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11/29/2007

EN VIA MUERTA


¿Qué quieres que te cuente? ¿Crees que a alguien le

interesará mi historia?
No soy más que una vieja achacosa y fea, estoy enferma,

pero de cosas de viejos, no te vayas a creer, que una siempre

fue muy limpia. ¡Bueno! para comer no tenía y mis pastillas de

jabón de olor no me faltaban, pero no veas

que limpio lo tenía todo.

Al decir todo, Dora se señaló el bajo vientre no pudiendo reprimir una sonrisa llena de burla y picardía. Los ojos, escondidos entre arrugas y ojeras, le brillaron de una forma graciosa.
Dora, la hablar, miraba a un punto perdido, parecía como si relatara las cosas tal como pasaban por su memoria y debía haber pasajes que le resultaban más placenteros que otros ya que al pasar por ellos se hacía más lento el andar del recuerdo y parecía balbucir algún dialogo entrecortado en el que su cara era de lo más elocuente: preguntaba, respondía, se enojaba, sonreía, negaba, asentía y al mirarme se sentía incómoda, como si me hubiera metido en su secreta conversación.
¿La amante del tren dices? No sé quién puede haberte dicho eso, valiente tontería, la amante del tren...suena bien ¿verdad? Un suspiro profundo la sacó del pozo de sus años y sus recuerdos y mirándome de una forma, entre indulgente y descarada, me hizo saber que estaba dispuesta a continuar.
La amante del tren, sí, en el tren amé, también odié en él. Podría decir que los momentos mejores de mi vida y también los peores, transcurrieron allí y tanto unos como otros fueron sólo míos. Todo empezó porque había que comer, sí, comer y en casa no entraba un duro y lo poco que entraba alguien se lo gastaba en vino o, en el mejor de los casos, en pagar deudas. Creo que salimos de algunas malas rachas gracias a la caridad de los vecinos, del tendero, del boticario, del médico, de todos. Sé que nos criticaban, éramos una familia un poco especial, escuchaba los murmullos al entrar en los sitios, las risitas veladas, los cuchicheos...pero después no nos abandonaron nunca.
¿Lo del tren? Sí, mira: yo con veinte años no estaba así, como te podrás imaginar._Diciendo ésto, Dora se puso en pie y con las piernas juntas dobló las rodillas un poco y se pasó las manos por las caderas._Yo, con veinte años, me comía la calle. Salía por la mañana a comprar y mira, tenía el pelo negro, un poco de bote ¿sabes? y me cogía así, con una cinta blanca dejándome la cara despejada. Me pintaba un poco los ojos y me ponía un poco de colonia y a estirar el poco dinero que tenía. Conforme pasaba por las puertas de los bares salían a verme, a veces oía como rompían vasos y botellas al atropellarse hacía la puerta y no podía más que reírme, cosa que, al parecer añadía interés al asunto.
En la panadería me esperaban los primeros gomosos, algunos me miraban de arriba a bajo, como si me desnudaran con los ojos. Los más atrevidos decían cosas entre dientes que nunca quise descifrar. Este cuadro se repetía en cualquier lugar que entrara, pero en ninguno de ellos estaba "el gavilán", el pajarraco siempre estaba solo, rondándome el paso por alguna calle estrecha, siempre donde estuviera seguro de ser visto cuando, como un torero, se ciñera a mí como dándome un pase de pecho al tiempo que me decía cosas que ni él mismo conocería de no ser por alguna revista de esas que traían los marineros de Holanda y Alemania, esto lo comprobé pasando el tiempo.
La expresión de Dora había cambiado, no cabía duda que esos pasajes no le resultaban gratos. Sus ojos se empañaron y marcaron una dureza nueva en su cara. Su boca, desdentada y marchita, hacía en los silencios un rictus de asco y amargura.
Yo, en silencio, esperaba el reanudar de su relato, no me atrevía a interrumpirla, me parecían tan densos los silencios, tan llenos de llantos apagados, tan poblados de fantasmas, tan tristes.

Sólo de tarde en tarde una chispa asomaba a los ojos de Dora, algún recuerdo alegre, y sólo entonces me atrevía a hablarle.

Mi padre recayó de la pulmonía y nunca más se levantó. Todo el dinero era poco para la farmacia y comprarle algo bueno de comer. Un día, cuando fui a pagar la cuenta de la lechería, con mucho retintín me dijeron que no se debía nada y ante mi extrañeza, la lechera, con los brazos en jarra, exclamó: "¿Te chupas el dedo o crees que nos lo chupamos nosotras?"

