptibles de ser atacadas, y para ello aprovechaban los cerros más prominentes desde los cuales se divisaran grandes extensiones de tierras, así como las principales entradas y salidas de gentes y carruajes.
Las costas de estos castillos corrían a cargo de los campesinos, que según los árabes eran los principales beneficiarios de la paz y la seguridad que procuraban, y la milicia que los defendía solía ser reclutada entre las gentes de los pueblos, que también podían librarse de ello pagando un impuesto especial, pero eso sólo estaba al alcance de los pudientes, con lo que el ejercito empezó a poblarse de pobres y desarraigados; esto puede que fuera nuevo, pero se convertiría en costumbre muy al uso en el futuro.
Tengo que decir que mi Mons Auriorum se había convertido en Azinhasola, nombre que con el tiempo derivaría al actual: Encinasola
Conseguí trabajo en el castillo, al principio de alarife, pero enseguida, mis conocimientos de matemáticas y latín me valieron un puesto mejor, con lo que me convertí en capataz de confianza de los constructores. El castillo que estábamos construyendo tenía paredes y murallas de cuatro varas de espesor y contaba entre quince o veinte torreones de mucha mayor anchura, que avanzando desde las murallas hacían más fácil la defensa del recinto.
Tenía la fortaleza doce varas de altura y, para dificultar su acceso, se hizo un camino cubierto al que se accedía por un terraplén hasta la puerta principal del castillo, que daba al este. Estaba dicha puerta coronada por una bóveda sobre la que destacaba una barbacana, dejando abajo un espacio de dieciséis varas cuadradas. Había otra barbacana que miraba al norte.
En el interior del castillo había tres escaleras, dos de ellas daban acceso a la plataforma superior y la otra estaba en el último lienzo de la muralla. El castillo ocupaba una extensión como de cien pasos de largo por ochenta de ancho. Dentro se construyeron también una noria y una cisterna, así como casas para vivir en su interior.
La estructura del castillo se completó con varías bóvedas y murallones que acabaron dándole una altura que permitía ver más de veinticinco leguas de tierras de Portugal, y en su parte más alta le emplazaron dos cañones para su defensa.
Este castillo, junto con el de Aroche y Fregenal, formaría parte de lo que se llamó la “Banda Gallega” de defensa frente a Portugal.
Conforme crecía el castillo iba atrayendo a más gentes, ya para mercadear, ya buscando la seguridad de sus murallas y lo cierto era que aquella aldea que renació a la sombra de sus tapias se fue extendiendo a lo largo de los caminos que llegaban de Portugal, de Fregenal, de Jerez de los Caballeros o de Cumbres de San Bartolomé y se podía ver como crecía y cada vez había más gentes y más vida en ella, pero la tormenta de las guerras no dejaba de hacerse oír en el horizonte, y a veces los truenos resonaban demasiado cerca debido a las luchas internas y las rebeliones beréberes que azotaban la zona constantemente desestabilizándola e impidiendo que se asentara la población de una vez y se dedicara a sus tierras y su ganado.
Dice un viejo refrán: a perro flaco todo pulgas, y eso nos ocurrió para colmo de nuestras desdichas, que Abderramán necesitaba tierras y obligó a capitular a los cristianos de Sevilla y Portugal, así que las tierras que se habían conseguido poner en cultivo después de tanto abandono motivado por las guerras, ahora eran reclamadas por el moro para recaudar más impuestos y ganar más dinero, tal vez para la que se le venía encima, pues al parecer, por el norte los cristianos habían empezado a reconquistar y habían recuperado León y Astorga.
Las luchas mantenidas por los moros dieron como consecuencia que los dueños de grandes territorios en Al-andalus se hicieran muy fuertes y poderosos, lo que los llevó a erigirse en señores feudales en competencia con el poder central de Córdoba llegando incluso a intentar movimientos autonomistas que fracasaron al querer tomar la capital de emirato.
La reacción de Abderramán no se hizo esperar acabando con los señores feudales y poniendo orden en el territorio. Si el clima nunca fue nuestro aliado, ahora se convirtió en nuestro enemigo trayendo, primero, una pertinaz sequía cuyas consecuencias no se hicieron esperar al estar el campo agostado y morir gran parte del ganado por falta de pastos con que alimentarse.
Las gentes no serían las mismas, las costumbres habían cambiado al igual que los dioses y las lenguas, pero si algo había permanecido allí de la antigua Lacimurga y de la más moderna Mons Auriorum, fue el afán de supervivencia aún en las condiciones más duras y precarias, el saber reducir las necesidades hasta las más básicas y primordiales y así poder aguantar el periodo de hambruna que siguió a la sequía.
