7/30/2006

Tempraneras Autor Oriundo

Capitulo 1ª

Barrancos no se veía todavía en el sinuoso horizonte, aún no lo había soltado la noche de entre sus garras de brumas. Por el Oriente, el sol intentaba salir, pero parecía hacerlo cansado, aburrido, como sabiendo de antemano lo que le esperaba: calentar terruños y lomos de segadores, madurar raquíticos tomates y resecar alguna charca que no estuviera ya cubierta de polvo y lagartos.
Arturo se levantaba muy temprano y empezaba a trajinar en la cocina, en la casa todos dormían aún y ya él ordenaba en el mostrador del bar los platos, sobre cada uno un vaso y una cucharilla dentro. Al lado el sobrecillo de azúcar. Todo preparado, la máquina de café a punto y la botella de aguardiente y unos vasos pequeños a la mano. El tío Victorio pide un te con sacarina, hay que tenérselo preparado también.
El tío Victorio se empezó a poner muy colorado meses atrás y la familia insistió en llevarlo al médico desoyendo su propio diagnóstico de que eso era "exceso de salud, que de eso murió su padre y nunca estuvo malo ni lo vio ningún médico". Pero pareció haber cogido miedo y ahora empezaba a cuidarse y, aunque decía que lo hacía por la hija, que si no, no lo dejaba vivir. La verdad es que se estaba quitando del tabaco y de los cafés. De la comida decía que eso era otra historia, que hambre ya la pasó toda en el cuarenta y ahora que no le faltaba de nada, no la pasaría más. Además, decía él: Muera el gato muera harto, coño.
Feliciana, como todos los días, llegaba con la leche todavía humeante de las ubres de las cabras, entraba hasta la cocina y volcaba la lechera en la olla. Todos los días, desde hacía años, repetía la misma operación. Luego se dirigía al mostrador y cogía el dinero que Arturo le ponía allí. No hablaban, no se miraban siquiera y no es que ocurriera nada entre ellos, no, simplemente que ya se lo habían dicho todo en tantos años de entrar en la casa al despuntar el día. Ya solo se decían algo cuando algún conocido moría y, mentalmente, en esa foto mural de los recuerdos y la vida iban tachando las caras de los que iban faltando.
Arturo, a veces la miraba al coger el dinero del mostrador y le parecía que cada vez le costaba más trabajo levantar el brazo y empinarse un poco hasta alcanzar las monedas, después la veía marcharse y se quedaba mirándola como agarraba el carrito de la leche y seguía cansinamente plaza arriba hasta desaparecer por la esquina de la torre. El carro todos los días pesaba igual, pero ella cada vez tenía menos fuerzas.
_A la paz de Dios.
Había entrado el tío Victorio, Tempraneras por más señas, que era como llamaban a la familia desde hacía varias generaciones y al parecer, el motivo de este apodo era la afición al vino de un antepasado suyo que, para no perder el tiempo durante el día, cogía las borracheras tempraneras, es decir, al amanecer, y ya estaba todo el día a gusto.
Arturo le contestó con el saludo que parecía formar parte de un guión estudiado de antemano:
_ ¿Cómo va la cosa?
_Está bien buena._Respondía el tío Victorio indefectiblemente. Sólo en contadas ocasiones había sufrido alteración la sucinta y lacónica respuesta y aún así, a la mayoría le hubiera pasado por alto el cambio de matiz, pero Arturo sabía que cuando el tío Victorio contestaba "Bien buena está" es que algo andaba mal y no debía ser de poca importancia, pero en el mundo cerrado a cal y canto y sellado con odios y sentencias del tío Victorio Tempraneras no entraba nadie, ni tampoco lo intentaba mortal alguno.
Victorio tomaba el te mirando por la cristalera de la puerta, desde donde veía los montes y las nubes y se diría que desde allí hacía sus vaticinios meteorológicos para todo el día, pronósticos que sólo dejaba entrever en casi telegráficos y enigmáticos mensajes del tipo de: "Vienen del agua" que barruntaba lluvia, o "Son portuguesas", que quería decir tiempo inestable. Su silencio era buena señal, el tiempo sería bueno y no le dolía la herida de la guerra que tenía en la pierna que en definitiva era su barómetro biológico, un barómetro que le hacía saber los cambios de tiempo a base de dolores y malos recuerdos.
Al final, dejaba unas monedas encima del mostrador y salía cruzando la plaza para desaparecer por la esquina de la Calle del Reducto. Los Tempraneras, sin ser los más ricos del pueblo, gozaban de una acomodada situación, tenían algunos cercados en arrendamiento y no les iba mal. Dentro de la penuria general del campo, de aquellos campos de lajas rojas y polvo gris; no obstante, el tío Victorio, que debía rondar los setenta años, salía todos los días al campo, la mayoría de ellos con su escopeta al hombro, fuera temporada o no, pero decía que le acompañaba mucho, que sin ella se sentía como desnudo.
