En cuanto pudiera volvería a casa, esas mojadas no eran buenas para el reuma que empezaba a amargarle las noches en el calor de la cama, pero seguía lloviendo como si nunca lo hubiera hecho, como si Dios acabara de separar las tierras de las aguas y esas fueran las escurrajas de los océanos. Los rayos caían por doquier, las torrenteras empezaba a hacerse monte abajo y pronto no se podría andar por todas aquellas laderas de Valquemado. Definitivamente, el día estaba hecho.
El frío arreció y el agua que caía se hizo toda nieve. Victorio miró el reloj, era casi medio día y no había pegado un solo tiro, pero tenía que volver a casa o corría peligro de congelarse empapado como estaba. Emprendió el camino de vuelta a casa y el campo estaba como hacía mucho tiempo que no o veía: blanco todo, los olivos cargados de nieve, el suelo blanco y una nevada copiosa que no dejaba de aumentar el espesor de la mullida alfombra blanca que parecía el suelo.
De vuelta a casa, buscando protegerse del viento helado, descubrió una huellas muy recientes de conejo y decidió seguirlas. En efecto, unos metros delante iba el animal mojado y helado, buscando donde meterse. Victorio se quedó paralizado, dejó de sentir frío, de sentir nada, sólo veía el conejo. Se echó la escopeta a la cara y disparó.
Hasta unos días después no supo lo que había ocurrido, sus últimos recuerdos eran el temor a sentirse morir solo, congelado en medio del campo con la cara destrozada y ver cómo iba perdiendo la consciencia al desangrarse rápidamente.
Lo había encontrado Fermín al volver de una guardia de puesto y lo llevó corriendo a casa donde, milagrosamente, pudieron salvarle, ya que según Don Urbano, en unos minutos más hubiera entrado en coma irreversible por pérdida de sangre complicada con la congelación que le había afectado a algunos dedos de las manos y los pies.
La escopeta reventó al disparar y la quemadura le afectó la boca y los ojos. Las curas, al menos los primeros días, fueron muy dolorosas al despegar las vendas de las heridas en carne viva, después se fueron volviendo más llevaderas y al final, se convirtieron en una excusa que, a lo largo del invierno tomó carta de naturaleza convirtiéndose en una tertulia integrada, principalmente, por Don Urbano y Andrés García, aparte del propio convaleciente.
En aquellas tertulias se discutía todo y cada uno aportaba su visión de las cosas. Don Urbano había vivido mucho a lo largo y ancho de sus años y conocía muy bien la condición humana. Andrés, con sus ideas de socialismo avanzado para la época, dejaba entrever los postulados que muchos años después serían programas de gobierno en muchos países y Victorio siempre ponía la nota radical queriendo cortar todo por lo sano y empezar de nuevo ese mundo utópico sin leyes ni gobernantes, apostillando siempre al final de sus disertaciones con el lema: "los políticos tienen la culpa de todos los males de este mundo".
En los primeros días de convalecencia recibió Victorio una visita, cuando menos, incómoda, se trataba de Fermín, que se interesó por su salud y deseaba verlo. La conversación entre Victorio y el guardia civil transcurrió en unos términos casi forzados, rozando los límites de la educación y la hospitalidad y ya, cuando Fermín se despidió, Victorio le dijo algo muy extraño: "Adiós y que Dios te guíe".
Lo que no se figuraba Victorio e que al estar él postrado en cama durante tantos días y después sin salir de casa hasta sanar completamente las quemaduras, el idilio entre su hija y el guardia se había consolidado, pensaban ya en casarse y sólo les preocupaba la forma de decírselo al padre. Macedonia en ese tiempo había sido la celestina y confidente de la pareja, le agradaba ese papel, echaba de menos no haber tenido noviazgo y no haber sentido la ilusión y la ansiedad del mismo. Ella supo quien iba a ser su marido una semana o dos antes de casarse y no lo quería al casarse con él, aunque con el tiempo había llegado a sentir una extraña mezcla de miedo y compasión hacia Victorio, del que sabía que no era más que un viejo solitario y amargado por la vida al que pronto iba a sorprender con una gran noticia.
-Victorio, tengo que decirte algo.
-A ver, tú dirás.
-Voy a tener un hijo.
-¿Estás segura?
-Pues claro, hace dos meses que no veo el período.
-Está bien, está bien, si tú lo dices...- Cortó incómodo por esas explicaciones.