Por aquellos días llegaron noticias de la rendición de Badajoz y el Algarve, pero creo que no estaba el pueblo para alegrías guerreras, y menos estando seguro de que la reacción no se haría esperar de parte de los moros, así que seguíamos en medio de aquella especie de tempestad donde si no nos venía de un lado, nos venía de otro, y en algunos casos, de los dos cogiéndonos en medio y zarandeándonos en nuestra estabilidad y la paz de las familias.
En todo este panorama no nos quedaba más remedio que sobrevivir, las obras del castillo iban dando fin y yo tenía que buscarme un nuevo medio de vida y un sitio donde quedarme, porque hasta entonces había vivido en el castillo, a pie de obra que dirían después para estos casos. El medio de vida no me preocupaba, conocía aquellos cerros como la palma de mi mano y sabía muy bien lo que podía encontrar en ellos y lo que podría cultivar si me dedicaba a eso.
La vivienda tampoco me preocupaba demasiado, con tal que me protegiera del frío y del agua, lo demás no me importaba, y por otra parte, cuanto más humildad se mostrara mejor para escamotear impuestos a los siempre ávidos recaudadores, que guiados por la vista, pretendían cobrar a tenor del confort y boato que veían en las casas, por más escasas que ambas cosas fueran entonces. Tenían otros baremos que no dejaban de ser ridículos, pero a ellos les servían de excusa para cobrar, por ejemplo, el número de candiles que veían, o los cantaros que se tenían al uso y, por supuesto, la cantidad de bestias de carga que veían en las cuadras.
Una tarde, sin saber muy bien por qué, salí castillo abajo y, dejando uno de los manantiales de que se surtía el pueblo a la derecha, me dirigí a un sitio que no sabía si encontraría, pero algo extraño me llevaba allí, guiaba mis pasos sin dilación. Mi destino era aquel túmulo que mucho tiempo atrás había contenido el cuerpo del hijo del hombre principal de la pequeña tribu en la que yo vivía, y allí llegué. El paraje conservaba un aire extraño, casi místico, el túmulo estaba casi cubierto de maleza, pero intacto; seguro que quienes pasaran ante él no se darían cuenta de que aquello no era una prominencia natural del terreno y tal vez a ello se debiera el hecho de que permaneciera igual después de tanto tiempo.
Me senté al lado de aquellas piedras y dejé volar mis recuerdos hasta el aciago día en que sepultaron allí al infortunado joven. Me costaba creer que hubiera pasado tanto tiempo contado según los mortales, pero para mí no había que dar más que unos saltos, enormes, eso sí, para situarme en aquel tiempo y aquel espacio. Cuánto había llovido desde entonces, cuantas gentes habían pasado por mi vida y cuantas cosas habían ocurrido. Cuántos dioses habían ido siendo reemplazados por otros, por supuesto siempre auténticos, únicos y verdaderos. Cuánto habían cambiado las maneras de enterrar a las gentes, los moros ponían a sus difuntos mirando a la Meca, el lugar sagrado para ellos, pero siempre ese último tránsito estaba rodeado de miedo, misticismo y oraciones.
El aleteo de unos pájaros me sacó de mis pensamientos y tomé el camino de vuelta antes de que se hiciera más oscuro, pero por todo él no pude dejar de pensar en muchas cosas relacionadas con la tribu que había vivido allí y con la que compartí unos años de mi vida.
Luego supe por las gentes del lugar que aquel sitio inspiraba miedo a todos, le llamaban la peña de los cuervos debido a que siempre había una bandada de aquellos merodeando por allí, y los cuervos era pájaros de mal agüero para muchos. Si hubieran sabido que era aquella peña y les hubiera contado alguna historia aderezada con un poco de imaginación, seguro que hubieran temido mucho más.
Otra tarde visité el arco que habían dedicado a Trajano para celebrar su paso por allí. Estaba muy deteriorado y abandonado, su mármol, que debió ser blanco y de hermosa talla, estaba cubierto de verdín y desgastado por las aguas y el mal trato.
La gente del pueblo, que lo habría visto siempre así, en ese estado, lo consideraría lo más normal del mundo, y realmente lo era, como lo es el paso del tiempo por las cosas, pero yo, que tampoco lo conocí recién hecho, imaginaba como debía haber sido, espléndido, esbelto... aún se podían leer algunas de sus inscripciones: “A Marco Ulpio Trajano, nacido en Itálica y emperador de Roma...”
