JUANITO ERO
"Ero pan, ero pan"
Si Juanito fuera un perro ladraría pidiendo su hueso para roer, pero no era un perro, era un hombre aunque la naturaleza parecía haberse esforzado por ponerlo en duda.
"Juanito, el novio de tu hermana está en tu casa, acostado con ella, se la está jodiendo".
El no tiene hermana, nunca tuvo hermanos. tal vez sus padres, en vista del primer resultado del matrimonio, decidieron no tentar más al diablo ya que fue así como se lo tomaron, como un castigo muy grande por algo que debían haber hecho los dos.
"Tuh huehto, oputa, abbón, paicón. Mihmana no, mihmana no".
Juanito, Juanito ero, salió corriendo de la taberna hacia su casa. Esa escena se repetía todas las tardes y era festejada por los asistentes que, aparte de Juanito, tenían pocas cosas más con que entretenerse. Sabían que no tardaría en volver y, como todas las tardes, les pediría un vaso de vino y ellos lo harían cantar y bailar como un oso de circo con su pierna renca y su boca desdentada y podrida. Después del tercer vaso de vino le pedirían que se bajara los pantalones y tras hacerle cualquier gamberrada, Juanito volvería a salir corriendo hacia su casa, llorando y maldiciendo a todos con su media lengua.
Juanito era el tonto del pueblo, el tonto de Arrumbel, un pueblo que había ido languideciendo al compás de su mina de carbón, la mina que había sido su razón de ser, el motivo de su existencia y su fuente de ingresos, se había agotado. Las vagonetas cada vez daban menos viajes hacia arriba y cada vez tenían que bajar mas abajo. Todos en el pueblo sabían que aquello se estaba acabando, que el tren ya sólo venía una vez por semana. Pronto dejaría de hacerlo y entonces sería el final para todos, incomunicados en aquella sierra perdida que, en los inviernos duros, pasaba hasta tres meses aislada del exterior salvo por el tren del mineral que, tan sólo un año, por un derrumbe, dejó de llegar. Por más que nevara, el tren aparecía ensuciando con su humo el blanco de los montes y los cielos de nieves.
En los veranos, el gris de tierra seca y polvorienta era el tono dominante en el paisaje y la música de fondo, las cigarras, que parecían dar más calor todavía con el chirrido continuo de su cantar. Sólo de noche era algo más llevadero aquello, cuando el suelo se enfriaba y la flama de la tarde se cambiaba por la fresca oscuridad de la anochecida.
Los vecinos, que casi todos pasaban los setenta años, eran los últimos supervivientes de una raza en extinción, eran mineros, mineros viejos y quemados, silicóticos y gastados por la vida. Los jóvenes hacía mucho que marcharon a buscar otra vida a otro lugar y, tras unos años en los que volvían de vacaciones, decidieron no hacerlo más cuando comprendieron la intención de los mayores: por extraño que pudiera parecer, habían decidido morir todos allí, solos, abandonados pero allí, donde habían vivido, donde habían querido y sufrido, donde habían nacido casi todos. Allí querían dejarse morir y no hacer nada por evitarlo, sólo hacerlo dignamente y aligerarlo si se prolongaba.
Por las mañanas iban y venían de un lado a otro, se visitaban y daban un toque vivo a aquellas solitarias calles por las que, por no pasar, no parecía pasar ni el viento a veces. Por las tardes, reunidos en el único bar que quedaba, consumían vaso tras vaso de vino, apenas hablaban entre ellos, sólo se miraban, fumaban, pensaban y esperaban el dulce momento en que el vino los ayudara a sumirse en el sueño, preludio del otro, del eterno.
Sólo Juanito los sacaba del mutismo contemplativo con sus gritos y sus cantos, sus gracias y sus zalemas, buscando de paso el vaso de vino o el trozo de pan o, tal vez, en algún rincón de su atrofiado cerebro, sentía que necesitaba ver a los demás, estar con ellos, aunque sólo fuera como un perro busca a otros perros.
"Eh ten, eh ten, fíuuuuuuu, fíuuuuuuu"
Juanito llegaba corriendo, arrastrando la pata renca, a anunciar la llegada del tren. El lo veía desde su choza varios kilómetros antes de que llegara. Antes todo giraba en el pueblo en torno a la llegada y partida del tren. Salía el mineral extraído y llegaban los encargos de la ciudad, vestidos, comidas, revistas, libros. En verano volvían los estudiantes y traían las últimas modas, las últimas costumbres y el pueblo se escandalizaba viendo a los jóvenes sin sombrero y sin bastón o viendo a las parejas pasear solas por el pueblo. En la feria era aún más importante, cuando venían los músicos, todo el pueblo esperaba en el andén con banderitas y flores y el año que vino el Subsecretario de Minas fue el no va más. Cuentan los que lo vieron que la fiesta duró hasta por la mañana y algunos no volvieron a casa hasta pasados dos días.