Victorio es casos como este se comportaba como un rumiante, la noticia tenía que pasar un largo proceso de digestión hasta se asumida por su mente y su corazón. Macedonia estaba embarazada y eso, en principio, le hacía sentir emociones olvidadas hacía muchos años, cuando nacieron sus primeros hijos, para los que no hacía más que planes de futuro llenos de ilusiones y triunfos y todo para luego soportar que se los quitaran para llevarlos a un colegio y convertirlos en dos extraños que se avergonzaban si les llamaban Tempraneras y les contaban las cosas de su padre. El hijo de Macedonia podía ser su nieto y eso le hacía ver las cosas de otra manera, se lo imaginaba como la compañía de la vejez, el juguete para la soledad y la tristeza ante no saber si lo vería hacerse un hombre, porque tenía que ser varón, no podía ser otra cosa. Disfrutaba pensando que lo llevaría al bar y lo pagaría y si alguien había pensado que Victorio tempraneras estaba acabado, se convencería de lo contrario.
Pero había otro pensamiento que lo asaltaba y lo angustiaba como pesadilla en medio de la noche. ¿Y si el hijo no era suyo? Durante su estancia en casa por el accidente, Macedonia había estado muy suelta y podía haber hecho cualquier cosa, incluso con ese guardia civil. También era verdad que en ese tiempo de obligada estancia en cama había recuperado mucho tiempo del perdido con su mujer, la hacía quedarse acostada hasta tarde y allí la acariciaba y besaba hasta llegar a consumar el acto algunas veces, así que no era tan extraño que fuera suyo el hijo, pero ¿y si no?
El invierno empezaba a querer irse, el sol salía más temprano y a medio día, algunas veces, había que buscar una sombra de lo que picaba al llevar todavía la ropa gorda puesta. En la plaza, las golondrinas volvían a sus nidos en el campanario y en los cables, como fusas en un pentagrama, daban sus conciertos de trinos para un pueblo aletargado al que anunciaban que la vida renacía después del penoso invierno.
Victorio en esa época se levantaba temprano, decía que le gustaba estrenar el día antes que lo hicieran los demás y respirar el aire fresco y nuevo de la mañana. Salía al patio y sacaba un cubo de agua del pozo, la ponía en una palangana y se lavaba la cara y el cuello con ella. Después, a veces, cogía un melón de los colgados en el techo del doblado y se lo comía viendo como las cigüeñas rehacían el nido en la torre de la iglesia. Le gustaba quedarse un rato allí y oír el ruido de la calle desde lejos, o sentir el silencio de la mañana que el sabía poblado de mil sonidos. Luego iría tomarse el té a casa de Arturo y así empezaría un día más de aquella primavera anunciada.
Eustaquia era como las golondrinas y las cigüeñas, presagio de buen tiempo. cuando pasaba el verano y la feria, su madre la recogía en casa y no la dejaba salir hasta que la primavera no estaba bien asentada. Nadie sabía exactamente los años que tenía, pero parecía haberse parado en los dieciséis a juzgar por la dulce e inocente expresión de su cara. No obstante, unas canas en las sienes le delataban los treinta y cinco o treinta y seis que debía tener, según los que la conocían mejor.
Sus días empezaban muy parejos a los de Arturo, se levantaba antes del amanecer y buscaba en el montón de jara del corral de su casa un palo que le gustara, que solía ser una rama en forma de y de diez o quince centímetros de longitud y que ella utilizaba a modo de zahorí, señalando a todo el que pasara y diciéndole algo a cada uno que normalmente nadie entendía, pero todos contestaban con un saludo amable a la pobre Eustaquia, una de las tontas del pueblo, una de las víctimas de las hambrunas genéticas o de los partos a vida o muerte, partos secos, con fórceps, a dolor, de burras, cuando la cosa venía mal y no había dineros ni medios ni tiempo para ir a ningún sitio.
Eustaquia ya tenía su palo y, a grandes zancadas, recorría el espacio que mediaba entre su puerta y la de Arturo. A veces susurraba una canción ininteligible que era como un disco rayado, la repetía una y otra vez hasta que algo acaparaba su atención y entonces se quedaba mirando como extasiada durante largo tiempo, se diría que se transfiguraba, de no ser por la nota grotesca de un hilillo de baba que le corría por la barbilla. Esa mañana tenía una canción:
-VIVA la Media naranja,
Viva la naranja entera,
Viva La Guardia Civil
Que va por la Carretera."
