Agustín es un taxista jubilado que vive en Encinasola, el pueblo que está más al norte de la provincia de Huelva. Es un poco filósofo, poeta y zahorí, pero lo que de verdad si que es, un gran maestro de la vida. A pesar de estar jubilado, no deja de conducir su taxi al que mantiene, como él dice, en perfecto estado de revista tanto por dentro como por fuera; no en vano ha tenido que ser durante muchos años el mecánico de coches del pueblo ante la escasez de mano de obra experta cercana. Dice Agustín que sabe como está el coche por el olor, y nota cuando está “nervioso” por el sonido, y puede que sea así.
Desde hace unos meses, Agustín pasa las mañanas al sol y las tardes jugando al chamelo; su media limeta no le falta nunca al lado con algún vaso vacío por si se acerca algún conocido y la bandejita de cacahuetes para entretener la boca en la que faltan ya algunas piezas. Cuando hace buen tiempo da largos paseos casi siempre solo y a veces se queda largo rato parado mirando algo fijamente. Una vez le pregunté por qué hacía eso y me dijo que después de tantos años en el pueblo, cada cosa tenía un recuerdo para él, una historia que contar y por eso se quedaba parado mirando las cosas, porque estaba reviviendo la historia que esa cosa, ese olivo, esa piedra le contaba.
Un día de bajón me dijo que así también se despedía poco a poco de las cosas y las miraba para llevarse su recuerdo con él cuando se fuera. Pero no era Agustín hombre de depresiones ni bajonazos, sino todo lo contrario, siempre dispuesto a la broma, al chiste y, lo que más le gustaba, contar historias y cosas que, según él, le habían sucedido. A veces costaba creer que en una sola vida pudieran ocurrir tantas cosas, pero tal como él las relataba, repletas de detalles, con pelos y señales de todo, no había más remedio que creérselo todo.
Falto del pueblo hace años, sólo voy en vacaciones y cada vez menos, pero cada vez que lo hago, el rato con Agustín no puede faltar, es como la referencia del viaje y entonces me acerco a él, a saludarlo e invitarlo a un vino, pero no me deja pagar, dice que mientras la media limeta tenga nivel el que invita es él.
Primero contaba las últimas noticias del pueblo pero comentadas con su enorme gracia y su picardía, después daba el parte necrológico y relataba como había muerto el tío tal o la tía cual especificando cuales eran de su quinta y cuales no y la ultima vez, mirando al infinito, me dijo muy serio: “Ya estoy en primera fila, cualquier bala me puede dar y acabar conmigo”. Entonces yo le respondí que para esas balas siempre estamos en primera fila y el asintió pensativo.
En el pueblo son normales los apodos, hasta el punto de conocer mejor a las gentes por ellos que por sus propios apellidos y nombres. Un día me enteré que le decían “Taxidrive” y, no sin cierto temor a que se pudiera molestar, le pregunté el origen de tan curioso apodo. Pidió media limeta, llenó los vasos y se dispuso a contármelo:
—Eso de taxidrive me lo puso un gracioso y como me gustó, me quedé con él, además, eso significa taxista en inglés y eso he sido yo desde que recuerdo, taxista y con dos cojones. Si yo te contara en las peripecias que me he visto envuelto en tantos años. Un día ayudé a parir a una que iba al médico en Huelva y se le adelantó el parto. Los demás se pusieron muy nerviosos y no atinaban a hacer nada, pero aquella criatura estaba sacando la cabeza y había que hacer algo. Primero la ayudé a salir, después me quité los cordones de los zapatos y le anudé el cordón del ombligo, luego saqué la navaja de El Ancla y le corté la tripa. Era un zagal precioso y la madre le puso mi nombre, un detalle que se agradece.
Otro día llevaba a unos recién casados a Sevilla y debían estar más calientes que los hierros de un fogón, así que metí el coche bajo unos chaparros y me salí a fumarme un cigarro mientras se desahogaban, sino echan el polvo allí mismo, en mis mismas narices.
Otro día se me murió uno camino de Huelva y lo sentamos muy tieso entre mi acompañante y yo, para que pareciera que estaba vivo y así hicimos casi todo el camino, con aquel muerto entre los dos que parecía que hasta hacía ruido.
