—¿Ya estás otra vez con la foto esa en las manos? Mira que eres pesado. La vas a gastar de tanto mirarla. Ya la tienes amarilla de tanto manosearla. ¡Déjala ya, papá!
—¿Qué te molestará a ti que yo mire esta foto, dime? No sé que más te da. Además, déjame tranquilo, ¡coño!
—A mí me da lo mismo, pero no es sano. Creo que te has quedado pillado con esa foto. No te olvides de tomarte las pastillas que después te pones hecho una calamidad.
—Sí, claro, las pastillitas, todo lo queréis arreglar con las pastillitas de los cojones… que si la verde, que si la azul, que si la blanca grande… me tenéis hasta los huevos de tantas pastillas y total para nada, cada vez estoy peor, ya creo que hasta estoy perdiendo la vista…
—No me extraña, siempre mirando la misma foto, que ya casi no se ve de vieja que está. Descansa un rato, anda, que tienes que comer dentro de poco.
— Comer… cualquier cosa. Tráeme un potaje de habichuelas con una cabeza de ajos como la cabeza de un chiquillo y una hoja de laurel como una alpargata y luego hablamos de comida… ¡Qué sabes tu de comidas!
—Lo justo para saber lo que tu tienes que comer, y de habichuelas nada. Hoy te toca un poquito de arroz blanco y merluza hervida.
—Pues te lo podías meter por el…
—¡Papá! Ya está bien. No hagas que me enfade que ya está bien, ¿no te parece?
—Sí, hija, perdóname, es que a veces pierdo la paciencia. ¡A ver si me muero de una puta vez y os dejo a todos tranquilos!
—Vale, ahora de víctima ¡pobrecito! Deja de decir tonterías y ve levantándote, lávate y aféitate y te quedas en el salón hasta la hora de almorzar.
—¡Sí, señora generala, como usted ordene!
—Como vaya para allá te voy a dar señora generala. ¡Vamos con el hombre!
Ahora que se ha ido a la cocina, me dejará tranquilo para ver la foto a gusto… no sé si es que el azúcar me está acabando de dejar ciego, pero me empiezo a ver borroso y a algunos casi no los veo ya, no sé por qué veo a unos sí a otros no.
La fotografía tiene más de sesenta años, los mismos que han pasado por todos los que aparecemos en ella y han sido implacables con la mayoría de nosotros.
Muchos rostros carecen de nombre por culpa del olvido, del tiempo amontonado sobre esas sonrisas imberbes. Hay nombres que revolotean dudosos sobre las caras sin estar seguros de donde posarse para identificar esos rostros y convertirlos en alguien concreto. Muchos habrán muerto, que duda cabe, otros vivirán en otras ciudades, jubilados como yo y, posiblemente, chochos y enfermos como yo también. Hace mucho que no veo a ninguno de ellos ni sé nada de nadie de aquellos tiempos. Antes, cuando salía, veía a alguno y nos parábamos a hablar de nuestras cosas, a recordar travesuras y pasar lista de los iban faltando, pero ahora que no me puedo mover de casa no veo a nadie ni sé nada de nadie. Me ponen la televisión desde por la mañana para que me entretenga y lo único que consiguen es hacer más patente aún mi soledad y aburrimiento, mi hastío, mis ganas de morirme lo más pronto posible…
Puede parecer extraño, pero lo único que me mantiene unido al mundo, aunque sea al de mis recuerdos, es la foto.
Recuerdo que el primero que aparece de pie por la izquierda fue chofer de un alcalde hace muchos años. Creció bastante y se convirtió en un hombre fuerte y potente, menos mal, porque con esas rodillas de burro parecía que no saldría de la escasez y las necesidades. Del que está a su lado no me acuerdo en absoluto, pero se ve guapo con su camisa resplandeciente, posiblemente se la pondrían para hacerse ese día la foto, como otros que aparecen con corbata, que sería de elástico, pero corbata al fin, la de los domingos con toda seguridad.
El que esta a la izquierda del anterior es de los que apenas se ven desde hace una semana más o menos porque antes se veía perfectamente, no sé que estará ocurriendo con está foto, será lo que dice mi hija, que la estoy gastando de tanto mirarla. Del siguiente tampoco me acuerdo y el que le sigue era de San Juan del Puerto y luego se puso alto y fuerte también, pero hace unos meses empezó a ponerse borroso y ya casi no se ve.
La última vez que estuve viendo la foto con un conocido, me dijo que el siguiente había muerto joven, de un infarto creo que me dijo, pero su cara hace mucho que desapareció como borrada, quemada.
Otro de los que aparecen en la foto fue taxista y hace tiempo que dejé de verlo, pero sigue viéndose bien todavía…
No sé que me ocurre, me canso enseguida, me falta el aliento, es como si me estuviera consumiendo a gran velocidad, como si el proceso se estuviera acelerando y mi fin se acercara rápidamente. A ver si es verdad.