En casos como este no podía impedir dejarme llevar por los sentimientos y pensar en todas las gentes que iban quedando atrás y el sufrimiento de irlas dejando, pero lo peor era el convencimiento de que toda mi vida sería así, conociendo gentes, tomándoles afecto, queriéndolas y luego ir viendo como iban desapareciendo unas tras otras dejándome solo en el camino sin final de mi vida.
Muchas veces, como tratando de protegerme, he intentado mantener cierta distancia con las gentes, no conocerlas demasiado, no saber de sus vidas, no interesarme por ellas, pero es imposible, son muchas las gentes que veo, que trato, que conozco, y la mayoría me necesitan a mí más que yo a ellas y no me sé negar a ayudarles, con lo que acabo conociéndolos y, al final, sufriendo con ellos y por ellos.
A pesar de todo, la vida empezaba a ser monótona, y eso era señal de adaptación y superación de las primeras dificultades, y la verdad era que no vivíamos mal allá, si exceptuamos algún sobresalto, ya de un bando ya de otro. La vida giraba en torno al campo y sus faenas debido a que la economía era eminentemente agrícola y, pese a que las tierras no eran de calidad, ni cómodas para su labranza, se les sacaba todo el fruto posible.
Con todo, la mayor parte del trabajo se centraba en los olivos y las encinas, y a ellos dedicábamos la mayor parte del tiempo, ya recolectado aceitunas, ya podando, cortando el corcho o haciendo picón y carbón cuando era el momento.
El cerdo, por motivos sociorreligiosos, había pasado a segundo orden, pero los no creyentes en Alá seguíamos con nuestros puercos y nuestras chacinas que, aparte del consumo privado, venían muy bien a la hora de cambiarlas por otras cosas necesarias para la subsistencia.
El protagonismo lo había acaparado la cabaña ovina debido a que el cordero era preferido por los musulmanes y permitido por su religión, de forma que tanto la elaboración de quesos, como todo lo derivado de la lana, cobraron gran importancia para nuestras economías.
Como ayuda tampoco venía mal la recolección de plantas silvestres muy valoradas para la confección de platos y conservas ricas en especias, así se cogía el tomillo y el orégano, la albahaca y el poleo, el laurel, el anís estrellado, la tila, la hierba luisa y otras muchas usadas para medicinas y emplastos, como la malva. Tampoco faltaban otras plantas más peligrosas, pero la recolección de esas estaba encomendada a los expertos que las conocían bien, a ellas y a sus consecuencias.
La caza también ayudaba, ya que era muy solicitada en las ciudades y se pagaba bien una buena liebre o un buen conejo, sin menospreciar la perdiz o la tórtola. Las pieles eran curtidas y dadas a su vez a los buhoneros que venían de vez en cuando cambiando unas cosas por otras, o vendiéndolas si era el caso.
El pescado era más bien escaso, sobre todo el fresco, pero en salazón llegaba algo y era apreciado por su sabor y alimento, aunque normalmente no estaba al alcance de todos los bolsillos.
El animal de carga más corriente era la mula, resistente y dura y con pocas necesidades. Los caballos quedaban reservados a los que tenían más dinero y al ejército, que además se encargaba de cuidar la raza y como tenía los mejores sementales, hacía la remonta.
Con todo, había épocas en que algunos tenían que irse a las minas de alumbre de Niebla y sacar algo para salir adelante.
Aunque no se vivía mal del todo, la vida media era corta, entre los veintiséis y los treinta años, y la mayoría tenían padecimientos de la vista, aunque lo que hacía estragos eran las afecciones bucales y sus consecuencias en el resto del organismo. Todo esto quizá fuera debido a la calidad del agua, así como a una carencia alimenticia de calcio y ciertas vitaminas.
Los moros tenían grandes médicos que, de vez en cuando, pasaban por el pueblo y lo mismo sacaban muelas que curaban flemones, o mandaban emplastos y tratamientos para los ojos, o quitaban verrugas, hernias y demás males de poca importancia.
Siempre gocé de buena salud, también es verdad que me cuidaba bastante procurando que mi alimentación fuera austera y sana, rica en vegetales y sin abusar de grasas y conservas. Había dos platos que gozaban, y siguen gozando, de mi predilección, los gurumelos y las migas, y los como cada vez que puedo, pero sin abusar de ellos.

