EL MOVIL
Buenos Días. Le habla Maite, de Vitafone, ¿En qué puedo ayudarle?
Buenos días. Verá usted: hace unos días compré un móvil y me está ocurriendo algo
Algo muy extraño...
— ¿Su móvil es de tarjeta o de contrato?
—De tarjeta, de tarjeta.
—Me dice el número, por favor.
—Sí… 600697897.
—A ver… En efecto, hace nueve días que se activó la tarjeta, ¿Qué es lo que le ocurre?
—Pues verá usted, he tenido muchos móviles y nunca me había ocurrido esto:
estoy recibiendo llamadas de un número desconocido para mí…
— ¿Ha probado a llamar a ese número?
—Claro, pero no contesta nadie ni me dice nada y estoy un poco cansado ya que
suena a cualquier hora y en cualquier sitio, imagínate.
—Me hago cargo, debe ser una molestia.
— ¿No podrían ustedes hacer algo? Estoy dispuesto a cambiar de operador si esto
no se soluciona.
—Por teléfono va a ser muy difícil desde luego. ¿Te podrías acercar por
la sucursal más próxima que tengas? Seguro que allí podrán hacer algo.
Di que te manda Maite, a ver si hay suerte.
—Vale, gracias.
—A ti, buenas tardes.
-- Buenas tardes, me manda Maite, de la central.
Sí, a ver en que te puedo ayudar, yo soy Begoña.
—Pues verás, ya le expliqué a Maite lo que me ocurría, es algo muy extraño,
nunca me había ocurrido y hace mucho que tengo móvil.
_Dime qué es, a ver si lo podemos solucionar.
—Eso espero porque estoy dispuesto a cambiar de compañía si no se soluciona
el problema.
Vamos a ver, ¿qué es lo que te ocurre?
—Pues que desde hace unos días recibo llamadas de un número desconocido y
cuando contesto no hay nadie al otro lado, no me responde nadie.
— ¿Me dices tu número?
— Sí… 600697897
— Ese número se volvió a activar hace nueve días…
— Eso ya me lo dijo Maite. ¿Qué significa “se volvió a activar”?
— Pues eso, que se volvió a activar, que antes era de otra persona que lo dio de baja
o dejó de usarlo, nada más.
— Nada más… no sabía que hacían ustedes eso. Bueno, no es más que un número, supongo.
— Sí, sólo un número…
— ¿De quién era antes?
— Eso no sé si te lo puedo decir, compréndelo.
— Es que soy un poco supersticioso ¿sabes? Y estas cosas me dan un poco de yuyu…
— No te comas el coco, estas cosas pasan todos los días y no ocurre nada raro. A ver… Luís Andujar Oliva… eso es… Bueno. No te puedo dar más información.
— Gracias, creo que con eso me basta de momento pero esto no evitará que me sigan
llamado desde ese número, y eso es lo que tengo que averiguar, el número desde el
cual me llaman.
Vamos a tratar de depurar tu línea y así conseguiremos saber quién te llama y te quedarás tranquilo.
— Vale, eso espero.
— Soy Begoña, de Vitafone, hemos averiguado algo que creo te interesará, toma nota
y recuerda que yo no te he dicho nada, lo que pasa es que todo esto me da un poco
de morbo así que ya me dirás como acaba todo. Hemos encontrado un nombre:
Begoña López Achabal, no te puedo decir nada más y me la estoy jugando. Bye.
— Muchas gracias, Begoña, yo creía que estas cosas eran más frías, que sólo
erais voces tras un teléfono. Tenemos que vernos.
Luís Andujar Oliva… sólo un nombre, tres palabras sin sentido para mí pero tal
vez la clave de un enigma… creo que estoy un poco pasado, tendré que dejar de
ver Cuarto Milenio. Miraré en la guía de teléfonos, a veces nos esforzamos en buscar
en sitios raros y tenemos la información a la mano y sin complicaciones…
Andujar Oliva… ele, este puede ser. Llamaré a ver que ocurre.
— ¿El señor Andujar, por favor…?
—¿Quién le llama? La voz sonaba muy lejana y temblorosa, me dio miedo, escalofrío.
— Usted no me conoce, quisiera hablar con él si hace el favor…
— No se puede poner… lo siento. La voz sonaba ahora entrecortada, como entre sollozos.
— Oiga ¿le ocurre algo? ¿Se encuentra bien?
— Perdóneme, no puedo seguir hablando. Adiós.
— ¡Oiga, oiga, por favor…! Ha colgado.
Andujar Oliva, ele… Montequinto 27… segundo b… pues allí voy, no queda lejos de aquí.
—¿Sí….? Era la misma voz del teléfono, sólo que el telefonillo la distorsionaba un
poco pero no me cabía la menor duda.
— Perdone que la moleste… hace un momento hemos estado hablando por teléfono
y me ha dejado usted preocupado, me gustaría hablar con usted, perdóneme si le
parezco entrometido, pero la verdad es que tengo mucho interés en conocerla y
hacerle algunas preguntas.
— ¿Es usted policía?
— ¡No, por Dios, no soy policía!
— … Suba.
Una chica joven, ojerosa, muy triste, con las lágrimas a punto de salir y una mirada
perdida, ausente…
— Me llamo Antonio.
— Begoña
— Cuantas Begoñas…
— ¿Cómo dices?
— Nada, flipes míos
— Pasa.
— ¿Vengo en mal momento?
— No, no es eso, no te preocupes… ¿De qué querías hablar?
— La verdad es que no sé por donde empezar… todo esto es muy raro.
¿Dónde está tu padre?
— Muerto. Su alma conmigo, su cuerpo volvió al mar de donde él decía que
procedemos todos.
La cara de Begoña se había endurecido, parecía de cera de puro inexpresiva,
sus ojos estaban fijos en un punto del infinito, sus brazos le caían a lo largo del
cuerpo y sus manos aparecían inertes, como muertas.
— ¿Quieres decir que ha muerto, no…?
— Sí, eso es.
— Pues no sabes cuanto lo siento. Será mejor que me marche.
— ¿Qué querías?
— No… nada… cosas mías. Adiós
— Espera, dime que querías, para nada no te hubieras tomado tantas molestias.
— Es que es muy extraño y no sé si tu… bueno si estás en el mejor momento
para oír esas cosas.
— Espera un minuto, vamos a tomar un café y me lo cuentas.
— Como quieras, no será porque no te lo he advertido.
— ¿Cómo dijiste que te llamabas?
— Antonio, me llamo Antonio, y tu Begoña, ¿no?
— Eso es. Espera un minuto.
Begoña me resultaba extraña, como ausente. Quizás necesitara distraerse
y mi visita le había venido bien, ojala fuera eso y de paso yo aclarara el
misterio de las llamadas al móvil.
— Bueno, ya estoy aquí.
— ¿Sabes que arreglada mejoras mucho?
— Déjate de tonterías conmigo.
— Perdona, sólo intentaba ser amable… romper el hielo.
— Perdóname tú a mí, estoy un poco borde últimamente.
— Vale, no te preocupes, todos tenemos días malos.
— A ver, ¿Qué es eso tan importante que me quieres contar?
— Una tontería, y con tu padre muerto no podré averiguar nada de todas maneras.
— Veamos si yo te puedo ayudar…
— Verás: desde hace unos días recibo llamadas en el móvil de un número desconocido
y he conseguido averiguar que ese número lo tenía tu padre. ¿Extraño, verdad?
— No, los números se los dan a otros usuarios pasado un tiempo.
— Lo curioso es que también sé quien llama.
— ¿Quién? —La cara de Begoña había cambiado, se había vuelto más dura e
inexpresiva aún.
— Es una mujer… Quizás esté metiendo la pata, lo siento.
— No te preocupes, si te voy a decir hasta el nombre: Begoña
— ¡¿Cómo sabes tu eso?!
— Yo sé muchas cosas y esta historia es muy larga.
— Si quieres lo dejamos, te veo nerviosa.
— No. Creo que me vendrá bien hablar contigo, después de todo los protagonistas
de la historia están muertos ya y hasta es bonita y todo.
— No te entiendo…
— Begoña y mi padre fueron novios cuando eran muy jóvenes, se conocieron co
calcetines y espinillas y estuvieron muchos años saliendo, hasta que mi padre
entró en la universidad. Allí conoció a mi madre y, según ellos fue un flechazo,
amor a primera vista, y empezaron a salir. Se hicieron novios y todo iba viento en
popa pero mi padre no había olvidado a Begoña, ya sabes, eso del primer amor… Mi
padre acabó la carrera y se casaron en cuanto pudieron ya qué él tenía que irse a
otra ciudad a trabajar y en el equipaje se llevó el recuerdo de Begoña a la que incluso
escribía de vez en cuando. Nací yo y todo parecía de color de rosa, éramos una
familia de anuncio de televisión, mis padres jóvenes y guapos, yo rubia y sabihonda
y una economía saneada. Años después volvimos aquí y la historia de Begoña empezó
de nuevo y con más fuerza que nunca, creo que ya se veían a escondidas y mi
madre debía sospechar algo, pero nunca dijo nada.
Yo ya tenía una edad en la que me daba cuenta de todo y, aunque nadie decía nada,
yo notaba que mi casa se iba enfriando, mis padres se iban distanciando y yo estaba
cada vez más sola. Hace dos años murió mi madre, le detectaron cáncer de mama
pero fue demasiado tarde, voló y se fue en unos meses… no sufrió, menos mal…
—Está refrescando, ¿nos vamos?— Begoña se había quedado mirando a un
punto perdido y había empezado a llorar en silencio.
— Como quieras. Vamos a mi casa y termino de contarte la historia, así sabrás
quien te llama al móvil y por qué.
La casa de Begoña parecía sacada de una película de miedo, muy oscura vacía,
extrañamente vacía de muebles y cosas, sólo había en ella lo estrictamente
indispensable para vivir.
— Nos quedamos en la muerte de mi madre ¿no?
— Sí, creo que sí
—Pues al principio creí que mi padre no lo soportaría, a pesar de todo estaba
muy unido a mi madre y, como él decía, se habían acostumbrado el uno al otro,
a sus silencios, a sus ausencias aparentes, ya sabes… Pero no tardó en aparecer
en escena Begoña. Un día se hicieron los encontradizos y me la presentó.
Tenía cara de solterona, muy arreglada, eso sí, y con un gusto exquisito.
A partir de entonces me tuve que acostumbrar a ella ya que mi padre no
dejaba de verla, salían juntos y yo creo que hasta se acostaban. Un día ella
me contó su historia y me conmovió, nunca había dejado de querer a mi padre
y no estuvo jamás con otro hombre para no serle infiel y todo eso mientras él
estaba casado con otra, pero sé que tampoco la olvidó nunca, hasta el punto de
ponerme su nombre, lo que no sé cómo sentaría a mi madre cuando lo descubrió.
Todo seguía dentro de la más absoluta normalidad y, una vez vencidos ciertos
prejuicios, mi padre traía a casa a Begoña con frecuencia y, poco a poco, nos
fuimos haciendo amigas. Su tema de conversación favorito era mi padre, estaba
profundamente enamorada de él y ahora que lo había reencontrado era como si
quisiera recuperar el tiempo perdido sin él y me hacía contarle cosas de él, cosas
triviales, sin importancia pero que a ella parecían llenarle esos años de vacío y
soledad en que mi padre estuvo casado con mi madre.
A veces pasábamos tardes entras viendo
fotos de mis padres y yo le explicaba los sitios donde estaban hechas y las
circunstancias que se daban en algunos casos. En la mayoría de las fotos
aparecía mi madre y ella me sorprendía diciendo que de alguna forma quería también
a mi madre, como si por radiación pudiera querer todo lo que hubiera estado
relacionado con mi padre.
Nunca había visto a nadie querer así, ni pensaba que se pudiera querer de esa
manera a alguien, con esa especie de veneración casi religiosa. Begoña adoraba
a mi padre, lo miraba embelesada, lo mimaba, era su referencia, su norte, vivía
por y para él y contagiaba felicidad, ilusión, amor.
A veces los miraba cuando estaban juntos y pensaba que me gustaría verme así
con el paso de los años, sentirme querida y querer de verdad a pesar de los
años y de la madurez. Parecían dos adolescentes enamorados haciéndose
arrumacos, contándose secretillos, jugueteando todo el día. También los oía
discutir a veces, siempre por nimiedades, pero mi padre tenía mucho genio y
ella no le iba a la zaga, así que cuando se enfrascaban en una discusión era de las
buenas, lo bueno era que siempre acaban riéndose uno del otro y para celebrarlo
se iban al cine o a tomar una copa solos y yo me quedaba mirándolos con una
mezcla de ternura y envidia sana ya que yo era feliz viendo feliz a mi padre y
pensaba que mi madre, desde donde quiera que estuviera, también lo sería,
estaba segura de ello.
Me hubiera gustado verlos envejecer juntos y haberle dado nietos a mi padre pero
aquella fatídica tarde se cruzaron por la carretera de la costa con un conductor
borracho que los tiro por la cuneta y el coche, después de dar varías vueltas acabó
en el mar. Al día siguiente encontraron el coche con el cuerpo de ella dentro, el de
mi padre jamás se encontró y por eso ella lo sigue llamado al móvil… No me mires
así, no me he vuelto loca ni nada de eso.
— ¿De verdad piensas eso?
— No, pero me gustaría que fuera verdad, ¿sería bonito, verdad?
—¿Sabes? Creo que pasas demasiado tiempo sola y eso no es sano. Podíamos
quedar para mañana ¿no? Espera… me está sonando el móvil. ¡Es Begoña!
— Dámelo… Sí… Begoña…? ¡No me digas!... no sabes cuanto me alegro. Dile que
siempre lo querré y a ti también. Que seáis muy felices. Adiós. Era Begoña,
dice que por fin ha encontrado a mi padre y ahora está juntos ya
para siempre… que bonito, ¿no?
2/09/2008
1/10/2008
HISTORIA DE UN HUEVO
Nací una mañana, aunque no sé muy bien cómo conozco ese dato, ya que allí
siempre había la misma luz mortecina amarillenta y la misma temperatura
húmeda y agobiante, tal vez lo intuí. Nací una mañana y al abandonar el
confortable calor de mi madre y la compañía de mis inmaduros hermanos
tengo que reconocer que sentí cierto miedo, no me avergüenzo de confesar
que me sentí inseguro. Yo me esperaba otra cosa, la verdad, en mis sueños
de embrión y tal vez por una memoria genética de algún antepasado, me
figuraba que una vez fuera me encontraría en una verde pradera, rodeado
de florecillas, con muchos hermanos alrededor y siempre bajo la atenta y
vigilante mirada de mi madre, cerca de su calor seguro y confortante.
Picando bichillos, gusanillos, insectos, no sé. A mi padre me lo figuraba
altivo, imponente, pregonando su hegemonía a los cuatro vientos y siempre
atento a mi madre con su cresta enhiesta y roja y sus barbas dándole
respetabilidad y dignidad entre los demás habitantes del gallinero.
Tampoco sé decir por qué, pero estaba seguro de que sería macho y aún a
sabiendas de que el destino de los machos es más triste que el de las hembras
y sus vidas más efímeras, prefería ser macho y parecerme a mi padre con
su cola negra y su cuello de reflejos metálicos. A pesar de que intuía que
podía terminar mis días colgado boca abajo, desangrado, con la palidez de
la muerte en mi piel y mostrando la más patética desnudez en una vulgar
carnicería, esperando que una ama de casa decidiera que engrosara su
prosaico puchero o me convirtiera en filetitos empanados para dar de comer
a un niño melifluo y mantecoso; pero a pesar de todo eso prefería ser macho
y en mi breve y arriesgada estancia sobre la tierra sacar a la vida el máximo
jugo, subirme a lo alto del gallinero y, con un alto y profundo kikirikí, decir
a todos aquí estoy yo dispuesto a comerme el mundo, a ser el macho del
grupo y tener a mi alrededor a todas las pollitas en edad de merecer y
hacerlas poner muchos huevos y tener muchos hijos que se parecieran a mí
y que algún día me recordaran orgulloso y digno, desafiando a todos en lo alto
del tejado o ¿por qué no? inmortalizado en lo alto de la veleta indicando a todos
durante años la dirección del viento.
Pero todo lo anterior eran sólo sueños imposibles, recuerdos genéticos que llenaban
mi cerebro de embrión ansioso de vivir. El sonido de la granja me iba llegando a
oleadas y empecé a entender que allí debía haber muchos más como yo, sonaban
muchas madres que comentaban sus cosas entre ellas, la mayoría ponían los
huevos con la frecuencia deseada y así esperaban seguir mucho tiempo, ya que
conocían el destino de aquellas que ya no eran capaz de dar de si lo que se esperaba
de ellas: acababan en el matadero, desgastadas, esquilmadas, agotadas después de
haber sido máquinas ponedoras sólo ocupadas en comer y poner, comer y poner.
Si el destino de un pollo en la carnicería era triste, el de una gallina tenía algo de
cruel y desagradecido, era como mostrar desnuda y muerta a una madre que lo
ha dado todo por sus hijos, pero al parecer esto era lo que se podía esperar de la
condición humana.