Normalmente, las canciones de Eustaquia tenían que ver con algún suceso reciente, sólo que muy distorsionado y esquematizado por su mente infantil y esta vez no era una excepción: había habido tiros en la frontera, entre la Guardia Civil y unos contrabandistas. es estraperlo se había puesto muy difícil y los mochileros iban a la desesperada, se las jugaban todas por pasar café de Portugal y los guardias civiles no se achicaban, tenían orden de tirar a dar o, como decían algunos, de disparar primero y dar el alto después. como quiera que fuera había habido jaleo en la frontera y el pueblo estaba revuelto, todavía quedaban muchos que vivían del contrabando y ahora, durante unos días tendrían que quedarse en casa y comer de las reservas.
Eustaquia se atravesó ante Victorio cuando éste iba a entrar en casa de Arturo y aquel, entre asustado y sorprendido, le gritó:
-¡Ya estás aquí, coño, no se te cae la casa encima, no.
-¿ A cedonia en asa?- Preguntó Eustaquia abriendo las manos a ambos lados de la cara.
-Sí, la Macedonia está en casa, pero no vayas tan temprano que se estará levantando, coño.
Eustaquia se dio la vuelta con su palo de jara en la mano y se olvidó por completo de Victorio y de todo lo que no fuera su mundo..."Iva a edia aranja...
-A la paz de Dios.
-¿Cómo va eso?- Respondió como siempre Arturo.
Victorio se tomaba el té y miraba tras los cristales las evoluciones de Eustaquia que pretendía coger la sombra de una golondrina que sobrevolaba la plaza.
-¿Qué son tiene hoy la tonta?
-Hoy le toca a la Guardia Civil.
-Pues también son ganas...Y ¿a qué viene eso? aunque con esa vete a saber...
-Habrá escuchado algún comentario sobre lo de la frontera y le ha sacado la canción, digo yo.
-¿Y se sabe algo de cierto de lo que pasó allí?
-Parece que los venían cazando, descubrieron el paso y les hicieron el aguardo.
-¿Y qué traían?
-Café, ¿qué van a traer? unas mochilas para ayudar un poco.
-Claro, como ellos lo tienen seguro...Serán... ¿Sabes quienes eran?
-Por lo visto eran tres: el tío Medio Pie, el hijo y uno de Oliva.
-¿Y los guardias...?
-El cabo y Fermín. Eso dicen.
-Tenía que ser ese niñato, no podía ser otro.
Victorio salió del bar de Arturo y se dirigió por la calle Portugal hacia el Ensanche y por allí siguió hasta el pilar, donde se refrescó, más por dentro que por fuera, aunque el calor a esas horas empezaba a ser molesto con la ropa que llevaba puesta, pero Victorio cumplía el refrán y hasta el cuarenta de mayo no se quitaba el sayo.
Bebió y se sentó a la sombra de una morera, desde allí el pueblo parecía más pequeño y las gentes que se veían parecían figuras de un nacimiento y esto hizo pensar a Victorio en las penas, los sufrimientos, las envidias y los celos que convivían en ese "nacimiento" del cual él también formaba parte.
La tía Eudosia se acercaba con su burrita a pasito lento, venía a por agua del pilar y Tempraneras la esperó.
-Seña Eudosia ¿Todavía por la carga de agua?
-Sí querido, yo por mi agüita del pilar, la de siempre.
-¿Cuántos años acarreando agua Eudosia?
-No sé hijo, no sé, desde chica, cuando mi padre venía con la reata de bestias a por el agua para medio pueblo. Ahora vienen en furgonetas y yo podría pagarla, pero me gusta dar el paseíto con la burrita y llevarme el cantarito de agua fresca.
el cántaro se había llenado, Victorio la ayudó a ponerlo en el serón de la burra y se despidieron. El la recordaba de siempre y sin quererlo, se le agolparon en la memoria los recuerdos de su infancia, de su adolescencia y su familia, ya toda muerta. Su casa era la Casa Grande, la mayor del pueblo. tenía más de veinte habitaciones, muchas de ellas no llegó a verlas jamás abiertas, pero esas eran las que más excitaban su fantasía cuando a la hora de la siesta se dedicaba a deambular por la casa, descalzo para no hacer ruido, registrando todos los rincones. Los cuchillos de la matanza eran sus espadas y sus enemigos las sombras de la parra del patio.
Los jamones colgaban en las bodegas y los chorizos se oreaban al fresco en los doblados. Los quesos de cabra ponían el olor a todos aquellos recuerdos y su madre como gobernanta de aquella especie de nave donde todos tenían cobijo y amparo, Su madre era grande, morena y muy graciosa, siempre llevaba un delantal hasta los pies con dos grandes bolsillos en los que se podía encontrar cualquier cosa. Una toquilla le cubría la espalda y una rodete de pelo oscuro le caía sobre la nuca. Le gustaba ver cómo se peinaba por las mañanas: se cepillaba el pelo lenta y suavemente y se lo cogía en una coleta larga y lacia, después la iba torciendo y torciendo hasta que el propio pelo se enroscaba sobre si mismo y se hacía el rodete que quedaba fijo para todo el día con unas cuantas horquillas sobre la nuca.
