Capitulo X
Una mañana, muy temprano, como si quisiera que no me viera nadie, salí de Hinojales camino de Mons Auriorum. No tomé vía ni camino conocido, sino que lo emprendí a campo traviesa y muy despacio, como si quisiera empaparme de todo aquello que me rodeaba, de unas casas, unos montes y unos olivos que me habían sido familiares durante tanto tiempo. Posiblemente me hubiera sentado bajo la mayoría de ellos mientras el ganado pacía, seguramente había apañado aceitunas de casi todos aquellos olivos, y más de una vez me habría sentado bajo ellos para coger resuello después de toda una mañana bajo el duro sol preparando la tierra para la siguiente labor.
De pronto sonó una tórtola y me quedé parado, su arrullo y su aleteo me llevaron a otro espacio y otro tiempo. Esperé hasta que el sonido del ave se confundió con la brisa en los olivos y proseguí mi camino sintiendo el olor del campo, el aroma resinoso de las jaras, el almizclado de las ovejas, el punzante de las cercanas porquerizas donde los guarros nerviosos se agitaban esperando salir a hozar en la fresca tierra.
Entonces tenía la extraña sensación como de estar despidiéndome de todo aquello para siempre. Como si de alguna manera supiera que nunca más volvería por allí. El sol subía implacable en el cielo y decidí parar para reponer fuerzas, me senté bajo un chaparro y saqué del zurrón el corcho en cuyo interior venían unos trozos de chorizo y un poco de queso, corté un trozo de pan y poniéndolos sobre él, los fui cortando con la navaja al mismo ritmo lento que los iba comiendo, saboreándolos. Entre medias, un trago de vino ayudaba a bajar el alimento.
Por un instante tuve la extraña sensación de ser libre, pero libre de una manera que nunca había experimentado, como si no necesitara nada más que aquella hogaza de pan y poco más para vivir allí siendo parte de lo que me rodeaba.
Los días eran cortos y me esperaba otra buena caminata antes de que cayera la noche, así que no podía perder más tiempo, me puse en camino de nuevo sin detenerme ya que no podía demorarme si quería pasar la noche en un pueblo que había a mitad de camino donde esperaba que hubiera posada, o al menos un sitio donde descansar y recuperara las fuerzas para el día siguiente en que llegaría a Mons Auriorum, y ello me hacía sentir una irreprimible ansiedad y un nerviosismo que llegaban a angustiarme, en parte por lo que esperaba encontrar y en parte por lo que temía no hallar.
Apenas despuntó el sol tras los cerros, emprendí la marcha. De nada me hubiera servido seguir acostado ya que hacía horas que estaba desvelado y me debatía entre el ansia por salir y la necesidad de descansar.
Ya nada me detendría hasta llegar a mi querido Mons Auriorum, y creo que hasta aceleraba el paso conforme sabía que estaba cada vez más cerca. Por el camino me cruzaba con campesinos que me miraban de forma extraña al verme ir tan veloz y como si estuviera asustado, pero no podía pararme con ellos, como se solía hacer, y cambiar impresiones sobre el destino y la procedencia de cada cual.
Ya debía estar muy cerca, el sol casi en lo alto daba fe del tiempo transcurrido y esperaba que de un momento a otro apareciera tras un monte la conocida y querida silueta de mi pueblo, pero no fue así y el descubrimiento hizo que me parara durante unos instantes hasta estar seguro de no haberme equivocado de camino.
No me había equivocado, estaba ante los restos de Mons Auriorum, pero en uno de los cerros que lo dominaban estaban construyendo un castillo, a juzgar por la enorme estructura de andamios y el número de gentes que pululaban alrededor llevando y trayendo cosas, espuertas de piedras, cubas de argamasa, maderos y todo lo necesario para la construcción.
Dudé por un momento si acercarme ante el temor de no saber como sería recibido, pero finalmente decidí hacerlo, no creí despertar temor ni sospechas con mi zurrón y mi sencillo aspecto, que si bien tiraba a pobre, no llegaba a parecer de mendigo, y mucho menos de ladrón de caminos.
Rodeé toda aquella zona y busqué los restos del pasado. Apenas quedaban más que unas losas en las calles y los pilares de algunas casas, todo lo demás había sido destruido, en unos casos como consecuencia de guerras y batallas, y de ello daban fe los restos de incendios y lo destrozado que estaba todo; en otros casos se veía el método ordenado de haber quitado sillares y columnas para aprovecharlos en nuevas construcciones.