Reconocía la voz de mi madre entre la algarabía de todas las gallinas y deseaba
estar con ella, sentirme cerca de sus plumas blancas y cálidas, pero lentamente
me sentía empujado por otros como yo y todos caíamos rodando en una lenta
y suave pendiente. La voz de mi madre se alejaba inexorablemente y la frialdad
de los hierros por los que nos deslizábamos hacía aún más patente mi desamparo
y aumentaba mi angustia. Algo me decía, tan pronto, que aquello acabaría mal y
mis sueños se frustrarían todos. Empezaba a sentir miedo y me inquietaba mi
destino, no podía hablar con mis semejantes y me hubiera gustado preguntarles
si sentían lo mismo que yo, si tenían los mismos miedos, si les temblaba la yema
como a mí ante lo desconocido de nuestro destino y así empecé a saborear algunos
de los ingredientes más amargos de la vida, el miedo, la soledad, la impotencia ante
el destino que parece estar escrito a pesar de nuestros sueños y nuestras ilusiones.
La carrera continuaba a trompicones y empujones y de pronto me sentí el cascarón
húmedo y tibio: nos estaban lavando y después nos secaron con aire caliente y
aquello me gustó después de tanto hierro frío y tanto empujón, me hizo sentirme
un poco más cómodo, pero la agradable sensación duró poco, en seguida me sentí
succionado, sentí que algo se había pegado al cascarón y me elevaba por el aire.
No conocía el vértigo y puedo asegurar que es muy desagradable la sensación de
miedo a caer y acabar aplastado contra el suelo, con la yema reventada y
la clara suelta. Algunos debieron caer y permanecían moribundos en el suelo,
esperando el pisotón de gracia o la repugnante fregona que los convirtiera en
masa informe y amarillenta para acabar hechos hilachas de cadáver de huevo en
un caldo negro y maloliente en el cubo de la fregona.
El artefacto que me elevó por los aires terminó su cometido y me soltó, reconozco
que sentí alivio al sentirme sobre algo sólido, pero rápidamente me embargó otra
extraña sensación y pensé si era necesario tanto sufrimiento, si tenían que ensañarse
con nosotros de esa manera: no me podía mover, me sentía encajado en un sitio que
coincidía con mi forma de huevo y me aprisionaba y para colmo me sentí encerrado
y a oscuras, habían cerrado aquel instrumento de tortura y nos habían incomunicado
a todos. En seguida supe que no estaba solo, muy cerca de mí sentía a mis compañeros
y a algunos creo que los conocía de algún empujón anterior. A pesar de todo, empecé a
sentirme mejor, aquello no se movía tanto y la temperatura era agradable, incluso
el ruido llegaba amortiguado de forma que me quedé dormido debido al cansancio
y los sobresaltos.
Poco duró lo bueno, el frío me despertó, un frío seco y punzante que nos hacía tiritar
a todos y empecé a desear que todo aquel suplicio acabara cuanto antes, no me sentía
con fuerzas para seguir viviendo y tampoco sabía si merecía la pena tanto sufrimiento,
pero algo cambió: nos estábamos moviendo de nuevo ¿Qué ocurriría ahora?
¿Qué sería de nosotros? ¿Cómo acabaríamos? De momento el frío cesó, no es que
hiciera calor, pero ya no era tan punzante, ya no nos hacía temblar y dejamos
de sentir calambrazos en las claras y lo que era patente era el movimiento,
estábamos encerrados en una especie de cajón cuadrado y oscuro que se movía
haciendo mucho ruido. Íbamos muchos de nosotros y al poco tiempo empezamos
a sentirnos unos a otros. Ninguno sabía a dónde nos llevaban, nadie había vuelto
de donde quiera que fuéramos así que aquello era un viaje sin retorno hacia lo
desconocido y tengo que reconocer que empezaba a sentirme decepcionado,
por no decir deprimido. Todos mis sueños de pollo, de gallito, se estaban viniendo
a abajo y estaba seguro de que nunca me posaría en lo alto del gallinero para ver
crecer a mi prole y nunca disfrutaría de los placeres del amor rodeado de pollitas
blancas y regordetas de mirada insinuante.
Casi no me hubiera importado ser gallina, hubiera vivido más y al menos hubiera
visto la luz, si no del día, de la nave de la granja, pero ésto...¡valiente desengaño!
Todos aquí amontonados en un cajón enorme, negro y ruidoso y yendo a ninguna parte.
Se empieza a notar cierto calorcillo y algo de mal olor. Por nuestro lado pasan otros
objetos que hacen el mismo ruido que el nuestro y al cruzarse tocan una especie de
trompeta, como si se saludaran. El ritmo del viaje ha decrecido, ahora es más a
trompicones, con muchas paradas e inicios y el ruido de fuera es ensordecedor,
me gustaría saber qué ocurre ahí para que haya tanto jaleo de pitos y trompetas
y voces de humanos. Aquí dentro estamos sometidos a un continuo vaivén que, de
no ir tan bien empaquetados, ya habría dado al traste con nuestro cascarones, de
todas formas me parece que alguno ha sufrido fractura y morirá por desecación; tal
vez sea mejor así, acabar de una vez este descenso a los infiernos.
Esto se ha vuelto a parar y debemos estar en un sitio grande y muy vacío, a juzgar
por el eco de las voces de los humanos. Nos mueven de un lado a otro, pero ahora
lo hacen con sumo cuidado, casi con delicadeza se podría decir y al final nos ponen
en un sitio fresco y silencioso, apilados hasta una altura considerable. Menos mal que
no me tocó arriba del montón, mi vértigo no lo hubiera resistido. Siento que mis
colegas se revuelven en sus cómodos compartimientos, aunque no podemos hablar
nos comunicamos de una forma sensitiva, como si lanzáramos una especie de onda
que al volver rebotada nos trae información del punto aquel hacia donde fue y así
sabemos unos de otros, lanzando constantemente ondas a un lado y otro y gracias
a este fenómeno, sé que algunos no han resistido el viaje y han muerto, otros, débiles
de nacimiento, no han soportado el frío y sus yemas han dejado de latir y ahora estarán
lasas, como una mancha de aceite en el agua...triste final para un huevo, pero qué le
vamos a hacer si este parece ser nuestro destino.
Trataré de dormir un poco, no sé lo que nos puede esperar dentro de un rato y es mejor
que me coja descansado. De camino intentaré soñar con mi pradera favorita y disfrutaré,
con la imaginación, de los placeres del amor y de la familia y al final del sueño me veré
en la veleta de la iglesia, inmortalizado como vigilante de los cuatro vientos, con el cuello
estirado en la mueca del inicio del canto y las plumas de la cola ondeadas por la brisa.
Me ha despertado el estruendo. No conozco a los humanos, pero de ellos podría decir que
son, principalmente, crueles y ruidosos, muy ruidosos. Nos han puesto en un sitio muy distraído, apilados, somos muchos y temo que los de abajo no soporten tanto peso encima. Frente a nosotros pasan muchos humanos, sobre todo mujeres que hablan y hablan,
algunas huelen muy bien y siento que cogen cajas como la mía, como en la que yo me
encuentro junto con once colegas más. Constantemente suena un ruido agradable con
una voz melodiosa que cuenta historias, una de un niño que nació en un pesebre, otra
de unos peces que no paran de beber y otra de una virgen que tiene la cara gitana.
Me gustan esas historias, pero de vez en cuando ponen otro ruido machacón e
insistente con una voz que dice ponte a brincar, ponte a brincar y luego habla de
su estatura y de algo que tiene bajo la cintura. Cada vez me parecen más extraños
estos humanos.
Esta mañana ocurrió algo muy triste, se acercó a nosotros un humano bajito, creo
que era un niño, y cogió una de las cajas donde nos encontramos y la abrió, después
le dio la vuelta y cayeron todos al suelo rompiéndose ante el griterío de la madre del
niño y el alborozo de este por la hazaña. Se hizo el silencio entre nosotros, después
de tanto tiempo juntos nos conocíamos, incluso éramos familia algunos y ahora sólo
nos quedaba contemplar el espectáculo de sus yemas reventadas y sus claras esparcidas
por el frío y brillante suelo. La música cesó por unos instantes y en su lugar lanzaron
una llamada al servicio de limpieza. Lo que venía a continuación lo sabíamos ya y nos
volvimos para no presenciarlo, el indigno y vergonzoso espectáculo de ver a nuestros
congéneres reducidos a una amalgama de agua sucia y gelatina amarillenta. Pero la
vida seguía y allí no dejaban de detenerse y coger cajas y yo empecé a preguntarme
para qué nos querrían los humanos, si era para tirarnos al suelo como el niño aquel, me
parecía de lo más absurdo, pero no me hubiera extrañado demasiado después de lo
que estaba comprobando.
Era la tercera vez que alguien tomaba en sus manos nuestra caja, la abría y volvía
a ponerla donde estaba y aquello me desconcertaba, nadie sabía qué ocurría, por
qué hacían aquello con nosotros, éramos huevos como los demás, del mismo peso
y del mismo tamaño y nos sentíamos discriminados, despreciados. Desconocíamos
la suerte que corrían los que se iban, pero al menos se iban de allí, sin embargo
nosotros éramos rechazados y me empeciné en saber por qué y no tardé mucho
en averiguarlo: uno de los habitantes de la caja había muerto con el cascarón roto
y ese parecía ser el motivo del rechazo por parte de los humanos. Nos querían
vivitos y coleando, no sabíamos para qué, pero nos querían vivos e íntegros así
que nuestro futuro se anunciaba oscuro e impredecible.
De pronto, la caja se empezó a mover de nuevo, pero esta vez no la abrieron, sino
que la depositaron sobre algo que no paraba de moverse y que sonaba a hierros
y cristales y a algún líquido que se bamboleaba dentro de un recipiente. Mi sentido
del equilibrio me decía que estábamos en peligro y notaba cómo íbamos
resbalando sobre superficies irregulares hasta quedar en una postura muy
comprometida, apoyados en los hierros de aquel artefacto inquieto y ruidoso
por un lado y por el otro apenas posados sobre una superficie fría y resbaladiza, cuyo
olor me hizo pensar en mi madre y en la granja. Aquello no paraba de moverse
y a cada curva nos resbalábamos hacia un lado u otro y, lo que era peor, no
dejaban de amontonar cosas encima de nosotros. Algunos de mis colegas empezaban
a quejarse y a temer por sus vidas y yo, trataba de darles ánimos y decirles cosas
que los distrajeran un poco, yo, que cada vez me sentía peor y llegaba a desear
que un objeto de aquellos que sentíamos caer encima, duros, puntiagudos, acertara
a darme en lo alto de mi forma de huevo y acabara con este martirio sin fin y sin
sentido.
El estrépito cesó por unos instantes y sentí como nos sacaban de donde estábamos
y nos ponían sobre una superficie que vibraba y se movía lentamente ¿Qué nuevo
sobresalto nos esperaría? estábamos rodeados de pitidos y zumbidos extraños y
en algún momento se interrumpió el lento deslizar y fuimos pasados por una
extraña luz que nos atravesó, yendo después a parar a una superficie como la anterior,
pero esta vez inmóvil. Poco después sentí que compartíamos un espacio reducido
con unas botellas que amenazaban con aplastarnos en cualquiera de aquellos
movimientos bruscos y fuimos a parar de nuevo a un artefacto de alambre, ruidoso
y móvil. Emprendimos otro viaje sin destino conocido, éste no era tan sinuoso
aunque tenía algunas pendientes. Por fin, después de un corto trayecto, nos paramos
de nuevo y, juntos con las botellas en el pequeño recipiente, fuimos cambiados de
sitio, ahora estábamos en un lugar pequeño donde nos fueron amontonando junto
con otros objetos, procurando que todos cupiéramos y ocupáramos el menor espacio posible.
Se hizo la oscuridad total después de un gran portazo. Me reitero en que los humanos
son muy ruidosos, además de inquietos y crueles.
El pequeño habitáculo se puso en movimiento; no creo que nunca un huevo se haya
movido tanto en tan poco tiempo. Aquello vibraba fuertemente y se calentaba por
momentos. Un fuerte y extraño olor llenó el poco espacio vacío y empezó de nuevo
la carrera de acelerones y parones, de ruidos inexplicables y algunas voces de humanos
que, a juzgar por el tono y el volumen, no debían decir cosas agradables.
Una pregunta me asaltó, una cuestión que hasta entonces nunca me había planteado
y no sabía de qué manera encontraría respuesta para ella: ¿cuánto vive un huevo?
al estar sometido a estos cambios constantes de luz a oscuridad he perdido la noción
del tiempo y casi no podría precisar cuando nací y por tanto no sé los días que cuento
de vida. Tampoco sé si merece la pena saberlo y vivir en la consciencia de lo efímero
de la vida, contando los días que faltan para el final y pensando que no merece la pena
tanto esfuerzo y tanto sufrimiento, pero ¿Que otra vida podría llevar un huevo?
La memoria genética me habla de tiempos pasados en que los humanos y las gallinas
tenían relación, éstas ponían los huevos y aquellos los buscaban, bien para venderlos,
bien para dejarlos incubar si eran fecundos y al parecer aquella relación se mantenía
largo tiempo y los pollos y las gallinas vivían en los campos sujetos a los ciclos naturales,
a las horas de sol, a los calores y a los fríos, pero todo está desnaturalizado, automatizado.
Nada es igual que antes. ¿Cómo será la vejez de un huevo? ¿se arrugará el cascarón
y la yema perderá el color? o ¿la clara se volverá turbia y opaca? Quién sabe, yo intuyo
que nunca lo sabré.
De nuevo nos hemos parado, nos sacan del pequeño habitáculo en el que llegamos
aquí y nos ponen en el suelo junto a las amenazantes botellas. Creo que ya sólo
quedamos nueve, en el último tramo del viaje han muerto dos más. No me resigno
a que nuestro destino sea este, morir aprisionados por unas botellas o estrellados
en el suelo a manos de un pequeño humano. No me gustaría morir así, aunque no sé
como me gustaría morir, ni si me gustaría siquiera.
El suelo se mueve, pero se mueve hacia arriba, estamos subiendo. Sería gracioso
que al final fuera a parar al tejado de mis sueños. Se ha parado. Otra vez nos
mueven, más agitación, más bamboleo y ahora se escuchan voces de más humanos,
hablan muy alto, como si cada uno tratara de acallar al otro y lo que consiguen es
un galimatías de voces y ruidos. Espero que no seamos nosotros los que paguemos las consecuencias. Han sacado las botellas de nuestro lado, es un alivio después de todo.
Nos ponen encima de una mesa en posición horizontal y cada uno tratamos de
ordenar nuestras yemas y claras después de tanto ajetreo. Los pobres que han muerto quedarán flotando, inertes, descompuestos. Abren la caja...nos están cogiendo uno a uno,
los rotos van a la basura, indigno final. ¡Ahh! me han cogido y puedo asegurar que resulta agradable el tacto de una mano humana, es la primera vez que lo siento y realmente
me gusta, es cálido, suave, tiene algo de animal y no puedo evitar acordarme
de mi madre, de su agradable plumón del que tan poco tiempo pude disfrutar.
Mi vértigo me dice que estoy a cierta altura y el temblor de mi yema me indica que
estoy otra vez en un sitio frío. También es obsesión la de los humanos con el frío.
No sé por qué, pero intuyo que el final se acerca, creo que estoy aquí desde ayer,
ya sólo nos movemos en un suave vaivén de puerta que se abre y cierra y sólo
quedamos cuatro, anoche sacaron a cinco y no se ha vuelto a saber nada de ellos.
Deseo que hayan tenido un buen fin, o al menos que no hayan sufrido
demasiado...me gustaría tanto saber qué ha sido de ellos, saber cómo están si es
que aún "están", saber qué va ser de mí...
Los ruidos de la casa indican que ya es de día y una de las primeras cosas que hacen
todos al levantarse es abrir la puerta de donde nos encontramos, sacan cosas, meten
cosas, preguntan, discuten y a veces acaban dando un portazo que nos hace estremecer
en los agujeros en que estamos encajados.
Me estaba quedando dormido después de la algarabía del despertar cuando me han
sacado de mi agujero y me han puesto en un sitio donde siento agua cerca, la siento
caer desde cierta altura ¿Estaré en el campo? no, sería demasiado bonito como final,
porque estoy seguro de que mi final está cerca. Estoy recuperando la temperatura
normal incluso me da el sol a través de una ventana y es muy agradable la sensación,
mi yema se despereza y la clara se estira. A mi lado hay un foco de calor, lo siento
cerca y potente y diría que sobre el mismo crepita un líquido. Tengo un mal presagio.
Me han cogido otra vez, pero ahora no me tratan como la otra vez...¡Oh! me han
golpeado en la panza...me han roto el cascarón, esto es el principio del fin...Me
desalojan y me arrojan sobre un ardiente liquido ¡Oh! es horrible, espero acabar
pronto, no lo resistiré mucho tiempo. Ahora me ponen algo blanco y duro de sabor
salado ¡Basta, por favor, ya está bien! Me arrojan liquido ardiente por encima, esto
es el colmo de la crueldad.
Ahora me sacan a un plato frío, ¡Que alivio! pero para nada, siento que muero, las
quemaduras han sido muy graves y sin mi cascarón no sobreviviré más de unos
minutos.
