CAPITULO (II)
El clima no era especialmente nuestro principal benefactor, sino todo lo contrario, y ahora llevábamos unos cuantos inviernos muy secos, muy agradables, eso sí, pero muy secos, y lo peor era que a esos inviernos secos seguían veranos muy calurosos en que la tierra estaba reseca y era muy difícil arrancarle poco más que cuatro raíces y algunos hierbajos. Por si era poco, los ríos reducían sus caudales hasta casi hacerlos desaparecer convertidos en tímidos arroyuelos que apenas daban para saciar nuestra sed. Las charcas eran una reserva de comida en forma de peces, pero hasta estos se hundían en las profundidades buscando el frescor que la superficie les negaba, y sus aguas apenas se podían beber pobladas de gusarapos.
Cada vez eran más frecuentes los comentarios sobre un yacimiento de cobre que alcanzaba hasta el 60% de riqueza y no estaba muy lejos de nosotros, así que tal vez mereciera la pena intentarlo, con todo lo que ello significaba de volver a empezar de nuevo, en una tierra desconocida y posiblemente hostil, pero la necesidad acuciaba, sobre todo en forma de hambre e inseguridad.
La mina estaba en El Juncal, cerca de la peña de San Sixto, y era verdad lo que decían acerca de la riqueza del mineral, pero aquel traslado trajo consecuencias mucho más importantes y profundas, sobre todo las derivadas de la mezcla con otras gentes muy diferentes de nosotros. Eran más altos y el color de su piel era más claro, así como sus cabellos, que les caían lacios y rubios sobre los hombros. Hacía poco tiempo que estaban allí y no conocían nuestro idioma, nosotros tampoco habíamos oído nunca su lengua, que nos pareció extraña y difícil, pero no tardamos en entendernos mezclando los idiomas y haciendo otro nuevo entre todos.
Ellos eran grandes conocedores de la minería, y sacaban mucho más rendimiento de los minerales que nosotros, al mismo tiempo, trabajaban los metales con gran maestría, sobre todo uno nuevo, llamado bronce, que se hacía aleando cobre y estaño.
Ellos, por el contrario, se beneficiaron de nuestros conocimientos de la tierra y el clima, y aprendieron a cosechar algunos cereales y hortalizas que casi desconocían.
Otro concepto que aportaron a nuestra sociedad fue el del arte; entre nosotros, cuando vivíamos junto al río, no era difícil ver a algunos trabajar trozos de huesos dándoles formas fácilmente reconocibles, como cabezas de ciervos o figurillas humanas, pero estas cosas las guardaban para ellos o las regalaban con motivo de alguna ofrenda, sin embargo, entre nuestros nuevos vecinos había hombres que se dedicaban exclusivamente a fabricar objetos de adorno, o bien, a adornar efusivamente los cascos guerreros y los escudos, porque otra faceta de ellos era la capacidad de guerrear no solo para defenderse, sino como atacantes, algo que hasta ahora no habíamos conocido tampoco nosotros.
Aquella asociación casual dio buenos frutos, nuestro grupo creció sobremanera y no tardó en llenarse de niños frutos del mestizaje de las dos razas. Estaba naciendo un nuevo mundo y apenas éramos conscientes de ello, pero con el paso del tiempo aprendí que eso suele ocurrir y solamente después, con los años, se repara en lo sucedido.
Tanto habíamos crecido, que fuimos expandiendo nuestro territorio y descubriendo nuevas minas, la siguiente fue en la Sierra de la Lapa, le llamaban la mina Diamante y al paraje Los Guijarros. Allí conocimos épocas felices, los niños crecían sanos y desarrollaban libres y felices, las mujeres estaban alegres y tenían tiempo para hermosear y cuidarse, mientras, los hombres perfeccionaban las artes de los metales y no dejaban de prepararse para una guerra que nunca llegaba, pero así se mantenían ocupados y no dejaban que sus cuerpos se anquilosaran debido a la buena vida donde no escaseaba la caza y el vino hacía que la noche se prolongara a la luz de la hoguera, donde se escuchaban historias de cacerías legendarias y batallas tal vez imaginarias, pero que hablaban de otros sitios y otras costumbres, de ritos extraños y dioses desconocidos, pero que influían constantemente en sus vidas.
Una figura muy importante para ellos era el sacerdote, ellos lo llamaban druída y lo veneraban como a un dios viviente, como a un representante de las fuerzas de la naturaleza, un lazo de unión con un mundo de magia y poderes ocultos, pero que interactuaban con las labores más cotidianas y simples.