No sabía qué hacer, no sabía dónde meterme, miraba a todo el mundo como buscando una respuesta y de pronto encontré los ojos acuosos de "el gavilán", me miraba de una forma horrible. Salí corriendo de allí, no paré hasta llegar a casa y allí di rienda suelta llorando a mi asco, a mi rabia.

Los acontecimientos se precipitaron, mi padre murió y yo terminé siendo presa de pajarraco que tanto me había perseguido.
En casa no podíamos vernos, había que mantener las formas. Todos sabían de dónde salía el dinero que gastábamos, pero no querían que fuera tan evidente y una noche, buscando un sitio donde entregarme a él, descubrimos unos vagones en vía muerta y así empezó la historia de la amante del tren.
La casa donde vivíamos era pequeña y a veces la convivencia se hacía imposible. Mis hermanos bebían y se peleaban constantemente y yo descubría en el vagón la intimidad y la tranquilidad que en casa no tenía. Al principio teníamos una manta por todo mobiliario, pero para lo que hacíamos allí teníamos bastante, después pusimos unos cajones y un día encontré un mesa desvencijada que pasó a formar parte del mobiliario. Al cabo de unos meses, aquello parecía un muestrario de chatarrería, pero yo lo mantenía limpio y cada vez pasaba más tiempo allí, no sólo iba a "eso" con él, aunque sólo fuera de noche, ya que durante el día no quería que nos viéramos. A mí me daba igual, el quería lo que quería y yo sólo quería comer y que no faltara nada en casa.
Algunas veces decía que no tenía ganas y empezaba a hablar y hablar, yo no solía contestarle a menos que él preguntara algo. Cuando lo veía así, abatido, deprimido o borracho, me daba cuenta del asco que sentía por él, no era más que un muñeco acomplejado y celoso que necesitaba a cada momento repetirse lo hombre que era para ignorar lo cerca que estaba de no serlo.
Sí, claro que tenía un nombre, pero hace muchos años que no lo pronuncio, lo juré cuando me casé y nunca lo he nombrado más. No, no te lo diré.

Aprovechaba los silencios de Dora para observar la habitación en que nos encontrábamos, era impersonal y fría, limpia, eso sí, pero allí no había nada de ella, nada excepto un pequeña fotografía enmarcada de un señor con un bigotito muy recortado, el pelo engomado y un pompón sobre la frente. aparecía de escorzo en la foto y sobresalían dos líneas muy blancas y casi paralelas, la fila de dientes blancos y cuidados y un insolente pañuelo de bolsillo que asomaba por el de la americana.

Aquello terminó como todo termina en esta vida, y si se acaba lo bueno, lo malo no va a ser eterno. Sí, murió del pecho. Se daba muy mala vida. Al final traté de cuidarlo, no lo quise nunca, pero era por lástima. Estaba solo, creo que tenía algún familiar, pero nadie hizo nada por él. Un día lo encontré en el vagón, no sé el tiempo que llevaría muerto, estaba frío, tenía los ojos abiertos y como empañados.
Pasé algún tiempo sin ir al vagón, me daba miedo, temía que se apareciera en cualquier rincón y me parecía verlo como el día que lo encontré muerto.
Dora se estremeció y musitó entre dientes una oración al tiempo que besaba el crucifijo de un rosario de plata que parecía estar rezando al mismo tiempo que hablábamos y pasaba un misterio tras otro.

Después vino Luis, sí, ese nombre lo digo y no me canso de nombrarlo, fueron mis mejores años y los viví en el vagón con él. Luis estaba solo, trabajaba y el dinero no le lucía. Siempre tenía alrededor unos cuantos dándole la coba para sacarle la convidada. No tenía quién le cuidara la ropa y los hombres ya se sabe cómo son para esas cosas.

Un día vino a casa a preguntar si le alquilábamos un habitación y le cuidábamos la ropa. No teníamos sitio, pero yo me acordé del vagón, allí podría vivir y yo me encargaría de sus cosas. Le hizo gracia lo de vivir en un vagón, pero cuando lo vio, le gustó. Yo lo tenía muy arregladito todo...