2/18/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA autor(Oriundo)

IX

Y ya estaba otra vez solo, para que pudiera cumplirse mi destino de eterno solitario y errante por la vida, que más de una vez estuve tentado de tomar el hatillo y seguir esos caminos de dios sin saber adonde ir ni parar, simplemente caminar, conocer el mundo y seguir siempre adelante; pero había algo que me lo impedía, algo extraño e incongruente, como ya he dicho, con mi condición: el apego al terruño, ese constante y latente deseo de volver al pueblo, saber de él, pisar sus calles, hablar con sus gentes... Pero de momento no podía irme de Hinojales, había muchas cosas que me retenían allí.
A Gunilda la enterramos junto a Basilia, como si con ello hubiéramos querido paliar en el otro mundo la soledad que sufrió en este; durante mucho tiempo iba todas las tardes y me sentaba al lado de la tumba, como si hablara con ella, y le contaba como estaba el ganado, las cochinas que habían parido, los corderos que habían nacido, cómo se había dado la matanza y los precios que alcanzaban los productos en el mercado y todas esas cosas que nos habían ocupado mientras estuvimos juntos. Después me quedaba en silencio hasta que el sol se ocultaba tras los montes, como si esperara alguna respuesta por parte de ella, alguna señal de que me estaba escuchando donde quiera que estuviera, pero nunca ocurrió eso, así que volvía al pueblo con la cabeza gacha, aburrido y cansado de esperar y buscar, pero el día siguiente amanecía repleto de trabajo y ocupaciones y apenas tenía tiempo de pensar en nada hasta por la tarde, que de nuevo volvía a hablar con Gunilda.
Por muy tranquilo que yo hubiera estado en todo este tiempo, por más perdido que hubiera querido estar, el mundo había seguido su curso, dando vueltas, y la vida había seguido para todos los demás, y con ella las guerras, los fracasos, las ilusiones, los triunfos y todo lo demás que conforma eso que llamamos vivencias.
Mientras yo estaba con Gunilda y mis animales, el rey Rodrigo había estado combatiendo a los vascones en el norte y, tal vez aprovechándose de ello, Tariq desembarcó por Cádiz, por si era poco, el rey fue traicionado por sus tropas, y fue vencido y muerto en la batalla del Guadalete.
La campaña de Tariq, que por cierto era liberto de Musa, fue rápida, sin preocuparse de afianzar los terrenos conquistados ni tratar de ocuparlos, sino solamente seguir adelante con la conquista, que en muchos casos encontraba el apoyo del pueblo cansado de guerras civiles y miserias, pero no solo contó a veces con el apoyo del pueblo, sino que contó con la inestimable ayuda del obispo Opas, hermano de Vitiza, rival de Rodrigo, y del señor de Ceuta, que al parecer prestó los barcos para la invasión.
En el 712 llegó Musa con más tropas y conquistó toda la Bética, tomó Sevilla y poco después Mérida. Es posible que la velocidad de la conquista se debiera en parte a que gobernaban los terrenos conquistados pactando con las gentes a las que permitían conservar sus propiedades y su religión y sobre todo, a la poca resistencia que encontraron en un pueblo cansado de luchas internas, de ser víctimas de herencias y particiones y de pagar cada vez más impuestos.
Abdelaziz, hijo de Musa, completó la conquista y se casó con la viuda de Rodrigo. Cuando supe esa noticia, no pude dejar de pensar en el interés que debe tener para una viuda casarse con el enemigo de su marido, y en muchos casos, el que lo ha matado o hecho matar. Tal vez el interés esté en el otro miembro de la pareja, que al casarse con la viuda del difunto, toma así posesión de su más preciado bien, de su más cara propiedad, sin contar con los beneficios económicos, o de otra índole, que ello le puede reportar, ya que casi siempre se dan estos casos con viudas ricas o de alta posición social.
Los invasores, una vez tranquilizados y calmadas sus ansias de conquistas, empezaron a mostrarse tal como eran, y, aparte de su extraña lengua, y sus no menos extrañas costumbres, no variaban mucho de lo que ya había conocido antes: al parecer habían venido dos clases de invasores, unos eran los beréberes, procedentes del norte de África y que venían dispuestos a quedarse en las tierras recién conquistadas y disfrutar de la dulzura del clima y la fertilidad de la tierra.
Los otros eran los árabes, que eran como más orgullosos y querían volver a sus tierras de Siria y Arabia, y por ahí empezaron a surgir tensiones y diferencias entre ellos.
Algo que me llamó la atención tanto en unos como en otros, fue lo religiosos que eran, al menos en el sentido de estar todo el día nombrando a dios, agradeciéndoselo todo a dios y achacándoselo todo a dios; parecía que su dios regía sus vidas hasta en los más insignificantes detalles y desde luego era algo que me causaba admiración, posiblemente debida a mi ya mencionada tibieza en estas cuestiones. También era verdad que mataban en nombre de dios, conquistaban en nombre de dios y oprimían en nombre de dios, pero a dios siempre lo ha puesto el vencedor de su parte, sea el que sea.