—Vamos, a comer que se enfría el arroz y luego protestas
—Para el caso que me haces…
—Hoy te has levantado con el pie izquierdo, ¿no? Pues no tengo todo el día para estarte escuchando, así que come rápido que tengo que ir al médico para ti.
—¿Le vas a pedir más pastillitas? Matarratas, dile que me recete matarratas y así acabamos de una vez.
—No te hago ya ni caso de lo harta que me tienes. Cuando acabes retira el plato y lo dejas en el fregadero y no me llenes el comedor de migas de pan que acuden las hormigas. Adiós, papá.
—Adiós hija, anda que te den…
No es mala después de todo conmigo, yo soy un cascarrabias y ella tiene demasiadas cosas que hacer y encima nadie le ayuda. Yo antes le hacía los mandados pero desde que apenas veo no se fía de dejarme salir solo a la calle, y menos aún de que maneje dinero con tanta calderilla como tenemos ahora con esto del euro.
Bueno, en cuanto acabe de comer me voy a mi habitación y seguiré viendo la foto. Me podía quedar aquí, pero allí me concentro mejor y hay más claridad junto a la ventana, que aquí con tanta cortina no se ve casi nada.
Del primero de la fila del centro no me acuerdo, el segundo era pelirrojo y tenía muy mala leche, era muy peleón… ¿cómo se llamaba, joder? Qué más da… El otro no sé quién era, además, apenas se ve ya. El de al lado es Ignacio, su padre era acomodador del Gran Teatro y le daba carteleras de películas en pequeño, el las coleccionaba y nos daba las repetidas a los amigos. Más adelante está Jesús, los padres tenían una pensión cerca de donde yo vivía, es de los últimos que recuerdo haber visto por la calle. Luego está Basilio, éste se metía mucho conmigo, me decía metralleta por que tartamudeaba a veces y yo le decía mono porque recordaba a un chimpancé con sus enormes orejas despegadas.
Don Juan, el profesor, hace mucho que desapareció de la foto. Era un buen hombre y muy paciente con aquella cábila de críos revoltosos y mal educados… Será mejor que la guarde, ya ha vuelto mi hija y si me ve con la foto se liará conmigo otra vez.
—Bueno, ¿Qué ha dicho el médico?
—Que sigas con el tratamiento.
—Y para eso tanto estudiar medicina… Estos médicos del seguro son de lo que no hay, vengan pastillas, vengan medicinas y venga comida blanda y así acaban con uno poco a poco, de hambre y envenenado con tantas píldoras.
—No empieces otra vez con lo mismo que me tienes harta. ¿Qué quieres a tu edad y con lo que tienes?
—¿Y qué es lo que tengo?
En la casa se hizo un silencio denso, intencionado. La hija, en la cocina, se esforzaba por que el padre no se diera cuenta de que estaba llorando, pero era consciente de que aquel esperaba una respuesta en la otra parte de la casa. El médico no le había dicho que siguiera con el tratamiento, sino todo lo contrario, que lo dejara en vista de lo avanzado de la metástasis. Ya sería suficiente con que tomara unos calmantes cuando el dolor apretara, que lo haría, y algún placebo para disimular. Cuando le diagnosticaron el cáncer de hígado, apenas dos meses antes, el médico le dio tres o cuatro meses de vida y advirtió que el final se precipitaría casi de forma desprevenida, así que tenían que estar preparados y los plazos se estaban cumpliendo a la perfección.
—Ya lo sabes: tienes tocado el hígado, posiblemente una hepatitis mal curada y ahora te ha dado la cara, eso dice el médico.
—Yo nunca he tenido hepatitis, eso son cuentos del doctor ese, que le darían el título con los puntos del avecrem… ¡no te jodes! Lo que yo tengo es otra cosa, a ver si te crees que soy tonto, pero me tenéis engañado con tantas pastillitas.
—Papá, por favor, estoy muy cansada. Lo último que me apetece ahora mismo es ponerme a discutir contigo si una vez tuviste hepatitis o no. Descansa un rato y déjame descansar a mí.
—Sí hija, perdona… Será mejor que me vaya a mi habitación.
—Sí, anda, eso, dale otro sobeo a la fotito.
—Pues mira, sí, eso voy a hacer, darle otro sobeo a la fotito, como tu dices. Es lo último que me queda, las gentes que apenas veo ya en ella son las únicas que veo desde hace mucho tiempo. La televisión me aburre con tanto anuncio, tu marido no tiene conversación, tus hijos nunca están aquí y tu… bueno, tu ya tienes bastante.