Por fin conozco a un humano, lo tengo sobre mí y siento que me mira con gula, se
relame al contemplarme. Por cierto, son feos con esos enormes agujeros por los que
respiran y esos pelos que les cubren la cabeza y parte de la cara. Los ojos no están
mal, son bonitos y se ve la vida en ellos, la vida, eso que siento que se me va por
instantes... ¡Oh! han introducido un trozo de pan en mi pobre y quemada yema...es
el fin.
Adiós sueños de gallo de veleta, adiós sueños de macho del gallinero, adiós sueños
de padre prolífico. Adiós, termino mis días como un vulgar y prosaico huevo frito.
siempre había la misma luz mortecina amarillenta y la misma temperatura
húmeda y agobiante, tal vez lo intuí. Nací una mañana y al abandonar el
confortable calor de mi madre y la compañía de mis inmaduros hermanos
tengo que reconocer que sentí cierto miedo, no me avergüenzo de confesar
que me sentí inseguro. Yo me esperaba otra cosa, la verdad, en mis sueños
de embrión y tal vez por una memoria genética de algún antepasado, me
figuraba que una vez fuera me encontraría en una verde pradera, rodeado
de florecillas, con muchos hermanos alrededor y siempre bajo la atenta y
vigilante mirada de mi madre, cerca de su calor seguro y confortante.
Picando bichillos, gusanillos, insectos, no sé. A mi padre me lo figuraba
altivo, imponente, pregonando su hegemonía a los cuatro vientos y siempre
atento a mi madre con su cresta enhiesta y roja y sus barbas dándole
respetabilidad y dignidad entre los demás habitantes del gallinero.
Tampoco sé decir por qué, pero estaba seguro de que sería macho y aún a
sabiendas de que el destino de los machos es más triste que el de las hembras
y sus vidas más efímeras, prefería ser macho y parecerme a mi padre con
su cola negra y su cuello de reflejos metálicos. A pesar de que intuía que
podía terminar mis días colgado boca abajo, desangrado, con la palidez de
la muerte en mi piel y mostrando la más patética desnudez en una vulgar
carnicería, esperando que una ama de casa decidiera que engrosara su
prosaico puchero o me convirtiera en filetitos empanados para dar de comer
a un niño melifluo y mantecoso; pero a pesar de todo eso prefería ser macho
y en mi breve y arriesgada estancia sobre la tierra sacar a la vida el máximo
jugo, subirme a lo alto del gallinero y, con un alto y profundo kikirikí, decir
a todos aquí estoy yo dispuesto a comerme el mundo, a ser el macho del
grupo y tener a mi alrededor a todas las pollitas en edad de merecer y
hacerlas poner muchos huevos y tener muchos hijos que se parecieran a mí
y que algún día me recordaran orgulloso y digno, desafiando a todos en lo alto
del tejado o ¿por qué no? inmortalizado en lo alto de la veleta indicando a todos
durante años la dirección del viento.
Pero todo lo anterior eran sólo sueños imposibles, recuerdos genéticos que llenaban
mi cerebro de embrión ansioso de vivir. El sonido de la granja me iba llegando a
oleadas y empecé a entender que allí debía haber muchos más como yo, sonaban
muchas madres que comentaban sus cosas entre ellas, la mayoría ponían los
huevos con la frecuencia deseada y así esperaban seguir mucho tiempo, ya que
conocían el destino de aquellas que ya no eran capaz de dar de si lo que se esperaba
de ellas: acababan en el matadero, desgastadas, esquilmadas, agotadas después de
haber sido máquinas ponedoras sólo ocupadas en comer y poner, comer y poner.
Si el destino de un pollo en la carnicería era triste, el de una gallina tenía algo de
cruel y desagradecido, era como mostrar desnuda y muerta a una madre que lo
ha dado todo por sus hijos, pero al parecer esto era lo que se podía esperar de la
condición humana.
Reconocía la voz de mi madre entre la algarabía de todas las gallinas y deseaba
estar con ella, sentirme cerca de sus plumas blancas y cálidas, pero lentamente
me sentía empujado por otros como yo y todos caíamos rodando en una lenta
y suave pendiente. La voz de mi madre se alejaba inexorablemente y la frialdad
de los hierros por los que nos deslizábamos hacía aún más patente mi desamparo
y aumentaba mi angustia. Algo me decía, tan pronto, que aquello acabaría mal y
mis sueños se frustrarían todos. Empezaba a sentir miedo y me inquietaba mi
destino, no podía hablar con mis semejantes y me hubiera gustado preguntarles
si sentían lo mismo que yo, si tenían los mismos miedos, si les temblaba la yema
como a mí ante lo desconocido de nuestro destino y así empecé a saborear algunos
de los ingredientes más amargos de la vida, el miedo, la soledad, la impotencia ante
el destino que parece estar escrito a pesar de nuestros sueños y nuestras ilusiones.
La carrera continuaba a trompicones y empujones y de pronto me sentí el cascarón
húmedo y tibio: nos estaban lavando y después nos secaron con aire caliente y
aquello me gustó después de tanto hierro frío y tanto empujón, me hizo sentirme
un poco más cómodo, pero la agradable sensación duró poco, en seguida me sentí
succionado, sentí que algo se había pegado al cascarón y me elevaba por el aire.
No conocía el vértigo y puedo asegurar que es muy desagradable la sensación de
miedo a caer y acabar aplastado contra el suelo, con la yema reventada y
la clara suelta. Algunos debieron caer y permanecían moribundos en el suelo,
esperando el pisotón de gracia o la repugnante fregona que los convirtiera en
masa informe y amarillenta para acabar hechos hilachas de cadáver de huevo en
un caldo negro y maloliente en el cubo de la fregona.
El artefacto que me elevó por los aires terminó su cometido y me soltó, reconozco
que sentí alivio al sentirme sobre algo sólido, pero rápidamente me embargó otra
extraña sensación y pensé si era necesario tanto sufrimiento, si tenían que ensañarse
con nosotros de esa manera: no me podía mover, me sentía encajado en un sitio que
coincidía con mi forma de huevo y me aprisionaba y para colmo me sentí encerrado
y a oscuras, habían cerrado aquel instrumento de tortura y nos habían incomunicado
a todos. En seguida supe que no estaba solo, muy cerca de mí sentía a mis compañeros
y a algunos creo que los conocía de algún empujón anterior. A pesar de todo, empecé a
sentirme mejor, aquello no se movía tanto y la temperatura era agradable, incluso
el ruido llegaba amortiguado de forma que me quedé dormido debido al cansancio
y los sobresaltos.
Poco duró lo bueno, el frío me despertó, un frío seco y punzante que nos hacía tiritar
a todos y empecé a desear que todo aquel suplicio acabara cuanto antes, no me sentía
con fuerzas para seguir viviendo y tampoco sabía si merecía la pena tanto sufrimiento,
pero algo cambió: nos estábamos moviendo de nuevo ¿Qué ocurriría ahora?
¿Qué sería de nosotros? ¿Cómo acabaríamos? De momento el frío cesó, no es que
hiciera calor, pero ya no era tan punzante, ya no nos hacía temblar y dejamos
de sentir calambrazos en las claras y lo que era patente era el movimiento,
estábamos encerrados en una especie de cajón cuadrado y oscuro que se movía
haciendo mucho ruido. Íbamos muchos de nosotros y al poco tiempo empezamos
a sentirnos unos a otros. Ninguno sabía a dónde nos llevaban, nadie había vuelto
de donde quiera que fuéramos así que aquello era un viaje sin retorno hacia lo
desconocido y tengo que reconocer que empezaba a sentirme decepcionado,
por no decir deprimido. Todos mis sueños de pollo, de gallito, se estaban viniendo
a abajo y estaba seguro de que nunca me posaría en lo alto del gallinero para ver
crecer a mi prole y nunca disfrutaría de los placeres del amor rodeado de pollitas
blancas y regordetas de mirada insinuante.
Casi no me hubiera importado ser gallina, hubiera vivido más y al menos hubiera
visto la luz, si no del día, de la nave de la granja, pero ésto...¡valiente desengaño!
Todos aquí amontonados en un cajón enorme, negro y ruidoso y yendo a ninguna parte.
Se empieza a notar cierto calorcillo y algo de mal olor. Por nuestro lado pasan otros
objetos que hacen el mismo ruido que el nuestro y al cruzarse tocan una especie de
trompeta, como si se saludaran. El ritmo del viaje ha decrecido, ahora es más a
trompicones, con muchas paradas e inicios y el ruido de fuera es ensordecedor,
me gustaría saber qué ocurre ahí para que haya tanto jaleo de pitos y trompetas
y voces de humanos. Aquí dentro estamos sometidos a un continuo vaivén que, de
no ir tan bien empaquetados, ya habría dado al traste con nuestro cascarones, de
todas formas me parece que alguno ha sufrido fractura y morirá por desecación; tal
vez sea mejor así, acabar de una vez este descenso a los infiernos.
Esto se ha vuelto a parar y debemos estar en un sitio grande y muy vacío, a juzgar
por el eco de las voces de los humanos. Nos mueven de un lado a otro, pero ahora
lo hacen con sumo cuidado, casi con delicadeza se podría decir y al final nos ponen
en un sitio fresco y silencioso, apilados hasta una altura considerable. Menos mal que
no me tocó arriba del montón, mi vértigo no lo hubiera resistido. Siento que mis
colegas se revuelven en sus cómodos compartimientos, aunque no podemos hablar
nos comunicamos de una forma sensitiva, como si lanzáramos una especie de onda
que al volver rebotada nos trae información del punto aquel hacia donde fue y así
sabemos unos de otros, lanzando constantemente ondas a un lado y otro y gracias
a este fenómeno, sé que algunos no han resistido el viaje y han muerto, otros, débiles
de nacimiento, no han soportado el frío y sus yemas han dejado de latir y ahora estarán
lasas, como una mancha de aceite en el agua...triste final para un huevo, pero qué le
vamos a hacer si este parece ser nuestro destino.
Trataré de dormir un poco, no sé lo que nos puede esperar dentro de un rato y es mejor
que me coja descansado. De camino intentaré soñar con mi pradera favorita y disfrutaré,
con la imaginación, de los placeres del amor y de la familia y al final del sueño me veré
en la veleta de la iglesia, inmortalizado como vigilante de los cuatro vientos, con el cuello
estirado en la mueca del inicio del canto y las plumas de la cola ondeadas por la brisa.
Me ha despertado el estruendo. No conozco a los humanos, pero de ellos podría decir que
son, principalmente, crueles y ruidosos, muy ruidosos. Nos han puesto en un sitio muy distraído, apilados, somos muchos y temo que los de abajo no soporten tanto peso encima. Frente a nosotros pasan muchos humanos, sobre todo mujeres que hablan y hablan,
algunas huelen muy bien y siento que cogen cajas como la mía, como en la que yo me
encuentro junto con once colegas más. Constantemente suena un ruido agradable con
una voz melodiosa que cuenta historias, una de un niño que nació en un pesebre, otra
de unos peces que no paran de beber y otra de una virgen que tiene la cara gitana.
Me gustan esas historias, pero de vez en cuando ponen otro ruido machacón e
insistente con una voz que dice ponte a brincar, ponte a brincar y luego habla de
su estatura y de algo que tiene bajo la cintura. Cada vez me parecen más extraños
estos humanos.
Esta mañana ocurrió algo muy triste, se acercó a nosotros un humano bajito, creo
que era un niño, y cogió una de las cajas donde nos encontramos y la abrió, después
le dio la vuelta y cayeron todos al suelo rompiéndose ante el griterío de la madre del
niño y el alborozo de este por la hazaña. Se hizo el silencio entre nosotros, después
de tanto tiempo juntos nos conocíamos, incluso éramos familia algunos y ahora sólo
nos quedaba contemplar el espectáculo de sus yemas reventadas y sus claras esparcidas
por el frío y brillante suelo. La música cesó por unos instantes y en su lugar lanzaron
una llamada al servicio de limpieza. Lo que venía a continuación lo sabíamos ya y nos
volvimos para no presenciarlo, el indigno y vergonzoso espectáculo de ver a nuestros
congéneres reducidos a una amalgama de agua sucia y gelatina amarillenta. Pero la
vida seguía y allí no dejaban de detenerse y coger cajas y yo empecé a preguntarme
para qué nos querrían los humanos, si era para tirarnos al suelo como el niño aquel, me
parecía de lo más absurdo, pero no me hubiera extrañado demasiado después de lo
que estaba comprobando.
Era la tercera vez que alguien tomaba en sus manos nuestra caja, la abría y volvía
a ponerla donde estaba y aquello me desconcertaba, nadie sabía qué ocurría, por
qué hacían aquello con nosotros, éramos huevos como los demás, del mismo peso
y del mismo tamaño y nos sentíamos discriminados, despreciados. Desconocíamos
la suerte que corrían los que se iban, pero al menos se iban de allí, sin embargo
nosotros éramos rechazados y me empeciné en saber por qué y no tardé mucho
en averiguarlo: uno de los habitantes de la caja había muerto con el cascarón roto
y ese parecía ser el motivo del rechazo por parte de los humanos. Nos querían
vivitos y coleando, no sabíamos para qué, pero nos querían vivos e íntegros así
que nuestro futuro se anunciaba oscuro e impredecible.
De pronto, la caja se empezó a mover de nuevo, pero esta vez no la abrieron, sino
que la depositaron sobre algo que no paraba de moverse y que sonaba a hierros
y cristales y a algún líquido que se bamboleaba dentro de un recipiente. Mi sentido
del equilibrio me decía que estábamos en peligro y notaba cómo íbamos
resbalando sobre superficies irregulares hasta quedar en una postura muy
comprometida, apoyados en los hierros de aquel artefacto inquieto y ruidoso
por un lado y por el otro apenas posados sobre una superficie fría y resbaladiza, cuyo
olor me hizo pensar en mi madre y en la granja. Aquello no paraba de moverse
y a cada curva nos resbalábamos hacia un lado u otro y, lo que era peor, no
dejaban de amontonar cosas encima de nosotros. Algunos de mis colegas empezaban
a quejarse y a temer por sus vidas y yo, trataba de darles ánimos y decirles cosas
que los distrajeran un poco, yo, que cada vez me sentía peor y llegaba a desear
que un objeto de aquellos que sentíamos caer encima, duros, puntiagudos, acertara
a darme en lo alto de mi forma de huevo y acabara con este martirio sin fin y sin
sentido.
El estrépito cesó por unos instantes y sentí como nos sacaban de donde estábamos
y nos ponían sobre una superficie que vibraba y se movía lentamente ¿Qué nuevo
sobresalto nos esperaría? estábamos rodeados de pitidos y zumbidos extraños y
en algún momento se interrumpió el lento deslizar y fuimos pasados por una
extraña luz que nos atravesó, yendo después a parar a una superficie como la anterior,
pero esta vez inmóvil. Poco después sentí que compartíamos un espacio reducido
con unas botellas que amenazaban con aplastarnos en cualquiera de aquellos
movimientos bruscos y fuimos a parar de nuevo a un artefacto de alambre, ruidoso
y móvil. Emprendimos otro viaje sin destino conocido, éste no era tan sinuoso
aunque tenía algunas pendientes. Por fin, después de un corto trayecto, nos paramos
de nuevo y, juntos con las botellas en el pequeño recipiente, fuimos cambiados de
sitio, ahora estábamos en un lugar pequeño donde nos fueron amontonando junto
con otros objetos, procurando que todos cupiéramos y ocupáramos el menor espacio posible.
Se hizo la oscuridad total después de un gran portazo. Me reitero en que los humanos
son muy ruidosos, además de inquietos y crueles.
El pequeño habitáculo se puso en movimiento; no creo que nunca un huevo se haya
movido tanto en tan poco tiempo. Aquello vibraba fuertemente y se calentaba por
momentos. Un fuerte y extraño olor llenó el poco espacio vacío y empezó de nuevo
la carrera de acelerones y parones, de ruidos inexplicables y algunas voces de humanos
que, a juzgar por el tono y el volumen, no debían decir cosas agradables.
Una pregunta me asaltó, una cuestión que hasta entonces nunca me había planteado
y no sabía de qué manera encontraría respuesta para ella: ¿cuánto vive un huevo?
al estar sometido a estos cambios constantes de luz a oscuridad he perdido la noción
del tiempo y casi no podría precisar cuando nací y por tanto no sé los días que cuento
de vida. Tampoco sé si merece la pena saberlo y vivir en la consciencia de lo efímero
de la vida, contando los días que faltan para el final y pensando que no merece la pena
tanto esfuerzo y tanto sufrimiento, pero ¿Que otra vida podría llevar un huevo?
La memoria genética me habla de tiempos pasados en que los humanos y las gallinas
tenían relación, éstas ponían los huevos y aquellos los buscaban, bien para venderlos,
bien para dejarlos incubar si eran fecundos y al parecer aquella relación se mantenía
largo tiempo y los pollos y las gallinas vivían en los campos sujetos a los ciclos naturales,
a las horas de sol, a los calores y a los fríos, pero todo está desnaturalizado, automatizado.
Nada es igual que antes. ¿Cómo será la vejez de un huevo? ¿se arrugará el cascarón
y la yema perderá el color? o ¿la clara se volverá turbia y opaca? Quién sabe, yo intuyo
que nunca lo sabré.
