respirar. El campo desprendía una flama que en la distancia lo hacía temblar y ondularse y las cigarras eran las únicas supervivientes en esas horas de siestas y solanas. Una polvareda lejana delataba a algún coche que se dirigía al río Múrtigas para aliviar los sudores y refrescarse en las oscuras y profundas aguas de alguna charca.
En Agosto llegaban las gentes de vacaciones y las noches del pueblo se iban animando de público y música en los bares. Las terrazas permanecían abiertas hasta altas horas de la madrugada y las conversaciones se poblaban de acentos nuevos de gentes que, o bien habían nacidos fuera en los primeros años de la emigración, o se les habían pegado los dejes y costumbres de los sitios en los que trabajaban y ahora ponían un toque cosmopolita en el, a veces, monótono ambiente del pueblo.
Las gentes, al menos los que no trabajaban, se levantaban tarde y se dedicaban a hacer una ruta del copeo y el tapeo que terminaba a la hora de la comida y con unas copitas de más encima, cosa que propiciaba una dulce y reparadora siesta, estando a continuación preparados para reanudar por la tarde, con la fresca, la ruta de la cerveza y el tapeo hasta la hora de la cena.
Victorio en ese tiempo salía poco o lo hacía cuando menos gentes había por la calle, parecía molestarle tanto tráfico de coches y personas por el pueblo y después del té en casa de Arturo por la mañana, cuando el sol empezaba a apretar, ya estaba de vuelta de su paseo por el campo con la escopeta al hombro, ya había bebido en el pilar y ahora se recogía en casa, se ponía fresco y ya no salía más en todo el día a menos que tuviera algo importante que hacer por la calle. A veces miraba a Cecilia y la encontraba extraña, él lo achacaba a que no hubiera querido hablar con Fermín, pero ya se le pasaría. Macedonia también estaba rara, debía ser el calor y lo avanzado de su estado. Sólo quería estar sola y tumbada en la sombra de la alcoba o bajo la higuera del corral y es que Macedonia, aparte de la carga de su embarazo, llevaba el secreto y la preocupación del de Cecilia. Aquello explotaría el día menos pensado y no sabía qué podría pasar. Victorio tenía mucho genio y era capaz de cualquier cosa. Ella quería hablar con él, decírselo, pero no sabía cómo, no encontraba la forma de iniciar la conversación y mucho menos de conducirla hasta el punto en que pudiera decirle que su hija esperaba un hijo de Fermín. Se estaba volviendo loca y no sabía cómo salir de todo ese problema.
Esa noche no cesó el calor, era como de tormenta. Los perros aullaban a lo lejos y las gentes pasaban la noche en la calle, hablando, paseando, haciendo cualquier cosa antes de meterse en casa.
En casa de Tempraneras nadie pegaba un ojo, Victorio se secaba el sudor sentado en filo de la cama, mirando como Macedonia trataba de dormir bañada en sudor y dando tiritones, como agitada por escalofrío o pesadillas que la hacían moverse constantemente. Cecilia, en la habitación de al lado, también daba vueltas en la cama y suspiraba de una forma nerviosa y contraída, como cuando el aire no llega a abajo del todo en los pulmones.
La campana de la torre, ajena a todo lo que ocurría a nivel del suelo, daba sus horas de bronce viejo y llenaba el aire de la madrugada de resonancias. Victorio se levantó y salió al corral, el cielo estaba amoratado y apenas se veían estrellas, se quedó mirando al campo y este le devolvía el silencio como respuesta sólo interrumpido por algún perro que ladraba en la lejanía. Una lechuza cruzó el cielo con su vuelo blanco y silencioso y él la siguió con la mirada hasta que la perdió tras el campanario de la torre; sería de las que vivían allí y posiblemente tampoco podría dormir, si es que las lechuzas duermen.
Victorio sacó un cubo de agua del poco y metió la cabeza en el agua fresca, fue como un latigazo sentir el agua resbalar por la sudorosa espalda, después, con un pañuelo se secó un poco la nuca y la frente y volvió a la habitación. Macedonia se quejaba de un calambre en una pierna y él trató de refrescarla con la pañuelo mojado en el agua del pozo.
-Victorio...-Susurró Macedonia con miedo.
-¿Qué pasa ahora?
-Te tenía que decir algo.
-Ahora que empieza a refrescar no te pongas a hablar, trata de dormir y descansa. Todo saldrá bien.
-Sí, como quieras.
Ella se había dado la vuelta hacia el otro lado de la cama y él no podía ver como se mordía el labio inferior al tiempo que dejaba escapar dos lágrimas que se confundían al final con el sudor que empapaba la almohada.
Un gallo cantó en un corral cercano y no tardo en ser secundado por otro. Pronto amanecería y el sol volvería a recalentar el pueblo que aún no se había enfriado del día anterior. La aurora era rojiza, eso anunciaba calor, otro día igual. Victorio se levantó y se vistió. Arturo abriría pronto y el té, apresar de estar caliente, le refrescaría la garganta.
-A la paz de Dios.
