11/15/2006

HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA (autor Oriundo)

Capitulo III

La primavera anunciaba su despedida desde hacía días, pero los campos todavía amanecían escarchados y hasta media mañana no se apetecía abandonar el calor del hogar. Sólo los pastores lo hacían más temprano, preocupados por los recentales y por la avidez del lobo por estas tierras perdidas, y su salida era anunciada por los esquilones de los carneros y el repiqueteo de las esquilas de las ovejas.
Allí, al abrigo de la peña, teníamos nuestra pequeña población, que sin duda conoció tiempos mejores, aquellos en que el oro afloraba tan fácilmente por estos cerros, tanto que la hicieron llamarse Mons Auriorum. Pero tiempo hacia ya que el mineral se mostraba esquivo y, por si era poco, la guerra contra el lusitano nos tenía a todos en danza. En mi familia se cobró una víctima, el malogrado y querido Marco Baebio, de tan grato recuerdo para todos nosotros y cuya ausencia nos entristecería durante largo tiempo. Era hijo de Marco, y procedía de la tribu Galeria, de Liccipo.
Murió a los cincuenta años, y lo hizo pobre, sin apenas dote que enterrar con él, motivo aquel que me llevó a costearle su enterramiento, a mí, su liberto, a quién él compró, educó, quiso como a un hijo y más tarde dio la libertad, pero jamás quise dejarlo abandonado a su suerte cuando las cosas le empezaron a ir mal, cuando la mina dejó de producir, todo se volvió deudas y sus amigos se convirtieron en acreedores sedientos de dinero que pensaban que tenía guardados miles de sestercios, cuando no tuvo casi ni para sufragar su enterramiento. Era lo último que podía hacer por él y hecho quedó, desde entonces, amigo Marco, que la tierra te sea leve para la eternidad.
Hasta ahora no he querido hablar de mí, apenas os he contado algunos episodios de mi vida, como aquel en que murió mi pareja, y creo que ya es hora de que me presente. Yo era Ido Bebio Gallo, liberto de Marco, y mi vida no tendría la menor importancia de no hacer costar un detalle que quizá asombre al que lo conozca: soy eterno, sí, eterno, que no tengo fin y apenas recuerdo mis principios. No soy el único sobre la tierra, sé que hay más repartidos por otros lugares, y por ellos sé que, cada muchos siglos, de cada miles y miles de generaciones, como si se cumpliera un ciclo, como si se cerrara un círculo, como si se repitiera una suerte de combinación mágica de arcanos y señales, nacemos uno de nosotros condenado a la eternidad sobre la tierra, sujeto a las miserias humanas, al albur de los avatares de la historia y sufriéndolo todo con la mayor paciencia, con la mejor nobleza, sin que se nos note que sabemos que nada humano, ni de procedencia humana, acabará con nosotros porque somos de una estirpe especial.
Otra cosa que nos vemos obligados a aprender, es a soportar las distintas personalidades de acuerdo con los tiempos, a cambiar de nombre dependiendo de las modas, a conocer las lenguas que vayan viniendo de cada sitio y con todo ello, a ser los testigos de una humanidad de la que quizás algún día tengamos que ser cronistas, defensores o fiscales.
Ya, pacificada toda la Celtiberia, éramos todos romanos, de más o menos derechos, pero romanos. Yo, como es sabido de todos, era liberto de Marco, pero para ser liberto, antes había que haber sido esclavo, y me hice acreedor de tan indigna condición en los primeros tiempos de la invasión de Roma, en aquellos días turbulentos en que las tropas se dedicaban a capturar a las gentes por el campo para venderlas después como esclavos en los mercados y sacar sus buenos sestercios.
Tengo que decir que jamás vi la condición humana tan envilecida a pesar de haber sufrido muchas guerras y vejaciones, así como épocas de escasez y hambrunas en las que había que robar para sobrevivir, pero eso de pasar a ser mercadería expuesta en una plaza y ver como enseñaban tus dientes al presunto comprador como símbolo de tu edad y aval de tu salud, o ensalzaban tu musculatura como garantía de fuerza para los más duros trabajos, cuando no alardeaban con tus atributos como herramientas del mejor semental de esclavos para las grandes haciendas.
Yo sabía leer y escribir, y eso me hacía precioso para aquellos desalmados, por lo que me guardaban aparte, en una especie de tenducho donde no me diera el sol ni el viento, como si temieran que me fuera a estropear y no pudieran pedir por mí la exorbitante cifra en que me habían valorado.