Estaba claro que allí no quedaba nada ni nadie que tuviera que ver con mi pasado, y no sabía si alegrarme o entristecerme por ello, porque a veces el pasado pesa demasiado y es mejor empezar de nuevo ligero de equipaje, sin estar constantemente mirando hacia atrás, pero no por ello olvidaría tantas cosas y tantas gentes como habían quedado para siempre en mi recuerdo entre aquellas vacías y desoladas ruinas.
Yo sabía que los árabes estaban construyendo castillos en todas las poblaciones fronterizas o susceptibles de ser atacadas, y para ello aprovechaban los cerros más prominentes desde los cuales se divisaran grandes extensiones de tierras, así como las principales entradas y salidas de gentes y carruajes.
Las costas de estos castillos corrían a cargo de los campesinos, que según los árabes eran los principales beneficiarios de la paz y la seguridad que procuraban, y la milicia que los defendía solía ser reclutada entre las gentes de los pueblos, que también podían librarse de ello pagando un impuesto especial, pero eso sólo estaba al alcance de los pudientes, con lo que el ejercito empezó a poblarse de pobres y desarraigados; esto puede que fuera nuevo, pero se convertiría en costumbre muy al uso en el futuro.
Tengo que decir que mi Mons Auriorum se había convertido en Azinhasola, nombre que con el tiempo derivaría al actual: Encinasola
Conseguí trabajo en el castillo, al principio de alarife, pero enseguida, mis conocimientos de matemáticas y latín me valieron un puesto mejor, con lo que me convertí en capataz de confianza de los constructores. El castillo que estábamos construyendo tenía paredes y murallas de cuatro varas de espesor y contaba entre quince o veinte torreones de mucha mayor anchura, que avanzando desde las murallas hacían más fácil la defensa del recinto.
Tenía la fortaleza doce varas de altura y, para dificultar su acceso, se hizo un camino cubierto al que se accedía por un terraplén hasta la puerta principal del castillo, que daba al este. Estaba dicha puerta coronada por una bóveda sobre la que destacaba una barbacana, dejando abajo un espacio de dieciséis varas cuadradas. Había otra barbacana que miraba al norte.
En el interior del castillo había tres escaleras, dos de ellas daban acceso a la plataforma superior y la otra estaba en el último lienzo de la muralla. El castillo ocupaba una extensión como de cien pasos de largo por ochenta de ancho. Dentro se construyeron también una noria y una cisterna, así como casas para vivir en su interior.
La estructura del castillo se completó con varías bóvedas y murallones que acabaron dándole una altura que permitía ver más de veinticinco leguas de tierras de Portugal, y en su parte más alta le emplazaron dos cañones para su defensa.
Este castillo, junto con el de Aroche y Fregenal, formaría parte de lo que se llamó la “Banda Gallega” de defensa frente a Portugal.
Conforme crecía el castillo iba atrayendo a más gentes, ya para mercadear, ya buscando la seguridad de sus murallas y lo cierto era que aquella aldea que renació a la sombra de sus tapias se fue extendiendo a lo largo de los caminos que llegaban de Portugal, de Fregenal, de Jerez de los Caballeros o de Cumbres de San Bartolomé y se podía ver como crecía y cada vez había más gentes y más vida en ella, pero la tormenta de las guerras no dejaba de hacerse oír en el horizonte, y a veces los truenos resonaban demasiado cerca debido a las luchas internas y las rebeliones beréberes que azotaban la zona constantemente desestabilizándola e impidiendo que se asentara la población de una vez y se dedicara a sus tierras y su ganado.
Dice un viejo refrán: a perro flaco todo pulgas, y eso nos ocurrió para colmo de nuestras desdichas, que Abderramán necesitaba tierras y obligó a capitular a los cristianos de Sevilla y Portugal, así que las tierras que se habían conseguido poner en cultivo después de tanto abandono motivado por las guerras, ahora eran reclamadas por el moro para recaudar más impuestos y ganar más dinero, tal vez para la que se le venía encima, pues al parecer, por el norte los cristianos habían empezado a reconquistar y habían recuperado León y Astorga.
Las luchas mantenidas por los moros dieron como consecuencia que los dueños de grandes territorios en Al-andalus se hicieran muy fuertes y poderosos, lo que los llevó a erigirse en señores feudales en competencia con el poder central de Córdoba llegando incluso a intentar movimientos autonomistas que fracasaron al querer tomar la capital de emirato.
La reacción de Abderramán no se hizo esperar acabando con los señores feudales y poniendo orden en el territorio. Si el clima nunca fue nuestro aliado, ahora se convirtió en nuestro enemigo trayendo, primero, una pertinaz sequía cuyas consecuencias no se hicieron esperar al estar el campo agostado y morir gran parte del ganado por falta de pastos con que alimentarse.