La Peste Africana le había supuesto un duro golpe al tener que sacrificar todo el ganado porcino; las ovejas que le quedaron, así como las cabras, decidió venderlas y vivir de las rentas. Para él necesitaba poco y la mujer era buena administradora, acostumbrada a pasar con lo justo y los hijos que se buscaran la vida. El les ayudaría, claro, pero "caún, caún" que debía querer decir algo así como que cada uno se preocupara por cada uno.
La señora Engracia, esposa del tío Victorio, había muerto hacía un año y las vecinas, no sin un poco de crítica maliciosa, la llamaban santa Engracia y se decía que alguna hasta le rezaba pidiéndole algo difícil. Hasta unos días antes de morir se la había podido ver cruzar la plaza hacia la iglesia, a misa de siete con su velo -del que no se desprendió a pesar del Concilio- y su misal en la mano. había sido una de las mujeres más guapas del pueblo, había sido la hija del boticario, jefe de la CEDA en la comarca y había sido pelada, purgada y paseada por las calles en los primeros días de la guerra civil. En la otra punta de la soga, tirando de ella, iba Victorio, republicano radical y exaltado también en aquellos primeros días. Después las cosas cambiaron bastante y Victorio acabó condenado a muerte en un consejo de guerra. Tuvieron que pasar tres años y toda una contienda para que acabara casándose con él, a costa de la salud del boticario, que murió a los pocos años de una angina de pecho, según Don Urbano, el médico, que según otros murió de cojones de ver a su hija, su flor de cera como él la llamaba, casada con su peor enemigo, con ese salvaje, hereje quemaiglesias y republicano.
La señora Engracia, a decir de las mujeres del pueblo, se había ido secando poco a poco desde el día que se casó. Tuvo dos hijos y una hija, a los dos primeros, afortunadamente, los había convencido para que estudiaran y se fueran lejos del pueblo, donde nadie les contara historias de la familia ni les hablaran de los tempraneras; ni se vieran en la afrenta de conocer a algunos que, según decían, eran hijos naturales de su padre, hermanos suyos por lo tanto o hermana, que también tenían y quién sabe si rodando el tiempo y la vida podrían tropezarse y engrosar la leyenda maldita de los Tempraneras.
A la hija, la habían educado para casarse, no se sabía con quién ni cómo ni cuándo, pero para casarse como Dios manda, conociendo todas las labores del hogar y mentalizada en la resignación cristiana de aguantar a un hombre para toda la vida y si no, a qué se iba a dedicar, si encima había salido al padre, es decir, feíta y desgarbada, pero lista como él.
Doña Engracia, educada de una forma exquisita y enseñada a no exteriorizar jamás sus emociones, nadie supo nunca por ella sus penas y problemas, simplemente se consumía. Su piel cada vez tenía más aspecto cerúleo y algunas decían que se le estaba poniendo la cara de la Virgen de Rocamador. Así, de una forma mansa y suave, con la ayuda de un cáncer de hígado, se fue consumiendo doña Engracia, poniéndose amarilla, secándose y viendo a través de la ventana, como en un claroscuro romántico recortado en el cristal, cómo la vida seguía sin ella, igual que había sido en los últimos años, en los que ella pareció estar más muerta que viva, enterrada en vida y siendo sólo detectada su presencia a través de unos visillos que a veces se movían como agitados por una suave brisa.
No habían pasado tres meses de la muerte de la señora Engracia, cuando a Victorio le rondó la cabeza la idea de volverse a casar; los inviernos eran largos en el pueblo y la cama de noche estaba muy fría y sola. Para las cosas de la casa tenía servidumbre, para las de la cama buscaba carne fresca cuando el cuerpo se le despertaba, que cada vez era más de tarde en tarde. Pero para la soledad no tenía paliativo y en el fondo del arca de su corazón, tenía miedo, miedo a estar solo y verse rodeado de pronto, en las largas noches, de todos los fantasmas que poblaban sus cada vez más solitarios días.
No se sabe si el objeto creo la necesidad o fue al revés, lo cierto es que Victorio Tempraneras puso los ojos en una amiga de su hija, una muchacha que frecuentaba la casa y tenía bastante confianza con la familia. Se llamaba Macedonia y tenía dieciocho años cuando el tío Victorio le puso los puntos. No era guapa ni de hechuras hermosas, pero tenía eso que sólo se tiene a los dieciocho años y de lo que Tempraneras escaseaba: vida, salud, frescura. Juventud, en una palabra.