Así conocí a Marco y la primera vez que lo vi no pude reprimir una profunda tristeza que hizo que se me saltaran las lágrimas al sentirme observado, tanteado y casi sopesado. El tratante no hacía más que gritar mis supuestas virtudes mientras Marco me miraba de arriba abajo, me hizo enseñarle las plantas de los pies y las de las manos, me miró los párpados por dentro y me hizo sacar la lengua todo le que pude. Con un gesto suave y autoritario hizo callar al tratante y se dirigió a mí haciéndome algunas preguntas, unas más sencillas de responder que otras, pero de todas salí airoso y vi que eso satisfacía a mi presunto comprador.
Marco y el tratante se fueron juntos, supongo que para fijar mi precio, pero el primero no tardó en volver con unos papeles en las manos. Hizo que me soltaran las manos y los tobillos y me pidió que lo acompañara. Mi primera intención fue mantenerme unos pasos tras él, pero se paró e hizo que me pusiera a su misma altura, cosa que no era habitual entre esclavos y amos. De aquel primer día apenas recuerdo nada, quizá mi memoria estuviera embotada con tantas emociones juntas y no tuvo tiempo de recoger nada, pero no puedo olvidar las primeras palabras que me dirigió Marco camino ya de su casa: “Ido, me has costado mucho dinero, espero no tener que arrepentirme del desembolso hecho”.
No se arrepintió, de eso puedo dar fe; desde el principio me tomó como uno más de su familia y me sentaba a su mesa, con su mujer y sus hijos, a los que me hacía contar historias antiguas y enseñar muchas cosas que desconocían. Poco a poco, Marco fue delegando responsabilidades en mí y dándome trabajos por los que me obligaba a recibir un salario, salario que yo guardaba con un único fin: comprar mi libertad en cuanto reuniera el dinero necesario para ello, y así lo hice. Una mañana, cuando salíamos para el campo a escoger unos cerdos para la matanza, hice saber a Marco mi deseo de ser liberto comprando mi libertad, entonces él, entristecido y contrariado, me confesó que hacía tiempo que pensaba dármela, pero temía que yo me fuera cuando me había vuelto casi imprescindible para él, de manera que el deseo mío aceleraba todos sus planes.
No hablamos durante el resto de la mañana, pero al sentarnos a comer algo bajo un chaparro, se dirigió de nuevo a mí: “Te voy a dar la libertad, pero no quiero tu dinero, no sería honrado que un dinero que has ganado trabajando para mí, volviera de nuevo a mis arcas. Te regalo la libertad, pero te pongo una condición: seamos socios, pon tu dinero en el negocio y compraremos más cerdos, así, tu te dedicas a ellos y yo a la mina. ¿Qué te parece?”
Durante un rato no supe que responder, pero al final accedí, después de todo tampoco tenía a dónde ir ni con quien vivir, así que me quedé con ellos y poco a poco las cosas fueron mejorando para mí y mis cerdos, a los que conocía casi por su nombre y cuidaba con todo el esmero posible, lo que hacía que tanto el número como la calidad de los guarros fuera en aumento.
Roma era una maquinaria que costaba mucho mantener engrasada y en funcionamiento, por lo que los impuestos crecían sin descanso ahogando las precarias economías de la zona; por si era poco, había estallado una guerra civil entre Sertorio y Pompeyo, lo que hizo aumentar los impuestos y hacer glebas entre las gentes de la zona, sobre todo los de origen céltico, amantes de la lucha y conocedores del terreno, hostigando así las tierras en poder del estado romano.
En San Sixto hubo escaramuzas entre los dos bandos y las tropas de Sertorio se acuartelaron allí para no dejar pasar a las de Pompeyo hacia la Céltica, pero de nada le sirvió todo esto al primero, porque Pompeyo ganó y se encontró allanado el camino hacia la Beturia, acabando después Cesar de integrar todo aquel territorio en el ámbito romano, llegando a darle su nombre a muchas ciudades fundadas con la intención de romanizar la región.
Tranquilizados los romanos se dedicaron a explotar las riquezas mineras de la zona, volviendo a excavar en la Sierra de la Lapa, la Cueva de San Pedro o La Contienda, pero la constante expansión del imperio también los llevó a sitios más ricos y de más fácil explotación, lo que produjo el abandono del poblado de San Sixto y una gran crisis demográfica. No obstante, el periodo de explotación romano en las minas, aunque corto, fue intenso, lo que llevó a las gentes del pueblo a costear un arco de triunfo para celebrar al emperador Trajano a su paso hacia Lusitania.

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