¿Y su padre? Se sorprendió pensando en su padre después de mucho tiempo sin hacerlo. A pesar de los años transcurridos no podía evitar que al pensar en su padre se le hiciera aun pellizco en el estómago y un nudo en la garganta. Nunca lo perdonó, pero ahora, en la vejez, cuando no queda más remedio que ser moderado por que no se tienen cojones para ser otra cosa, empezaba a verlo todo de otra manera y pensaba que él había sido una especie de accidente en la familia, si no a ver: su padre de derechas y de comunión diaria, al igual que toda la familia, sus hijos dicen no ser nada en política, pero seguro que, de ser algo, serán conservadores, está claro: el que nada tiene no tiene nada que conservar, pero ellos tienen las espaldas muy bien cubiertas con la fortuna de la madre y con la suya, que algo tiene también y no estarían dispuestos a poner su bienestar en juego por unas ideas políticas, o sea, que serían burgueses, de buen vivir y bien comer, buen beber y buen joder, suponía él.
Su mujer y la familia, los Morones, de derechas, de escapularios y reliquias de santos, de mariposas encendidas a las ánimas y jaculatorias a las almas errantes y de un toquecito de brujería heredada de Cuba, que él había visto a veces cosas muy raras en la casa, como muñecos extraños y figuras muy feas y retorcidas. Bueno, pues en todo esto aparece él de izquierdas rabiosas, aunque la verdad es que le habían achacado más cosas de las que había hecho. al cura le pegó, sí, pero es que se lo merecía, pero no quemó ningún santo. a punto estuvo de hacerlo, pero algo se lo impidió; fue como si el santo lo hubiera mirado con sus ojos de china y le hubiera rogado que no lo quemara.
Ahora era una especie de animal exótico en el pueblo, donde lo miraban como a un bicho en extinción y hoy, que los tiempos estaban cambiando, algunos, los más valientes, se atrevían a preguntarle por la FAI y el anarquismo y él los engañaba contándoles que había luchado con Durruti y que un día discutió con Lister y la Pasionaria. Para eso había quedado, para contar historias y vivir de los recuerdos y de su fama de solitario y gruñón amargado.
Su casa siempre funcionó bien, al ritmo de los trabajos del campo y el ganado más que al de las estaciones. Allí se hablaba de la matanza, la sementera, la siega, el apaño de las aceitunas, la montanera. Cada cosa tenía su tiempo y había un tiempo para cada cosa. Recordaba el ajetreo de los pastores cuando venían con el ganado, a los hijos de aquellos que se asombraban de todo y las mujeres que parecían ariscas y asustadas. La matanza era excitante para él, toda aquella gente en la casa, el escándalo de los cochinos que presentían la muerte, la sangre por todos lados y el olor a pelos quemados con aulagas. después se quedaba extasiado viendo en lo que se habían convertido los puercos: los jamones en fila para desangrar junto con las paletas, los lomos para embuchar, las carnes para los chorizos, los tocinos para salar y las caras grotescas de los cochinos muertos colgando de ganchos para orear y asar las orejas y las papadas.
Después vino la República y empezaron los problemas, entonces su mundo se tambaleó, su padre resultó tener muchos enemigos, algunos muy merecidos, y todos se volvieron contra él. a punto estuvieron de arruinarlos, cuando no ardía un trigal eran los olivos los que se quemaban y si no, los cochinos amanecían muertos o las ovejas pintadas de azul. Victorio asistió a ese desmoronamiento de su mundo y, poco a poco, fue haciendo de su padre la imagen del malo, del cacique que durante muchos años había explotado a todo el mundo y ahora pagaba las consecuencias. Poco antes de la guerra lo encontraron muerto sobre la pared de un cercado a la salida del pueblo, con dos tiros en el pecho. Nunca se supo quién fue,
Oriundo:
ResponderEliminarTe leo con asiduidad. Soy uno de tus fieles lectores. Continúa con tus narraciones. Son una muestra de tu capacidad creadora.
Oriundo:
ResponderEliminarA mi regreso de vacaciones me he puesto al dia en la lectura de tu relato.
Tengo que decirte que me gusta tu pluma.