-¿Cómo va la cosa?
-Bien buena está.- respondió Victorio y Arturo no dijo nada más, aquella era la señal de que algo iba mal y ya él se lo diría si quería hacerlo.
Llegó Feliciana con la leche y se apresuró para terminar cuanto antes. Cogió el dinero del mostrador y cuando pasó ante Victorio lo miró de una forma muy extraña y se santiguó, después salió más aprisa que de costumbre y se perdió por la esquina de la torre con el carrito.
-¿Y ésta, qué se traerá entre manos con tanto santiguarse? Es como si hubiera visto a un santo, o al demonio, que éstas reaccionan igual.- Preguntó Victorio mirando por la cristalera mientras se tomaba el té.
-Cosas de viejas y ésta está chocheando, cosas de viejas.
Arturo tampoco quería hablar y eludía la conversación con Victorio simulando mucho trabajo, pero él también temía lo peor, también había escuchado algo, pero por nada del mundo sería él quién pusiera en guardia a Victorio, y menos con la escopeta al hombro, como venía siempre.
Eustaquia ya estaba haciendo de zahorí en medio de la plaza y en cuanto vio a Victorio se fue para él y le canto con una extraña claridad, inusual en el lenguaje compulsivo y babeante de ella.
-¿Onde va tío Tempanera
onde va tiste de tí?
te cuidao que tu casa
a sabrá metío Femí.
Victorio se quedó mirando a Eustaquia y ésta debió ver algo en la mirada de Tempraneras que corrió a su casa y se escondió. El se quedó parado y de pronto fue como si algo explotara en su mente y lo viera todo claro y luminoso. La tonta le había dado la luz con su estúpida canción, ahora entendía la actitud de Feliciana al verlo esta mañana y la de Arturo al eludirlo en el bar mientras tomaba el té.
La canción fue pasando una y otra vez por su cabeza, la desmenuzaba sílaba a sílaba tratando de ver qué más podía encerrar, pero era suficiente con el corto mensaje que le había dado Eustaquia para entender que su mujer se la estaba pegando con el guardia y que posiblemente el hijo que esperaba fuera de él, del niñato, del guapito. Que poco le había gustado siempre. Ya cuando la boda tenía que haberle parado los pies, pero no lo hizo y ahora era tarde, ya le había puesto los cuernos, a él, a Victorio Tempraneras.
Victorio había echado a andar con la escopeta al hombro y lo hacía como un autómata, sus pasos lo llevarían a algún sitio, pero él no los dirigía, él iba ocupado atando cabos que cada vez le hacían ver las cosas más claras. El nerviosismo de su mujer y su hija ¿También estaría ella liada con el guardia? Era posible, y el mal color y las fatigas y la delgadez ¿Sería posible que también la hubiera dejado preñada ese hijo de puta? ¿Sería posible que ese cabrón de semental hubiera dejado preñadas a sus dos mujeres?
La canción volvía una y otra vez y las palabras de Eustaquia resonaban en sus oídos y le martilleaban los sesos "¿Dónde vas tío Tempraneras, dónde vas triste de ti? Ten cuidado que en tu casa ya se habrá metido Fermín" ¿Cuánto tiempo llevarán liados? ¿Desde cuándo esperarán que yo salga para entrar él? ¿Cómo no me di cuenta antes, cómo no he visto nada, ningún detalle, ninguna sospecha? ¡Qué bien me habéis engañado, hijos de la gran puta!
Victorio seguían andando y la mano derecha, como de manera automática, acariciaba la culata de la escopeta. No sabía cuánto había andado, hacía mucho calor y el pueblo estaba muy lejos. La ribera debía estar cerca y necesitaba un trago de agua fresca. Se sentó bajo una encina y encendió un pitillo; el campo ardía al calor del mediodía y el sudor le corría por la espalda hasta detenerse y empapar el pantalón. El humo del cigarrillo le hacía entonar los ojos y casi le lagrimeaban de la flama que se desprendía de la tierra de polvo gris y amarillento.
Algo se movió a lo lejos, su instinto de cazados lo hizo ponerse en guardia. Se levantó y cogió la escopeta, vio el viento y se puso en la postura más favorable. No había nada, debía haberse equivocado o es que estaba nervioso y los dedos se le hacía huéspedes. No obstante, se quedó de pie y siguió oteando el horizonte y de pronto, como una aparición deformada por el calor, vio que era Fermín camino del puesto de guardia en la frontera y parecía ir solo, cosa que no era normal. Se buscó un tronco que lo resguardara de la vista del otro y se puso cómodo. Ahora era el cazador y la presa era la mejor de su vida, la más deseada por odiada, por el daño que le había hecho. Lo observó y estudió su trayectoria. Ya no sentía calor y el sudor que le corría ahora por la frente y la espalda era frío. el corazón le latía desbocado, se lo sentía en las sienes y se escuchaba la sangre en los oídos, como a oleadas, a golpes. Las manos le sudaban, se las limpió en los pantalones, se echó la escopeta al hombro y respiró hondo, se puso de pie. Ya no oía nada, no sentía nada, sólo el latido de su propio corazón que parecía retumbar en los montes cercanos y al final del cañón de la escopeta, frente al punto de mira, cruzó una figura verde montada a caballo. Victorio asentó la escopeta en el hueco del hombro, acarició el gatillo y tiró del mismo. El disparo y el eco llenaron el campo de tableteos que se fueron extinguiendo poco a poco y la figura verde cayó del caballo abriendo los brazos hacia atrás y desplomándose hacia adelante. Después el caballo se desbocó y Tempraneras quedó como paralizado, respiraba trabajosamente, como si hubiera hecho un gran esfuerzo. Tiró la escopeta al suelo y sacó el pañuelo para secarse la frente, pero de nuevo el monte se llenó de tableteos, del eco de un disparo y el pañuelo de Victorio no fue a su frente, sino a su corazón, donde le había metido una bala el otro miembro de la pareja de la Guardia Civil que había presenciado la muerte de Fermín desde cierta distancia y vio al que la había ocasionado, pensando que fueran contrabandistas armados y peligrosos.
