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1/10/2008

HISTORIA DE UN HUEVO

Nací una mañana, aunque no sé muy bien cómo conozco ese dato, ya que allí
siempre había la misma luz mortecina amarillenta y la misma temperatura
húmeda y agobiante, tal vez lo intuí. Nací una mañana y al abandonar el
confortable calor de mi madre y la compañía de mis inmaduros hermanos
tengo que reconocer que sentí cierto miedo, no me avergüenzo de confesar
que me sentí inseguro. Yo me esperaba otra cosa, la verdad, en mis sueños
de embrión y tal vez por una memoria genética de algún antepasado, me
figuraba que una vez fuera me encontraría en una verde pradera, rodeado
de florecillas, con muchos hermanos alrededor y siempre bajo la atenta y
vigilante mirada de mi madre, cerca de su calor seguro y confortante.
Picando bichillos, gusanillos, insectos, no sé. A mi padre me lo figuraba
altivo, imponente, pregonando su hegemonía a los cuatro vientos y siempre
atento a mi madre con su cresta enhiesta y roja y sus barbas dándole
respetabilidad y dignidad entre los demás habitantes del gallinero.
Tampoco sé decir por qué, pero estaba seguro de que sería macho y aún a
sabiendas de que el destino de los machos es más triste que el de las hembras
y sus vidas más efímeras, prefería ser macho y parecerme a mi padre con
su cola negra y su cuello de reflejos metálicos. A pesar de que intuía que
podía terminar mis días colgado boca abajo, desangrado, con la palidez de
la muerte en mi piel y mostrando la más patética desnudez en una vulgar
carnicería, esperando que una ama de casa decidiera que engrosara su
prosaico puchero o me convirtiera en filetitos empanados para dar de comer
a un niño melifluo y mantecoso; pero a pesar de todo eso prefería ser macho
y en mi breve y arriesgada estancia sobre la tierra sacar a la vida el máximo
jugo, subirme a lo alto del gallinero y, con un alto y profundo kikirikí, decir
a todos aquí estoy yo dispuesto a comerme el mundo, a ser el macho del
grupo y tener a mi alrededor a todas las pollitas en edad de merecer y
hacerlas poner muchos huevos y tener muchos hijos que se parecieran a mí
y que algún día me recordaran orgulloso y digno, desafiando a todos en lo alto
del tejado o ¿por qué no? inmortalizado en lo alto de la veleta indicando a todos
durante años la dirección del viento.
Pero todo lo anterior eran sólo sueños imposibles, recuerdos genéticos que llenaban
mi cerebro de embrión ansioso de vivir. El sonido de la granja me iba llegando a
oleadas y empecé a entender que allí debía haber muchos más como yo, sonaban
muchas madres que comentaban sus cosas entre ellas, la mayoría ponían los
huevos con la frecuencia deseada y así esperaban seguir mucho tiempo, ya que
conocían el destino de aquellas que ya no eran capaz de dar de si lo que se esperaba
de ellas: acababan en el matadero, desgastadas, esquilmadas, agotadas después de
haber sido máquinas ponedoras sólo ocupadas en comer y poner, comer y poner.
Si el destino de un pollo en la carnicería era triste, el de una gallina tenía algo de
cruel y desagradecido, era como mostrar desnuda y muerta a una madre que lo
ha dado todo por sus hijos, pero al parecer esto era lo que se podía esperar de la
condición humana.
Reconocía la voz de mi madre entre la algarabía de todas las gallinas y deseaba
estar con ella, sentirme cerca de sus plumas blancas y cálidas, pero lentamente
me sentía empujado por otros como yo y todos caíamos rodando en una lenta
y suave pendiente. La voz de mi madre se alejaba inexorablemente y la frialdad
de los hierros por los que nos deslizábamos hacía aún más patente mi desamparo
y aumentaba mi angustia. Algo me decía, tan pronto, que aquello acabaría mal y
mis sueños se frustrarían todos. Empezaba a sentir miedo y me inquietaba mi
destino, no podía hablar con mis semejantes y me hubiera gustado preguntarles
si sentían lo mismo que yo, si tenían los mismos miedos, si les temblaba la yema
como a mí ante lo desconocido de nuestro destino y así empecé a saborear algunos
de los ingredientes más amargos de la vida, el miedo, la soledad, la impotencia ante
el destino que parece estar escrito a pesar de nuestros sueños y nuestras ilusiones.