Victorio habló con los padres de ella antes que con la propia interesada y cuando estuvo seguro de que no encontraría rechazo por parte de la familia, se lo pidió a la joven que, habiendo sido aleccionada antes por su gente, no se negó. La boda representaba para la familia de ella la posibilidad de levantar cabeza después de una mala racha que duró varios años y ella sólo tendría que aguantar al viejo unos años más y después a vivir de la herencia ricamente y, por qué no, a casarse con quién ella quisiera.
La boda fue de los secretos mejor guardados en el pueblo, nadie se enteró hasta días antes de que se celebrara y fue un bombazo, a los tres meses de muerta la santa otra mujer calentaba su cama y esa mujer no era de su clase ni de su altura, era amiga de la hija e hija de unos peones. Las cábalas se centraban en el tiempo que habrían estado liados antes de casarse, pero lo que nadie supo nunca es que se casó virgen y así continuó por mucho tiempo, en parte por los años del marido y en parte por unos celos enfermizos que le llevaron a pensar que así descubriría en seguida si estaba con otro hombre alguna vez.
Arturo fue de los pocos en saber lo de la boda antes de que se celebrara, se lo hizo saber Victorio una mañana mientras tomaba el té mirando a través de los cristales de la puerta.
_Arturo, me caso con la Macedonia._Arturo se quedó con la escoba de barrer el salón entre las manos, apoyándose en la misma._Me caso con la Macedonia y quiero que te encargues de todo lo del convite.
_Bueno, tú dirás qué pongo y para cuántos.
_Te traeré dos borregos y unos jamones y quesos para todo el que pase por la puerta y quiera entrar.
_Está bien Victorio. Vas a tirar la casa por la ventana.
Victorio ya se había ido, después de poner las monedas en el mostrador había desaparecido, pero esta vez por la esquina de la torre. Es posible que, por primera vez en los últimos cincuenta años, fuera a la iglesia.
La noticia corrió por el pueblo a la velocidad del sonido y todos esperaban ese día con toda la carga morbosa de la curiosidad malsana, y todos irían, ya que estaba invitado todo el pueblo.
El día antes el pregonero dio el aviso en la plaza e invitó a todos al casamiento del señor Victorio y la señorita Macedonia y el día de la boda, el bar de Arturo lucía de una manera especial. La noche antes habían dejado colocadas las mesas del salón haciendo una gran "u", en el recodo de la cual se sentarían los novios y los más allegados, en el resto de las mesas las amistades de más compromiso y en el patio habían colocado más mesas en círculo. éstas para el resto de los que vinieran. Todas las mesas tenían manteles blancos que guardaba Arturo para estas celebraciones y ramilletes de flores silvestres que había traído Macedonia para la ocasión. Las sillas estaban colocadas y los espacios calculados para que cupieran todos sin molestarse unos a otros. Sobre los manteles los platos y al lado de estos los cubiertos y las cucharillas de café y postre. Para el vino y los licores copas y vasos para el agua. Servilletas, palillos de dientes. Todo excepto las comidas y las bebidas.
Llegó el día de la boda y a la hora acostumbrada hizo aparición el tío Victorio. El bar estaba cerrado ya que sólo abriría para la boda, pero él llamó con los nudillos y Arturo abrió. Le puso el té y observó como Tempraneras pasaba revista a todo mientras la mujer y los hijos de Arturo se afanaban dando los últimos toques. Ponían los paltos con magdalenas y dulces de Fregenal, ponían las botellas de licores en las mesas y en la presidencia, la tarta de los novios, de siete pisos, se erigía en monumento.
Del patio llegaba el aroma de la caldereta de borrego que Ana, la cocinera que llamaban para estos casos, estaba empezando a preparar, era mucha carne y tenía que estar tierna y sabrosa. El clavo y la nuez moscada ponían el toque árabe en el condimento de los borregos y el vino blanco y la cebolla hacían que los olores trasminaran por toda la casa.
El tío Victorio se tomó el té y, moviendo la cabeza de forma satisfactoria, se marchó, le quedaba poco tiempo y tenía que afeitarse, lavarse y vestirse.
Poco antes de la hora un griterío hizo salir a las gentes a las puertas, el tío Victorio venía andando hasta la iglesia del brazo de su hija, la madrina de la boda. Detrás venía Macedonia del brazo de su padre, el padrino. Las gentes les hacían calle para que pasaran y los chiquillos gritaban y corrían delante y detrás del cortejo llamando tacaño y perrachica al padrino que de vez en cuando, tiraba puñados de calderilla a los críos. Poco a poco, la plaza se fue llenando de gentes, como en los días de feria que todos daban vueltas plaza arriba plaza abajo, esperando que terminara la ceremonia.