Las gentes no serían las mismas, las costumbres habían cambiado al igual que los dioses y las lenguas, pero si algo había permanecido allí de la antigua Lacimurga y de la más moderna Mons Auriorum, fue el afán de supervivencia aún en las condiciones más duras y precarias, el saber reducir las necesidades hasta las más básicas y primordiales y así poder aguantar el periodo de hambruna que siguió a la sequía.
Por aquellos días llegaron noticias de la rendición de Badajoz y el Algarve, pero creo que no estaba el pueblo para alegrías guerreras, y menos estando seguro de que la reacción no se haría esperar de parte de los moros, así que seguíamos en medio de aquella especie de tempestad donde si no nos venía de un lado, nos venía de otro, y en algunos casos, de los dos cogiéndonos en medio y zarandeándonos en nuestra estabilidad y la paz de las familias.
En todo este panorama no nos quedaba más remedio que sobrevivir, las obras del castillo iban dando fin y yo tenía que buscarme un nuevo medio de vida y un sitio donde quedarme, porque hasta entonces había vivido en el castillo, a pie de obra que dirían después para estos casos. El medio de vida no me preocupaba, conocía aquellos cerros como la palma de mi mano y sabía muy bien lo que podía encontrar en ellos y lo que podría cultivar si me dedicaba a eso.
La vivienda tampoco me preocupaba demasiado, con tal que me protegiera del frío y del agua, lo demás no me importaba, y por otra parte, cuanto más humildad se mostrara mejor para escamotear impuestos a los siempre ávidos recaudadores, que guiados por la vista, pretendían cobrar a tenor del confort y boato que veían en las casas, por más escasas que ambas cosas fueran entonces. Tenían otros baremos que no dejaban de ser ridículos, pero a ellos les servían de excusa para cobrar, por ejemplo, el número de candiles que veían, o los cantaros que se tenían al uso y, por supuesto, la cantidad de bestias de carga que veían en las cuadras.
Una tarde, sin saber muy bien por qué, salí castillo abajo y, dejando uno de los manantiales de que se surtía el pueblo a la derecha, me dirigí a un sitio que no sabía si encontraría, pero algo extraño me llevaba allí, guiaba mis pasos sin dilación. Mi destino era aquel túmulo que mucho tiempo atrás había contenido el cuerpo del hijo del hombre principal de la pequeña tribu en la que yo vivía, y allí llegué. El paraje conservaba un aire extraño, casi místico, el túmulo estaba casi cubierto de maleza, pero intacto; seguro que quienes pasaran ante él no se darían cuenta de que aquello no era una prominencia natural del terreno y tal vez a ello se debiera el hecho de que permaneciera igual después de tanto tiempo.
Me senté al lado de aquellas piedras y dejé volar mis recuerdos hasta el aciago día en que sepultaron allí al infortunado joven. Me costaba creer que hubiera pasado tanto tiempo contado según los mortales, pero para mí no había que dar más que unos saltos, enormes, eso sí, para situarme en aquel tiempo y aquel espacio. Cuánto había llovido desde entonces, cuantas gentes habían pasado por mi vida y cuantas cosas habían ocurrido. Cuántos dioses habían ido siendo reemplazados por otros, por supuesto siempre auténticos, únicos y verdaderos. Cuánto habían cambiado las maneras de enterrar a las gentes, los moros ponían a sus difuntos mirando a la Meca, el lugar sagrado para ellos, pero siempre ese último tránsito estaba rodeado de miedo, misticismo y oraciones.
El aleteo de unos pájaros me sacó de mis pensamientos y tomé el camino de vuelta antes de que se hiciera más oscuro, pero por todo él no pude dejar de pensar en muchas cosas relacionadas con la tribu que había vivido allí y con la que compartí unos años de mi vida.
Luego supe por las gentes del lugar que aquel sitio inspiraba miedo a todos, le llamaban la peña de los cuervos debido a que siempre había una bandada de aquellos merodeando por allí, y los cuervos era pájaros de mal agüero para muchos. Si hubieran sabido que era aquella peña y les hubiera contado alguna historia aderezada con un poco de imaginación, seguro que hubieran temido mucho más.
Otra tarde visité el arco que habían dedicado a Trajano para celebrar su paso por allí. Estaba muy deteriorado y abandonado, su mármol, que debió ser blanco y de hermosa talla, estaba cubierto de verdín y desgastado por las aguas y el mal trato.
