2/01/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA autor(Oriundo)

VIII

Con lo puesto, creo haberlo dicho ya, salimos Gunilda y yo de Itálica camino de Mons Auriorum, y gran parte del camino lo hicimos en silencio. Podíamos haber tomado la vía que nos llevaría hasta Hispalis, pero aquellas rutas estaban muy frecuentadas esos días y, por alguna razón que nunca alcancé a entender muy bien, Gunilda prefería los caminos más tranquilos y menos utilizados, y eso hicimos, aún sabiendo que nos retardaría y haría más duro y pesado el viaje.
Ella desconocía mi condición de inmortal, y desistí de hacérsela saber por temor a asustarla o a que no lo entendiera, cosa que hubiera sido lo más normal, ya que ni yo muchas veces entiendo por qué yo, por qué a mí. Posiblemente muchos darían algo valioso por poseer esta facultad y vivir eternamente rodeados de dichas y placeres, pero lo que ignoran es que la propia vida se encargaría de que no fuera así y lo iría haciendo pasar por todas las vicisitudes imaginables, hasta en algún momento hacerlo desear la muerte y acabar con todo para siempre.
No sé si es cuestión de ánimo o de asumir las cosas como son, pero creo haber llegado a un punto en que lo voy aceptando todo tal como viene, procurando implicarme lo justo que requiera la ocasión y manteniendo, mientras sea posible, una distancia de seguridad para mis sentimientos, y puedo asegurar que no es fácil.
Pensé hablarle a Gunilda de Mons Auriorum, pero vi que tal vez fuera mejor no hacerlo, ya que no sabía lo que encontraría allí después de tanto tiempo, y menos mal que no lo hice, porque de la Mons que yo dejé apenas quedaba nada. Las guerras la habían asolado, los campos estaban abandonados y las minas hacía mucho tiempo que no se explotaban. Los jóvenes que se habían salvado de las glebas y las guerras habían acabado emigrando en busca de un mejor futuro, así que solamente quedaban algunos viejos que, más que vivir, vegetaban al tibio sol de la sierra.
No hizo falta que ella dijera nada para que yo supiera que no quería quedarse allí, me bastó con ver su cara, su expresión de tristeza y melancolía, para que siguiéramos camino adelante, sin saber adonde ni con que rumbo, pero adelante hasta que paramos y pensamos qué hacer. Gunilda sugirió que fuéramos a Hispalis, era una gran ciudad y pasaríamos desapercibidos en ella y, además, podríamos buscar trabajo y subsistir hasta que las cosas fueran cambiando, no sabíamos en que forma lo harían, pero deseábamos que cambiaran pronto.
Con esos pensamientos, teñidos de derrota y cansancio, volvimos por nuestros pasos camino de Hispalis y la noche se nos echó encima pronto, así que buscamos refugio en las primeras casas de un pueblo que encontramos en el camino, allí descansamos un poco y comimos algo de lo poco que nos quedaba en el zurrón.
Amaneció y vimos que estábamos en los arrabales de un pequeño pueblo del que no sabíamos ni el nombre, así que nos encaminamos hacia el núcleo de casas del mismo, a ver que nos deparaba la Fortuna, y por una vez, esa diosa que tan esquiva se estaba mostrando con nosotros, nos bendijo haciéndonos llegar a un lugar muy tranquilo donde las gentes eran afables y sencillas, y como tales, ajenas a guerras e intereses dinásticos o de otra índole que no fueran arrancarle a la tierra sus parcos frutos y cuidar el ganado como una de sus posesiones más queridas y preciadas.
La cercanía, y la similitud del terreno, me recordaban poderosamente mis días en Mons Auriorum, cuando en compañía de Marco Baebio me dediqué a criar cerdos y cuidar ovejas, y tengo que reconocer que esos días figuran entre los más gratos para mi recuerdo.
Aquel pueblo era Hinojales, y hasta entonces jamás había oído hablar de él ni conocía nada de su existencia y costumbres, pero no tardé en adaptarme al lugar y a sus gentes, y a ello me ayudo principalmente el trabajo que me fue encomendado, que no era otro que cuidar, otra vez, de cerdos, alimentarlos, vigilarlos, matarlos cuando era el tiempo y controlar las carnes que se guardaban en los secaderos. A todos sorprendió mi experiencia en aquellos menesteres para la edad que aparentaba, pero como era natural no me iba a poner a darles explicaciones sobre mi inmortalidad y demás particularidades, cosa que, por otra parte, posiblemente me hubiera acarreado más problemas que beneficios.
Como quiera que fuera, me vi de porquero cualificado y muy apreciado por los dueños de los cerdos, porque los guarros eran de la dua, es decir, de todo el pueblo, y yo era el encargado y responsable de su número, salud e integridad. El cargo me valió para conocer, aparte de a cada cerdo por su nombre, a los dueños de cada uno, y no tardé en hacerme querer y era constantemente invitado a las casas para contar mis historias y vivencias, cosa que me sorprendió pero luego entendí: aquellas sencillas gentes apenas sabían nada de lo que había más allá de las tapias del pueblo, y yo los deslumbraba con mis historias de Roma y los banquetes de Itálica, las bacanales de los patricios y las hecatombes a los dioses en las que se sacrificaban más cabezas de ganado de las que había en total en el pueblo.