Tu me has preguntado por lo del mote ¿no? Pues vamos al tema: aquello fue en Barcelona por el tiempo en que estrenaron aquella película de un taxista que estaba medio loco porque no podía dormir, pues eso. En esa época el trabajo estaba fatal y me fui a trabajar a Barcelona, con mi taxi por supuesto, y me pasó algo parecido a lo del taxista. Sólo trabajaba de noche, que era cuando más trabajo había en ciertas zonas, tu me entiendes, y con una clientela que no mira el taxímetro y sólo quiere discreción. Casi acabo como el de la película, porque me paso hasta lo de la putita, que me enrollé con una chiquilla del barrio Chino y cuando me enteré que tenía quince años no sabía como quitármela de encima, menudo marrón, como dicen ahora.
La noche de la pistola ya fue demasiado. Yo llevaba en el taxi una pistola de plástico que detonaba y todo y de lejos no había forma de distinguirla de una de verdad y una noche que estábamos a gusto la niña y yo en el coche, se presentó el chulo diciendo que me quería rajar si no le daba no sé cuanto dinero que, según él, le debía por estar con su niña. Pues sólo faltaba eso, que yo estuviera allí trabajando como un loco para darle el dinero a él, y ella ya iba aviada con lo que llevaba metido, como el ciego del chiste, que sus buenas cenas y su ropita cara no le faltaban. Pues bueno, el tal metió la navaja por la ventanilla y entonces reaccioné rápidamente: cogí la pistola y lo puse contra el coche, en ese momento acertó a pasar por allí la policía y ante el alboroto se paró y yo me escabullí como pude porque los agentes descubrieron enseguida que la pistola era de plástico y el fulano, al que la policía buscaba por proxeneta, traficante y no cuantas lindezas más, era de lo más peligroso de Barcelona y, mira por donde, yo le había estado pisando a su pollita.
Después de aquello me entró la morriña y un poco de miedo y decidí venirme al pueblo, que yo con poco paso y aquí estoy muy tranquilo.—Pedimos la segunda limeta y más cacahuetes, Agustín tenía la boca caliente y había que aprovecharlo.— Lo que te voy a contar ahora es lo más grande que me ha pasado nunca jamás.—Agustín se había acercado más a mí y había bajado el tono de voz como para hacer confidencias— Nunca se lo conté a nadie por temor a que me tomaran por loco, que ya tenía yo una buena fama por las locuras que hacía como para atizar el fuego de los comentarios y las críticas.
Serían las nueve de la noche cuando vino a buscarme José el Librero, el de la calle Oliva... bueno, ese. Quería que lo llevara a Zalamea a ver a un pariente que al parecer estaba muy mal y posiblemente no pasara de esa noche. En principio yo debía quedarme allí y volver con él, pero luego volví solo porque el pariente no se decidía a morirse. Lo cierto es que salimos los dos camino de Zalamea y la noche estaba cerrada y sin luna. José apenas habló durante el camino y yo no quise darle conversación pensando que no estaría para charlas el hombre.
Pasando La Nava, poco antes de llegar al cruce, me pareció ver una sombra moverse por el arcén izquierdo y frené un poco, puse la luz larga y entonces vi a un hombre que iba andando por la orilla de la carretera, solo, sin más equipaje que un libro que parecía llevar en la mano derecha. Recuerdo que llevaba el pelo largo y andaba muy derecho y mirando al frente. Lo pasamos y aceleré pero no dejé de acordarme de ese hombre tan extraño en un paraje tan solitario y a una hora tan intempestiva para andar de esa manera por ahí.
Llegamos a Zalamea y llevé a José a casa del pariente moribundo. Me pusieron un café mientras él se hacía cargo de la situación y luego salió a decirme que se quedaba, así que podía volver a casa cuando quisiera y eso hice, no era demasiado tarde y por la mañana tenía un viaje a Sevilla y me tenía que levantar temprano.