De nuevo el pensamiento de Dora volaba lejos en el tiempo, la expresión de su cara hablaba de ternura, de buenos ratos, de cariño mutuo.
Era muy detallista, siempre me traía algo, cualquier cosilla, la ponía en la mesita del vagón y esperaba que yo la descubriera cuando fuera a hacer la cama. El tiempo pasó y nos encariñamos. Eramos dos solitarios y no por nuestra voluntad; a él le afectó mucho un desengaño amoroso unos años antes. Esto me costó mucho sacárselo del cuerpo y sólo lo conseguí años después de casados y a pesar del tiempo transcurrido, lloraba mientras lo hacía...Era tan bueno... no se mereció una cosa así.
Dora se metió en sus adentros como lo hace un caracol al ser tocado, se había tocado ella misma, había tocado la cuerda tensa de los sentimientos y toda ella vibraba en la nostalgia y el recuerdo de unos buenos tiempos.

Sí, sí, nos casamos por la iglesia, eso sí, por la mañana muy temprano como si nos escondiéramos de las gentes. A veces nos reíamos diciendo que nos casamos a la hora de los verdugos y los lecheros: eran los únicos que trabajaban tan temprano. Vivimos en el vagón muchos años, los vivimos todos, al menos los mejores. Después él tuvo un accidente en el trabajo y no se recuperó nunca del todo, poco a poco fue perdiendo la cabeza, al final no me reconocía y a veces me tomaba por la novia que lo engañó y me decía que por qué lo había hecho y cosas así, no sabes cuánto sufrí.
Los ojos de Dora se volvían líquidos de lágrimas y tristeza, de soledad y melancolía que parecía tener a flor de piel, sólo esperando la evocación del pasado.
Te decía que vivimos mucho tiempo en el vagón. Para comprar una casa nunca tuvimos dinero y de alquiler no nos gustaba vivir, preferíamos nuestro vagoncito. Compramos muebles, muy pocos, los que cabían nada más. Llegamos a tener hasta un arriate con flores en la puerta, a los lados de la escalerilla de acceso. Un día Luis me dijo que quería plantar un huertecito, ya sabes, el perejil, la yerbabuena, unos tomates y unos pimientitos, pero lo convencí de que no lo hiciera. No podíamos llamar tanto la atención, aquello no era nuestro y ¿dónde iríamos si nos lo quitaban?

_¿Hijos? sí, tuve uno pero nació muerto, aunque yo siempre pensé que lo mataron en el parto. Empezaron a decir que venía muy mal, que si la postura, que si el cordón, total: que me lo enseñaron envuelto en una toalla amoratado y sin vida. Cuando lo vino sabía qué sentía, sabía que era algo mío, era como un instinto animal y de alguna manera notaba como si me lo hubieran quitado, que no lo tendría más, que no lo vería nunca más. Fue un golpe muy duro para los dos y a Luis, por su forma de ser, le afectó más que a mí. Se escondía para llorar y durante mucho tiempo después se quedaba embobado mirando a los niños pequeños por la calle y se le saltaban las lágrimas.
No pude tener más, no sé qué me hicieron en el parto pero se acabó, nunca seríamos padres. Nos resignamos, nos íbamos haciendo mayores y nos sentíamos cómodos los dos juntos en nuestro vagoncito. Compramos una radio y de noche nos quedábamos hasta tarde escuchando cualquier cosa. Era como si los dos solos, con la ayuda de la música o de los relatos o las noticias, conociéramos otros mundos, otros sitios más grandes que nuestras reducidas vivencias.
Dora estaba recogida en una institución benéfica regida por monjas y se ve que las relaciones no eran muy buenas ente las hermanas y ella. Dora procuraba disimularlo y, al fin y al cabo, debía estar agradecida de estar allí; no estaba mal, pero no era libre, no se sentía libre. Hasta cuando se ensimismaba en sus recuerdos decía tener una monja cerca, como si quisiera adivinarle el pensamiento. Le hacía gracia que la llamaran pecadora, ella no se sentía culpable de ningún pecado, no había robado nunca, tampoco mató, quiso a sus padres y fue buena con todo el mundo. Lo demás era la vida y a ella le había tocado esa, qué otra cosa podía hacer.

