4/15/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA AUTOR (ORIUNDO)

XIII

No quisiera parecer frívolo si digo que el tenebrismo barroco que nos invadió fue como una moda, pero sí es verdad que fue algo parecido, y desde mi manera de ver las cosas, creo que suficientemente conocida ya de todos ustedes, insisto en que no fue más que una moda pasajera que quizás tuviera sus orígenes en unos inconfesables remordimientos ante el enriquecimiento súbito de muchos gracias al comercio de Indias y a todo lo que tendrían que haber hecho para rentabilizar ese comercio hasta el punto de acumular inmensas fortunas y erigirse en señores poderosos ávidos de poder y más riqueza. Condición humana es la avaricia, y como tal insaciable, pero con dinero se compra todo, incluso la salvación del alma.

La Iglesia, que tampoco se ha dejado dormir nunca en los laureles, supo enseguida de que lado debía ponerse, y no dudó en erigirse intermediaria entre esta vida y la otra, que siempre lo había sido desde luego, pero no a tan alto precio. Seguro que bastaron unos cuantos sermones amenazantes desde los púlpitos de las iglesias pasando revista a todos los castigos del infierno, hablando del maligno como autor de todos los males de la humanidad y pasando lista a los pecados capitales en los que tan duchos estarían algunos de aquellos hacendados feligreses a los que después se les dejaba entrever la salida, la salvación, la gloria eterna si estaban al lado de Dios y de la Iglesia.

Y no era nada difícil para aquellos que tenían dinero, bastaba con hacer una jugosa donación a la Iglesia y con ello se les garantizaba el número de misas suficiente como para servir de aval ante San Pedro. Así, la iglesia no tardó en atesorar grandes fincas y enormes riquezas, convirtiéndose en uno de los mayores hacendados a cambio de “salvar mi alma” del fuego eterno del infierno.

Las repercusiones de todo esto no tardaron en hacerse sentir, principalmente debido a que muchos terrenos cayeron en lo que se llamó economía de “manos muertas”, es decir, la Iglesia no siempre cultivaba los campos que le eran donados con lo que la economía se empobreció de manera ostensible.

Otro fenómeno vino a contrarrestar al anterior, muchos de los campos se explotaban en aparcerías y ello facilitaba la supervivencia de los braceros, que de la mitad que se quedaban de lo trabajado, reservaban la parte con que alimentar a sus familias y les quedaban excedentes para establecer un tímido comercio.

Pero las alegrías del pobre siempre son cortas y una nueva epidemia de peste vino a azotar la comarca cebándose en Cumbres y allá que me marché convencido de que no había mal de este mundo que me hiciera daño, al menos físico. El panorama que encontré no podía ser más desolador, ya que por si era poco ver un pueblo abandonado a su suerte con el campo yermo, el ganado vagando sin pastor ni dueño y el comercio entregado al pillaje y el saqueo, encontré a las gentes, las pocas que quedaban vivas, presas del pánico ante la rapidez de la extensión de la epidemia y lo fulminante de la misma, además de causar muertes muy dolorosas y traumáticas a familias enteras.

El pánico estaba llevando a las gentes a renunciar al más sagrado de los deberes: enterrar a los muertos, y así era posible ver los cadáveres en las puertas de las casas, plagados de moscas y emanando toda clase de fluidos y olores fétidos, con lo que la posibilidad de contagio se acrecentaba considerablemente.

Una solución era quemarlos, pero volvíamos a lo mismo de antes, si nadie los transportaba a las afueras no podíamos incinerarlos, eso sin contar con la repugnancia general que suscitaba el hecho de quemar aquellos cuerpos hediondos y esparcir sus cenizas y sus olores.

La solución no fue de mi gusto, pero yo allí no tenía voz ni voto, solo manos y estómago para acarrear y enterrar muertos, cuerpos demacrados y macilentos, comidos por la fiebre y llenos de pústulas y bubones, fieles testigos de la enfermedad que había acabado con ellos. La solución fue comprar esclavos moros para que enterraran a los muertos, y yo estaba allí con ellos y los miraba sin poder dejar de preguntarme si la condición de esclavos los liberaba de sus escrúpulos, de su asco, de su miedo a la muerte.

Al parecer, al esclavo no sólo se le priva de la libertad, sino que también se le niegan los sentimientos y los instintos, aunque sean tan básicos como el miedo, pero siendo esclavos han perdido todos los derechos, principalmente el ser reconocidos como seres humanos, por lo que pasan a ser una especie intermedia entre los monos y el hombre, reclamándole de cada uno de ellos lo que más interese en cada caso.