La carrera continuaba a trompicones y empujones y de pronto me sentí el cascarón
húmedo y tibio: nos estaban lavando y después nos secaron con aire caliente y
aquello me gustó después de tanto hierro frío y tanto empujón, me hizo sentirme
un poco más cómodo, pero la agradable sensación duró poco, en seguida me sentí
succionado, sentí que algo se había pegado al cascarón y me elevaba por el aire.
No conocía el vértigo y puedo asegurar que es muy desagradable la sensación de
miedo a caer y acabar aplastado contra el suelo, con la yema reventada y
la clara suelta. Algunos debieron caer y permanecían moribundos en el suelo,
esperando el pisotón de gracia o la repugnante fregona que los convirtiera en
masa informe y amarillenta para acabar hechos hilachas de cadáver de huevo en
un caldo negro y maloliente en el cubo de la fregona.
El artefacto que me elevó por los aires terminó su cometido y me soltó, reconozco
que sentí alivio al sentirme sobre algo sólido, pero rápidamente me embargó otra
extraña sensación y pensé si era necesario tanto sufrimiento, si tenían que ensañarse
con nosotros de esa manera: no me podía mover, me sentía encajado en un sitio que
coincidía con mi forma de huevo y me aprisionaba y para colmo me sentí encerrado
y a oscuras, habían cerrado aquel instrumento de tortura y nos habían incomunicado
a todos. En seguida supe que no estaba solo, muy cerca de mí sentía a mis compañeros
y a algunos creo que los conocía de algún empujón anterior. A pesar de todo, empecé a
sentirme mejor, aquello no se movía tanto y la temperatura era agradable, incluso
el ruido llegaba amortiguado de forma que me quedé dormido debido al cansancio
y los sobresaltos.
Poco duró lo bueno, el frío me despertó, un frío seco y punzante que nos hacía tiritar
a todos y empecé a desear que todo aquel suplicio acabara cuanto antes, no me sentía
con fuerzas para seguir viviendo y tampoco sabía si merecía la pena tanto sufrimiento,
pero algo cambió: nos estábamos moviendo de nuevo ¿Qué ocurriría ahora?
¿Qué sería de nosotros? ¿Cómo acabaríamos? De momento el frío cesó, no es que
hiciera calor, pero ya no era tan punzante, ya no nos hacía temblar y dejamos
de sentir calambrazos en las claras y lo que era patente era el movimiento,
estábamos encerrados en una especie de cajón cuadrado y oscuro que se movía
haciendo mucho ruido. Íbamos muchos de nosotros y al poco tiempo empezamos
a sentirnos unos a otros. Ninguno sabía a dónde nos llevaban, nadie había vuelto
de donde quiera que fuéramos así que aquello era un viaje sin retorno hacia lo
desconocido y tengo que reconocer que empezaba a sentirme decepcionado,
por no decir deprimido. Todos mis sueños de pollo, de gallito, se estaban viniendo
a abajo y estaba seguro de que nunca me posaría en lo alto del gallinero para ver
crecer a mi prole y nunca disfrutaría de los placeres del amor rodeado de pollitas
blancas y regordetas de mirada insinuante.
Casi no me hubiera importado ser gallina, hubiera vivido más y al menos hubiera
visto la luz, si no del día, de la nave de la granja, pero ésto...¡valiente desengaño!
Todos aquí amontonados en un cajón enorme, negro y ruidoso y yendo a ninguna parte.
Se empieza a notar cierto calorcillo y algo de mal olor. Por nuestro lado pasan otros
objetos que hacen el mismo ruido que el nuestro y al cruzarse tocan una especie de
trompeta, como si se saludaran. El ritmo del viaje ha decrecido, ahora es más a
trompicones, con muchas paradas e inicios y el ruido de fuera es ensordecedor,
me gustaría saber qué ocurre ahí para que haya tanto jaleo de pitos y trompetas
y voces de humanos. Aquí dentro estamos sometidos a un continuo vaivén que, de
no ir tan bien empaquetados, ya habría dado al traste con nuestro cascarones, de
todas formas me parece que alguno ha sufrido fractura y morirá por desecación; tal
vez sea mejor así, acabar de una vez este descenso a los infiernos.