La gente del pueblo, que lo habría visto siempre así, en ese estado, lo consideraría lo más normal del mundo, y realmente lo era, como lo es el paso del tiempo por las cosas, pero yo, que tampoco lo conocí recién hecho, imaginaba como debía haber sido, espléndido, esbelto... aún se podían leer algunas de sus inscripciones: “A Marco Ulpio Trajano, nacido en Itálica y emperador de Roma...”
En casos como este no podía impedir dejarme llevar por los sentimientos y pensar en todas las gentes que iban quedando atrás y el sufrimiento de irlas dejando, pero lo peor era el convencimiento de que toda mi vida sería así, conociendo gentes, tomándoles afecto, queriéndolas y luego ir viendo como iban desapareciendo unas tras otras dejándome solo en el camino sin final de mi vida.
Muchas veces, como tratando de protegerme, he intentado mantener cierta distancia con las gentes, no conocerlas demasiado, no saber de sus vidas, no interesarme por ellas, pero es imposible, son muchas las gentes que veo, que trato, que conozco, y la mayoría me necesitan a mí más que yo a ellas y no me sé negar a ayudarles, con lo que acabo conociéndolos y, al final, sufriendo con ellos y por ellos.
A pesar de todo, la vida empezaba a ser monótona, y eso era señal de adaptación y superación de las primeras dificultades, y la verdad era que no vivíamos mal allá, si exceptuamos algún sobresalto, ya de un bando ya de otro. La vida giraba en torno al campo y sus faenas debido a que la economía era eminentemente agrícola y, pese a que las tierras no eran de calidad, ni cómodas para su labranza, se les sacaba todo el fruto posible.
Con todo, la mayor parte del trabajo se centraba en los olivos y las encinas, y a ellos dedicábamos la mayor parte del tiempo, ya recolectado aceitunas, ya podando, cortando el corcho o haciendo picón y carbón cuando era el momento.
El cerdo, por motivos sociorreligiosos, había pasado a segundo orden, pero los no creyentes en Alá seguíamos con nuestros puercos y nuestras chacinas que, aparte del consumo privado, venían muy bien a la hora de cambiarlas por otras cosas necesarias para la subsistencia.
El protagonismo lo había acaparado la cabaña ovina debido a que el cordero era preferido por los musulmanes y permitido por su religión, de forma que tanto la elaboración de quesos, como todo lo derivado de la lana, cobraron gran importancia para nuestras economías.
Como ayuda tampoco venía mal la recolección de plantas silvestres muy valoradas para la confección de platos y conservas ricas en especias, así se cogía el tomillo y el orégano, la albahaca y el poleo, el laurel, el anís estrellado, la tila, la hierba luisa y otras muchas usadas para medicinas y emplastos, como la malva. Tampoco faltaban otras plantas más peligrosas, pero la recolección de esas estaba encomendada a los expertos que las conocían bien, a ellas y a sus consecuencias.
La caza también ayudaba, ya que era muy solicitada en las ciudades y se pagaba bien una buena liebre o un buen conejo, sin menospreciar la perdiz o la tórtola. Las pieles eran curtidas y dadas a su vez a los buhoneros que venían de vez en cuando cambiando unas cosas por otras, o vendiéndolas si era el caso.
El pescado era más bien escaso, sobre todo el fresco, pero en salazón llegaba algo y era apreciado por su sabor y alimento, aunque normalmente no estaba al alcance de todos los bolsillos.
El animal de carga más corriente era la mula, resistente y dura y con pocas necesidades. Los caballos quedaban reservados a los que tenían más dinero y al ejército, que además se encargaba de cuidar la raza y como tenía los mejores sementales, hacía la remonta.
Con todo, había épocas en que algunos tenían que irse a las minas de alumbre de Niebla y sacar algo para salir adelante.
Aunque no se vivía mal del todo, la vida media era corta, entre los veintiséis y los treinta años, y la mayoría tenían padecimientos de la vista, aunque lo que hacía estragos eran las afecciones bucales y sus consecuencias en el resto del organismo. Todo esto quizá fuera debido a la calidad del agua, así como a una carencia alimenticia de calcio y ciertas vitaminas.
Los moros tenían grandes médicos que, de vez en cuando, pasaban por el pueblo y lo mismo sacaban muelas que curaban flemones, o mandaban emplastos y tratamientos para los ojos, o quitaban verrugas, hernias y demás males de poca importancia.
Siempre gocé de buena salud, también es verdad que me cuidaba bastante procurando que mi alimentación fuera austera y sana, rica en vegetales y sin abusar de grasas y conservas. Había dos platos que gozaban, y siguen gozando, de mi predilección, los gurumelos y las migas, y los como cada vez que puedo, pero sin abusar de ellos.
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