Siento ser tan reticente con la esclavitud, pero es que la he sufrido en mis carnes y en mi espíritu, y estoy convencido de que la de aquellos días era peor que la que conocí en tiempos de romanos, y aquella servidumbre dura de los primeros musulmanes, sin duda esta era peor porque llevaba añadido un componente más y muy dañino para el alma humana: la venganza, y nadie dudaba a la hora de despreciar a un esclavo moro pensando que al esclavo cristiano le estarían haciendo lo mismo allí, pero nadie se paraba a pensar en quién infringía el castigo y quien lo sufría en la mayoría de los casos.

De la peste salimos, como se sale de casi todo, pero había algo en aquellos tiempos de lo que nos parecía que no saldríamos nunca, y me estoy refiriendo ahora a la servidumbre que se nos imponía para sufragar tanto gasto de ejércitos, conquistas y guerras sin fin.

Portugal no era el único sitio conflictivo, también Cataluña se había levantado y había que aportar milicias para ambas guerras, así como costear el alojamiento de las tropas de paso, con lo que no podíamos estar mejor: la juventud combatiendo, los campos y los ganados abandonados, y encima manteniendo y soportando a la soldadesca de paso.

La situación llegó a tal extremo que el rey Felipe IV mandó en una Real Cédula que “fuesse Huelva exempta y libre de alojamientos y tránsito de gente de guerra, ni de cavallería, baxo cualquier pretexto o causa”.

Poco duró la paz ya que las intrigas y los intereses volvieron a aparecer, y con ellos ya sabíamos lo que venía. Por estos días, el Duque de Medina Sidonia y el Marqués de Ayamonte se levantaron para crear un reino independiente en Andalucía. Después habría versiones para todos los gustos, como es natural: que si fue un intento de la corona para hacerse con el impuesto de la alcabala y los beneficios de las salinas. Que si fue una conjura del Conde Duque de Olivares contra el de Medina Sidonia. Lo cierto fue que, entre unos y otros dejaron desguarnecida la plaza de Ayamonte y permitieron el libre paso de las naves portuguesas por el Guadiana y hacia todo el reino de Sevilla.

La conjura se descubrió y al de Medina Sidonia le costó 200.000 ducados de multa, el destierro y la perdida de Sanlúcar de Barrameda, pero el Marqués de Ayamonte le costó cabeza, que le fue cortada en el Alcázar de Segovia.

El siglo acabó con los ecos de los cristianos sitiados por los moros en Larache y la petición de barcos por parte del Capitán General de Andalucía, pero en Encinasola ya teníamos bastante con reparar tanto destrozo y recomponer la maltrecha economía después de las inacabables guerras.

Mi vida por aquellos días no difería de la de cualquiera del pueblo, si bien me podía sentir satisfecho de no haber perdido a nadie entre las epidemias de peste y las guerras y los ataques portugueses. La verdad era que no tenía nadie a quien perder, nadie que fuera de mi sangre, pero si perdí a muchos amigos, ya victimas de la epidemia, ya caídos en las refriegas, incluso alguno fue hecho cautivo y vendido como esclavo en el puerto de Lisboa, pero la vida seguía y no había más remedio que seguir luchando por ella, no cabía otra posibilidad que la de seguir tirando del carro, si no del mío, que bien poco necesitaba yo para mi subsistencia, del de todos los demás, que a duras penas conseguían salir de una cuando ya tenían otra encima.

Una vez más encontré en el ganado ocupación y medio de vida y lo primero que hice fue agrupar todo el que había esparcido por el campo a causa de la muerte o el abandono de sus dueños. Aquel ganado no era mío y no pretendía adueñarme de él, pero vi la posibilidad de ayudar a tantos como se habían quedado sin nada, de manera que volví a erigirme en pastor de la dua y, junto con el poco que yo tenía los sacaba a pastar todos los días.

El ganado agradeció en seguida los cuidados que le prodigaba, los puercos engordaron rápidamente, las cochinas parieron abundantemente, al igual que las ovejas, y pronto tuve que buscar ayuda para tan ingente trabajo. La matanza dejó buena provisión de carnes y chacinas para toda la temporada, las ovejas dieron buena y mucha lana y los corderos se vendieron a buen precio, con lo que mi empeño estaba dando su fruto.

No era sólo el ganado el que agradecía la bonanza de los tiempos, yo también me sentía a gusto y casi podría decir que aquellos días fueron los primeros felices después de mucho tiempo, felices en mi soledad del campo acompañando al ganado, dejando volar la mente tras los recuerdos, pasando lista de todos aquellos que inexorablemente iban quedando atrás mientras yo seguía imperturbable mi destino de inmortal solitario.

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