De nuevo nos hemos parado, nos sacan del pequeño habitáculo en el que llegamos
aquí y nos ponen en el suelo junto a las amenazantes botellas. Creo que ya sólo
quedamos nueve, en el último tramo del viaje han muerto dos más. No me resigno
a que nuestro destino sea este, morir aprisionados por unas botellas o estrellados
en el suelo a manos de un pequeño humano. No me gustaría morir así, aunque no sé
como me gustaría morir, ni si me gustaría siquiera.
El suelo se mueve, pero se mueve hacia arriba, estamos subiendo. Sería gracioso
que al final fuera a parar al tejado de mis sueños. Se ha parado. Otra vez nos
mueven, más agitación, más bamboleo y ahora se escuchan voces de más humanos,
hablan muy alto, como si cada uno tratara de acallar al otro y lo que consiguen es
un galimatías de voces y ruidos. Espero que no seamos nosotros los que paguemos las consecuencias. Han sacado las botellas de nuestro lado, es un alivio después de todo.
Nos ponen encima de una mesa en posición horizontal y cada uno tratamos de
ordenar nuestras yemas y claras después de tanto ajetreo. Los pobres que han muerto quedarán flotando, inertes, descompuestos. Abren la caja...nos están cogiendo uno a uno,
los rotos van a la basura, indigno final. ¡Ahh! me han cogido y puedo asegurar que resulta agradable el tacto de una mano humana, es la primera vez que lo siento y realmente
me gusta, es cálido, suave, tiene algo de animal y no puedo evitar acordarme
de mi madre, de su agradable plumón del que tan poco tiempo pude disfrutar.
Mi vértigo me dice que estoy a cierta altura y el temblor de mi yema me indica que
estoy otra vez en un sitio frío. También es obsesión la de los humanos con el frío.
No sé por qué, pero intuyo que el final se acerca, creo que estoy aquí desde ayer,
ya sólo nos movemos en un suave vaivén de puerta que se abre y cierra y sólo
quedamos cuatro, anoche sacaron a cinco y no se ha vuelto a saber nada de ellos.
Deseo que hayan tenido un buen fin, o al menos que no hayan sufrido
demasiado...me gustaría tanto saber qué ha sido de ellos, saber cómo están si es
que aún "están", saber qué va ser de mí...
Los ruidos de la casa indican que ya es de día y una de las primeras cosas que hacen
todos al levantarse es abrir la puerta de donde nos encontramos, sacan cosas, meten
cosas, preguntan, discuten y a veces acaban dando un portazo que nos hace estremecer
en los agujeros en que estamos encajados.
Me estaba quedando dormido después de la algarabía del despertar cuando me han
sacado de mi agujero y me han puesto en un sitio donde siento agua cerca, la siento
caer desde cierta altura ¿Estaré en el campo? no, sería demasiado bonito como final,
porque estoy seguro de que mi final está cerca. Estoy recuperando la temperatura
normal incluso me da el sol a través de una ventana y es muy agradable la sensación,
mi yema se despereza y la clara se estira. A mi lado hay un foco de calor, lo siento
cerca y potente y diría que sobre el mismo crepita un líquido. Tengo un mal presagio.
Me han cogido otra vez, pero ahora no me tratan como la otra vez...¡Oh! me han
golpeado en la panza...me han roto el cascarón, esto es el principio del fin...Me
desalojan y me arrojan sobre un ardiente liquido ¡Oh! es horrible, espero acabar
pronto, no lo resistiré mucho tiempo. Ahora me ponen algo blanco y duro de sabor
salado ¡Basta, por favor, ya está bien! Me arrojan liquido ardiente por encima, esto
es el colmo de la crueldad.
Ahora me sacan a un plato frío, ¡Que alivio! pero para nada, siento que muero, las
quemaduras han sido muy graves y sin mi cascarón no sobreviviré más de unos
minutos.
Por fin conozco a un humano, lo tengo sobre mí y siento que me mira con gula, se
relame al contemplarme. Por cierto, son feos con esos enormes agujeros por los que
respiran y esos pelos que les cubren la cabeza y parte de la cara. Los ojos no están
mal, son bonitos y se ve la vida en ellos, la vida, eso que siento que se me va por
instantes... ¡Oh! han introducido un trozo de pan en mi pobre y quemada yema...es
el fin.
Adiós sueños de gallo de veleta, adiós sueños de macho del gallinero, adiós sueños
de padre prolífico. Adiós, termino mis días como un vulgar y prosaico huevo frito.
12/31/2007
AGUSTIN (TAXIDRIVE)
Agustín es un taxista jubilado que vive en Encinasola, el pueblo que está más al norte de la provincia de Huelva. Es un poco filósofo, poeta y zahorí, pero lo que de verdad si que es, un gran maestro de la vida. A pesar de estar jubilado, no deja de conducir su taxi al que mantiene, como él dice, en perfecto estado de revista tanto por dentro como por fuera; no en vano ha tenido que ser durante muchos años el mecánico de coches del pueblo ante la escasez de mano de obra experta cercana. Dice Agustín que sabe como está el coche por el olor, y nota cuando está “nervioso” por el sonido, y puede que sea así.
Desde hace unos meses, Agustín pasa las mañanas al sol y las tardes jugando al chamelo; su media limeta no le falta nunca al lado con algún vaso vacío por si se acerca algún conocido y la bandejita de cacahuetes para entretener la boca en la que faltan ya algunas piezas. Cuando hace buen tiempo da largos paseos casi siempre solo y a veces se queda largo rato parado mirando algo fijamente. Una vez le pregunté por qué hacía eso y me dijo que después de tantos años en el pueblo, cada cosa tenía un recuerdo para él, una historia que contar y por eso se quedaba parado mirando las cosas, porque estaba reviviendo la historia que esa cosa, ese olivo, esa piedra le contaba.
Un día de bajón me dijo que así también se despedía poco a poco de las cosas y las miraba para llevarse su recuerdo con él cuando se fuera. Pero no era Agustín hombre de depresiones ni bajonazos, sino todo lo contrario, siempre dispuesto a la broma, al chiste y, lo que más le gustaba, contar historias y cosas que, según él, le habían sucedido. A veces costaba creer que en una sola vida pudieran ocurrir tantas cosas, pero tal como él las relataba, repletas de detalles, con pelos y señales de todo, no había más remedio que creérselo todo.
Falto del pueblo hace años, sólo voy en vacaciones y cada vez menos, pero cada vez que lo hago, el rato con Agustín no puede faltar, es como la referencia del viaje y entonces me acerco a él, a saludarlo e invitarlo a un vino, pero no me deja pagar, dice que mientras la media limeta tenga nivel el que invita es él.
Primero contaba las últimas noticias del pueblo pero comentadas con su enorme gracia y su picardía, después daba el parte necrológico y relataba como había muerto el tío tal o la tía cual especificando cuales eran de su quinta y cuales no y la ultima vez, mirando al infinito, me dijo muy serio: “Ya estoy en primera fila, cualquier bala me puede dar y acabar conmigo”. Entonces yo le respondí que para esas balas siempre estamos en primera fila y el asintió pensativo.
En el pueblo son normales los apodos, hasta el punto de conocer mejor a las gentes por ellos que por sus propios apellidos y nombres. Un día me enteré que le decían “Taxidrive” y, no sin cierto temor a que se pudiera molestar, le pregunté el origen de tan curioso apodo. Pidió media limeta, llenó los vasos y se dispuso a contármelo:
—Eso de taxidrive me lo puso un gracioso y como me gustó, me quedé con él, además, eso significa taxista en inglés y eso he sido yo desde que recuerdo, taxista y con dos cojones. Si yo te contara en las peripecias que me he visto envuelto en tantos años. Un día ayudé a parir a una que iba al médico en Huelva y se le adelantó el parto. Los demás se pusieron muy nerviosos y no atinaban a hacer nada, pero aquella criatura estaba sacando la cabeza y había que hacer algo. Primero la ayudé a salir, después me quité los cordones de los zapatos y le anudé el cordón del ombligo, luego saqué la navaja de El Ancla y le corté la tripa. Era un zagal precioso y la madre le puso mi nombre, un detalle que se agradece.
Otro día llevaba a unos recién casados a Sevilla y debían estar más calientes que los hierros de un fogón, así que metí el coche bajo unos chaparros y me salí a fumarme un cigarro mientras se desahogaban, sino echan el polvo allí mismo, en mis mismas narices.
Otro día se me murió uno camino de Huelva y lo sentamos muy tieso entre mi acompañante y yo, para que pareciera que estaba vivo y así hicimos casi todo el camino, con aquel muerto entre los dos que parecía que hasta hacía ruido.
Tu me has preguntado por lo del mote ¿no? Pues vamos al tema: aquello fue en Barcelona por el tiempo en que estrenaron aquella película de un taxista que estaba medio loco porque no podía dormir, pues eso. En esa época el trabajo estaba fatal y me fui a trabajar a Barcelona, con mi taxi por supuesto, y me pasó algo parecido a lo del taxista. Sólo trabajaba de noche, que era cuando más trabajo había en ciertas zonas, tu me entiendes, y con una clientela que no mira el taxímetro y sólo quiere discreción. Casi acabo como el de la película, porque me paso hasta lo de la putita, que me enrollé con una chiquilla del barrio Chino y cuando me enteré que tenía quince años no sabía como quitármela de encima, menudo marrón, como dicen ahora.
La noche de la pistola ya fue demasiado. Yo llevaba en el taxi una pistola de plástico que detonaba y todo y de lejos no había forma de distinguirla de una de verdad y una noche que estábamos a gusto la niña y yo en el coche, se presentó el chulo diciendo que me quería rajar si no le daba no sé cuanto dinero que, según él, le debía por estar con su niña. Pues sólo faltaba eso, que yo estuviera allí trabajando como un loco para darle el dinero a él, y ella ya iba aviada con lo que llevaba metido, como el ciego del chiste, que sus buenas cenas y su ropita cara no le faltaban. Pues bueno, el tal metió la navaja por la ventanilla y entonces reaccioné rápidamente: cogí la pistola y lo puse contra el coche, en ese momento acertó a pasar por allí la policía y ante el alboroto se paró y yo me escabullí como pude porque los agentes descubrieron enseguida que la pistola era de plástico y el fulano, al que la policía buscaba por proxeneta, traficante y no cuantas lindezas más, era de lo más peligroso de Barcelona y, mira por donde, yo le había estado pisando a su pollita.
Después de aquello me entró la morriña y un poco de miedo y decidí venirme al pueblo, que yo con poco paso y aquí estoy muy tranquilo.—Pedimos la segunda limeta y más cacahuetes, Agustín tenía la boca caliente y había que aprovecharlo.— Lo que te voy a contar ahora es lo más grande que me ha pasado nunca jamás.—Agustín se había acercado más a mí y había bajado el tono de voz como para hacer confidencias— Nunca se lo conté a nadie por temor a que me tomaran por loco, que ya tenía yo una buena fama por las locuras que hacía como para atizar el fuego de los comentarios y las críticas.
Serían las nueve de la noche cuando vino a buscarme José el Librero, el de la calle Oliva... bueno, ese. Quería que lo llevara a Zalamea a ver a un pariente que al parecer estaba muy mal y posiblemente no pasara de esa noche. En principio yo debía quedarme allí y volver con él, pero luego volví solo porque el pariente no se decidía a morirse. Lo cierto es que salimos los dos camino de Zalamea y la noche estaba cerrada y sin luna. José apenas habló durante el camino y yo no quise darle conversación pensando que no estaría para charlas el hombre.
Pasando La Nava, poco antes de llegar al cruce, me pareció ver una sombra moverse por el arcén izquierdo y frené un poco, puse la luz larga y entonces vi a un hombre que iba andando por la orilla de la carretera, solo, sin más equipaje que un libro que parecía llevar en la mano derecha. Recuerdo que llevaba el pelo largo y andaba muy derecho y mirando al frente. Lo pasamos y aceleré pero no dejé de acordarme de ese hombre tan extraño en un paraje tan solitario y a una hora tan intempestiva para andar de esa manera por ahí.
Llegamos a Zalamea y llevé a José a casa del pariente moribundo. Me pusieron un café mientras él se hacía cargo de la situación y luego salió a decirme que se quedaba, así que podía volver a casa cuando quisiera y eso hice, no era demasiado tarde y por la mañana tenía un viaje a Sevilla y me tenía que levantar temprano.
Salí de Zalamea y puse rumbo a casa, dentro de un rato estaría acostado y mañana sería otro día. Entonces recuerdo que puse la radio y estaba empezando un programa que hablaba de cosas raras y tenía una música que me ponía nervioso, pero la voz del presentador y lo que decía me hicieron no cambiar de emisora, decía “¿Estamos solos en el cosmos?” Entonces miré al cielo y el cielo, que se había despejado, aparecía lleno de estrellas con una intensidad y una pureza que jamás había visto, o no había echado cuenta en eso. El locutor seguía hablando, “Mira a las estrellas, hombre del planeta tierra y toma conciencia de tu pequeñez, de tu insignificancia. Mira a las estrellas y piensa que no somos más que una mota de polvo en una tempestad de tiempo”. Aquello me acojonó, te lo juro, el pariente de José muriéndose y ese hombre de la radio me dice que vamos a durar menos que la risa de un loco. Pero seguía “Mira en tu corazón y busca dentro de él las respuestas a tus grandes dudas, a tus grandes cuestiones, a tus eternas preguntas y tal vez así llegues a Dios, al gran hacedor de todo cuanto estás viendo...”.
No veía la hora de llegar a casa. Quité la radio y encendí un cigarrillo, síntoma de mi estado nervioso ya que hace mucho tiempo que sólo fumo cuando me siento mal, nervioso, excitado....
Nunca he presumido de valiente pero he sabido salir de algunas situaciones difíciles pero te juro que esa noche sentí miedo, miedo de verdad. En el arcén de mi derecha volví a ver la sombra moverse de la venida, reduje velocidad y puse la larga y allí estaba ese hombre otra vez, sin equipaje, con un libro por toda carga y el pelo cayéndole sobre la cara. Paré a su altura y bajé el cristal, entonces él se paró junto al coche y le pregunté:
—¿Adónde se va?
—A Jabugo— respondió él
—¿Quiere que le acerque?
—No es necesario que se moleste... si quiere...
—Venga, no me cuesta nada, suba.
El hombre aquel subió y se sentó a mi lado, puso el libro sobre las piernas y pude ver el título, era la Biblia y no sé por qué, eso me puso más nervioso aún. Le ofrecí un cigarrillo y me dijo que no fumaba entonces pensé como sacarle conversación y averiguar algo de él ya que tan misterioso me parecía. A lo mejor no era más que un hipi de esos que se van a vivir al campo sin luz y con cuatro gallinas. Entonces le pregunté directamente:
—No le había visto antes ¿Es de por aquí?
—Soy el que soy— respondió
—¿De donde se viene? Si no es mucho preguntar— dije más por los nervios que por otra cosa.
—Vengo de donde vengo.
La reacción fue instantánea, metí el pie en el freno y deje el coche clavado en medio de la carretera después de hacer medio trompo.
—Amigo, creo que es mejor que baje, no me encuentro bien y no quisiera que le ocurriera algo por mi culpa.
Aquel hombre abrió la puerta, bajó y, sin decir ni pío, siguió su camino como si nada hubiera ocurrido.
En cuanto pude quité el coche de allí en medio y tomé de nuevo el camino a casa. Encendí otro cigarrillo, puse la radio, apagué el cigarrillo y encendí otro. La radio seguía con el mismo programa y el locutor decía en esos momentos: “¿Cuántas veces habremos apeado a Dios de nuestro camino con las prisas, el sentido del ridículo, el qué dirán y tantos prejuicios humanos?”. Miré alrededor por si alguien me estaba viendo o espiando, pero no, seguí adelante y no tardé en ver la luz del campanario en lo alto del horizonte. “Habitantes del planeta tierra, no estamos solos, Dios está con nosotros y tal vez en forma de extraterrestre con apariencia humana, con nuestras mismas facciones, con nuestros mismos rasgos, por eso, atendamos al desconocido, ayudemos al necesitado y hagamos el universo más grande y mejor”.
Llegue a casa y me acosté, me tapé y quedé en silencio hasta estar seguro de que nadie me seguía ni en casa había nadie más que yo.
—¿Otra media, Agustín?
—No, ya no más, que vivo solo y cuando bebo mucho veo a los fantasmas que hay en mi casa.
—Como quieras, otra vez será.
No hubo otra vez, yo tardé en volver al pueblo y cuando lo hice pregunté por el y me dijeron que lo habían ingresado en una residencia. Tengo que ir a verlo y charlar con el un rato a ver qué me cuenta.
12/15/2007
JUANITO ERO
JUANITO ERO
"Ero pan, ero pan"
Si Juanito fuera un perro ladraría pidiendo su hueso para roer, pero no era un perro, era un hombre aunque la naturaleza parecía haberse esforzado por ponerlo en duda.
"Juanito, el novio de tu hermana está en tu casa, acostado con ella, se la está jodiendo".