Ya dije con anterioridad que siempre he sido más bien tibio en asuntos religiosos, quizás se deba a haber conocido tantas religiones y tantos dioses, y haber sido testigo de cómo los pueblos eran manipulados en beneficio de unos pocos, aún a costa de sus vidas y sus pertenencias, pero a una de las conclusiones que me ha llevado todo esto a lo largo de los siglos, es que el hombre está dispuesto siempre a hacer más por lo que ni ve ni entiende, que por lo que tiene frente a sus narices.
Esta época de bonanza nos permitió disfrutar de los placeres que la vida ponía a nuestro alcance, así que, por qué no mencionarlo, sucumbí a la atracción de una joven de la otra tribu, también en eso ellos estaban más adelantados y fue ella la que me enseñó muchas cosas que sin duda enriquecieron nuestra relación. Ella quedó embarazada y toda la tribu esperaba uno de los primeros frutos de la mezcla de los dos grupos, pero la mala suerte, o mi destino, no quiso que llegara a buen termino y abortó a los cinco o seis meses de embarazo muriendo de la hemorragia consiguiente.
La muerte de aquella joven me marcó profundamente, tanto que desde entonces evité que cualquier relación con una mujer pasara de los límites que pudieran significar descendencia y nuevos desengaños y penas, porque algo que he comprendido con el paso del tiempo es que a los de mi especie nos cuesta reproducirnos, y no sé si eso es una suerte.
Por ese tiempo descubrimos el vino, algo que nos vendieron al principio como el néctar de los dioses, ya que al parecer nos ponía en comunicación con ellos en ese estado peculiar que produce. Nosotros ya teníamos experiencias parecidas, pero siempre se habían producido a escondidas de los demás, como si algo nos dijera que aquello no estaba bien; yo lo descubrí un día que apacentaba unas ovejas cerca del río y me llamó la atención la tendencia de ellas hacia unos arbustos en los que jamás había reparado. El ganado comía con fruición unos pequeños frutos verdirrojos y a continuación bebía con ansiedad para después entrar en una especie de somnolencia en la que parecían estar muy a gusto. Movido por la curiosidad probé varios de aquellos pequeños frutos, asegurándome previamente de que nadie me podría ver, y esperé a ver los resultados. No se hicieron esperar, enseguida sentí una insaciable sed y después me invadió un fuerte y dulce sueño que me hizo incluso olvidarme de las ovejas que, como estaban igual que yo, no se fueron muy lejos de allí.
Los recuerdos de aquella experiencia son extraños e inconexos, vienen a mi memoria a fogonazos, pero tengo que confesar que son placenteros, de una forma rara e inexplicable, pero agradables; por buscarles una explicación, diría que producían sensaciones gratas al cuerpo y la mente, pero que emergían de dentro de las emociones, como si la mente generara las cosas que más placer le producían sin esperar que los estímulos llegaran del exterior, muy extraño todo.
Nuestros nuevos vecinos tenían una cerveza que hacían con cebada, no era muy fuerte, pero consumida en grandes dosis surtía un efecto de aturdimiento y sueño. Ese caldo sólo era consumido en las grandes ocasiones religiosas, que solían coincidir con los solsticios y los equinoccios, fechas que ellos conocían de antemano merced a unos extraños monumentos que hacían con piedras y coincidían con los puntos por donde salían el sol, la luna y algunas estrellas en determinados días del año. Tengo que confesar que me sorprendieron aquellos conocimientos del cielo y la capacidad de predecir algunas cosas.
Nosotros también mirábamos el cielo, y ya sabíamos cuando podía llover dependiendo de la dirección que trajeran las nubes y la forma que tuvieran. El sol, la luna y las estrellas era algo que nos subyugaba a todos, a algunos hasta el punto de rendirles veneración, pero no entendíamos nada de sus fases ni sus posiciones, sólo que algunas estrellas estaban en el cielo en verano y otras en invierno.
El vino, que poco a poco desbancó a la cerveza, al menos en el uso cotidiano, dejando a aquella para los ritos sagrados y las libaciones, se consumía en compañía y estaba mal visto aquel que lo hacía en solitario, se le llamaba vicioso e insociable, así que no había más remedio que acatar las costumbres que iban llegando, que por cierto, cada vez eran más y a más velocidad.
Por ese tiempo nuestro pequeño mundo se estaba ampliando más que nunca lo había hecho, y no era sólo el vino lo que nos llegaba de las tierras del sur y también de las del norte. El que venía del sur era de color dorado, brillante y de sabor suave, el del norte era rojo, áspero y de fuerte sabor, pero ambos surtían efectos parecidos y eran muy apreciados por todos.