De todas formas, allá por el 713, quizás llevados por una afán de poner un poco de orden en los reinos conquistados, llevaron a cabo el reajuste, y de él citaré algunos puntos muy interesantes de la rendición de Teodomiro, que hablan de tolerancia y comprensión por parte del vencedor:
_”No serán cautivos ni separados de su mujer e hijos”
_”No serán muertos”
_”No se quemarán sus iglesias ni serán despojadas de sus objetos de culto”
_”No se les obligará a renunciar a su religión”
_”No dará asilo a siervo fugitivo ni albergará al enemigo”
_”Todo hombre libre pagará al año: 1 dinar de oro, cuatro almudes de trigo, cuatro de cebada, cuatro quist de vinagre, uno de miel y uno de aceite”.
_”A todo siervo le incumbe la mitad del pago de esas cantidades”.
En la capitulación de Mérida se puntualizaba algo más: “Se tomarán los bienes de los muertos en la toma, los de los huidos a Galicia y los de la Iglesia”.
Ya estaban cambiando las cosas, ya no era todo tolerancia y convivencia, sino que la avaricia y la codicia estaban haciendo acto de presencia, cosa por otra parte normal en una guerra, o como consecuencia de ella. No obstante, la convivencia no fue difícil por haber quedado pocas gentes en los pueblos y haber huido muchos de los esclavos aprovechando el río revuelto de la guerra, por lo tanto había tierras y trabajo para todos, ahora sólo faltaba que la tranquilidad volviera y nos dejara asentarnos de nuevo para volver a nuestras labores del campo y nuestro ganado, que ambos estaban bastante abandonados en los últimos tiempos.
Entonces se dio un fenómeno curioso: la crisis provocada por la invasión de un lado, y las nuevas ideas de los invasores dieron como fruto una vuelta a muchas de las costumbres prerromanas que, como en estado larvario, se había seguido conservando y ahora podían volver a resurgir y dar sus frutos.
Muchas minas abandonadas por los romanos fueron abiertas de nuevo y se volvió a su explotación. El campo, un tanto dejado de la mano, se cultivó de nuevo y la tierra, siempre agradecida, dio sus feraces frutos. El ganado no fue a la zaga, si bien el cerdo, por cuestiones religiosas, en algunos sitios pasó a segundo término dando el primero al ganado lanar, lo que sirvió de revulsivo a los trabajos de telares y demás textiles.
Otra orden salida en esos tiempos trataba de encajar aún más la situación: “Las tierras conquistadas por fuerza de las armas, se dejarán en manos de sus moradores, quedando estos como arrendatarios de los musulmanes e imponiéndose el quinto”. De forma que nos habíamos convertido en arrendatarios de los invasores y quedábamos obligados a pagar como impuesto la quinta parte de lo que sacáramos con nuestro trabajo.
Muchos años después, tras haber ocurrido tantas cosas, volvía a mis viejos tiempos de esclavo, más suave esta vez, pero esclavo al fin, que he llegado a pensar algunas veces que esclavo es todo aquel que trabaja para otro sin estar debidamente remunerado, lo malo es quién fija lo correcto de la remuneración, porque el amo siempre pensará que paga mucho y el que trabaja, por el contrario, que le están pagando poco, pero este es un problema que creo que tardará mucho en resolverse y será fuente de no pocas tensiones en el futuro.
Solía luchar contra ese sentimiento, pero a veces no podía evitarlo, me refiero a la melancolía, una especie de tristeza que, unida a la nostalgia me sumía en un estado depresivo que me llevaba sin remisión a refugiarme en mis abultados recuerdos, en un pasado que casi siempre era más placentero y feliz que el presente. Había pasado mucho tiempo desde la muerte de Gunilda, y no es que la hubiera olvidado, no, pero ya iba quedando relegada a esa segunda fila de los recuerdos desplazada por tantas cosas del día a día tan turbulento y cambiante que me estaba tocando vivir.
En el fondo de esa nostalgia siempre había lo mismo, el mismo paisaje, las mismas caras, los mismos momentos: los años pasados en Mons Auriorum, la familia de Marco y tantos momentos agradables con todos ellos. También la muerte de aquel se me venía a la memoria y me llenaba de dolor, pero lo malo hay que desecharlo y seguir para delante.