El no tiene hermana, nunca tuvo hermanos. tal vez sus padres, en vista del primer resultado del matrimonio, decidieron no tentar más al diablo ya que fue así como se lo tomaron, como un castigo muy grande por algo que debían haber hecho los dos.
"Tuh huehto, oputa, abbón, paicón. Mihmana no, mihmana no".
Juanito, Juanito ero, salió corriendo de la taberna hacia su casa. Esa escena se repetía todas las tardes y era festejada por los asistentes que, aparte de Juanito, tenían pocas cosas más con que entretenerse. Sabían que no tardaría en volver y, como todas las tardes, les pediría un vaso de vino y ellos lo harían cantar y bailar como un oso de circo con su pierna renca y su boca desdentada y podrida. Después del tercer vaso de vino le pedirían que se bajara los pantalones y tras hacerle cualquier gamberrada, Juanito volvería a salir corriendo hacia su casa, llorando y maldiciendo a todos con su media lengua.
Juanito era el tonto del pueblo, el tonto de Arrumbel, un pueblo que había ido languideciendo al compás de su mina de carbón, la mina que había sido su razón de ser, el motivo de su existencia y su fuente de ingresos, se había agotado. Las vagonetas cada vez daban menos viajes hacia arriba y cada vez tenían que bajar mas abajo. Todos en el pueblo sabían que aquello se estaba acabando, que el tren ya sólo venía una vez por semana. Pronto dejaría de hacerlo y entonces sería el final para todos, incomunicados en aquella sierra perdida que, en los inviernos duros, pasaba hasta tres meses aislada del exterior salvo por el tren del mineral que, tan sólo un año, por un derrumbe, dejó de llegar. Por más que nevara, el tren aparecía ensuciando con su humo el blanco de los montes y los cielos de nieves.
En los veranos, el gris de tierra seca y polvorienta era el tono dominante en el paisaje y la música de fondo, las cigarras, que parecían dar más calor todavía con el chirrido continuo de su cantar. Sólo de noche era algo más llevadero aquello, cuando el suelo se enfriaba y la flama de la tarde se cambiaba por la fresca oscuridad de la anochecida.
Los vecinos, que casi todos pasaban los setenta años, eran los últimos supervivientes de una raza en extinción, eran mineros, mineros viejos y quemados, silicóticos y gastados por la vida. Los jóvenes hacía mucho que marcharon a buscar otra vida a otro lugar y, tras unos años en los que volvían de vacaciones, decidieron no hacerlo más cuando comprendieron la intención de los mayores: por extraño que pudiera parecer, habían decidido morir todos allí, solos, abandonados pero allí, donde habían vivido, donde habían querido y sufrido, donde habían nacido casi todos. Allí querían dejarse morir y no hacer nada por evitarlo, sólo hacerlo dignamente y aligerarlo si se prolongaba.
Por las mañanas iban y venían de un lado a otro, se visitaban y daban un toque vivo a aquellas solitarias calles por las que, por no pasar, no parecía pasar ni el viento a veces. Por las tardes, reunidos en el único bar que quedaba, consumían vaso tras vaso de vino, apenas hablaban entre ellos, sólo se miraban, fumaban, pensaban y esperaban el dulce momento en que el vino los ayudara a sumirse en el sueño, preludio del otro, del eterno.
Sólo Juanito los sacaba del mutismo contemplativo con sus gritos y sus cantos, sus gracias y sus zalemas, buscando de paso el vaso de vino o el trozo de pan o, tal vez, en algún rincón de su atrofiado cerebro, sentía que necesitaba ver a los demás, estar con ellos, aunque sólo fuera como un perro busca a otros perros.
"Eh ten, eh ten, fíuuuuuuu, fíuuuuuuu"
Juanito llegaba corriendo, arrastrando la pata renca, a anunciar la llegada del tren. El lo veía desde su choza varios kilómetros antes de que llegara. Antes todo giraba en el pueblo en torno a la llegada y partida del tren. Salía el mineral extraído y llegaban los encargos de la ciudad, vestidos, comidas, revistas, libros. En verano volvían los estudiantes y traían las últimas modas, las últimas costumbres y el pueblo se escandalizaba viendo a los jóvenes sin sombrero y sin bastón o viendo a las parejas pasear solas por el pueblo. En la feria era aún más importante, cuando venían los músicos, todo el pueblo esperaba en el andén con banderitas y flores y el año que vino el Subsecretario de Minas fue el no va más. Cuentan los que lo vieron que la fiesta duró hasta por la mañana y algunos no volvieron a casa hasta pasados dos días.
Qué diferente era ahora todo, había que avisar con antelación para que el tren parara, si no, seguía de largo y sólo daba una larga pitada como saludo.
Juanito se acercó hasta el andén, como hacía todas las tardes y se quedó parado, escondido entre unas acacias cuando vio que el tren perdía velocidad y paraba entre tableteos de hierros y nubes de vapor. Desde su puesto de observador vio como un señor de mediana edad y bien vestido se apeaba del tren, éste emprendió de nuevo la marcha y el recién llegado quedó solo en el anden, mirando a un lado y otro, buscando a alguien a quién dirigirse, a quién preguntar.
Juanito, mientras, tomó un atajo y llegó rápidamente a la taberna. Allí estaban todos mirando como el sol se filtraba entre las ramas de los olivos al ponerse y llenaba los montes de haces de luz violácea que al final era absorbida por la bruma, augurio de la noche.
"Eh ten u home, u home, u home". Farfullaba Juanito acezando por la carrera.
"Venga ya Juanito, déjanos en paz. ¿Qué te pasa? ¿qué quieres?
"Eh ten, eh ten, u home vene qui, o vito yo, sí vene qui, vene qui"
"¿Quién dices que viene Juanito, adónde?".
El tabernero se quitó un delantalillo blanco y salió a la calle a ver quién venía, a ver qué pasaba y al salir a la puerta, hizo una señal al resto de los contertulios que se levantaron lentamente, como sin querer hacer ruido y se pusieron a mirar a la calle. El final de aquella no se distinguía ya de la masa oscura del campo y la noche y de esa sombra inexorable emergió como una aparición un señor, el que había llegado en el tren, el que vio Juanito. Se trataba de un señor de mediana estatura, correctamente vestido y tocado con una mascotilla de fieltro verde; debía ser aficionado a la caza, ya que lucía una plumilla de perdiz en la cinta del sombrero.
Conforme lo vieron acercarse a la taberna, se fueron sentando cada uno en su sitio y trataron de simular que no lo habían visto llegar, que no les interesaba el forastero quien quiera que fuese. Este entró y se dirigió al mostrador entre las miradas de reojos de los presentes. Ante la madera lustrosa y negra que servía de barra, se paró y esperó que el tabernero se dirigiera a él, cosa que no tardó en ocurrir.
"¿Qué se le ofrece al señor?"
"Pues verá usted, soy de El Amanecer, el periódico más importante de la región y en realidad quisiera hablar con el alcalde o alguien en funciones parecidas"
"Pues no nos queda nada parecido a un alcalde. Verá usted: aquí somos los que estamos presentes y pare de contar".
"Pues entonces podríamos hablar aquí mismo si les parece y así acabaremos antes".
Juanito se acercó al grupo que se había formado en torno al forastero y cogió una silla para sentarse como los demás, pero lo echaron de allí como quien echa a un perro de una cocina y él se fue, pero no muy lejos, sólo tras la puerta entreabierta de la taberna. desde allí vio como la conversación fue subiendo de tono, los veía manotear y golpear la mesa con los nudillos, se ponían de pie y se sentaban, se rascaban, se ponían la gorra y se la quitaban y él no sabía lo que estaba ocurriendo, pero intuía que algo bueno no debía ser cuando había trastocado la beatífica tranquilidad habitual en el pueblo.
Juanito recordó haber escuchado hablar a los hombres en la taberna de que querían expulsarlos del pueblo. Al parecer la compañía minera había vendido aquellos terrenos y los nuevos propietarios no se hacían cargo de un puñado de viejos neuróticos y solitarios que se habían empeñado en acabar allí sus días. Los habían amenazado con cortarles la luz y ellos tenían preparado un generador que habían encontrado en la mina y consiguieron reparar y poner en marcha. Los habían dejado sin suministro de alimentos y sobrevivieron comiendo lo que conseguían cultivar y arrancar a la tierra. Los estaban sitiando y ellos estaban dispuestos a aguantar hasta el final. En los momentos de duda o flaqueza, les recordaba uno de ellos lo que les esperaba en la ciudad de la que él había conseguido huir. Les hablaba de los parques llenos de viejos consumiéndose al sol, de los hospitales llenos de viejos sin familia y al final los convencía de que había que mantenerse firmes hasta última hora, sólo así vivirían dignamente y, lo que era más importante para ellos, morirían con dignidad, como personas.
El año anterior murió uno de ellos y aún recordaban lo bonito que fue todo. El invierno fue especialmente duro y el viejo estaba tocado del pecho, así que no lo resistió. Se reunieron todos junto a él y pasaron varios días alrededor de la cama, hablando, bebiendo, fumando, discutiendo; como si estuvieran en la taberna y el enfermo mientras se consumía poco a poco, veía como se iba lentamente, pero estaba en su casa, rodeado de los suyos, como si no cambiara nada, como si se estuviera quedando dormido, como cualquier noche después de unos cuantos vasos de vino y cuando acabó, lo enterraron en el campo, bajo un olivo muy grande sobre cuyas raíces le gustaba sentarse a ver salir el sol en primavera.
La conversación seguía y no se veían trazas de acabar, ni con acuerdo ni sin él. Juanito vio como se levantaba el forastero y alguien le indicaba el camino para llegar a algún sitio. El sabía dónde lo estaban mandando y también iría allí.
La mente de Juanito, hueca como una caverna, se había llenado de una Luz extraña y sentía algo dentro de ella por primera vez, no podría saber nunca qué era, no lo entendería, ni él ni nadie, pero era la primera vez que tenía que hacer algo, que sentía la necesidad de hacer algo y era un necesidad diferente a la de comer o dormir, a la de hacer sus necesidades o la de masturbarse cuando se le ponía dura, era una necesidad que engendraba un deseo frío y desconocido, pero no por eso menos urgente de satisfacer.
El forastero se encaminó calle abajo y Juanito, como una sombra, lo fue siguiendo de portal en portal, hasta que llegó a la casa que le habían indicado. Era la antigua pensión que aún se conservaba bastante bien y limpia, a pesar de no utilizarse desde hacía mucho tiempo. Vio cómo abría la puerta y entraba. El nunca había entrado allí, no lo habían dejado, pero ahora entraría, tenía que entrar y nadie conseguiría echarlo.
Las luces de las habitaciones se fueron encendiendo al paso del forastero y se apagaban tras él. Cuando llegó a su habitación, la luz no se apagó, el hombre se quedaba allí y una mueca, con pretensiones de sonrisa, se dibujó en la cara de Juanito. Ahora esperaría un poco y después haría lo que tenía que hacer, lo que sólo él sabía que tenía que hacer. La luz se apagó y Juanito se frotó las manos en un gesto de ansiedad primitiva, en un gesto de cazador que sabe que tiene a su presa segura.
Juanito se valió del sentido que, a modo de compensación, se le había desarrollado sobremanera, el olfato. Ya había olido al forastero en la estación y, aunque de lejos, había captado el olor característico del mismo y en su mente embrionaria lo había asociado con un cordero -el traje del señor era de lana- y un morral de cuero nuevo -material del que estaba hecha la maleta-. Después, en la taberna, había vuelto a olerlo y se había asegurado de que esos eran los olores del viajero. Ahora sólo tenía que buscar esos olores en la oscuridad de la pensión y cuando diera con ellos, allí estaría el hombre del tren y entonces haría lo que tenía que hacer.
En la taberna ya empezaban a dar cabezadas, el vino estaba haciendo efecto y la mayoría se quedaría allí mismo a dormir, con la cabeza sobre los brazos cruzados encima de la mesa y la seguridad de que así no estarían solos.
Juanito había encontrado al forastero. Se quedó mirándolo largo rato cómo dormía plácidamente, desnudo sobre la cama. Tocó la ropa, la olió, lo olfateó todo. Muchos olores le eran nuevos. Lamía aquellos objetos que le parecían duros y sin olor y finalmente tocó al hombre que dormía, éste tenía la piel blanca y casi sin pelos. A los ojos de Juanito aparecía menudo e indefenso, como un muñeco de trapo blanco.
El hombre despertó y no pudo articular palabra, las manos de Juanito le atenazaban la garganta y apretaban más y más y apretó hasta que un chasquido sordo le hizo suponer que ya no hacía falta que apretara más. Lo soltó sobre la cama y se quedó como un trapo mojado sobre la misma. Juanito lo empujaba para ver si se movía. No sabía qué había pasado pero sentía una extraña satisfacción, sabía que había hecho lo que tenía que hacer y entonces miró hacia abajo y vio que se había meado y se tocó y sintió los pantalones calientes y húmedos y notó que se le estaba poniendo dura.
Volvió a la taberna y allí todos dormían en paz y en silencio, así que cogió una botella de vino de encima de una mesa y se fue a su choza. Estaba cansado, necesitaba dormir y el vino le gustaba mucho.
Al día siguiente se paseo por todo el pueblo tratando de enterarse de algo, de si habían descubierto al hombre muerto, de si sospechaban de él, pero los que lo vieron no le prestaron la menor atención, de lo que dedujo que no lo habían descubierto y no sabía si estaba bien así o no. Tenía miedo de que le pegaran si sabían que había sido él, pero al mismo tiempo se sentía orgulloso de lo que había hecho él solo, sin que nadie se lo mandara ni se lo dijera y creía que lo había hecho bien y todos debían saberlo.
Por la tarde se presentó en la taberna, ya estaban todos allí y hablaban entre ellos, como todas las tardes. El no entendía aquello, tenían que saberlo y se lo iba a decir a todos.
"Eh Home ate yo, sí, ate yo, ate yo, ate yo"
Juanito se había cogido del cuello y apenas podía hablar de la fuerza que hacía.
"¿Qué dices Juanito? ¿que tonterías estás diciendo?"
Juanito repitió el número y se fueron acercando todos a él.
"¿Estás diciendo que has matado al hombre que vino en el tren?"
"Sí, ate yo, yo holo, yo holo"
Sólo faltó que Juanito se golpeara el pecho como hacen los grandes simios y mostrar así su poder sobre el resto de la manada.
"Pero ¿sabes lo que has hecho desgraciado? Mala bestia, ahora vendrán a investigar y nos echarán a todos de aquí, nos llevarán a una residencia o aun hospital o aun manicomio que allí es donde debías estar tú. Ese hombre era un periodista que quería hablar con nosotros, nada más, y tú vas y lo matas, como si no tuvieras otra cosa que hacer. Vete, vete de aquí so tolondrón, que no eres más que un bulto de carne con ojos".
Juanito no sabía qué estaba ocurriendo, estaba en el centro de un corro y sentía que todas las miradas se centraban en él y era como si quisieran fulminarlo, acabar con él. Sentía un calor muy grande en la cabeza y en las manos y se le puso la boca muy seca y amarga. Sólo quería huir de allí, salir de aquella taberna antes de que empezaran a pegarle, pero no tuvo tiempo, una patada en la entrepierna lo dejó sin respiración y después un diluvio de puntapiés y manotazos cayó sobre él empujándolo hasta hacerlo salir del local.
Sangrando, arrastrando la pata renca y maldiciendo a todo lo vivo, salió Juanito de la taberna y como un perro apaleado fue a lamerse las heridas a su choza. En la taberna, los parroquianos decidieron ir en busca del cadáver del periodista y darle sepultura. Luego pensarían cómo explicárselo a la policía si venían a indagar ya que podía pensar que hubiera sido cualquiera de ellos y ahora le echaban la culpa al tonto del pueblo. Uno de ellos tuvo una idea que, si bien en principio pareció descabellada, después fue apreciada y estudiada: se trataba de hacer desaparecer el cuerpo del forastero, lo que implicaba acallar a Juanito y esto no era difícil, con el miedo que le tenía al palo, bastarían un par de buenas palizas para hacerlo enmudecer sobre el tema. Optaron por esta última solución; cuanta menos gente merodeando por el pueblo, mejor. Bebieron para celebrarlo y no tardaron mucho en estar sumidos en el paraíso del vino y el sueño.
Juanito tardó varios días en aparecer por la taberna y en cuanto lo hizo, lo invitaron a vino y trataron de convencerle de que no debía hablar con nadie de aquel hombre del tren y, por si la convidada y la explicación no eran suficientemente convincentes, blandieron los puños, palos y botas y entonces él entendió la importancia de permanecer en silencio y lo hizo saber moviendo la cabeza arriba y abajo y poniendo una expresión de perro agradecido y temeroso. Brindaron por Juanito que de pronto se convirtió en el rey de la noche y lo hicieron beber y beber hasta casi no tenerse en pie y entonces, a tumbos y trompicones se dirigió a su choza.
Le gustaba pasar por la estación y tocar la campana del anden y esa noche no fue una excepción, sólo que al cruzar las vías se le enredó un pie en las traviesas y cayó al suelo. Trató de zafarse, pero el vino y el sueño pudieron más que él y se durmió sobre los raíles, se durmió para siempre, ya que cuando pasó el tren a la mañana siguiente, no dejó de Juanito mas que un amasijo de trapos ensangrentados.