Qué diferente era ahora todo, había que avisar con antelación para que el tren parara, si no, seguía de largo y sólo daba una larga pitada como saludo.
Juanito se acercó hasta el andén, como hacía todas las tardes y se quedó parado, escondido entre unas acacias cuando vio que el tren perdía velocidad y paraba entre tableteos de hierros y nubes de vapor. Desde su puesto de observador vio como un señor de mediana edad y bien vestido se apeaba del tren, éste emprendió de nuevo la marcha y el recién llegado quedó solo en el anden, mirando a un lado y otro, buscando a alguien a quién dirigirse, a quién preguntar.
Juanito, mientras, tomó un atajo y llegó rápidamente a la taberna. Allí estaban todos mirando como el sol se filtraba entre las ramas de los olivos al ponerse y llenaba los montes de haces de luz violácea que al final era absorbida por la bruma, augurio de la noche.
"Eh ten u home, u home, u home". Farfullaba Juanito acezando por la carrera.
"Venga ya Juanito, déjanos en paz. ¿Qué te pasa? ¿qué quieres?
"Eh ten, eh ten, u home vene qui, o vito yo, sí vene qui, vene qui"
"¿Quién dices que viene Juanito, adónde?".
El tabernero se quitó un delantalillo blanco y salió a la calle a ver quién venía, a ver qué pasaba y al salir a la puerta, hizo una señal al resto de los contertulios que se levantaron lentamente, como sin querer hacer ruido y se pusieron a mirar a la calle. El final de aquella no se distinguía ya de la masa oscura del campo y la noche y de esa sombra inexorable emergió como una aparición un señor, el que había llegado en el tren, el que vio Juanito. Se trataba de un señor de mediana estatura, correctamente vestido y tocado con una mascotilla de fieltro verde; debía ser aficionado a la caza, ya que lucía una plumilla de perdiz en la cinta del sombrero.
Conforme lo vieron acercarse a la taberna, se fueron sentando cada uno en su sitio y trataron de simular que no lo habían visto llegar, que no les interesaba el forastero quien quiera que fuese. Este entró y se dirigió al mostrador entre las miradas de reojos de los presentes. Ante la madera lustrosa y negra que servía de barra, se paró y esperó que el tabernero se dirigiera a él, cosa que no tardó en ocurrir.
"¿Qué se le ofrece al señor?"
"Pues verá usted, soy de El Amanecer, el periódico más importante de la región y en realidad quisiera hablar con el alcalde o alguien en funciones parecidas"
"Pues no nos queda nada parecido a un alcalde. Verá usted: aquí somos los que estamos presentes y pare de contar".
"Pues entonces podríamos hablar aquí mismo si les parece y así acabaremos antes".
Juanito se acercó al grupo que se había formado en torno al forastero y cogió una silla para sentarse como los demás, pero lo echaron de allí como quien echa a un perro de una cocina y él se fue, pero no muy lejos, sólo tras la puerta entreabierta de la taberna. desde allí vio como la conversación fue subiendo de tono, los veía manotear y golpear la mesa con los nudillos, se ponían de pie y se sentaban, se rascaban, se ponían la gorra y se la quitaban y él no sabía lo que estaba ocurriendo, pero intuía que algo bueno no debía ser cuando había trastocado la beatífica tranquilidad habitual en el pueblo.
Juanito recordó haber escuchado hablar a los hombres en la taberna de que querían expulsarlos del pueblo. Al parecer la compañía minera había vendido aquellos terrenos y los nuevos propietarios no se hacían cargo de un puñado de viejos neuróticos y solitarios que se habían empeñado en acabar allí sus días. Los habían amenazado con cortarles la luz y ellos tenían preparado un generador que habían encontrado en la mina y consiguieron reparar y poner en marcha. Los habían dejado sin suministro de alimentos y sobrevivieron comiendo lo que conseguían cultivar y arrancar a la tierra. Los estaban sitiando y ellos estaban dispuestos a aguantar hasta el final. En los momentos de duda o flaqueza, les recordaba uno de ellos lo que les esperaba en la ciudad de la que él había conseguido huir. Les hablaba de los parques llenos de viejos consumiéndose al sol, de los hospitales llenos de viejos sin familia y al final los convencía de que había que mantenerse firmes hasta última hora, sólo así vivirían dignamente y, lo que era más importante para ellos, morirían con dignidad, como personas.
