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10/26/2008

UN MAL VIAJE

La radio llevaba toda la mañana diciéndolo, advirtiendo a los conductores de la imposibilidad de viajar por la sierra, una densa niebla hacia nula la visibilidad y era totalmente desaconsejado tomar la ruta alta pero yo tenía prisa y por allí se adelantaban un par de horas con respecto a la otra carretera, que, además, después de saber todo eso, estaría imposible de camiones y tráfico pesado.
Desde hacía varias elecciones nos estaban prometiendo un túnel que atravesaría la montaña, el desdoblamiento de la carretera del valle y no sé cuantas cosas más, pero como dijo alguien, “prometer hasta meter, una vez metido ni lo prometido”, y si los que ganaban las elecciones se olvidaban de nosotros, los que las perdían ya nos podemos imaginar.
Los picos de la sierra no se veían cuando empecé a subir, esperaba que tal vez cambiara el viento y despejara un poco el ambiente, pero no ocurrió nada de eso, sino todo lo contrario, lo que eran jirones de nubes de algodón, se fueron convirtiendo en grumos de borra tormentosa y gris y yo seguía ascendiendo imparable.
No sé si fue que empezó a llover o que yo estaba dentro de una nube, lo cierto fue que el limpiaparabrisas no daba abasto para mantener el cristal limpio y, entre unas cosas y otras, apenas veía. Pensé volverme atrás, pero luego me dije que para lo que faltaba merecía la pena intentarlo.
Me estaba poniendo nervioso y subí el volumen de la radio. Fue peor el remedio que la enfermedad, el servicio meteorológico anunciaba que habían cortado al tráfico la carretera por la que yo estaba subiendo y, de seguir así la tormenta, cortarían la otra entrada con lo que me dejarían atrapado en medio de ningún sitio y a merced de los elementos que se estaban despachando a sus anchas en lo alto de aquellos montes.
Aceleré. Ya había empezado a bajar y eso indicaba que llegaría pronto a mi destino. Aunque conocía aquellas curvas no por eso les perdía el respeto y sabía que podían resultar muy peligrosas mojadas o cubiertas de hielo, cosa frecuente a esas alturas. Por si no tenía bastante, un fuerte viento racheado empujaba el coche hacia el exterior de la curva.
Por más que intento recordar una y otra vez lo que ocurrió en aquellos instantes, sólo vienen a mi mente dos luces cegadoras y un fuerte impacto contra mi coche, chirriar de neumáticos y después, durante unos segundos, nada, pero sentía como si estuviera cayendo, como si volara. Finalmente sentí que rodaba dentro del coche y traté de protegerme la cabeza y la cara.
Lo siguiente que recuerdo con claridad son los tubos fluorescentes del hospital dando vueltas sobre mi cabeza y unas voces que parecían venir de otro sitio mucho más lejano y distorsionadas por una especie de efecto doppler.
Un camión me había echado de la carretera haciéndome caer ladera abajo rodando a lo largo de casi doscientos metros. Las vueltas me hicieron salir despedido del coche y entonces debí golpearme en la cabeza con una enorme piedra perdiendo el conocimiento. Total, fisura de cráneo, fractura de tibia y peroné de la pierna izquierda y la mano derecha con los metatarsianos y dos dedos rotos también. Casi muero desangrado y estuve dos días en estado de coma debido al shock por la perdida de sangre.
He estado dos meses en el hospital y todavía estoy en rehabilitación, pero he quedado bastante bien, eso dicen los médicos, y creo que es verdad. Cuando salí del estado de coma fui despertando muy lentamente, casi sintiendo como cada fibra de mi cuerpo iba recuperando la vida, como cada neurona se cargaba de electricidad y le decía a las que estaban a los lados que hicieran lo mismo. Después fui moviendo cada músculo, cada tendón que podía si el dolor me lo permitía, y comprobaba que respondía a los estímulos de mi voluntad.
Los recuerdos también fueron volviendo lentamente como fotografías que al revelarse van tomando formas sombras y luces en el papel y traté de revivir cada momento de aquel fatídico viaje hasta sentir el tremendo golpe en la cabeza que me hizo perder el conocimiento. Los primeros días los recuerdos se quedaban ahí, pero después, conforme fue pasando el tiempo, acudían a mi mente recuerdos extraños e incomprensibles para mí.