Aquella tarde, en la taberna, alguien comentó la ausencia del tonto y los demás asintieron. Apenas se habló más de él, sólo de tarde en tarde, alguien recordaba alguna paliza dada a Juanito y la trastada que lo hizo merecedor de la misma.
Las tarde volvieron a acortarse y las primeras nieves se posaron en las cimas de los montes. Pronto todo sería blanco y los viejos se preparaban para pasar otro invierno haciendo acopio de leña y comida. En la taberna se miraban en silencio y se preguntaban para si cuántos saldrían vivos de ese invierno. Hasta ellos llegó el pitido del tren al pasar por la estación, pero ya no paraba nunca en Arrumbel
"Ero pan, ero pan"
Si Juanito fuera un perro ladraría pidiendo su hueso para roer, pero no era un perro, era un hombre aunque la naturaleza parecía haberse esforzado por ponerlo en duda.
"Juanito, el novio de tu hermana está en tu casa, acostado con ella, se la está jodiendo".
El no tiene hermana, nunca tuvo hermanos. tal vez sus padres, en vista del primer resultado del matrimonio, decidieron no tentar más al diablo ya que fue así como se lo tomaron, como un castigo muy grande por algo que debían haber hecho los dos.
"Tuh huehto, oputa, abbón, paicón. Mihmana no, mihmana no".
Juanito, Juanito ero, salió corriendo de la taberna hacia su casa. Esa escena se repetía todas las tardes y era festejada por los asistentes que, aparte de Juanito, tenían pocas cosas más con que entretenerse. Sabían que no tardaría en volver y, como todas las tardes, les pediría un vaso de vino y ellos lo harían cantar y bailar como un oso de circo con su pierna renca y su boca desdentada y podrida. Después del tercer vaso de vino le pedirían que se bajara los pantalones y tras hacerle cualquier gamberrada, Juanito volvería a salir corriendo hacia su casa, llorando y maldiciendo a todos con su media lengua.
Juanito era el tonto del pueblo, el tonto de Arrumbel, un pueblo que había ido languideciendo al compás de su mina de carbón, la mina que había sido su razón de ser, el motivo de su existencia y su fuente de ingresos, se había agotado. Las vagonetas cada vez daban menos viajes hacia arriba y cada vez tenían que bajar mas abajo. Todos en el pueblo sabían que aquello se estaba acabando, que el tren ya sólo venía una vez por semana. Pronto dejaría de hacerlo y entonces sería el final para todos, incomunicados en aquella sierra perdida que, en los inviernos duros, pasaba hasta tres meses aislada del exterior salvo por el tren del mineral que, tan sólo un año, por un derrumbe, dejó de llegar. Por más que nevara, el tren aparecía ensuciando con su humo el blanco de los montes y los cielos de nieves.
En los veranos, el gris de tierra seca y polvorienta era el tono dominante en el paisaje y la música de fondo, las cigarras, que parecían dar más calor todavía con el chirrido continuo de su cantar. Sólo de noche era algo más llevadero aquello, cuando el suelo se enfriaba y la flama de la tarde se cambiaba por la fresca oscuridad de la anochecida.
Los vecinos, que casi todos pasaban los setenta años, eran los últimos supervivientes de una raza en extinción, eran mineros, mineros viejos y quemados, silicóticos y gastados por la vida. Los jóvenes hacía mucho que marcharon a buscar otra vida a otro lugar y, tras unos años en los que volvían de vacaciones, decidieron no hacerlo más cuando comprendieron la intención de los mayores: por extraño que pudiera parecer, habían decidido morir todos allí, solos, abandonados pero allí, donde habían vivido, donde habían querido y sufrido, donde habían nacido casi todos. Allí querían dejarse morir y no hacer nada por evitarlo, sólo hacerlo dignamente y aligerarlo si se prolongaba.
Por las mañanas iban y venían de un lado a otro, se visitaban y daban un toque vivo a aquellas solitarias calles por las que, por no pasar, no parecía pasar ni el viento a veces. Por las tardes, reunidos en el único bar que quedaba, consumían vaso tras vaso de vino, apenas hablaban entre ellos, sólo se miraban, fumaban, pensaban y esperaban el dulce momento en que el vino los ayudara a sumirse en el sueño, preludio del otro, del eterno.
Sólo Juanito los sacaba del mutismo contemplativo con sus gritos y sus cantos, sus gracias y sus zalemas, buscando de paso el vaso de vino o el trozo de pan o, tal vez, en algún rincón de su atrofiado cerebro, sentía que necesitaba ver a los demás, estar con ellos, aunque sólo fuera como un perro busca a otros perros.
"Eh ten, eh ten, fíuuuuuuu, fíuuuuuuu"
Juanito llegaba corriendo, arrastrando la pata renca, a anunciar la llegada del tren. El lo veía desde su choza varios kilómetros antes de que llegara. Antes todo giraba en el pueblo en torno a la llegada y partida del tren. Salía el mineral extraído y llegaban los encargos de la ciudad, vestidos, comidas, revistas, libros. En verano volvían los estudiantes y traían las últimas modas, las últimas costumbres y el pueblo se escandalizaba viendo a los jóvenes sin sombrero y sin bastón o viendo a las parejas pasear solas por el pueblo. En la feria era aún más importante, cuando venían los músicos, todo el pueblo esperaba en el andén con banderitas y flores y el año que vino el Subsecretario de Minas fue el no va más. Cuentan los que lo vieron que la fiesta duró hasta por la mañana y algunos no volvieron a casa hasta pasados dos días.
Qué diferente era ahora todo, había que avisar con antelación para que el tren parara, si no, seguía de largo y sólo daba una larga pitada como saludo.
Juanito se acercó hasta el andén, como hacía todas las tardes y se quedó parado, escondido entre unas acacias cuando vio que el tren perdía velocidad y paraba entre tableteos de hierros y nubes de vapor. Desde su puesto de observador vio como un señor de mediana edad y bien vestido se apeaba del tren, éste emprendió de nuevo la marcha y el recién llegado quedó solo en el anden, mirando a un lado y otro, buscando a alguien a quién dirigirse, a quién preguntar.
Juanito, mientras, tomó un atajo y llegó rápidamente a la taberna. Allí estaban todos mirando como el sol se filtraba entre las ramas de los olivos al ponerse y llenaba los montes de haces de luz violácea que al final era absorbida por la bruma, augurio de la noche.
"Eh ten u home, u home, u home". Farfullaba Juanito acezando por la carrera.
"Venga ya Juanito, déjanos en paz. ¿Qué te pasa? ¿qué quieres?
"Eh ten, eh ten, u home vene qui, o vito yo, sí vene qui, vene qui"
"¿Quién dices que viene Juanito, adónde?".
El tabernero se quitó un delantalillo blanco y salió a la calle a ver quién venía, a ver qué pasaba y al salir a la puerta, hizo una señal al resto de los contertulios que se levantaron lentamente, como sin querer hacer ruido y se pusieron a mirar a la calle. El final de aquella no se distinguía ya de la masa oscura del campo y la noche y de esa sombra inexorable emergió como una aparición un señor, el que había llegado en el tren, el que vio Juanito. Se trataba de un señor de mediana estatura, correctamente vestido y tocado con una mascotilla de fieltro verde; debía ser aficionado a la caza, ya que lucía una plumilla de perdiz en la cinta del sombrero.
Conforme lo vieron acercarse a la taberna, se fueron sentando cada uno en su sitio y trataron de simular que no lo habían visto llegar, que no les interesaba el forastero quien quiera que fuese. Este entró y se dirigió al mostrador entre las miradas de reojos de los presentes. Ante la madera lustrosa y negra que servía de barra, se paró y esperó que el tabernero se dirigiera a él, cosa que no tardó en ocurrir.
"¿Qué se le ofrece al señor?"
"Pues verá usted, soy de El Amanecer, el periódico más importante de la región y en realidad quisiera hablar con el alcalde o alguien en funciones parecidas"
"Pues no nos queda nada parecido a un alcalde. Verá usted: aquí somos los que estamos presentes y pare de contar".
"Pues entonces podríamos hablar aquí mismo si les parece y así acabaremos antes".
Juanito se acercó al grupo que se había formado en torno al forastero y cogió una silla para sentarse como los demás, pero lo echaron de allí como quien echa a un perro de una cocina y él se fue, pero no muy lejos, sólo tras la puerta entreabierta de la taberna. desde allí vio como la conversación fue subiendo de tono, los veía manotear y golpear la mesa con los nudillos, se ponían de pie y se sentaban, se rascaban, se ponían la gorra y se la quitaban y él no sabía lo que estaba ocurriendo, pero intuía que algo bueno no debía ser cuando había trastocado la beatífica tranquilidad habitual en el pueblo.
Juanito recordó haber escuchado hablar a los hombres en la taberna de que querían expulsarlos del pueblo. Al parecer la compañía minera había vendido aquellos terrenos y los nuevos propietarios no se hacían cargo de un puñado de viejos neuróticos y solitarios que se habían empeñado en acabar allí sus días. Los habían amenazado con cortarles la luz y ellos tenían preparado un generador que habían encontrado en la mina y consiguieron reparar y poner en marcha. Los habían dejado sin suministro de alimentos y sobrevivieron comiendo lo que conseguían cultivar y arrancar a la tierra. Los estaban sitiando y ellos estaban dispuestos a aguantar hasta el final. En los momentos de duda o flaqueza, les recordaba uno de ellos lo que les esperaba en la ciudad de la que él había conseguido huir. Les hablaba de los parques llenos de viejos consumiéndose al sol, de los hospitales llenos de viejos sin familia y al final los convencía de que había que mantenerse firmes hasta última hora, sólo así vivirían dignamente y, lo que era más importante para ellos, morirían con dignidad, como personas.
El año anterior murió uno de ellos y aún recordaban lo bonito que fue todo. El invierno fue especialmente duro y el viejo estaba tocado del pecho, así que no lo resistió. Se reunieron todos junto a él y pasaron varios días alrededor de la cama, hablando, bebiendo, fumando, discutiendo; como si estuvieran en la taberna y el enfermo mientras se consumía poco a poco, veía como se iba lentamente, pero estaba en su casa, rodeado de los suyos, como si no cambiara nada, como si se estuviera quedando dormido, como cualquier noche después de unos cuantos vasos de vino y cuando acabó, lo enterraron en el campo, bajo un olivo muy grande sobre cuyas raíces le gustaba sentarse a ver salir el sol en primavera.
La conversación seguía y no se veían trazas de acabar, ni con acuerdo ni sin él. Juanito vio como se levantaba el forastero y alguien le indicaba el camino para llegar a algún sitio. El sabía dónde lo estaban mandando y también iría allí.
La mente de Juanito, hueca como una caverna, se había llenado de una Luz extraña y sentía algo dentro de ella por primera vez, no podría saber nunca qué era, no lo entendería, ni él ni nadie, pero era la primera vez que tenía que hacer algo, que sentía la necesidad de hacer algo y era un necesidad diferente a la de comer o dormir, a la de hacer sus necesidades o la de masturbarse cuando se le ponía dura, era una necesidad que engendraba un deseo frío y desconocido, pero no por eso menos urgente de satisfacer.
El forastero se encaminó calle abajo y Juanito, como una sombra, lo fue siguiendo de portal en portal, hasta que llegó a la casa que le habían indicado. Era la antigua pensión que aún se conservaba bastante bien y limpia, a pesar de no utilizarse desde hacía mucho tiempo. Vio cómo abría la puerta y entraba. El nunca había entrado allí, no lo habían dejado, pero ahora entraría, tenía que entrar y nadie conseguiría echarlo.
Las luces de las habitaciones se fueron encendiendo al paso del forastero y se apagaban tras él. Cuando llegó a su habitación, la luz no se apagó, el hombre se quedaba allí y una mueca, con pretensiones de sonrisa, se dibujó en la cara de Juanito. Ahora esperaría un poco y después haría lo que tenía que hacer, lo que sólo él sabía que tenía que hacer. La luz se apagó y Juanito se frotó las manos en un gesto de ansiedad primitiva, en un gesto de cazador que sabe que tiene a su presa segura.
Juanito se valió del sentido que, a modo de compensación, se le había desarrollado sobremanera, el olfato. Ya había olido al forastero en la estación y, aunque de lejos, había captado el olor característico del mismo y en su mente embrionaria lo había asociado con un cordero -el traje del señor era de lana- y un morral de cuero nuevo -material del que estaba hecha la maleta-. Después, en la taberna, había vuelto a olerlo y se había asegurado de que esos eran los olores del viajero. Ahora sólo tenía que buscar esos olores en la oscuridad de la pensión y cuando diera con ellos, allí estaría el hombre del tren y entonces haría lo que tenía que hacer.
En la taberna ya empezaban a dar cabezadas, el vino estaba haciendo efecto y la mayoría se quedaría allí mismo a dormir, con la cabeza sobre los brazos cruzados encima de la mesa y la seguridad de que así no estarían solos.
Juanito había encontrado al forastero. Se quedó mirándolo largo rato cómo dormía plácidamente, desnudo sobre la cama. Tocó la ropa, la olió, lo olfateó todo. Muchos olores le eran nuevos. Lamía aquellos objetos que le parecían duros y sin olor y finalmente tocó al hombre que dormía, éste tenía la piel blanca y casi sin pelos. A los ojos de Juanito aparecía menudo e indefenso, como un muñeco de trapo blanco.
El hombre despertó y no pudo articular palabra, las manos de Juanito le atenazaban la garganta y apretaban más y más y apretó hasta que un chasquido sordo le hizo suponer que ya no hacía falta que apretara más. Lo soltó sobre la cama y se quedó como un trapo mojado sobre la misma. Juanito lo empujaba para ver si se movía. No sabía qué había pasado pero sentía una extraña satisfacción, sabía que había hecho lo que tenía que hacer y entonces miró hacia abajo y vio que se había meado y se tocó y sintió los pantalones calientes y húmedos y notó que se le estaba poniendo dura.
Volvió a la taberna y allí todos dormían en paz y en silencio, así que cogió una botella de vino de encima de una mesa y se fue a su choza. Estaba cansado, necesitaba dormir y el vino le gustaba mucho.
Al día siguiente se paseo por todo el pueblo tratando de enterarse de algo, de si habían descubierto al hombre muerto, de si sospechaban de él, pero los que lo vieron no le prestaron la menor atención, de lo que dedujo que no lo habían descubierto y no sabía si estaba bien así o no. Tenía miedo de que le pegaran si sabían que había sido él, pero al mismo tiempo se sentía orgulloso de lo que había hecho él solo, sin que nadie se lo mandara ni se lo dijera y creía que lo había hecho bien y todos debían saberlo.
Por la tarde se presentó en la taberna, ya estaban todos allí y hablaban entre ellos, como todas las tardes. El no entendía aquello, tenían que saberlo y se lo iba a decir a todos.
"Eh Home ate yo, sí, ate yo, ate yo, ate yo"
Juanito se había cogido del cuello y apenas podía hablar de la fuerza que hacía.
"¿Qué dices Juanito? ¿que tonterías estás diciendo?"
Juanito repitió el número y se fueron acercando todos a él.
"¿Estás diciendo que has matado al hombre que vino en el tren?"
"Sí, ate yo, yo holo, yo holo"
Sólo faltó que Juanito se golpeara el pecho como hacen los grandes simios y mostrar así su poder sobre el resto de la manada.
"Pero ¿sabes lo que has hecho desgraciado? Mala bestia, ahora vendrán a investigar y nos echarán a todos de aquí, nos llevarán a una residencia o aun hospital o aun manicomio que allí es donde debías estar tú. Ese hombre era un periodista que quería hablar con nosotros, nada más, y tú vas y lo matas, como si no tuvieras otra cosa que hacer. Vete, vete de aquí so tolondrón, que no eres más que un bulto de carne con ojos".
Juanito no sabía qué estaba ocurriendo, estaba en el centro de un corro y sentía que todas las miradas se centraban en él y era como si quisieran fulminarlo, acabar con él. Sentía un calor muy grande en la cabeza y en las manos y se le puso la boca muy seca y amarga. Sólo quería huir de allí, salir de aquella taberna antes de que empezaran a pegarle, pero no tuvo tiempo, una patada en la entrepierna lo dejó sin respiración y después un diluvio de puntapiés y manotazos cayó sobre él empujándolo hasta hacerlo salir del local.
Sangrando, arrastrando la pata renca y maldiciendo a todo lo vivo, salió Juanito de la taberna y como un perro apaleado fue a lamerse las heridas a su choza. En la taberna, los parroquianos decidieron ir en busca del cadáver del periodista y darle sepultura. Luego pensarían cómo explicárselo a la policía si venían a indagar ya que podía pensar que hubiera sido cualquiera de ellos y ahora le echaban la culpa al tonto del pueblo. Uno de ellos tuvo una idea que, si bien en principio pareció descabellada, después fue apreciada y estudiada: se trataba de hacer desaparecer el cuerpo del forastero, lo que implicaba acallar a Juanito y esto no era difícil, con el miedo que le tenía al palo, bastarían un par de buenas palizas para hacerlo enmudecer sobre el tema. Optaron por esta última solución; cuanta menos gente merodeando por el pueblo, mejor. Bebieron para celebrarlo y no tardaron mucho en estar sumidos en el paraíso del vino y el sueño.