Del sur venían muchas cosas de un sitio que se llamaba Onuba, que por ser puerto, era sitio de abrigo y amarre de barcos de todas partes, así, empezamos a conocer especias desconocidas y a disfrutar de perfumes y afeites jamás olidos. De Onuba también llegaban salazones de pescado, que añadieron sabores y alimentos importantes a nuestra cocina, con la ventaja de se podían conservar más tiempo sin que dieran mal olor.
Por esa ruta también llegaban granos y cereales de tierras que debían ser muy feraces. También pasaba esa ruta por centros mineros importantes, como Urion, donde se excavaba mineral de cobre a cielo abierto de una gran riqueza. La ruta, en nuestra región, llegaba hasta Arucci, pero después continuaba hasta Lusitania y allí pasaba por varios pueblos también.
De todas formas, y sin menospreciar el vino, eran los relatos de Onuba lo que más me interesaba de todo lo que contaban los viajeros; al parecer, a su puerto estaban llegando barcos de todos los países, unos eran griegos y hablaban de unas formas de regir a los grupos humanos que nos resultaban de lo más extraño. También traían los griegos cerámicas maravillosas, que más que para poner al fuego, eran para disfrutar con su vista y su delicadeza. También traían otros dioses y otras costumbres, hacían teatro, que era fingir situaciones y personajes y ver cómo se desenvolvían hasta llegar al final, que casi siempre era triste y malo.
Otro pueblo del que hablaban eran los fenicios, estos venían de muy lejos también y eran todavía más raros, hablaban otras lenguas y tenían otros dioses y otras costumbres, y principalmente eran comerciantes, por lo que fundaban colonias en las costas y las usaban como almacenes para sus mercancías.
También hablaban de otro gran pueblo que se asentaba en el valle del gran río Betis, los Tartessos, cuya cultura y costumbres nos resultaban más ajenas todavía, pero con ellos apenas tuvimos contactos, estaban demasiado lejos y resultaban extraños para nosotros; pero no obstante, nos llegaron los ecos de las hazañas de su rey Argantonio y algunos deseamos que no se acordara de nosotros en sus ansias expansionistas.
Nosotros, aparte de los metales que obteníamos de las minas y que eran muy apreciados por su pureza, también comerciábamos con productos del campo, derivados de la leche de las cabras y embutidos del cerdo, que al igual que las salazones, se podían conservar por más tiempo. Los quesos de cabra que elaborábamos se hicieron famosos en la comarca por su sabor intenso, y no tanto por su fuerte y persistente olor que era debido a la fermentación a que eran sometidos en los cobertizos de las chozas orientadas al norte.
Otros productos muy apreciados eran los tejidos que hacíamos en telares de arcilla con la lana de nuestras ovejas y que servían de abrigo en los duros días del invierno serrano.
Lo del cerdo fue otra historia. Esta tierra, poblada de encinas y alcornoques, resultó ideal para criar a los cerdos en montanera, así que los que trajeron nuestros vecinos no tardaron en acomodarse y adaptarse totalmente a las condiciones del clima y el terreno, pero nadie contó con que el jabalí, salvaje y autóctono, se aficionó a las cerdas que hozaban bajo los chaparros y de aquí fue naciendo una nueva especie, más pequeña que la traída y menos salvaje que la del lugar, que con el tiempo dio fama a los embutidos de la zona por su magnífico sabor y su equilibrio entre grasa y carne, de forma que acabamos cambiando jamones por espadas griegas, o especias por quesos de cabra.
Nuestro poblado iba creciendo lentamente, la mortalidad infantil, altísima en otros tiempos, se iba reduciendo, y por otro lado, al mejorar la alimentación y las condiciones de vida, ésta era más cómoda y agradable para todos, también para los mayores, que llegaban a edades nunca conocidas por nuestros antepasados.
El crecimiento de nuestra población nos llevó a cambiar la forma de enterrar a los muertos y pasamos de los túmulos de piedra individuales, a los dólmenes familiares a modo de panteón.
De nuevo duró poco la tranquilidad, los fenicios, ávidos de plata, habían desatado una fiebre por ella y el cobre pasó a segundo orden, lo que nos llevó a buscar en otros lugares y más intensamente, así que tuvimos que dejar la Sierra de la Lapa y agruparnos otra vez cerca de la peña de San Sixto. Pero no sería esta la única perturbación de nuestras costumbres, de nuestras vidas, debida a un metal, todo nuestro mundo estaba a punto de sufrir una profunda transformación a causa del descubrimiento de otro del que ya habíamos oído hablar a los viajeros y comerciantes: el hierro.
Al principio era muy caro y escaso, y a mí me pareció feo, no tenía el brillo dorado del cobre ni del bronce, tampoco el resplandor blanco de la plata, ni por supuesto, los reflejos del sol del escaso oro, pero su fealdad escondía su valor: su gran dureza y tenacidad, las armas fabricadas con él serían invencibles, y el que no las poseyera estaría a merced del que ya las tuviera, así que había que conseguirlas cuanto antes. Nuestra supervivencia estaba en juego una vez más.