Pregunté quién me había rescatado y al parecer, el conductor del camión llamó al 112 desde el móvil y les dijo lo que había ocurrido y dónde estaba yo, gracias a eso me pudieron salvar, unos minutos más y no lo cuento entre la hipotermia y la perdida de sangre. No tardó en llegar una ambulancia y fueron unos enfermeros los que me recogieron de aquel fangal y me llevaron al hospital, sin embargo, en esos extraños recuerdos que me vienen como a flashes aparecen una mujer y un par de niños que se acercan a mí y me hablan. Cada vez que me empeño en recordarlos los veo un poco mejor, con más claridad, y los escucho mejor también. Oigo a uno de los niños preguntar a la madre “Mamá, ¿qué le ha ocurrido a ese señor?”, y ella le responde con una gran dulzura y paciencia “Lo mismo que a nosotros, hijo, pero él todavía no se ha ido, todavía están a tiempo de salvarlo”. “¿A nosotros nos salvaron, mamá?”, volvía a preguntar el pequeño. “No, hijo, no tuvimos esa suerte, lo nuestro ocurrió de noche y nadie nos vio. Cuando nos encontraron por la mañana ya no había solución”. “¿Hasta cuando estaremos aquí, mamá?”. “No lo sé, hijo, pero hay muchos más como nosotros y algún día pasarán por aquí y nos iremos con ellos”. “¿A dónde, mamá?”. “A un lugar muy hermoso, pero ahora estaremos aquí con este señor hasta que se venga con nosotros o lo salven”.
Un día vino a verme un psicólogo del hospital y estuvo haciéndome preguntas para ver si me había afectado el accidente, entonces le conté ese extraño recuerdo y me dijo que, al parecer, algunas persona que se encuentran muy cercanas a la muerte tienen experiencias de ese tipo, pero no hay nada estudiado sobre el tema y lo mejor es no darle demasiada importancia al asunto, con el tiempo lo iré olvidando todo y lo mismo que se curan las heridas físicas, también lo hacen las psíquicas. Eso espero.
Pero aquel recuerdo no sólo no lo olvidaba, sino que me obsesionaba. Escribí el dialogo para no olvidar ni una palabra, hice bocetos de las caras de la señora y los niños y estaba decidido a llegar hasta el fondo de la cuestión, aunque acabara loco o tomado por loco.
Por fin salí del hospital y me pareció estrenar la vida otra vez al ver el sol, aspirar el aire fresco y sentir la humedad en la cara de nuevo. Tardé unos días en reubicarme de nuevo y acostumbrarme a convivir en casa con las muletas y las incomodidades propias de la convalecencia, por no hablar de la rehabilitación y la paliza de masajes y demás martirios, pero todo lo daba por bien empleado al ver cómo me iba recuperando, como recuperaba el dominio de mis movimientos, de mis reflejos, de mi cuerpo en una palabra.
Creo que lo que más me incentivaba, el mayor acicate para recuperarme cuanto antes, era el deseo de poder salir solo a la calle e ir a la hemeroteca con mis bocetos y mis apuntes de aquella mujer con los niños que había aparecido en tan extrañas y críticas circunstancias en mi, llamémosle así, sueño. Con toda seguridad, de haber sabido alguien mis intenciones al respecto, hubieran tratado por todos los medios de impedírmelo con la excusa de que era mejor olvidar lo malo después de lo bien que había salido todo, y si no, con aquello de que para que remover cosas tan tristes y desagradables cuando, con toda seguridad, todo era fruto de la fiebre y el delirio o, cuando más, una de esas extrañas experiencias ante la proximidad de la muerte.
Lo que no sabía nadie era que por nada del mundo desistiría en mi deseo de buscar algo, no sabía muy bien qué, pero algo debía buscar referente a aquellas personas y lo haría en cuanto pudiera, se había convertido para mi en una obsesión, lo reconozco, y como tal no podía dejar de pensar en todo ello, no conseguía quitármelo de la cabeza.