Juanito tardó varios días en aparecer por la taberna y en cuanto lo hizo, lo invitaron a vino y trataron de convencerle de que no debía hablar con nadie de aquel hombre del tren y, por si la convidada y la explicación no eran suficientemente convincentes, blandieron los puños, palos y botas y entonces él entendió la importancia de permanecer en silencio y lo hizo saber moviendo la cabeza arriba y abajo y poniendo una expresión de perro agradecido y temeroso. Brindaron por Juanito que de pronto se convirtió en el rey de la noche y lo hicieron beber y beber hasta casi no tenerse en pie y entonces, a tumbos y trompicones se dirigió a su choza.
Le gustaba pasar por la estación y tocar la campana del anden y esa noche no fue una excepción, sólo que al cruzar las vías se le enredó un pie en las traviesas y cayó al suelo. Trató de zafarse, pero el vino y el sueño pudieron más que él y se durmió sobre los raíles, se durmió para siempre, ya que cuando pasó el tren a la mañana siguiente, no dejó de Juanito mas que un amasijo de trapos ensangrentados.
Aquella tarde, en la taberna, alguien comentó la ausencia del tonto y los demás asintieron. Apenas se habló más de él, sólo de tarde en tarde, alguien recordaba alguna paliza dada a Juanito y la trastada que lo hizo merecedor de la misma.
Las tarde volvieron a acortarse y las primeras nieves se posaron en las cimas de los montes. Pronto todo sería blanco y los viejos se preparaban para pasar otro invierno haciendo acopio de leña y comida. En la taberna se miraban en silencio y se preguntaban para si cuántos saldrían vivos de ese invierno. Hasta ellos llegó el pitido del tren al pasar por la estación, pero ya no paraba nunca en Arrumbel
11/29/2007
EN VIA MUERTA
interesará mi historia?
No soy más que una vieja achacosa y fea, estoy enferma,
pero de cosas de viejos, no te vayas a creer, que una siempre
fue muy limpia. ¡Bueno! para comer no tenía y mis pastillas de
jabón de olor no me faltaban, pero no veas
que limpio lo tenía todo.
Dora, la hablar, miraba a un punto perdido, parecía como si relatara las cosas tal como pasaban por su memoria y debía haber pasajes que le resultaban más placenteros que otros ya que al pasar por ellos se hacía más lento el andar del recuerdo y parecía balbucir algún dialogo entrecortado en el que su cara era de lo más elocuente: preguntaba, respondía, se enojaba, sonreía, negaba, asentía y al mirarme se sentía incómoda, como si me hubiera metido en su secreta conversación.
La amante del tren, sí, en el tren amé, también odié en él. Podría decir que los momentos mejores de mi vida y también los peores, transcurrieron allí y tanto unos como otros fueron sólo míos. Todo empezó porque había que comer, sí, comer y en casa no entraba un duro y lo poco que entraba alguien se lo gastaba en vino o, en el mejor de los casos, en pagar deudas. Creo que salimos de algunas malas rachas gracias a la caridad de los vecinos, del tendero, del boticario, del médico, de todos. Sé que nos criticaban, éramos una familia un poco especial, escuchaba los murmullos al entrar en los sitios, las risitas veladas, los cuchicheos...pero después no nos abandonaron nunca.
En la panadería me esperaban los primeros gomosos, algunos me miraban de arriba a bajo, como si me desnudaran con los ojos. Los más atrevidos decían cosas entre dientes que nunca quise descifrar. Este cuadro se repetía en cualquier lugar que entrara, pero en ninguno de ellos estaba "el gavilán", el pajarraco siempre estaba solo, rondándome el paso por alguna calle estrecha, siempre donde estuviera seguro de ser visto cuando, como un torero, se ciñera a mí como dándome un pase de pecho al tiempo que me decía cosas que ni él mismo conocería de no ser por alguna revista de esas que traían los marineros de Holanda y Alemania, esto lo comprobé pasando el tiempo.
Yo, en silencio, esperaba el reanudar de su relato, no me atrevía a interrumpirla, me parecían tan densos los silencios, tan llenos de llantos apagados, tan poblados de fantasmas, tan tristes.
Sólo de tarde en tarde una chispa asomaba a los ojos de Dora, algún recuerdo alegre, y sólo entonces me atrevía a hablarle.
Mi padre recayó de la pulmonía y nunca más se levantó. Todo el dinero era poco para la farmacia y comprarle algo bueno de comer. Un día, cuando fui a pagar la cuenta de la lechería, con mucho retintín me dijeron que no se debía nada y ante mi extrañeza, la lechera, con los brazos en jarra, exclamó: "¿Te chupas el dedo o crees que nos lo chupamos nosotras?"
No sabía qué hacer, no sabía dónde meterme, miraba a todo el mundo como buscando una respuesta y de pronto encontré los ojos acuosos de "el gavilán", me miraba de una forma horrible. Salí corriendo de allí, no paré hasta llegar a casa y allí di rienda suelta llorando a mi asco, a mi rabia.
Los acontecimientos se precipitaron, mi padre murió y yo terminé siendo presa de pajarraco que tanto me había perseguido.
La casa donde vivíamos era pequeña y a veces la convivencia se hacía imposible. Mis hermanos bebían y se peleaban constantemente y yo descubría en el vagón la intimidad y la tranquilidad que en casa no tenía. Al principio teníamos una manta por todo mobiliario, pero para lo que hacíamos allí teníamos bastante, después pusimos unos cajones y un día encontré un mesa desvencijada que pasó a formar parte del mobiliario. Al cabo de unos meses, aquello parecía un muestrario de chatarrería, pero yo lo mantenía limpio y cada vez pasaba más tiempo allí, no sólo iba a "eso" con él, aunque sólo fuera de noche, ya que durante el día no quería que nos viéramos. A mí me daba igual, el quería lo que quería y yo sólo quería comer y que no faltara nada en casa.
Sí, claro que tenía un nombre, pero hace muchos años que no lo pronuncio, lo juré cuando me casé y nunca lo he nombrado más. No, no te lo diré.
Aprovechaba los silencios de Dora para observar la habitación en que nos encontrábamos, era impersonal y fría, limpia, eso sí, pero allí no había nada de ella, nada excepto un pequeña fotografía enmarcada de un señor con un bigotito muy recortado, el pelo engomado y un pompón sobre la frente. aparecía de escorzo en la foto y sobresalían dos líneas muy blancas y casi paralelas, la fila de dientes blancos y cuidados y un insolente pañuelo de bolsillo que asomaba por el de la americana.
Aquello terminó como todo termina en esta vida, y si se acaba lo bueno, lo malo no va a ser eterno. Sí, murió del pecho. Se daba muy mala vida. Al final traté de cuidarlo, no lo quise nunca, pero era por lástima. Estaba solo, creo que tenía algún familiar, pero nadie hizo nada por él. Un día lo encontré en el vagón, no sé el tiempo que llevaría muerto, estaba frío, tenía los ojos abiertos y como empañados.
Dora se estremeció y musitó entre dientes una oración al tiempo que besaba el crucifijo de un rosario de plata que parecía estar rezando al mismo tiempo que hablábamos y pasaba un misterio tras otro.
Después vino Luis, sí, ese nombre lo digo y no me canso de nombrarlo, fueron mis mejores años y los viví en el vagón con él. Luis estaba solo, trabajaba y el dinero no le lucía. Siempre tenía alrededor unos cuantos dándole la coba para sacarle la convidada. No tenía quién le cuidara la ropa y los hombres ya se sabe cómo son para esas cosas.
Un día vino a casa a preguntar si le alquilábamos un habitación y le cuidábamos la ropa. No teníamos sitio, pero yo me acordé del vagón, allí podría vivir y yo me encargaría de sus cosas. Le hizo gracia lo de vivir en un vagón, pero cuando lo vio, le gustó. Yo lo tenía muy arregladito todo...
De nuevo el pensamiento de Dora volaba lejos en el tiempo, la expresión de su cara hablaba de ternura, de buenos ratos, de cariño mutuo.
Dora se metió en sus adentros como lo hace un caracol al ser tocado, se había tocado ella misma, había tocado la cuerda tensa de los sentimientos y toda ella vibraba en la nostalgia y el recuerdo de unos buenos tiempos.
Sí, sí, nos casamos por la iglesia, eso sí, por la mañana muy temprano como si nos escondiéramos de las gentes. A veces nos reíamos diciendo que nos casamos a la hora de los verdugos y los lecheros: eran los únicos que trabajaban tan temprano. Vivimos en el vagón muchos años, los vivimos todos, al menos los mejores. Después él tuvo un accidente en el trabajo y no se recuperó nunca del todo, poco a poco fue perdiendo la cabeza, al final no me reconocía y a veces me tomaba por la novia que lo engañó y me decía que por qué lo había hecho y cosas así, no sabes cuánto sufrí.
Te decía que vivimos mucho tiempo en el vagón. Para comprar una casa nunca tuvimos dinero y de alquiler no nos gustaba vivir, preferíamos nuestro vagoncito. Compramos muebles, muy pocos, los que cabían nada más. Llegamos a tener hasta un arriate con flores en la puerta, a los lados de la escalerilla de acceso. Un día Luis me dijo que quería plantar un huertecito, ya sabes, el perejil, la yerbabuena, unos tomates y unos pimientitos, pero lo convencí de que no lo hiciera. No podíamos llamar tanto la atención, aquello no era nuestro y ¿dónde iríamos si nos lo quitaban?
_¿Hijos? sí, tuve uno pero nació muerto, aunque yo siempre pensé que lo mataron en el parto. Empezaron a decir que venía muy mal, que si la postura, que si el cordón, total: que me lo enseñaron envuelto en una toalla amoratado y sin vida. Cuando lo vino sabía qué sentía, sabía que era algo mío, era como un instinto animal y de alguna manera notaba como si me lo hubieran quitado, que no lo tendría más, que no lo vería nunca más. Fue un golpe muy duro para los dos y a Luis, por su forma de ser, le afectó más que a mí. Se escondía para llorar y durante mucho tiempo después se quedaba embobado mirando a los niños pequeños por la calle y se le saltaban las lágrimas.
Dora estaba recogida en una institución benéfica regida por monjas y se ve que las relaciones no eran muy buenas ente las hermanas y ella. Dora procuraba disimularlo y, al fin y al cabo, debía estar agradecida de estar allí; no estaba mal, pero no era libre, no se sentía libre. Hasta cuando se ensimismaba en sus recuerdos decía tener una monja cerca, como si quisiera adivinarle el pensamiento. Le hacía gracia que la llamaran pecadora, ella no se sentía culpable de ningún pecado, no había robado nunca, tampoco mató, quiso a sus padres y fue buena con todo el mundo. Lo demás era la vida y a ella le había tocado esa, qué otra cosa podía hacer.
Sólo lamentaba una cosa, haber descubierto tarde a Dios, ahora que lo conocía hablaba mucho con él, le contaba cosas, le hacía preguntas, la acompañaba en tanta soledad sin solución.
Me enseñaron a servir la mesa a la inglesa, que es como aquí pero con más tonterías y cuando tenían visitas me tenía que poner la cofia nueva y estar muy tiesa. La verdad es que todo aquello me divertía bastante; poca gente los veía como yo en la intimidad de la casa y los escuchaba discutir sobre la forma de ahorrar y mantener las apariencias.
_Sí, yo seguía en el vagoncito. Me ofrecieron una habitación en la casa de los señores, pero no me quedé. Aquello parecía cosa de frailes, las paredes blancas, desnudas y húmedas y un camastro duro para dormir. No me quedé, estaba yo muy a gusto en mi vagoncito para vivir en aquella miseria. El hambre que se pasaba en la casa tuvo la culpa de que cayera de nuevo con otro hombre. Aquel año vino el señorito, bueno, Jaime, vino antes de tiempo, antes de que le dieran las vacaciones. Estudiaba en un colegio de mucho prestigio, al menos eso decía la madre, de donde saldría "hecho un dandy, un caballero de carrera dispuesto a encontrar un buen partido a su altura". Vaya altura, la madre nunca llegó a conocer del todo al hijo, lo tenía demasiado idealizado, demasiado alto y al hijo le gustaba todo lo más bajo que hubiera.
Jaime tomó un taxi que nos dejó en la puerta de la confitera. Primero bajó él y luego me cogió de la mano par ayudarme a bajar. No sabía qué hacer, estaba nerviosa y no quería que él lo notara, pero se había dado cuenta y tal vez se debiera a eso su sonrisa pícara. La confitera, al vernos llegar, no pudo reprimir una elocuente sonrisa de maliciosa complicidad, que tras las presentaciones y la explicación del motivo de nuestra visita no cesó, más bien al contrario, se instaló en su cara como si supiera algo que ni yo misma sospechaba.
Acabé sentada junto a Jaime, brindando por el vagón, que según él era perfecto. Decía que le daba a todo un aire de provisionalidad que lo hacía más apasionante. Yo no entendía de esas cosas, pero si él lo decía que era estudiante... En algún momento Jaime me abrazó, mi primera intención fue rechazarlo, pero sus brazos fuertes me lo impidieron y ya todo ocurrió como era de esperar. Jaime despertó en mí la mujer adormecida por penas y miserias y me hizo sentir viva, con ilusión, con deseos, con ganas de vivir, aunque sólo fuera para esperarlo.
Sí, aquello fue el principio de una relación de amantes, parece ser, aunque yo creo que no nos amábamos, sólo nos deseábamos y allí nos saciábamos. Yo agotaba los últimos sorbos de mi juventud y él descorchaba la botella de la vida. Lo pasábamos bien.
Su madre se enteró, era inevitable. Montó una escena con desmayo y sales incluidas. Abandoné la casa; recuerdo las palabras de la señora: "Vete desagradecida, pecadora, vete de esta casa donde se te ha querido como a una hija y mira como nos pagas...Vete". Se diría que lo tenía ensayado de lo bien que le salió. En fin, la pobre señora no era mala persona, sólo un poco imbécil.
Sí, a Jaime lo seguí viendo durante casi todo el verano y un día me dijo que se iba a París, a estudiar no sé qué y no lo vi más. Supongo que se habrá casado, tendrá hijos, decía que le gustaban los niños...
Dora empezó a hablar más despacio, como si pensara en voz alta.
Una señora de la calle hizo las gestiones y me vine aquí, a esperar el último tren. Quiero que estos últimos años sean tranquilos, sin sufrimientos. Sólo quiero recordar las cosas buenas que tuve en la vida.
Por las tardes pasa un tren cerca y me saluda con un largo pitido, yo le contesto bajito y empiezo a pensar que estoy en mi vagón con Luis, o con Jaime y lo pasamos bien. Sólo cuando estoy de mal humor pienso en "el gavilán" pero ya está todo tan lejos, están todos tan lejos que a veces me cuesta recordar sus caras.
No sé qué más contarte, estoy cansada y el tren está a punto de pasar, para entonces prefiero estar sola. Ayer regañé con Luis y hoy tenemos que hacer las paces.
Dora se ponía bien el pelo y la falda y en un espejito de bolsillo se miraba al tiempo que hablaba sola, entre dientes, como ensayando lo que luego le fuera a decir a Luis.
11/10/2007
TRES RELATOS DE ORIUNDO QUE TRATA SOBRE EL TREN
La vida es como un tren
y en el subimos, cuando
al nacer nos ponen en la vida.
Y un día bajamos, cuando
de nuestros días se colma la medida.
Tenía que haber un tren, esa era la condición y el tren aparecía, daba un poco igual el a, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, en, hasta, hacia, para, por, según, sin, so, sobre, tras, pero el tren tenía que aparecer en el relato. Una veces como excusa, otras como protagonista, otras un poco forzado y otras porque sí, por que tenía que aparecer y aparecía y lo hacía lleno de vidas, de gentes, como metáfora de la existencia con su fugacidad e imprevisión. Como cobijo, después de muerto e inservible, a vidas pequeñas y miserables. Como cordón umbilical de un pueblo colgado de si mismo al que une con otra forma de vida cada vez más lejana en el tiempo y el espacio. Como escenario de detectives y traficantes que utilizan su impersonalidad y el anonimato buscado por todos sus usuarios y, finalmente, como una especie de túnel del universo por el que se llega a otros mundos de la mano de extraños e ininteligibles seres.
El protagonista de Sobre raíles, nace en el retrete de un tren a través de cuya taza se ven pasar velozmente las traviesas de la vía. Descubre la inexplicable oscuridad de un túnel en su segundo viaje en tren y en el último, una especie de homenaje a tantos años de itinerario maquinal de ir y venir al trabajo, se despide de todo, tiene los días contados a causa de una grave enfermedad.
Dora, prostituta por hambre, encuentra en un vagón abandonado en vía muerta un escondrijo para sus citas con clientes, mejor, con su único cliente, el que la mantiene a ella y a toda su familia. Poco a poco, ese vagón abandonado, donde al principio bastaba con una manta sobre la bastedad del suelo, se va convirtiendo en un sitio acogedor, íntimo, confortable y sirve a Dora de domicilio familiar en épocas más felices hasta que, trasladada a una institución benéfica, sigue contestando al saludo de un lejano tren cuyo pitido escucha por las tardes.