Sólo lamentaba una cosa, haber descubierto tarde a Dios, ahora que lo conocía hablaba mucho con él, le contaba cosas, le hacía preguntas, la acompañaba en tanta soledad sin solución.
_¿Después? ¿Después de Luis? Pues mira, aunque me resistía, me negaba, no quería vivir, no tenía para quién ni por qué, pero había que seguir viviendo. Algunas veces veía pasar los trenes cerca del vagón y me daban ganas de tirarme bajo las ruedas y acabar con una vida de desgracias y penalidades. Parecía estar condenada a sufrir y ya estaba cansada. Aguanté todo lo que pude con el poco dinero que dejó Luis y al final me puse a servir. Encontré una casa, pagaban poco y daban mal de comer, pero yo me arreglaba con poca cosa y lo que más necesitaba era olvidar y sentirme rodeada de gente. Para la familia de la casa yo no era más que la criada, pero ellos para mí eran un poco esa familia tranquila y estable que necesitaba y hasta me gustaba el aire de burgueses de medio pelo que se daban y me hacían adoptar a mí.
Me enseñaron a servir la mesa a la inglesa, que es como aquí pero con más tonterías y cuando tenían visitas me tenía que poner la cofia nueva y estar muy tiesa. La verdad es que todo aquello me divertía bastante; poca gente los veía como yo en la intimidad de la casa y los escuchaba discutir sobre la forma de ahorrar y mantener las apariencias.
El marido, hombre corpulento y de buena boca, siempre tenía hambre y se escondía en la cocina a comer lo que encontrara por medio. La señora decía que comer mucho era vulgar y si no a ver como se mantenía la aristocracia tan esbelta y joven, seguro que apenas comían. eso también debía incluir al servicio porque la comida cada vez era más escasa y el hambre más frecuente.
_Sí, yo seguía en el vagoncito. Me ofrecieron una habitación en la casa de los señores, pero no me quedé. Aquello parecía cosa de frailes, las paredes blancas, desnudas y húmedas y un camastro duro para dormir. No me quedé, estaba yo muy a gusto en mi vagoncito para vivir en aquella miseria. El hambre que se pasaba en la casa tuvo la culpa de que cayera de nuevo con otro hombre. Aquel año vino el señorito, bueno, Jaime, vino antes de tiempo, antes de que le dieran las vacaciones. Estudiaba en un colegio de mucho prestigio, al menos eso decía la madre, de donde saldría "hecho un dandy, un caballero de carrera dispuesto a encontrar un buen partido a su altura". Vaya altura, la madre nunca llegó a conocer del todo al hijo, lo tenía demasiado idealizado, demasiado alto y al hijo le gustaba todo lo más bajo que hubiera.
Como venía a reponerse, la madre le daba un poco de jamón y fruta encima de las comidas, pero a él le gustaban los pasteles y entonces entro yo en danza, a cuenta de los dulces. En fechas muy señaladas, la señora me encargaba comprar a una vecina del barrio unos dulces caseros que eran exquisitos y, claro, con el señorito enfermo, los traía con más frecuencia y un día el señorito, Jaime, me dijo que quería conocer a la mujer que era capaz de hacer cosas tan deliciosas. Entonces yo, inocente de mí, me ofrecí a llevarlo a casa de la confitera. Esa tarde me arreglé, hacía tiempo que no me vestía así y esa tarde lo hice. La ropa olía un poco a vieja, a guardada, pero me la puse. Jaime al verme me miró de arriba a abajo y sin decir nada hizo un gesto raro, como de extrañeza al verme así, cuando estaba acostumbrado a verme vestida de criada.
Jaime tomó un taxi que nos dejó en la puerta de la confitera. Primero bajó él y luego me cogió de la mano par ayudarme a bajar. No sabía qué hacer, estaba nerviosa y no quería que él lo notara, pero se había dado cuenta y tal vez se debiera a eso su sonrisa pícara. La confitera, al vernos llegar, no pudo reprimir una elocuente sonrisa de maliciosa complicidad, que tras las presentaciones y la explicación del motivo de nuestra visita no cesó, más bien al contrario, se instaló en su cara como si supiera algo que ni yo misma sospechaba.
Tomamos el café con unos pasteles especialidad de la casa, después unas copitas de anís sirvieron de excusa para la conversación y al final se nos hizo tarde. Al salir a la calle el cielo lucía los jirones de los últimos rayos de sol y Jaime se quedó mirando hacia arriba, me tomó la mano y sin mirarme siquiera dijo algo así: "A esta hora en que algo muere cada día no podemos permanecer impasibles, brindemos por el crepúsculo y volvamos a brindar por el amanecer que lo seguirá tras la larga noche..." Bueno, yo me quedé sin saber qué decir y él me miraba como esperando un repuesta. Recordé la sonrisa de la confitera y de pronto lo comprendí todo de golpe, era la aventura del señorito con la criada viuda, algo muy normal por otra parte, pero que en este caso no era sí, o al menos no había empezado así.
Jaime compró champán y me preguntó dónde quería que tomáramos una copa. Yo no sabía dónde ir, nunca había tomado copas en ningún sitio, no me parecía decente, así que le dije que mi casa estaba cerca de allí. Cuando llegamos ante mi casa, ante mi vagón, Jaime se quedó parado, me miró y, sin decir palabra entró y lo observó todo como el que va a una exposición. De vez en cuando me miraba y movía la cabeza. Al cabo de un rato se sentó, sacó el champán y me pidió unas copas. Le di un par de vasos y él sirvió la bebida. Yo estaba nerviosa, desde hacía mucho tiempo allí no había estado nadie más que yo y Jaime el primer hombre que entraba allí en años. Todo eso me hacía dudar, no sabía qué hacer, quería salir corriendo pero allí estaba a gusto, me sentía bien. Jaime me trataba como a una mujer, no como a la criada. Yo no era vieja y agradecía ciertas cosas después de tantas desgracias.
Acabé sentada junto a Jaime, brindando por el vagón, que según él era perfecto. Decía que le daba a todo un aire de provisionalidad que lo hacía más apasionante. Yo no entendía de esas cosas, pero si él lo decía que era estudiante... En algún momento Jaime me abrazó, mi primera intención fue rechazarlo, pero sus brazos fuertes me lo impidieron y ya todo ocurrió como era de esperar. Jaime despertó en mí la mujer adormecida por penas y miserias y me hizo sentir viva, con ilusión, con deseos, con ganas de vivir, aunque sólo fuera para esperarlo.

