1/17/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA autor(Oriundo)

VII
Reconozco que llegada la hora de partir de Itálica, lo hice con menos pena de la que pensaba, tal vez se debiera a que me estaba acostumbrando a esos cambios tan radicales y profundos, a cambiar de mundo y, en muchos casos, de nombre, en ese continuo adaptarme a lo que fuera viniendo. También es cierto que no iba solo y eso quizás endulzara un poco la amargura de la despedida. Había conocido meses antes a una joven, Gunilda, y decidí ayudarla a salir del trance en que se encontraba.
Gunilda era sobrina de la mujer de Hermenegildo y acompañó a aquella en su huida a Córdoba, pero viendo el cariz que tomaban las cosas, se refugió en Itálica, donde nos conocimos; al morir Hermenegildo y desaparecer su tía, se quedó sola, entonces decidí ayudarla, quizá al ver su desamparo acostumbrada a servidumbre y damas de compañía, a hayas y criadas, y ahora tener que esconderse por temor a las represalias de los partidarios de Leovigildo y no tener casi para comer ni un techo donde guarnecerse.
Ella, agradecida, pensó que la única manera de corresponder a lo que hacía por ella, era cuidarme a su vez y atenderme, y claro, acabamos como teníamos que acabar, ella joven y hermosa, de cuidados modales y refinada educación, y yo un eterno solitario, nunca mejor dicho, al que no amargaba un dulce, así que salimos de Itálica casi con lo puesto. Sólo yo sabía cuantas cosas dejaba atrás, y ella, lo que quería principalmente, era eso, dejar atrás todos los sinsabores y las penas que la ambición y las intrigas la habían hecho pasar.
Y para que todo fuera más nuevo, decidimos que yo estrenara nombre, porque la verdad era que ya no podía ir por el mundo llamándome como un romano, cuando los romanos ya casi no eran más que un recuerdo para los más viejos del lugar, así que dejé de llamarme Ido Bebio Gallo y pasé a ser Idorico, que era por el nombre que me conocía Gunilda, y no era más que una transformación de mi nombre.
Aunque parezca ridículo en mi condición, le cojo apego a los sitios y a las cosas, y la noche antes de salir de Itálica la pasamos Gunilda y yo pensativos y silenciosos. Ella no era consciente de lo que quedaba tras de mí, pero yo sí que sabía que para ella era empezar totalmente de nuevo, en un nuevo mundo desconocido y posiblemente hostil para dos recién llegados.
No sabría decir por qué, pero de todos mis recuerdos de Itálica, sobresalía uno por encima de todos: la infancia del emperador Trajano por las calles de aquel pueblo de Hispalis; su padre, Marco Trajano, había nacido en Itálica, y su familia estaba arraigada en la península, además, fue gobernador de la Bética, y considerado uno de los más brillantes hombres en tiempos de Vespasiano, pero nada de esto influyó en el carácter del pequeño y joven Marco Ulpio Trajano, que siempre tuvo tendencia a la vida al aire libre y los ejercicios encaminados a desarrollar el cuerpo y engrandecer el espíritu.
De fuerte carácter, era muy difícil disuadirlo una vez que había tomado una decisión, por descabellada que pudiera parecer, así que había que esperar que lograra su deseo o se estrellara con él ante la imposibilidad de realizarlo.
Dado su nivel social no le faltaban mentores de la más reputada experiencia, pero por alguna razón que nuca entendí, prefería mi compañía a la de ellos; un día le pregunté por qué hacía eso y me sorprendió al responder que yo sabía más que todos ellos y le enseñaba cosas que los demás ni mencionaban.
También era verdad que sus preguntas, al menos las que me hacía a mí, no eran las más frecuentes para su edad y sus circunstancias, pero, precoz en todo, no tardó en querer saber demasiado sobre el mundo, el demonio y la carne, como dirían más tarde los cristianos, y ahí me hacía nadar entre las dos aguas de la picardía y la discreción, pero siempre sacaba más información de la que yo quería y debía darle.
También era muy persuasivo, y cuando se le metía algo en la cabeza no había forma de disuadirlo. Un día se enteró que las jóvenes de cierto barrio de la ciudad, de dudosa reputación, iban a bañarse a un río cercano y no hubo manera de convencerlo que no debía ir a espiarlas, así que allí, escondidos entre eneas y juncias pasamos toda la tarde viendo como aquellas chiquillas retozaban desnudas en las orillas del río. La vuelta a casa la hizo muy serio, pensativo y ensimismado, y no tardó en pedirme que lo acompañara una noche al barrio de donde procedían las jóvenes.
Como era natural no pude negarme por más que intenté convencerlo con todos los razonamientos a mi alcance; lo que no le dije fue que aquella tarde en el río había descubierto el sexo como algo posible y cercano, no como algo etéreo e ideal, que era como lo retrataban los poetas y autores de teatro.
Unos días después me las arreglé como pude y le concerté una cita con una joven de confianza y muy discreta, ya que por nada del mundo podía trascender que el hijo de Marco Trajano iba de putas, y menos con un plebeyo como yo, así que cuando todo estuvo dispuesto nos presentamos los dos en la casa preparada a tal fin, que por supuesto estaba fuera del barrio donde solían trabajar ellas.
Suponiendo que era virgen, aleccioné a la chica sobre el modo en que debía comportarse, cosa que no hizo falta dada la experiencia de ella, que en el terreno de las confidencias me confesó que la mayoría de los jóvenes lo eran cuando llegaban allí aunque trataran de aparentar otra cosa muy diferente, pero ella sabía como hacerles sentir y sentirse, y al final salían de allí como los más experimentados amantes.
Algo así debió ocurrir con el joven Trajano, que cuando salió parecía estar flotando y no paraba de susurrar el nombre de ella, que por supuesto era falso y era parte del plan, pues sólo faltaba que se hubiera enamorado de aquella desdichada y, con lo cabezota que era, se hubiera empeñado en casarse con ella.
Poco después ingresó en el ejército y todas nuestras historias no serían más que parte de sus más agradables recuerdos, supongo, y así me lo hizo saber en algunas cartas que me escribió, pero después dejé de saber de él hasta que su nombre llegó acompañado de triunfos y laureles. Muy pronto participo en misiones dentro de Hispania, así como en Siria y Germanía durante los gobiernos de Tito y Domiciano, pero en el 91 fue elegido cónsul y años después el emperador Nerva lo adoptó y asoció al imperio, siendo nombrado emperador a la muerte de aquel.
Durante muchos años seguí sus triunfos alegrándome de ellos, ya en el terreno bélico, ya en el de los juegos o en el de la organización. Con los cristianos se mostró intransigente, pero no los persiguió como hicieron otros emperadores, quizás porque en el fondo, su espíritu abierto y comprensivo le decía que no era justo perseguir a nadie por sus creencias.
Después supe que había emprendido campañas en Asia contra los partos, desembarcó en Siria, anexionó Armenia y el norte de Mesopotamia al imperio, conquistó Ctesifonte y avanzó hasta el golfo Pérsico. Poco después enfermó y murió en Selinonte una mañana de Agosto del 117, y podría asegurar que esa misma mañana una bandada de cuervos estuvo revoloteando sobre el patio de casa.
Como ya dije, seguí toda su carrera de emperador y soldado, pero siempre que pensaba en él no podía hacerlo de otra forma que no fuera recordándolo tal como era de joven, con esa mezcla de atolondramiento y picardía que da la adolescencia, y siempre preguntándome cosas que algunas veces no sabía cómo responder.

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