Sólo un pensamiento se me revelaba como solución a mis problemas: volver a Mons Auriorum. No sabía por qué, ni qué podría encontrar allí, pero sentía que debía volver, que algo me llamaba poderosamente desde allá y tenía que volver.
De Itálica salimos Gunilda y yo con lo puesto, pero ahora no ocurriría igual ya que, a pesar de los quintos y las cargas impuestas por los musulmanes, y gracias a haber trabajado mucho, tenía unos ahorros que me servirían para empezar de nuevo en Mons Auriorum.
De todas formas, antes tenía que liquidarlo todo en Hinojales, no podía irme de allí de aquella manera después de tantos años juntos y habiéndose portado tan bien conmigo como lo hicieron entonces, sin tener más que el cielo para mirar y la tierra para recorrerla, ellos nos dieron cobijo, trabajo y, sobre todo, cariño y compañía. Lo más difícil sería explicarles el por qué de mi ida a Mons Auriorum, así que me inventé unos antepasados de Gunilda y unas tierras de las que debía tomar posesión y ellos, gente sencilla y noble, se lo creyeron todo desde el primer momento.
Por si no teníamos bastantes guerras contra los musulmanes que nos invadían, entre los musulmanes de una y otra condición, reconquistando las tierras invadidas y a cuenta de intereses y herencias entre los cristianos, ahora, las ordenes militares se disputaban territorios luchando entre ellos y, la mayoría de las veces en nombre de Dios y de la Iglesia, cuando el verdadero motor eran los intereses económicos y el ansia de poder; así, las pobres gentes veían pasar unas tras otras las tormentas de conquistas y batallas que no hacían más que esquilmarlos cada vez más, arruinar los campos, diezmar a la juventud y acabar con las esperanzas de futuro de la mayoría.
No era la primera vez que lo hacía y ya debía estar acostumbrado, pero tenía que volver a cambiar de nombre y nunca me resultaba fácil hacerlo. Hacía mucho que me llamaba Idorico, pero ese nombre ya no me servía, me señalaba y me distanciaba de toda esa nueva sociedad que estaba emergiendo al hacerme aparecer como un visigodo viejo, y si lo segundo no podía ser más cierto, lo primero no podía ser más falso, porque, en el fondo, ¿qué era yo? Sinceramente nunca supe contestarme a esa pregunta, o quizás es que en el fondo no quise hacerlo por temor a encontrarme una respuesta que escapara a mis entendederas y me dejara con la desoladora convicción de que no era más que un accidente genético, o algo parecido, condenado a errar eternamente.
Estábamos viviendo tiempos de mestizaje, de beréberes y árabes, de godos e iberos, de judíos conversos, de mozárabes y renegados de todas clases, así que decidí llamarme Joseph, de esa manera pensé que podría pasar desapercibido más fácilmente entre tantas gentes de ida y vuelta.
En esos momentos me vinieron a la mente otros en parecidas circunstancias a punto de dejar Itálica, entonces, fue el joven Trajano quien acudió a mi recuerdo poblando los mejores de mi estancia allí, pero ahora, salvo los días vividos con Gunilda y a pesar de su tristeza, apenas tenía otros mejores que rememorar, y eso me preocupó, no porque estuviera perdiendo la memoria, sino porque eso significaba que en tanto tiempo no había ocurrido nada especial y eso era bueno, era síntoma de haber “sobrevivido” a todo, que no era poco en los tiempos que estábamos atravesando.
Es cierto que se pueden echar de menos grandes acontecimientos a veces, grandes alegrías, golpes de suerte y rachas de fortuna, pero con el tiempo aprendí que es mejor disfrutar de una estabilidad sin grandes altibajos, sin grandes novedades ni sorpresas, que en los tiempos que me tocaron por esa época casi siempre eran malas.

2/01/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA autor(Oriundo)

VIII

Con lo puesto, creo haberlo dicho ya, salimos Gunilda y yo de Itálica camino de Mons Auriorum, y gran parte del camino lo hicimos en silencio. Podíamos haber tomado la vía que nos llevaría hasta Hispalis, pero aquellas rutas estaban muy frecuentadas esos días y, por alguna razón que nunca alcancé a entender muy bien, Gunilda prefería los caminos más tranquilos y menos utilizados, y eso hicimos, aún sabiendo que nos retardaría y haría más duro y pesado el viaje.