La hija no contestó, se encerró en su habitación y se desahogó llorando no sólo ante la certeza de que su padre se moría y la impotencia de no poder hacer nada por evitarlo, se le agolpaban los recuerdos de su madre muerta en parecidas condiciones tras una penosa y larga enfermedad. Se le amontonaba el tedio, el aburrimiento, la rutina, la desesperación, el sentirse estafada por la vida y tener que asumir que a fin de cuentas la vida quizás fuera sólo eso: unos cuantos ratos buenos y lo demás sufrir, aguantar, tragar y seguir adelante tirando del carro de la familia, de una familia que se estaba convirtiendo en una fonda de gentes que venían a ducharse, cambiarse de ropa y comer algo, pero todo en el más estricto silencio y secretismo. Todo el mundo parecía querer llevar una vida secreta y oculta, repleta de mensajes crípticos de móviles y correos por Internet, pero no se podía preguntar nada o te convertían en cotilla, curiosa, alcahueta y no se sabe cuántas cosas más.
¿Qué había sido de sus sueños de juventud? ¿Dónde habían ido a parar sus ilusiones? ¿Qué había quedado de sus reinos imaginarios, de su príncipe valiente? Nada, rutina, monotonía, hastío, cansancio, desengaño. Nada.
Me miro en la foto y cada vez me reconozco menos. Estoy sentado, tengo la cabeza ladeada y el pelo me brilla caído sobre la frente, el pelo, mi pelo, cuantos años hace que desapareció. Primero se puso blanco y después se fue cayendo hasta dejarme casi calvo por completo. A mi izquierda está Barroso, recuerdo que coincidimos en el Servicio Militar, el era brigada y me llevó a su compañía, la catorce creo que era, y allí hice todo el periodo de instrucción. Después no lo he visto más ni he sabido más de él, pero es de los que más claros se ven en la foto.
A mi derecha está Gámez, nuestros padres eran amigos. También lo he visto no hace mucho y no ha perdido ese aire pícaro que siempre tuvo de pequeño. A su lado está Blanco, uno de los primeros que se dejó el pelo largo en el colegio y recuerdo que los curas nos tuvieron que reñir porque nos metíamos con él. Blanco no tenía padre y eso le daba un aire de fragilidad maldita; no tener padre a esa edad y en aquellos tiempos era algo muy duro, siempre lo ha sido, pero entonces era mucho más. Luego cayó en la droga pero al final salió vivo, acanallado y duro pero vivo.
Al lado de Blanco esta uno que fue vecino mío durante unos años, apenas se ve ya, recuerdo que trabajaba a turnos, como yo, y a veces coincidíamos a la hora de esperar el autocar. No sé que habrá sido de él pero su cara casi ha desaparecido de la foto.
Después hay otro del que no recuerdo absolutamente nada y a continuación están los que llamábamos Zipi y Zape, menudos eran los dos, el rubio se llamaba León y el moreno Garzón y juntos ideaban todas las diabluras imaginables…
Cada vez veo menos y si fijo la vista me fatigo enseguida. Creo que esto se está acabando y quizás sea lo mejor, acabar de una vez con esta vejez, con estos achaques y tantas medicinas y tanto médico, que yo creo que los médicos a las gentes de mi edad ya no nos hacen ni caso, total… para lo que nos queda en el convento…
Hoy me veo menos que nunca en la foto, la cara se me ha borrado por completo. Será de las gafas, o del azúcar que me está dejando ciego. No me encuentro bien, estoy un poco mareado y se me va la vista. Voy a descansar un rato a ver si me pongo mejor.
La hija volvió como media hora después y, como si hubiera presentido algo, entró corriendo en la salita donde estaba el padre y allí lo encontró, como dormido, con la foto en las manos y la cabeza caída sobre el pecho. Había muerto y ella se sentó a su lado, le tomó las manos y dio rienda suelta al llanto que tantas veces había reprimido en presencia del viejo.
Hola Andrés amigo, me ha encantado tu relato, tan tierno y tan humano. Esto que cuentas en esta historia, es real como la vida misma, nosotros con mi suegra pasamos por algo parecido, la pobre se consumió poco a poco, eso si, no nos dio lata ninguna, la pobrecilla, un fuerte abrazo amigo y sigue escribiendo que lo haces muy bien.
ResponderEliminarHola Andrés, me a conmovido esta historia, todo lo que cuentas son cosas muy verdaderas,y es que es muy triste llegar a tan mayores,los mios gracias a dios no han llegado a posar por esa enfermedad, pero si los he tenido muchos años primero a mis suegros, y después a mis padres, aun tengo a mi madre,y se lo que es eso,mira las 6.45 de la mañana y aquí estoy de centinela no quiere estar sala y me llama, y como el hombre de tu historia se aburre con todo y no quiere nada mas que compañía, se la daré siempre que pueda se vuelven niños pequeños otra vez.un beso Isabel.
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