Salí de Zalamea y puse rumbo a casa, dentro de un rato estaría acostado y mañana sería otro día. Entonces recuerdo que puse la radio y estaba empezando un programa que hablaba de cosas raras y tenía una música que me ponía nervioso, pero la voz del presentador y lo que decía me hicieron no cambiar de emisora, decía “¿Estamos solos en el cosmos?” Entonces miré al cielo y el cielo, que se había despejado, aparecía lleno de estrellas con una intensidad y una pureza que jamás había visto, o no había echado cuenta en eso. El locutor seguía hablando, “Mira a las estrellas, hombre del planeta tierra y toma conciencia de tu pequeñez, de tu insignificancia. Mira a las estrellas y piensa que no somos más que una mota de polvo en una tempestad de tiempo”. Aquello me acojonó, te lo juro, el pariente de José muriéndose y ese hombre de la radio me dice que vamos a durar menos que la risa de un loco. Pero seguía “Mira en tu corazón y busca dentro de él las respuestas a tus grandes dudas, a tus grandes cuestiones, a tus eternas preguntas y tal vez así llegues a Dios, al gran hacedor de todo cuanto estás viendo...”.
No veía la hora de llegar a casa. Quité la radio y encendí un cigarrillo, síntoma de mi estado nervioso ya que hace mucho tiempo que sólo fumo cuando me siento mal, nervioso, excitado....
Nunca he presumido de valiente pero he sabido salir de algunas situaciones difíciles pero te juro que esa noche sentí miedo, miedo de verdad. En el arcén de mi derecha volví a ver la sombra moverse de la venida, reduje velocidad y puse la larga y allí estaba ese hombre otra vez, sin equipaje, con un libro por toda carga y el pelo cayéndole sobre la cara. Paré a su altura y bajé el cristal, entonces él se paró junto al coche y le pregunté:
—¿Adónde se va?
—A Jabugo— respondió él
—¿Quiere que le acerque?
—No es necesario que se moleste... si quiere...
—Venga, no me cuesta nada, suba.
El hombre aquel subió y se sentó a mi lado, puso el libro sobre las piernas y pude ver el título, era la Biblia y no sé por qué, eso me puso más nervioso aún. Le ofrecí un cigarrillo y me dijo que no fumaba entonces pensé como sacarle conversación y averiguar algo de él ya que tan misterioso me parecía. A lo mejor no era más que un hipi de esos que se van a vivir al campo sin luz y con cuatro gallinas. Entonces le pregunté directamente:
—No le había visto antes ¿Es de por aquí?
—Soy el que soy— respondió
—¿De donde se viene? Si no es mucho preguntar— dije más por los nervios que por otra cosa.
—Vengo de donde vengo.
La reacción fue instantánea, metí el pie en el freno y deje el coche clavado en medio de la carretera después de hacer medio trompo.
—Amigo, creo que es mejor que baje, no me encuentro bien y no quisiera que le ocurriera algo por mi culpa.
Aquel hombre abrió la puerta, bajó y, sin decir ni pío, siguió su camino como si nada hubiera ocurrido.
En cuanto pude quité el coche de allí en medio y tomé de nuevo el camino a casa. Encendí otro cigarrillo, puse la radio, apagué el cigarrillo y encendí otro. La radio seguía con el mismo programa y el locutor decía en esos momentos: “¿Cuántas veces habremos apeado a Dios de nuestro camino con las prisas, el sentido del ridículo, el qué dirán y tantos prejuicios humanos?”. Miré alrededor por si alguien me estaba viendo o espiando, pero no, seguí adelante y no tardé en ver la luz del campanario en lo alto del horizonte. “Habitantes del planeta tierra, no estamos solos, Dios está con nosotros y tal vez en forma de extraterrestre con apariencia humana, con nuestras mismas facciones, con nuestros mismos rasgos, por eso, atendamos al desconocido, ayudemos al necesitado y hagamos el universo más grande y mejor”.
Llegue a casa y me acosté, me tapé y quedé en silencio hasta estar seguro de que nadie me seguía ni en casa había nadie más que yo.
—¿Otra media, Agustín?
—No, ya no más, que vivo solo y cuando bebo mucho veo a los fantasmas que hay en mi casa.
—Como quieras, otra vez será.
No hubo otra vez, yo tardé en volver al pueblo y cuando lo hice pregunté por el y me dijeron que lo habían ingresado en una residencia. Tengo que ir a verlo y charlar con el un rato a ver qué me cuenta.
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