Ella desconocía mi condición de inmortal, y desistí de hacérsela saber por temor a asustarla o a que no lo entendiera, cosa que hubiera sido lo más normal, ya que ni yo muchas veces entiendo por qué yo, por qué a mí. Posiblemente muchos darían algo valioso por poseer esta facultad y vivir eternamente rodeados de dichas y placeres, pero lo que ignoran es que la propia vida se encargaría de que no fuera así y lo iría haciendo pasar por todas las vicisitudes imaginables, hasta en algún momento hacerlo desear la muerte y acabar con todo para siempre.
No sé si es cuestión de ánimo o de asumir las cosas como son, pero creo haber llegado a un punto en que lo voy aceptando todo tal como viene, procurando implicarme lo justo que requiera la ocasión y manteniendo, mientras sea posible, una distancia de seguridad para mis sentimientos, y puedo asegurar que no es fácil.
Pensé hablarle a Gunilda de Mons Auriorum, pero vi que tal vez fuera mejor no hacerlo, ya que no sabía lo que encontraría allí después de tanto tiempo, y menos mal que no lo hice, porque de la Mons que yo dejé apenas quedaba nada. Las guerras la habían asolado, los campos estaban abandonados y las minas hacía mucho tiempo que no se explotaban. Los jóvenes que se habían salvado de las glebas y las guerras habían acabado emigrando en busca de un mejor futuro, así que solamente quedaban algunos viejos que, más que vivir, vegetaban al tibio sol de la sierra.
No hizo falta que ella dijera nada para que yo supiera que no quería quedarse allí, me bastó con ver su cara, su expresión de tristeza y melancolía, para que siguiéramos camino adelante, sin saber adonde ni con que rumbo, pero adelante hasta que paramos y pensamos qué hacer. Gunilda sugirió que fuéramos a Hispalis, era una gran ciudad y pasaríamos desapercibidos en ella y, además, podríamos buscar trabajo y subsistir hasta que las cosas fueran cambiando, no sabíamos en que forma lo harían, pero deseábamos que cambiaran pronto.
Con esos pensamientos, teñidos de derrota y cansancio, volvimos por nuestros pasos camino de Hispalis y la noche se nos echó encima pronto, así que buscamos refugio en las primeras casas de un pueblo que encontramos en el camino, allí descansamos un poco y comimos algo de lo poco que nos quedaba en el zurrón.
Amaneció y vimos que estábamos en los arrabales de un pequeño pueblo del que no sabíamos ni el nombre, así que nos encaminamos hacia el núcleo de casas del mismo, a ver que nos deparaba la Fortuna, y por una vez, esa diosa que tan esquiva se estaba mostrando con nosotros, nos bendijo haciéndonos llegar a un lugar muy tranquilo donde las gentes eran afables y sencillas, y como tales, ajenas a guerras e intereses dinásticos o de otra índole que no fueran arrancarle a la tierra sus parcos frutos y cuidar el ganado como una de sus posesiones más queridas y preciadas.
La cercanía, y la similitud del terreno, me recordaban poderosamente mis días en Mons Auriorum, cuando en compañía de Marco Baebio me dediqué a criar cerdos y cuidar ovejas, y tengo que reconocer que esos días figuran entre los más gratos para mi recuerdo.
Aquel pueblo era Hinojales, y hasta entonces jamás había oído hablar de él ni conocía nada de su existencia y costumbres, pero no tardé en adaptarme al lugar y a sus gentes, y a ello me ayudo principalmente el trabajo que me fue encomendado, que no era otro que cuidar, otra vez, de cerdos, alimentarlos, vigilarlos, matarlos cuando era el tiempo y controlar las carnes que se guardaban en los secaderos. A todos sorprendió mi experiencia en aquellos menesteres para la edad que aparentaba, pero como era natural no me iba a poner a darles explicaciones sobre mi inmortalidad y demás particularidades, cosa que, por otra parte, posiblemente me hubiera acarreado más problemas que beneficios.
Como quiera que fuera, me vi de porquero cualificado y muy apreciado por los dueños de los cerdos, porque los guarros eran de la dua, es decir, de todo el pueblo, y yo era el encargado y responsable de su número, salud e integridad. El cargo me valió para conocer, aparte de a cada cerdo por su nombre, a los dueños de cada uno, y no tardé en hacerme querer y era constantemente invitado a las casas para contar mis historias y vivencias, cosa que me sorprendió pero luego entendí: aquellas sencillas gentes apenas sabían nada de lo que había más allá de las tapias del pueblo, y yo los deslumbraba con mis historias de Roma y los banquetes de Itálica, las bacanales de los patricios y las hecatombes a los dioses en las que se sacrificaban más cabezas de ganado de las que había en total en el pueblo.