Afanados como estábamos en aquellos tiempos por conseguir herramientas y armas de hierro, apenas nos dimos cuenta de algunas cosas que estaban cambiando a nuestro alrededor, pero yo aprovechaba cualquier ocasión para hablar con viajeros y comerciantes que pasaran por allí, y por ellos supe que Tartessos estaba desapareciendo y ya apenas quedaba nada de aquella cultura, de aquella civilización. Como suele ocurrir, al hundirse Tartessos emergieron otras culturas que hasta entonces habían estado ocultas por su sombra y su influencia, así empezamos a oír hablar de túrdulos y turdetanos, dentro de los cuales, al parecer, se nos incluía.
Otra consecuencia de la desaparición de Tartessos fue la llegada de otras tribus procedente del norte, como los vetones y los lusitanos vecinos de ellos, pero estas llegadas no siempre fueron bien recibidas, ni el ánimo de los que llegaban era pacífico, sino todo lo contrario, lo que nos llevó a protegernos y hacer amurallamientos a nuestros poblados.
La minería del cobre había sucumbido ante el auge de la de la plata y el precio alcanzado por aquella por culpa de los fenicios, así que nos tuvimos que dedicar a la agricultura extensiva y preocuparnos más por defendernos de los constantes ataques de que éramos objeto, incluso hubo malas épocas en las que nos vimos obligados a realizar incursiones, lejos de casa, cerca el río Betis, para buscar alimentos.
El tener que abandonar nuestros poblados para buscar comida y poder comerciar, nos sirvió para conocer a otros grupos que vivían no muy lejos de nosotros, unos en Arucci, ya conocida por la ruta que pasaba por ella, y otros, más al norte, en Nertóbriga, no obstante, la más cercana y con la que acabamos fundiéndonos, fue con Lacimurga.
Cada vez había más caminos que comunicaban unos pueblos con otros y cada vez eran más utilizados, con lo que las culturas y las costumbres no paraban de mezclarse y recrearse. Las consecuencias de la desaparición de Tartessos aún no habían acabado, y aquel vacío que se creó sirvió para que, a través de la ruta de la Plata, sufriéramos otra oleada céltica, pero ya estábamos más acostumbrados a todos esos movimientos humanos, a todos esos cambios constantes, y acabamos viendo que eran buenos, que nos enriquecían, que aprendíamos unos de otros y al final éramos más fuertes todos.
También empezamos a conocer mejor a los lusitanos y llegamos a ser amigos, pero esa amistad parecía estar condenada a una relación tensa y no siempre pacífica a lo largo de los siglos.
Un descubrimiento importante de esos tiempos fue el pan de bellotas, porque no todos los descubrimientos iban a ir encaminados a perfeccionar la maquinaria de la guerra, ni a como despojar a la tierra de sus arcanos tesoros, también la forma de combatir el hambre con los medios de que disponíamos era importante, nos facilitaba la vida y, de paso, nos la alegraba, que nada da más alegría que tener la barriga llena y los problemas resueltos, al menos los de ese día, que el mañana seguía siendo incierto y siempre sujeto a los caprichos del tiempo, o al comercio fenicio y el precio de la plata, cuando no a una enfermedad que acababa con la mitad de los puercos o las ovejas, así que las bellotas, que tan buenas eran para los cerdos, no podían ser menos buenas para nosotros.
Una tormenta se avecinaba, y ésta cambiaría para siempre el mundo conocido. Los primeros fragores de los truenos ya me habían llegado, interesado como he estado siempre por todo lo que ocurre a mi alrededor, y en el horizonte brillaban los relámpagos que anunciaban la que se nos venía encima: Roma.
El mayor ejercito del mundo, el mejor preparado, el primero profesional, conformaba la mejor maquinaria de guerra jamás vista y sufrida, y no tardó en llegar a nosotros. Nuestros poblados fueron saqueados una y otra vez, cuando no incendiados y expoliados, pero la unión con los pueblos del norte, cuya sangre compartíamos desde hacía mucho tiempo nos ayudo a ser más fuertes y obligó a Roma a dejar de hacernos la guerra, pero la paz nos obligó a entrar en el ámbito de dominio romano, con lo que, como casi todo el mundo conocido, pasamos a ser ager públicus, es decir, terreno propiedad del estado romano por derecho de conquista.Sin embargo, una vez pacificados, perdieron gran parte del interés en nosotros y se centraron en la explotación agrícola del valle del Betis y en las minas de Sierra Morena.
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