Esto se ha vuelto a parar y debemos estar en un sitio grande y muy vacío, a juzgar
por el eco de las voces de los humanos. Nos mueven de un lado a otro, pero ahora
lo hacen con sumo cuidado, casi con delicadeza se podría decir y al final nos ponen
en un sitio fresco y silencioso, apilados hasta una altura considerable. Menos mal que
no me tocó arriba del montón, mi vértigo no lo hubiera resistido. Siento que mis
colegas se revuelven en sus cómodos compartimientos, aunque no podemos hablar
nos comunicamos de una forma sensitiva, como si lanzáramos una especie de onda
que al volver rebotada nos trae información del punto aquel hacia donde fue y así
sabemos unos de otros, lanzando constantemente ondas a un lado y otro y gracias
a este fenómeno, sé que algunos no han resistido el viaje y han muerto, otros, débiles
de nacimiento, no han soportado el frío y sus yemas han dejado de latir y ahora estarán
lasas, como una mancha de aceite en el agua...triste final para un huevo, pero qué le
vamos a hacer si este parece ser nuestro destino.
Trataré de dormir un poco, no sé lo que nos puede esperar dentro de un rato y es mejor
que me coja descansado. De camino intentaré soñar con mi pradera favorita y disfrutaré,
con la imaginación, de los placeres del amor y de la familia y al final del sueño me veré
en la veleta de la iglesia, inmortalizado como vigilante de los cuatro vientos, con el cuello
estirado en la mueca del inicio del canto y las plumas de la cola ondeadas por la brisa.
Me ha despertado el estruendo. No conozco a los humanos, pero de ellos podría decir que
son, principalmente, crueles y ruidosos, muy ruidosos. Nos han puesto en un sitio muy distraído, apilados, somos muchos y temo que los de abajo no soporten tanto peso encima. Frente a nosotros pasan muchos humanos, sobre todo mujeres que hablan y hablan,
algunas huelen muy bien y siento que cogen cajas como la mía, como en la que yo me
encuentro junto con once colegas más. Constantemente suena un ruido agradable con
una voz melodiosa que cuenta historias, una de un niño que nació en un pesebre, otra
de unos peces que no paran de beber y otra de una virgen que tiene la cara gitana.
Me gustan esas historias, pero de vez en cuando ponen otro ruido machacón e
insistente con una voz que dice ponte a brincar, ponte a brincar y luego habla de
su estatura y de algo que tiene bajo la cintura. Cada vez me parecen más extraños
estos humanos.
Esta mañana ocurrió algo muy triste, se acercó a nosotros un humano bajito, creo
que era un niño, y cogió una de las cajas donde nos encontramos y la abrió, después
le dio la vuelta y cayeron todos al suelo rompiéndose ante el griterío de la madre del
niño y el alborozo de este por la hazaña. Se hizo el silencio entre nosotros, después
de tanto tiempo juntos nos conocíamos, incluso éramos familia algunos y ahora sólo
nos quedaba contemplar el espectáculo de sus yemas reventadas y sus claras esparcidas
por el frío y brillante suelo. La música cesó por unos instantes y en su lugar lanzaron
una llamada al servicio de limpieza. Lo que venía a continuación lo sabíamos ya y nos
volvimos para no presenciarlo, el indigno y vergonzoso espectáculo de ver a nuestros
congéneres reducidos a una amalgama de agua sucia y gelatina amarillenta. Pero la
vida seguía y allí no dejaban de detenerse y coger cajas y yo empecé a preguntarme
para qué nos querrían los humanos, si era para tirarnos al suelo como el niño aquel, me
parecía de lo más absurdo, pero no me hubiera extrañado demasiado después de lo
que estaba comprobando.
Era la tercera vez que alguien tomaba en sus manos nuestra caja, la abría y volvía
a ponerla donde estaba y aquello me desconcertaba, nadie sabía qué ocurría, por
qué hacían aquello con nosotros, éramos huevos como los demás, del mismo peso
y del mismo tamaño y nos sentíamos discriminados, despreciados. Desconocíamos
la suerte que corrían los que se iban, pero al menos se iban de allí, sin embargo
nosotros éramos rechazados y me empeciné en saber por qué y no tardé mucho
en averiguarlo: uno de los habitantes de la caja había muerto con el cascarón roto
y ese parecía ser el motivo del rechazo por parte de los humanos. Nos querían
vivitos y coleando, no sabíamos para qué, pero nos querían vivos e íntegros así
que nuestro futuro se anunciaba oscuro e impredecible.