Victorio debía haber aleccionado al cura y lo que podía haber sido una boda de campanillas y ringorrangos, se convirtió en un trámite religioso para salir del paso que no duró más de quince minutos. En cuanto aparecieron los novios por el pórtico de la iglesia, la desbandada fue general hacia el bar de Arturo, los sitios del salón se acabaron en seguida y los del patio tampoco tardaron en ser ocupados todos y el convite empezó. Arturo, su familia y algún contratado para la ocasión, repartían platos de jamón, chorizo y queso y en el patio se daban los últimos toques de sal a los borregos que, según olían, debían estar exquisitos.
El vino se consumía de manera generosa así como la cerveza, los platos se vaciaban y volvían a llenarse. En el patio, a la sombra de lantanas y jazmines amarillos, alrededor del pozo, casi seco por más señas, empezaban a bailar y cantar y empezaba a hacer calor. Victorio saludaba a los invitados y Macedonia hacía lo propio con sus amigos y allegados. Alguien entró que captó la atención de Victorio, éste, que estaba en el salón de bar conversando con don Urbano, el médico, y con el alcalde, Andrés García, se dio trazas a desprenderse de ellos y llegar hasta el patio. No entró, se quedó a la sombra de la parra y lo que vio le sentó como una puñalada en las entrañas: un guardia civil conversaba con su mujer y con su hija y parecían estar haciéndose
confidencias y, según le parecía a él, hasta arrumacos y tonterías.
Victorio tragó saliva y calló, su orgullo le impedía hacer otra cosa, pero la cara de ese guardia civil no se le olvidaría jamás y la de su mujer hablando con él, tampoco.
Fermín, el joven guardia, llevaba poco tiempo destinado en el pueblo, pero le había sido suficiente para ganarse la simpatía de muchos, sobre todo de muchas. El uniforme le sentaba muy bien y era guapo y alto y, lo que era más importante, tenía labia y caía bien, cosa poco frecuente en un pueblo fronterizo, donde para muchos la Guardia Civil era su peor enemigo.
La boda siguió su curso, los cantes iban declinando a estrofas incompletas en lengua trapajosas y entonces apareció en el salón el tío Rodrigo con su pandero. El tío Rodrigo era un institución el pueblo y no podía faltar en cualquier fiesta que se preciara, era carpintero de ribera y una artrosis deformante lo había ido arqueando hasta hacerlo andar doblado, pero para tocar el pandero se sentaba y entonces su aspecto era normal. Su fuerte eran las canciones de Nochebuena, de las que conocía más que nadie y las más antiguas que se recordaban, pero para la ocasión utilizó una canción de bodas que nadie recordaba haber oído jamás y es que tal vez la hubiera compuesto para la ocasión. Tenía el pandero en la mano derecha y con un movimiento de vaivén lo golpeaba contra el pulpejo de la mano izquierda, de forma que una vez daba con el pellejo y otra con el aro de la pandereta haciendo sonar las latillas de la misma. Se hizo el silencio y todos esperaban la canción del tío Rodrigo, el pandero marcaba el ritmo y él movía la cabeza de un lado a otro:
-Te casaste rosa mía
a los dieciocho años,
te llevaste buena prenda
pero el paño no es de hogaño.
Ojala el paño te abrigue,
pues sabes que el paño viejo
poco abriga y mucho pincha
pues sólo tiene pellejo...
La canción seguía y a Victorio no le hacía gracia, le estaba diciendo viejo y estaba poniendo el dedo en la llaga, en su llaga. Se había casado con una mujer que aún no había empezado a vivir y a él se le estaba acabando la vida, pero sintió que la sangre se le agolpaba en la cabeza cuando vio aparecer a su mujer

CONTINUARÁ

3 comentarios:

  1. Oriundo:

    Me gusta la primera parte de tu relato. Al mismo tiempo te doy la bienvenida a esta página.

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  2. Oriundo tu principio es prometedor, espero que sea del agrado de todos, de todas maneras el hecho de publicar este relato dice mucho en tu favor, tu ejemplo y el de Valonero nos tendria que servir de estimulo a muchos.
    Un abrazo.

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  3. Oriundo: Me alegro de tu llega

    da ha esta pagina marocha para los

    internautas marochos con tu ayuda

    sera mas facil entrar en todos los

    corazones.

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