Con el tiempo ideé una suerte de juego que divertía mucho a todos, tanto que por las tardes se congregaban a la entrada del poblado para verme llegar con la piara de puercos. El juego consistía en hacer que cada cerdo fuera solo desde la embocadura de su calle hasta su casa, y no me costó conseguirlo ya que fueron ellos mismos los que me hicieron observar que sabían cada cual donde vivía una vez entrados en sus calles, y además de todo conseguí ahorrarme parte de la caminata al no tener que ir casa por casa ni al llevarlos ni al recogerlos.
Otra cosa que aprendí a observar fue de qué lado se echaba cada uno y saber así cual sería su pata más sabrosa en función de la grasa que acumulaba en cada extremidad.
Siempre he pensado que el cerdo es un animal condenado a un destino impuesto por el hombre, ya que tiene gran memoria y no poca inteligencia, y sobre sus costumbres higiénicas somos nosotros más culpables que él, ya que no le dejamos alternativa.
Las buenas relaciones con las gentes fueron muy beneficiosas a Gunilda, que no tardó en integrarse en el pueblo donde enseñó muchas de las cosas que ella sabía, como labores y trabajos de la casa, sin olvidar la cocina y la repostería. Allí habían conocido a otra de su misma procedencia y todos hablaban de ella con mucho respeto, casi con veneración, la llamaban Basilia y su vida había pasado a formar parte de las leyendas del pueblo. Algunas veces íbamos a ver su tumba sobre la que había una lápida con su nombre y un epitafio, y cuando estábamos allí permanecíamos en silencio, recogidos, creo que entre ellos había algunos cristianos practicantes que rezaban con devoción y emoción, los demás nos limitábamos a permanecer en respetuoso silencio y quizás alguno dedicara esos momentos a pensar en sus antepasados, en cualquier cosa, porque yo apenas recordaba a los míos.
Sin darnos cuenta, empezamos a medir el tiempo por estaciones, quizás contagiados por las gentes del pueblo, quizás dejándonos llevar por la placidez de los días y la vida allí; cuando me quise dar cuenta, gozaba de una gran consideración entre sus gentes, ya que me tenían por un personaje que, lo mismo los enseñaba a leer y escribir, que les curaba las cosas de poca importancia con mis conocimientos de yerbas. Pero Gunilda no era feliz y nunca supe por qué, sus males no eran físicos, de eso podía estar seguro porque ella no se negó a ninguno de mis tratamientos a base de purgantes emplastos y sangrías; siempre sospeché que su mal era la melancolía, y ese no tiene cura, al menos que yo conociera entonces. Quizás un hijo hubiera llenado ese hueco que parecía tener en su interior y que día a día parecía agrandarse ayudado por la tristeza y la soledad.
Creo que el principal problema de Gunilda era el desarraigo, y auque todos los que la rodeábamos tratábamos de hacerle la vida lo más grata posible y distraerla constantemente, nada podía suplir a su familia y su vida pasada, todo el mundo que había quedado atrás y del que tan bruscamente yo la había arrancado. Reconozco que algunas veces me sentía culpable de su estado, bien por lo dicho anteriormente, el haberla sacado de su sitio de la noche a la mañana, bien por no encontrar la forma de remediarlo, a pesar de emplear todas las tácticas y argumentos a mi alcance.
Ya fuera por una cosa o por otra, Gunilda languidecía a ojos vista, y en el fondo de mi corazón yo sabía a qué era debido: a mi destino de solitario, maldito destino que me permitía relacionarme y vivir con personas de las que luego me tenía que separar mediante el doloroso trance de la muerte.
Llegó el invierno y este venía duro de fríos y aguas. Ni los más viejos del lugar recordaban el río helado, y ese año se heló y permaneció así varios días. Las ventiscas hacían imposible salir al campo, el ganado estaba pasando hambre y la lluvia y el granizo arrasaron todo lo que había en la tierra. Gunilda no fue ajena a todas estas catástrofes y enfermó, pero al enfermar su cara, triste y ausente normalmente, cobró una extraña expresión de dulzura. Nunca lo dijo, ni siquiera a mí, pero creo que estaba deseando morir y sabía que la fiebre y la enfermedad serían sus mejores aliados.
Un día, poco antes del final, le pregunté si no sentía dejarme solo otra vez, y me respondió, con una extraña lucidez, que yo nunca estaba solo ni lo estaría jamás, y que si por algo sentía irse, era por no poder agradecerme bastante lo que había hecho por ella. A los pocos días empeoró y a partir de ahí se fue consumiendo mientras el corazón tuvo fuerzas para sostenerla con vida.

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