De pronto, la caja se empezó a mover de nuevo, pero esta vez no la abrieron, sino
que la depositaron sobre algo que no paraba de moverse y que sonaba a hierros
y cristales y a algún líquido que se bamboleaba dentro de un recipiente. Mi sentido
del equilibrio me decía que estábamos en peligro y notaba cómo íbamos
resbalando sobre superficies irregulares hasta quedar en una postura muy
comprometida, apoyados en los hierros de aquel artefacto inquieto y ruidoso
por un lado y por el otro apenas posados sobre una superficie fría y resbaladiza, cuyo
olor me hizo pensar en mi madre y en la granja. Aquello no paraba de moverse
y a cada curva nos resbalábamos hacia un lado u otro y, lo que era peor, no
dejaban de amontonar cosas encima de nosotros. Algunos de mis colegas empezaban
a quejarse y a temer por sus vidas y yo, trataba de darles ánimos y decirles cosas
que los distrajeran un poco, yo, que cada vez me sentía peor y llegaba a desear
que un objeto de aquellos que sentíamos caer encima, duros, puntiagudos, acertara
a darme en lo alto de mi forma de huevo y acabara con este martirio sin fin y sin
sentido.
El estrépito cesó por unos instantes y sentí como nos sacaban de donde estábamos
y nos ponían sobre una superficie que vibraba y se movía lentamente ¿Qué nuevo
sobresalto nos esperaría? estábamos rodeados de pitidos y zumbidos extraños y
en algún momento se interrumpió el lento deslizar y fuimos pasados por una
extraña luz que nos atravesó, yendo después a parar a una superficie como la anterior,
pero esta vez inmóvil. Poco después sentí que compartíamos un espacio reducido
con unas botellas que amenazaban con aplastarnos en cualquiera de aquellos
movimientos bruscos y fuimos a parar de nuevo a un artefacto de alambre, ruidoso
y móvil. Emprendimos otro viaje sin destino conocido, éste no era tan sinuoso
aunque tenía algunas pendientes. Por fin, después de un corto trayecto, nos paramos
de nuevo y, juntos con las botellas en el pequeño recipiente, fuimos cambiados de
sitio, ahora estábamos en un lugar pequeño donde nos fueron amontonando junto
con otros objetos, procurando que todos cupiéramos y ocupáramos el menor espacio posible.
Se hizo la oscuridad total después de un gran portazo. Me reitero en que los humanos
son muy ruidosos, además de inquietos y crueles.
El pequeño habitáculo se puso en movimiento; no creo que nunca un huevo se haya
movido tanto en tan poco tiempo. Aquello vibraba fuertemente y se calentaba por
momentos. Un fuerte y extraño olor llenó el poco espacio vacío y empezó de nuevo
la carrera de acelerones y parones, de ruidos inexplicables y algunas voces de humanos
que, a juzgar por el tono y el volumen, no debían decir cosas agradables.
Una pregunta me asaltó, una cuestión que hasta entonces nunca me había planteado
y no sabía de qué manera encontraría respuesta para ella: ¿cuánto vive un huevo?
al estar sometido a estos cambios constantes de luz a oscuridad he perdido la noción
del tiempo y casi no podría precisar cuando nací y por tanto no sé los días que cuento
de vida. Tampoco sé si merece la pena saberlo y vivir en la consciencia de lo efímero
de la vida, contando los días que faltan para el final y pensando que no merece la pena
tanto esfuerzo y tanto sufrimiento, pero ¿Que otra vida podría llevar un huevo?
La memoria genética me habla de tiempos pasados en que los humanos y las gallinas
tenían relación, éstas ponían los huevos y aquellos los buscaban, bien para venderlos,
bien para dejarlos incubar si eran fecundos y al parecer aquella relación se mantenía
largo tiempo y los pollos y las gallinas vivían en los campos sujetos a los ciclos naturales,
a las horas de sol, a los calores y a los fríos, pero todo está desnaturalizado, automatizado.
Nada es igual que antes. ¿Cómo será la vejez de un huevo? ¿se arrugará el cascarón
y la yema perderá el color? o ¿la clara se volverá turbia y opaca? Quién sabe, yo intuyo
que nunca lo sabré.