El año anterior murió uno de ellos y aún recordaban lo bonito que fue todo. El invierno fue especialmente duro y el viejo estaba tocado del pecho, así que no lo resistió. Se reunieron todos junto a él y pasaron varios días alrededor de la cama, hablando, bebiendo, fumando, discutiendo; como si estuvieran en la taberna y el enfermo mientras se consumía poco a poco, veía como se iba lentamente, pero estaba en su casa, rodeado de los suyos, como si no cambiara nada, como si se estuviera quedando dormido, como cualquier noche después de unos cuantos vasos de vino y cuando acabó, lo enterraron en el campo, bajo un olivo muy grande sobre cuyas raíces le gustaba sentarse a ver salir el sol en primavera.
La conversación seguía y no se veían trazas de acabar, ni con acuerdo ni sin él. Juanito vio como se levantaba el forastero y alguien le indicaba el camino para llegar a algún sitio. El sabía dónde lo estaban mandando y también iría allí.
La mente de Juanito, hueca como una caverna, se había llenado de una Luz extraña y sentía algo dentro de ella por primera vez, no podría saber nunca qué era, no lo entendería, ni él ni nadie, pero era la primera vez que tenía que hacer algo, que sentía la necesidad de hacer algo y era un necesidad diferente a la de comer o dormir, a la de hacer sus necesidades o la de masturbarse cuando se le ponía dura, era una necesidad que engendraba un deseo frío y desconocido, pero no por eso menos urgente de satisfacer.
El forastero se encaminó calle abajo y Juanito, como una sombra, lo fue siguiendo de portal en portal, hasta que llegó a la casa que le habían indicado. Era la antigua pensión que aún se conservaba bastante bien y limpia, a pesar de no utilizarse desde hacía mucho tiempo. Vio cómo abría la puerta y entraba. El nunca había entrado allí, no lo habían dejado, pero ahora entraría, tenía que entrar y nadie conseguiría echarlo.
Las luces de las habitaciones se fueron encendiendo al paso del forastero y se apagaban tras él. Cuando llegó a su habitación, la luz no se apagó, el hombre se quedaba allí y una mueca, con pretensiones de sonrisa, se dibujó en la cara de Juanito. Ahora esperaría un poco y después haría lo que tenía que hacer, lo que sólo él sabía que tenía que hacer. La luz se apagó y Juanito se frotó las manos en un gesto de ansiedad primitiva, en un gesto de cazador que sabe que tiene a su presa segura.
Juanito se valió del sentido que, a modo de compensación, se le había desarrollado sobremanera, el olfato. Ya había olido al forastero en la estación y, aunque de lejos, había captado el olor característico del mismo y en su mente embrionaria lo había asociado con un cordero -el traje del señor era de lana- y un morral de cuero nuevo -material del que estaba hecha la maleta-. Después, en la taberna, había vuelto a olerlo y se había asegurado de que esos eran los olores del viajero. Ahora sólo tenía que buscar esos olores en la oscuridad de la pensión y cuando diera con ellos, allí estaría el hombre del tren y entonces haría lo que tenía que hacer.
En la taberna ya empezaban a dar cabezadas, el vino estaba haciendo efecto y la mayoría se quedaría allí mismo a dormir, con la cabeza sobre los brazos cruzados encima de la mesa y la seguridad de que así no estarían solos.
Juanito había encontrado al forastero. Se quedó mirándolo largo rato cómo dormía plácidamente, desnudo sobre la cama. Tocó la ropa, la olió, lo olfateó todo. Muchos olores le eran nuevos. Lamía aquellos objetos que le parecían duros y sin olor y finalmente tocó al hombre que dormía, éste tenía la piel blanca y casi sin pelos. A los ojos de Juanito aparecía menudo e indefenso, como un muñeco de trapo blanco.
El hombre despertó y no pudo articular palabra, las manos de Juanito le atenazaban la garganta y apretaban más y más y apretó hasta que un chasquido sordo le hizo suponer que ya no hacía falta que apretara más. Lo soltó sobre la cama y se quedó como un trapo mojado sobre la misma. Juanito lo empujaba para ver si se movía. No sabía qué había pasado pero sentía una extraña satisfacción, sabía que había hecho lo que tenía que hacer y entonces miró hacia abajo y vio que se había meado y se tocó y sintió los pantalones calientes y húmedos y notó que se le estaba poniendo dura.
Volvió a la taberna y allí todos dormían en paz y en silencio, así que cogió una botella de vino de encima de una mesa y se fue a su choza. Estaba cansado, necesitaba dormir y el vino le gustaba mucho.
Al día siguiente se paseo por todo el pueblo tratando de enterarse de algo, de si habían descubierto al hombre muerto, de si sospechaban de él, pero los que lo vieron no le prestaron la menor atención, de lo que dedujo que no lo habían descubierto y no sabía si estaba bien así o no. Tenía miedo de que le pegaran si sabían que había sido él, pero al mismo tiempo se sentía orgulloso de lo que había hecho él solo, sin que nadie se lo mandara ni se lo dijera y creía que lo había hecho bien y todos debían saberlo.