Victorio cayó al suelo y al cara, sudorosa y húmeda, se le llenó de tierra y polvo. Un hilillo de sangre le salió de la boca y cerró los ojos para siempre.
En le pueblo alguien dijo haber visto cuervos y haber oído perros aullar y ambas cosas era augurios de muerte para la mayoría, pero el calor impedía pensar con claridad y nadie prestó más atención al asunto.
Por la tarde un rumor empezó a extenderse por el pueblo: habían matado a Tempraneras, pero no se sabía muy bien cómo ni quién podía haber sido. Macedonia fue a hablar con el alcalde y éste, que ya estaba al corriente de los acontecimientos, se limitó a tranquilizarla y aconsejarle que en su estado no se excitara demasiado. El pueblo hervía y se empezaba a decir que también había muerto un guardia civil y entonces la imaginación se desbordó y empezaron a sacar historias que podían haber justificado la muerte de Victorio y la del guardia, pero los que sospechaba la verdad callaban por temor y respeto, a los muertos y a las dos mujeres que se habían quedado solas.
Mientras, en un coche, habían salido el sargento de la Guardia Civil, el juez, el alcalde y el médico y al final se incorporó el cura a la comitiva. Encontraron los cadáveres, los reconocieron, Don urbano certificó las defunciones y el juez hizo el levantamiento de los cuerpos. Todo quedó preparado para que por la noche, cuando el pueblo estuviera más tranquilo, llevaran los cuerpos a sus casas.
El bar de Arturo, frente al Ayuntamiento, estaba atestado, todo era un entrar y salir de gentes, unos decían saber más de lo que sabían, otros sabían y no decían nada y otros no sabían nada y todo se volvían preguntar e indagar en busca de noticias.
Macedonia estaba en casa, llorando en silencio y esperando que la avisaran para recoger el cuerpo de su marido. Cecilia lloraba por su padre y además porque tenía la terrible sospecha de que el guardia civil muerto era Fermín y algo dentro de ella le decía que lo había matado su padre, todo lo cual la sumía en una locura de dolor y rabia.
Eustaquia, la inocente desencadenante de aquel drama, disfrutaba al ver la plaza llena de gentes y señalando a todos con su palo mientras cantaba canciones que nadie entendía.
Nadie se quería ir a la cama sin saber algo de lo que había pasado. Ya empezó a circular el nombre de Fermín como el del guardia muerto y al gente empezó a ponerse nerviosa. Alrededor de las tres de la mañana, Andrés García, el alcalde, salió al balcón del Ayuntamiento y anunció lo que había ocurrido, o mejor, las consecuencias, es decir, que Victorio Tempraneras y Fermín, el guardia, habían sido encontrado muertos en el campo en extrañas circunstancias. Mañana se enterrarían después de practicarles la autopsia y ahora empezarían las pesquisas policiales para esclarecer los hechos. De momento no había nada más que decir, o nada más que se pudiera decir, ya que el guardia que mató a Victorio había declarado y relatados los hechos que de esa manera quedaban claros para todos los que los conocían. Lo que no entendían era el móvil, el motivo que había llevado a Victorio a asesinar a Fermín, pero esto no lo entenderían nunca. Quizá sospecharan algo el día del entierro, cuando Cecilia se desenfajara y luciera su vientre de seis meses de embarazo y llorara al padre de su hijo asesinado por su propio padre.
El día siguiente amaneció nublado, tormentas de verano decían los viejos, y el aire olía a rastrojos quemados. Arturo se levantó más temprano que nunca, sabía que habría jaleo en la plaza con los cadáveres y el entierro y se dispuso a preparar los vasos para el café. Fue a poner el vaso para el té y la sacarina de Tempraneras y se sonrió pensando que ya no tendría que ponerlo más.
Feliciana esa mañana venía como hablando sola y se apresuró a dejar la leche y coger el dinero del mostrador y Eustaquia apuntaba a todos con su palo en forma de Y mientras repetía en sonsonete que había cogido ese día.
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