De nuevo nos hemos parado, nos sacan del pequeño habitáculo en el que llegamos
aquí y nos ponen en el suelo junto a las amenazantes botellas. Creo que ya sólo
quedamos nueve, en el último tramo del viaje han muerto dos más. No me resigno
a que nuestro destino sea este, morir aprisionados por unas botellas o estrellados
en el suelo a manos de un pequeño humano. No me gustaría morir así, aunque no sé
como me gustaría morir, ni si me gustaría siquiera.
El suelo se mueve, pero se mueve hacia arriba, estamos subiendo. Sería gracioso
que al final fuera a parar al tejado de mis sueños. Se ha parado. Otra vez nos
mueven, más agitación, más bamboleo y ahora se escuchan voces de más humanos,
hablan muy alto, como si cada uno tratara de acallar al otro y lo que consiguen es
un galimatías de voces y ruidos. Espero que no seamos nosotros los que paguemos las consecuencias. Han sacado las botellas de nuestro lado, es un alivio después de todo.
Nos ponen encima de una mesa en posición horizontal y cada uno tratamos de
ordenar nuestras yemas y claras después de tanto ajetreo. Los pobres que han muerto quedarán flotando, inertes, descompuestos. Abren la caja...nos están cogiendo uno a uno,
los rotos van a la basura, indigno final. ¡Ahh! me han cogido y puedo asegurar que resulta agradable el tacto de una mano humana, es la primera vez que lo siento y realmente
me gusta, es cálido, suave, tiene algo de animal y no puedo evitar acordarme
de mi madre, de su agradable plumón del que tan poco tiempo pude disfrutar.
Mi vértigo me dice que estoy a cierta altura y el temblor de mi yema me indica que
estoy otra vez en un sitio frío. También es obsesión la de los humanos con el frío.
No sé por qué, pero intuyo que el final se acerca, creo que estoy aquí desde ayer,
ya sólo nos movemos en un suave vaivén de puerta que se abre y cierra y sólo
quedamos cuatro, anoche sacaron a cinco y no se ha vuelto a saber nada de ellos.
Deseo que hayan tenido un buen fin, o al menos que no hayan sufrido
demasiado...me gustaría tanto saber qué ha sido de ellos, saber cómo están si es
que aún "están", saber qué va ser de mí...
Los ruidos de la casa indican que ya es de día y una de las primeras cosas que hacen
todos al levantarse es abrir la puerta de donde nos encontramos, sacan cosas, meten
cosas, preguntan, discuten y a veces acaban dando un portazo que nos hace estremecer
en los agujeros en que estamos encajados.
Me estaba quedando dormido después de la algarabía del despertar cuando me han
sacado de mi agujero y me han puesto en un sitio donde siento agua cerca, la siento
caer desde cierta altura ¿Estaré en el campo? no, sería demasiado bonito como final,
porque estoy seguro de que mi final está cerca. Estoy recuperando la temperatura
normal incluso me da el sol a través de una ventana y es muy agradable la sensación,
mi yema se despereza y la clara se estira. A mi lado hay un foco de calor, lo siento
cerca y potente y diría que sobre el mismo crepita un líquido. Tengo un mal presagio.
Me han cogido otra vez, pero ahora no me tratan como la otra vez...¡Oh! me han
golpeado en la panza...me han roto el cascarón, esto es el principio del fin...Me
desalojan y me arrojan sobre un ardiente liquido ¡Oh! es horrible, espero acabar
pronto, no lo resistiré mucho tiempo. Ahora me ponen algo blanco y duro de sabor
salado ¡Basta, por favor, ya está bien! Me arrojan liquido ardiente por encima, esto
es el colmo de la crueldad.
Ahora me sacan a un plato frío, ¡Que alivio! pero para nada, siento que muero, las
quemaduras han sido muy graves y sin mi cascarón no sobreviviré más de unos
minutos.
Por fin conozco a un humano, lo tengo sobre mí y siento que me mira con gula, se
relame al contemplarme. Por cierto, son feos con esos enormes agujeros por los que
respiran y esos pelos que les cubren la cabeza y parte de la cara. Los ojos no están
mal, son bonitos y se ve la vida en ellos, la vida, eso que siento que se me va por
instantes... ¡Oh! han introducido un trozo de pan en mi pobre y quemada yema...es
el fin.
Adiós sueños de gallo de veleta, adiós sueños de macho del gallinero, adiós sueños
de padre prolífico. Adiós, termino mis días como un vulgar y prosaico huevo frito.