Con el tiempo ideé una suerte de juego que divertía mucho a todos, tanto que por las tardes se congregaban a la entrada del poblado para verme llegar con la piara de puercos. El juego consistía en hacer que cada cerdo fuera solo desde la embocadura de su calle hasta su casa, y no me costó conseguirlo ya que fueron ellos mismos los que me hicieron observar que sabían cada cual donde vivía una vez entrados en sus calles, y además de todo conseguí ahorrarme parte de la caminata al no tener que ir casa por casa ni al llevarlos ni al recogerlos.
Otra cosa que aprendí a observar fue de qué lado se echaba cada uno y saber así cual sería su pata más sabrosa en función de la grasa que acumulaba en cada extremidad.
Siempre he pensado que el cerdo es un animal condenado a un destino impuesto por el hombre, ya que tiene gran memoria y no poca inteligencia, y sobre sus costumbres higiénicas somos nosotros más culpables que él, ya que no le dejamos alternativa.
Las buenas relaciones con las gentes fueron muy beneficiosas a Gunilda, que no tardó en integrarse en el pueblo donde enseñó muchas de las cosas que ella sabía, como labores y trabajos de la casa, sin olvidar la cocina y la repostería. Allí habían conocido a otra de su misma procedencia y todos hablaban de ella con mucho respeto, casi con veneración, la llamaban Basilia y su vida había pasado a formar parte de las leyendas del pueblo. Algunas veces íbamos a ver su tumba sobre la que había una lápida con su nombre y un epitafio, y cuando estábamos allí permanecíamos en silencio, recogidos, creo que entre ellos había algunos cristianos practicantes que rezaban con devoción y emoción, los demás nos limitábamos a permanecer en respetuoso silencio y quizás alguno dedicara esos momentos a pensar en sus antepasados, en cualquier cosa, porque yo apenas recordaba a los míos.
Sin darnos cuenta, empezamos a medir el tiempo por estaciones, quizás contagiados por las gentes del pueblo, quizás dejándonos llevar por la placidez de los días y la vida allí; cuando me quise dar cuenta, gozaba de una gran consideración entre sus gentes, ya que me tenían por un personaje que, lo mismo los enseñaba a leer y escribir, que les curaba las cosas de poca importancia con mis conocimientos de yerbas. Pero Gunilda no era feliz y nunca supe por qué, sus males no eran físicos, de eso podía estar seguro porque ella no se negó a ninguno de mis tratamientos a base de purgantes emplastos y sangrías; siempre sospeché que su mal era la melancolía, y ese no tiene cura, al menos que yo conociera entonces. Quizás un hijo hubiera llenado ese hueco que parecía tener en su interior y que día a día parecía agrandarse ayudado por la tristeza y la soledad.
Creo que el principal problema de Gunilda era el desarraigo, y auque todos los que la rodeábamos tratábamos de hacerle la vida lo más grata posible y distraerla constantemente, nada podía suplir a su familia y su vida pasada, todo el mundo que había quedado atrás y del que tan bruscamente yo la había arrancado. Reconozco que algunas veces me sentía culpable de su estado, bien por lo dicho anteriormente, el haberla sacado de su sitio de la noche a la mañana, bien por no encontrar la forma de remediarlo, a pesar de emplear todas las tácticas y argumentos a mi alcance.
Ya fuera por una cosa o por otra, Gunilda languidecía a ojos vista, y en el fondo de mi corazón yo sabía a qué era debido: a mi destino de solitario, maldito destino que me permitía relacionarme y vivir con personas de las que luego me tenía que separar mediante el doloroso trance de la muerte.
Llegó el invierno y este venía duro de fríos y aguas. Ni los más viejos del lugar recordaban el río helado, y ese año se heló y permaneció así varios días. Las ventiscas hacían imposible salir al campo, el ganado estaba pasando hambre y la lluvia y el granizo arrasaron todo lo que había en la tierra. Gunilda no fue ajena a todas estas catástrofes y enfermó, pero al enfermar su cara, triste y ausente normalmente, cobró una extraña expresión de dulzura. Nunca lo dijo, ni siquiera a mí, pero creo que estaba deseando morir y sabía que la fiebre y la enfermedad serían sus mejores aliados.
Un día, poco antes del final, le pregunté si no sentía dejarme solo otra vez, y me respondió, con una extraña lucidez, que yo nunca estaba solo ni lo estaría jamás, y que si por algo sentía irse, era por no poder agradecerme bastante lo que había hecho por ella. A los pocos días empeoró y a partir de ahí se fue consumiendo mientras el corazón tuvo fuerzas para sostenerla con vida.