Sí, aquello fue el principio de una relación de amantes, parece ser, aunque yo creo que no nos amábamos, sólo nos deseábamos y allí nos saciábamos. Yo agotaba los últimos sorbos de mi juventud y él descorchaba la botella de la vida. Lo pasábamos bien.
Perdona pero a veces no puedo evitarlo, los recuerdos me traicionan y me arrastran con ellos. Con Jaime viví una relación extraña, tal vez porque los dos sabíamos que aquello no conducía a nada, no tenía futuro, sólo se trataba de agotar el presente, de vivir el instante sin más. Yo no esperaba nada de él sólo amabilidad y compañía y él no se sentía comprometido, de forma que éramos lo más libres que podíamos ser.
Su madre se enteró, era inevitable. Montó una escena con desmayo y sales incluidas. Abandoné la casa; recuerdo las palabras de la señora: "Vete desagradecida, pecadora, vete de esta casa donde se te ha querido como a una hija y mira como nos pagas...Vete". Se diría que lo tenía ensayado de lo bien que le salió. En fin, la pobre señora no era mala persona, sólo un poco imbécil.

Sí, a Jaime lo seguí viendo durante casi todo el verano y un día me dijo que se iba a París, a estudiar no sé qué y no lo vi más. Supongo que se habrá casado, tendrá hijos, decía que le gustaban los niños...

Dora empezó a hablar más despacio, como si pensara en voz alta.
_Así que ya ves lo que queda de la amante del tren, una vieja sola, triste y nostálgica. Dejé la casa de Jaime y no trabajé más. tenía unos ahorrillos y un día vino un señor al vagón, decía que era de los trenes y que según no sé qué plan, aquellas vías desaparecerían y tenía que dejar el vagón. ¿Sabes? me dio un poco de vergüenza, yo creía que nadie sabía que vivía allí, pero el señor me explicó que hacía años que lo conocían, pero como no les molestaba, pues me habían dejado.
Una señora de la calle hizo las gestiones y me vine aquí, a esperar el último tren. Quiero que estos últimos años sean tranquilos, sin sufrimientos. Sólo quiero recordar las cosas buenas que tuve en la vida.

Por las tardes pasa un tren cerca y me saluda con un largo pitido, yo le contesto bajito y empiezo a pensar que estoy en mi vagón con Luis, o con Jaime y lo pasamos bien. Sólo cuando estoy de mal humor pienso en "el gavilán" pero ya está todo tan lejos, están todos tan lejos que a veces me cuesta recordar sus caras.

No sé qué más contarte, estoy cansada y el tren está a punto de pasar, para entonces prefiero estar sola. Ayer regañé con Luis y hoy tenemos que hacer las paces.

Dora se ponía bien el pelo y la falda y en un espejito de bolsillo se miraba al tiempo que hablaba sola, entre dientes, como ensayando lo que luego le fuera a decir a Luis.