Por fin llegó el día y pude encaminarme a la hemeroteca solo. A todos les dije que quería dar una vuelta por unos grandes almacenes a ver como estaba la ropa ya que tanto reposo me había hecho poner unos quilitos y la que tenía me quedaba estrecha. Lo anterior no era mentira, pero no era el motivo de mi ansiada salida en solitario.
En tantas horas de reposo obligado, obsesionado con la idea en cuestión, planifiqué qué y por dónde debía empezar a buscar, entonces recordé las ropas que llevaban la mujer y los niños y eran de verano, así que lo que quiera que fuese lo que ocurrió debió ser en esa época del año. Uno de los niños llevaba una camiseta en la que figuraba el logotipo de “Atenas 2004”, la última olimpiada celebrada, así que empezaría a primeros de ese año a buscar.
En la hemeroteca todo fueron facilidades y no tardé en encontrarme ante la ingente tarea de revisar día por día todos los periódicos desde enero del 2004. Ante mi vista fueron pasando a la mayor velocidad posible para ser leídos todos los titulares de la sección de sucesos, ya que algo me decía que por ahí podría encontrar algún detalle interesante.
Los días pasaban ante mí como ante los astronautas en las naves, eran cuestión de minutos y así semanas y semanas haciendo meses. Empezaba a pensar que aquello era demasiado para mí, me cansaba la vista y me empezaba a aburrir, pero tenía que seguir, tenía que intentarlo.
Al empezar el verano aminoré la velocidad de los microfilmes, empecé a leer con más detenimiento y en los primeros días de junio creí quedar sin respiración: allí estaba aquella mujer, estaba absolutamente seguro que era ella. La fotografía debía ser anterior a los sucesos y aparecía más joven que como yo la vi, pero era ella, no me cabía la menor duda.
Empecé a leer todo lo despacio que mi nerviosismo me permitía: “A primeras horas de la mañana de ayer se descubrió en el Barranco del Aliviadero un coche despeñado la noche anterior, en su interior se encontraron los cuerpos sin vida de una mujer y dos niños pequeños. A la espera de las autopsias podemos adelantar que la causa del fallecimiento pudo ser la pérdida de sangre debida a las múltiples heridas sufridas al caer rodando desde una altura considerable. De momento se desconoce la identidad de la mujer y los pequeños, pero es posible que se tratara de una madre y sus hijos…”
No podía seguir leyendo, las lágrimas me lo impedían. Aquella mujer era la que yo vi, sin duda. En una fotografía interior aparecían los cuerpos tapados con unas mantas, pero saliendo de una de ellas se adivinaba el logotipo de la camiseta de uno de los pequeños. Eran ellos y yo los había visto después de muertos, mucho después, mientras estaba con un pie en el otro mundo.
Ya había salido de mis dudas y lamentaba no poder contarle a nadie a las conclusiones a las que había llegado por temor a que me tomaran por loco. Lo único que me quedaba que hacer, que sentía que debía hacer, era volver al sitio del accidente y llevar unas flores frescas para aquella mujer y sus hijos. Era una locura, lo sabía, y nadie debía saberlo o acabarían diciendo que el accidente me había afectado más de lo que parecía, pero tenía que hacerlo, de alguna manera pensaba que se lo debía a aquellos desgraciados seres.
Una mañana me levanté muy temprano, cogí el coche de mi padre ya que podía conducir y me dirigí a la fatídica curva. Aparqué lo más cerca que pude y baje por el monte con mucho cuidado ya que mis piernas no estaban aún para heroicidades. Cuando llegué al sitio busque una piedra y me senté en ella, dejé las flores en el suelo y elevé una sencilla oración a quién me estuviera escuchando en aquellos montes perdidos. Me quedé allí un rato con los ojos bañados en lágrimas, como si esperara alguna contestación, una señal de alguna clase y hubo algo que no supe entonces ni sé ahora como interpretar, pero de un cielo inmaculado, bañado por un sol radiante, me cayeron unas gotas de agua, unas pocas nada más, como si hubieran sido las lágrimas de aquella pobre mujer que murió sola con sus hijos una aciaga noche de verano.
Andrés Miranda Garcia.