Por la tarde se presentó en la taberna, ya estaban todos allí y hablaban entre ellos, como todas las tardes. El no entendía aquello, tenían que saberlo y se lo iba a decir a todos.
"Eh Home ate yo, sí, ate yo, ate yo, ate yo"
Juanito se había cogido del cuello y apenas podía hablar de la fuerza que hacía.
"¿Qué dices Juanito? ¿que tonterías estás diciendo?"
Juanito repitió el número y se fueron acercando todos a él.
"¿Estás diciendo que has matado al hombre que vino en el tren?"
"Sí, ate yo, yo holo, yo holo"
Sólo faltó que Juanito se golpeara el pecho como hacen los grandes simios y mostrar así su poder sobre el resto de la manada.
"Pero ¿sabes lo que has hecho desgraciado? Mala bestia, ahora vendrán a investigar y nos echarán a todos de aquí, nos llevarán a una residencia o aun hospital o aun manicomio que allí es donde debías estar tú. Ese hombre era un periodista que quería hablar con nosotros, nada más, y tú vas y lo matas, como si no tuvieras otra cosa que hacer. Vete, vete de aquí so tolondrón, que no eres más que un bulto de carne con ojos".
Juanito no sabía qué estaba ocurriendo, estaba en el centro de un corro y sentía que todas las miradas se centraban en él y era como si quisieran fulminarlo, acabar con él. Sentía un calor muy grande en la cabeza y en las manos y se le puso la boca muy seca y amarga. Sólo quería huir de allí, salir de aquella taberna antes de que empezaran a pegarle, pero no tuvo tiempo, una patada en la entrepierna lo dejó sin respiración y después un diluvio de puntapiés y manotazos cayó sobre él empujándolo hasta hacerlo salir del local.
Sangrando, arrastrando la pata renca y maldiciendo a todo lo vivo, salió Juanito de la taberna y como un perro apaleado fue a lamerse las heridas a su choza. En la taberna, los parroquianos decidieron ir en busca del cadáver del periodista y darle sepultura. Luego pensarían cómo explicárselo a la policía si venían a indagar ya que podía pensar que hubiera sido cualquiera de ellos y ahora le echaban la culpa al tonto del pueblo. Uno de ellos tuvo una idea que, si bien en principio pareció descabellada, después fue apreciada y estudiada: se trataba de hacer desaparecer el cuerpo del forastero, lo que implicaba acallar a Juanito y esto no era difícil, con el miedo que le tenía al palo, bastarían un par de buenas palizas para hacerlo enmudecer sobre el tema. Optaron por esta última solución; cuanta menos gente merodeando por el pueblo, mejor. Bebieron para celebrarlo y no tardaron mucho en estar sumidos en el paraíso del vino y el sueño.
Juanito tardó varios días en aparecer por la taberna y en cuanto lo hizo, lo invitaron a vino y trataron de convencerle de que no debía hablar con nadie de aquel hombre del tren y, por si la convidada y la explicación no eran suficientemente convincentes, blandieron los puños, palos y botas y entonces él entendió la importancia de permanecer en silencio y lo hizo saber moviendo la cabeza arriba y abajo y poniendo una expresión de perro agradecido y temeroso. Brindaron por Juanito que de pronto se convirtió en el rey de la noche y lo hicieron beber y beber hasta casi no tenerse en pie y entonces, a tumbos y trompicones se dirigió a su choza.
Le gustaba pasar por la estación y tocar la campana del anden y esa noche no fue una excepción, sólo que al cruzar las vías se le enredó un pie en las traviesas y cayó al suelo. Trató de zafarse, pero el vino y el sueño pudieron más que él y se durmió sobre los raíles, se durmió para siempre, ya que cuando pasó el tren a la mañana siguiente, no dejó de Juanito mas que un amasijo de trapos ensangrentados.
Aquella tarde, en la taberna, alguien comentó la ausencia del tonto y los demás asintieron. Apenas se habló más de él, sólo de tarde en tarde, alguien recordaba alguna paliza dada a Juanito y la trastada que lo hizo merecedor de la misma.
Las tarde volvieron a acortarse y las primeras nieves se posaron en las cimas de los montes. Pronto todo sería blanco y los viejos se preparaban para pasar otro invierno haciendo acopio de leña y comida. En la taberna se miraban en silencio y se preguntaban para si cuántos saldrían vivos de ese invierno. Hasta ellos llegó el pitido del tren al pasar por la estación, pero ya no paraba nunca en Arrumbel
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