Para Juanito Ero, el tren es el pasatiempo de las tardes largas del estío, y la campana de la estación la única forma de música que conoce. Para los paisanos de Juanito el tren es algo que quisieran mantener alejado pero sin perder de vista, es el símbolo de lo que fueron un día: un pueblo minero que bullía de vida y riqueza que, agotada la mina, se ha convertido en un cascarón vacío y muerto. También es el tren para ellos esa especie de espada de Damocles que un día romperá la frágil crín de la que pende y caerá sobre la estación llevándoselos de allí, a la ciudad, a vegetar en un parque al sol o a esperar al muerte en un frío e inhóspito hospital con un número en la cabecera de la cama.
El protagonista de La chica del tren podría ser un moderno ejecutivo, joven, brillante y aburrido que vive otras vidas a través de los personajes de sus libros de viaje. Es un personaje rutinario y programado que se ve envuelto en una trama de traficantes y mafiosos que utilizan el tren para sus operaciones y él lo vive todo como si se tratara de las seis hojas que lee antes de llegar todos los días a la estación de destino.
Para terminar, un tren supermoderno, ergonómico, diseñado funcionalmente hasta en sus últimos detalles y un pasajero que lamenta no haber tomado el avión pero tratará de aprovechar el tiempo para descansar y duerme, más de lo que pensaba y conoce a unos extraños personajes con los que no logra entenderse a pesar de ser políglota.
SOBRE RAILES
Corre el mes de Julio de 1942, en el tren que cubre la línea de Zafra a Huelva, viene María, escoltada por dos guardias civiles. La noche anterior fue sorprendida junto con su marido pasando café por la frontera de Portugal. Ella sospechaba que los seguían, pero lo normal era que los dejaran pasar y a la vuelta los acecharan obligándolos a tirar las mochilas de café que siempre se "perdían" en el campo. Esa noche no fue una excepción y todo ocurrió como de costumbre, pero al ser sorprendidos, María, embarazada de ocho meses, no pudo correr. Juan, su marido, intentó cogerla, pero ella lo convenció de que los dos en la cárcel no podrían mantener la casa y había que ganar para lo que venía en camino. A ella no le harían nada, menos en ese estado.
Juan, con lágrimas en los ojos, llorando de rabia, vio como los civiles se llevaban a su mujer. Se sentía un cobarde, un inútil incapaz de mantener por si solo a su familia.
Tenía muy poco espíritu y los tiempos eran malos, la posguerra no había traído más que miseria, los caciques acaparaban el trabajo para sus simpatizantes y a veces daban peonadas a cambio de ciertos favores. No se sabía con certeza, pero se decía que algunos de los peones del campo habían pasado a la mujer por la cama del señorito. Después, en la era, les cantaban letrillas que decían: "Cuernos que dan de comer déjalos crecer, déjalos crecer". María se hubiera muerto antes de eso o quizá Juan se hubiera matado después.
Juan esa noche ahogó su impotencia en vino tinto y mañana sería otro día. Le habían dicho que en La Dehesilla hacía falta gente, probaría suerte.
María tenía los ojos calientes, estaba muy cansada y notaba una extraña sensación. Enfrente, los civiles dormitaban apoyados en los fusiles, dando de vez en cuando una cabezada de la que despertaban sobresaltados, tal vez ante la posibilidad de ser sorprendidos durmiendo estando de servicio.
Uno de ellos sacó tabaco y tras liar un pitillo ofreció al otro. María, cansada y fatigada cerró los ojos ante las bocanadas de humo y trató de imaginar que estarían haciendo su madre y su marido a esas horas. Yerno y suegra no se llevaban bien del todo; la madre de María enviudó muy joven y tuvo que sacar ella sola la casa adelante, chocaba con el carácter apocado de Juan, al que llamaba a veces el modorro, decía que le recordaba a las ovejas modorras, cuando se pasan horas rumiando y mirando a un punto fijo.
María se sentía muy incómoda, no sabía como sentarse, le dolía el vientre, tenía los pies muy hinchados y un extraño sabor a esparto en la boca. Sentía ganas de orinar y se lo dijo a uno de los guardias, muy contrariado éste, la acompañó a la puerta del pequeño servicio del tren, una vez allí le quitó las esposas y esperó marcialmente en la puerta la salida de María.
La molestia del vientre de María era algo más que ganas de orinar, sintió como un chasquido interior y de pronto gran cantidad de líquido le corrió piernas abajo, de tal manera que ella que ella no podía ni controlarlo ni evitarlo: había roto aguas. El ajetreo de la noche anterior le había adelantado el parto y allí estaba, encerrada en el servicio de un tren, sentada en el borde la taza de un retrete, al fondo del cual se veían pasar velózmente los travesaños de los raíles, con un Guardia Civil en la puerta y empezando a sentir las contracciones.
Una mezcla de vergüenza, rabia y pudor se adueñó de ella, y sin poder evitarlo, empezó a llorar amargamente sin querer llamar la atención.
El guardia civil empezaba a impacientarse y llamó a la puerta con los nudillos, la primera vez que lo hizo no recibió respuesta, la segunda recibió un gemido entrecortado. Empujó la puerta y encontró a María tirada en el suelo, doblada como un cuatro sobre un charco de líquido sanguinolento.
-¿Qué es esto, qué pasa aquí?
-¡Estoy pariendo!- Exclamó llevándose las manos al vientre, que lentamente parecía escapársele entre las piernas.
La pareja de la Guardia Civil desalojó un vagón entero entre las protestas y la curiosidad de las gentes. Pidieron la ayuda de una mujer entre los viajeros y entre todos ayudaron a María en el trance.
El niño nació en el tren y pese a lo prematuro del parto, con unos enormes ojos negros, miraba a todos lados, pareciendo notar lo extraño de la situación. María lo acurrucaba contra su pecho, que ya sentía la presión de la leche, acordándose sobre todo de su madre y también, como no, de Juan. El niño se parecía mucho a él. ¡Que contento se pondría cuando se enterara!
El tren acabó el viaje y María fue llevada al hospital, allí fue atendida debidamente junto con el pequeño. Ambos pasaron un mes custodiados por un pareja de Civiles en la dependencia de la institución sanitaria, transcurrido ese tiempo y con las circunstancias que habían mediado, la Justicia decidió que podían volver a casa, con la promesa de no reincidir.
Tampoco tendrían que hacerlo más, Juan, en ese tiempo y azuzado por la responsabilidad del hijo, había buscado trabajo y ahora tenía un sueldo seguro, no muy grande, pero no les faltaría y María lo haría cundir más.
* * *
Mi padre, tal vez en recuerdo de su infancia de hambrunas e inseguridades, de trabajar desde muy pequeño para los amos por la comida y un techo y por haber seguido así durante su juventud debido a su casi analfabetismo y la falta de recursos del pueblo, decía constantemente que a mí no me ocurriría lo mismo, que a mí no me explotarían como a él, que para eso estaba él y que en cuanto tuviera edad me mandaba a un colegio de la capital que ya tenía apalabrado con el cura, quizá éste viera en mí un futuro compañero de sacerdocio.
Sólo ellos sabían los sacrificios que les supondría tenerme en ese colegio, mi madre hacía meses que confeccionaba la ropa interior y las camisas, también me hizo unos pantalones y algo parecido a una chaqueta. Mi abuela hizo una bufanda de punto con restos de lanas y la tiñó después de azul y presumía de que con tantos nudos no se notara ninguno. Todo debía llevar mis iniciales y un número que me asignarían cuando me matriculara.
El verano, acabando agosto, entraba en la recta final. Los campos, brillantes del oro viejo de las siegas y los hombres aventando el polvo dorado en las eras bajo un sol que todavía pesaba bastante. Contando los días que faltaban para la marcha, el fatídico llegaba entre consejos de mi padre y de mi madre:"Ten cuidado con esto o con aquello". "No contestes cuando te riñan". "Obedece". "No salgas solo". "Huye de las malas compañías". "Reza todas las noches". "No destaques, no seas del montón de los listos ni del de los tontos, tú del de enmedio". Esto último no lo entendí hasta un poco después.
Cada vez que salía al campo esos días trataba de llenarme de olores, de imágenes, de sabores para luego recordar cuando estuviera en el colegio. A veces me quedaba mirando un rincón de mi casa como si quisiera fotografiarlo en mi mente. Cuando estaba solo, hablaba con las gallinas, cada una tenía un nombre puesto por mí, les decía que me iba a la ciudad, al colegio, a hacerme un hombre; eso era lo que me decían y yo se lo repetía a ellas.
Todas las tardes, más o menos a la misma hora, desde una peña de mediana altura, veía pasar el tren media hora antes de que llegara a la estación del pueblo. Primero se escuchaba el silbido lejano de la locomotora, luego aparecía un penacho de humo sobre un cerro y poco después, la máquina asomaba tras el mismo seguida de los vagones, Todos juntos recorrían un buen trecho ante mi vista y me habían dicho que según hacia donde fuera el humo así estaría el tiempo al día siguiente y casi siempre se cumplía. después el tren se volvía a perder para aparecer ya en al estación humeando, soltando vapor por todos lados entre el chirriar de los frenos.
Parecía como si presintiera que tras el inminente viaje al colegio ya nada sería como antes.
Mediaba setiembre, la noche antes de mi partida, mi madre puso todas mis cosas encima de la cama y al tiempo que repasaba por si faltaba lago, las guardaba en una enorme maleta que no supe de donde salió. Yo observaba toda aquella ceremonia escondido y vi como mi madre no paraba de llorar en silencio y cuando estuvo todo recogido, amarró la maleta, se sentó en la cama y dio rienda suelta al llanto. Salí como pude de allí y en cuanto estuve seguro de que no me veía nadie, lloré hasta quedar agotado.
Por la mañana, muy temprano, estábamos en la estación, mi madre me cogía de la mano como si me quisiera retener más tiempo con ella, mi padre sacaba el billete y conversaba con el jefe de estación.
Entre soplidos de vapor y silbidos, el tren llegó al andén de la estación y tras vencer su propia inercia, quedó parado.
Mi madre me besó, después lo hizo mi padre que intentó ser seco, tal vez para ocultar un brillo especial en los ojos que lo delataba. Ya en el tren, me acompañaron hasta que éste anunció su salida. Me quedé haciendo pucheros viendo como cada vez estaban más lejos de mí, el tren aumentó la velocidad y las últimas casas del pueblo desaparecieron y allí estaba yo, solo, la primera vez que me separaba de mis padres, la primera vez que salía del pueblo y la primera vez que me montaba en un tren. Me senté en el duro asiento de tablas, junto a un señor al cual mi padre me había encomendado durante el viaje, este señor se durmió en seguida y entonces fue como si viajara solo. La curiosidad me hizo levantarme y mirar tímidamente por la ventana, el color del campo era diferente del que yo veía en el pueblo, los árboles eran distintos y olía de otra manera.
El sol subía a medida que avanzaba el día y empezaba a hacer calor, de pronto todo se volvió oscuro como si hubiera anochecido. Sentí miedo, dentro del vagón había mucho humo y en tren sonaba como si estuviera encerrado en algún sitio. Mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y sentí pánico al ver como cada vez había más humo a nuestro alrededor, me disponía a llamar a mi vecino de asiento cuando, al igual que se fue, vino la luz. El contraste me hizo entornar los ojos, cuando los volvía a abrir todo estaba cubierto de unas cosas negras, como pelusas, pero era ceniza. Al mirar por la ventana vi el agujero en el cerro por el que el tren acababa de salir, era un túnel, pero yo no lo sabía.
A lo largo del trayecto, algunas personas pasaban junto al asiento que ocupábamos, unas llevaban gallinas, otras unos grandes paquetes que olían a queso y lucían grandes manchas de grasa de color rojo.
Un señor con una gorra muy bonita y un gran bigote, se acercó a mí y al ver que estaba solo me pidió el billete. Siguiendo las instrucciones de mi padre, se lo di, el señor me miró después de examinar detenidamente el billete, sacó del bolsillo una maquinita y lo agujereó. Al tiempo de irse me saludó a lo militar, tocando el filo de la visera con la punta de los dedos, yo no supe que contestarle y me limité a sonreír.
El paisaje había cambiado otra vez, ya no había cerros ni jaras, ya no olía a campo, sino como a sal. De vez en cuando pequeños riachuelos aparecían y desaparecían entre juncos y matorrales bajos.
Mi compañero de viaje dio señales de vida y al mirar por la ventana dijo muy complacido:
- Niño, estamos llegando a Huelva, huele a marisma.
Al asomarme me dio la impresión de ir por las traseras de un pueblo grande. Algunos niños se quedaban mirando el tren y saludaban, yo, pensando que era a mí, correspondía al saludo. A lo lejos apareció la estación, el tren empezó a frenar y en seguida estuvimos ante el anden. Con la mirada busqué al cura que me recogería, no debía moverme de allí si no era con él; allí estaba y nos fuimos juntos hacia el colegio.
Los primeros día allí fueron duros, no dejaba de pensar en los míos y en mis cosas del pueblo y me parecía que estaba muy lejos. Contaba los días para volver de vacaciones en Navidad y cuando ésta llegó, de nuevo tomé el tren para volver a mi casa. Entonces noté un cambio con respecto a antes, sólo habían pasado tres meses, pero yo me sentía mucho mayor que entonces. Sentía un cosquilleo nervioso pensando que estaría de nuevo en casa con los míos, y en Navidad, nada menos, con la cantidad de cosas divertidas que hacíamos en esos días. También me acordaba de mis compañeros del colegio, ya tenía amigos entre ellos y, de alguna manera, los echaba de menos.
Cuando el tren iba llegando al pueblo, busqué la peña desde la cual lo observé tantas tardes y allí estaba, me imaginé el recorrido como si lo viera desde lejos al mismo tiempo que lo hacía desde el propio tren y todo era como entonces, como tantas veces lo había imaginado cuando estaba en el colegio.
El curso transcurrió, las notas fueron buenas y durante el verano ayudé en casa en las labores del campo, pero ya tenía ganas de volver al colegio, y volví durante dos cursos más, pero a mediados del tercer año, el rector me llamó un día para decirme que mi padre había muerto y mi madre me necesitaba en casa. Volví a casa, me convertí en el hombre de la misma con doce años, no podía ser menos, mi madre estaba sola, sólo me tenía a mí.
El tiempo pasó, me hice mayor, seguí trabajando en el campo y algunas tardes aún iba a ver el tren desde la peña, ahora pasaba mucho más rápido y el silbido cansino del vapor había pasado a una bocina que, por el efecto de la velocidad, sonaba de una forma extraña.
Tal vez ese tren simbolizara para mí la cantidad de cosas que en la vida vería pasar de largo.
* * *
Podía haber tomado el avión en Hannover y enlazar con algún vuelo en Hamburgo hacia España, pero de alguna forma quería hacer este viaje, quizá por última vez, tan repetido en los últimos años, y quería hacerlo en tren, también como tantas veces en los últimos tiempos.
Hannover, Wunstorf, Neustadt, Niemburg, Verden y Bremen. Ciento sesenta kilómetros diarios a la ida y otros tantos a la vuelta. Casi podría escribir un libro sobre la evolución del ferrocarril y sus usuarios es estos años. Al principio los trenes iban cargados de trabajadores, la mayoría conservaban aún sus boinas y sus bufandas de cuadros. No acostumbrados a este frío, siempre estábamos ateridos, las manos en los bolsillos, el cigarrillo en la comisura de los labios y la nariz colorada.
Los trenes entonces hacían mucho ruído, siempre sonaban a metal golpeado y chirriante, no obstante, eran cómodos y acogedores. Ahora lo son aún más y los ruídos han pasado a soplidos neumáticos mucho más suaves.
Una voz agradable aunque un tanto mecánica, anunciaba por la megafonía la inminente partida del tren con destino a Bremen, el mío. Sentado cómodamente miraba por la ventanilla sin fijarme en nada concreto. En algún momento el tren comenzó a andar, al principio muy lentamente, y después fue incrementando la velocidad hasta los casi doscientos kilómetros hora que era su régimen normal.
Conocía el itinerario de memoria, dentro de poco un soplido anunciaría que empezaba a parar y poco después llegaríamos a Wunstorf y así hasta Bremen. Todos los días durante muchos años había andado y desandado ese camino y ahora lo hacía por última vez. El médico me aconsejó no caer en la depresión y la melancolía pero no puedo evitar que los recuerdos se me agolpen y los ojos llenos de lágrimas me emborronen el paisaje de líneas y puntos de luz que velózmente parecen ir en dirección contraria a través de los cristales de la ventanilla del comportamiento. Como en un espejo me veía reflejado en el cristal contra el oscuro atardecer del invierno alemán, no tardaría en nevar.
Las canas me habían ganado la batalla y se enseñoreaban de las sienes y las pronunciadas entradas dándome un aspecto distinguido, según unos, o de viejo según otros, pero por más eufemismos que le pongamos, la vejez no puede ser más que decadencia y destrucción. Unas bolsas bajo los ojos me delataba de las malas noches pasadas buscando una explicación, un porqué. Definitivamente creo que no lo hay, lamento en parte no ser más creyente y poder encontrar por ese camino una salida a la crueldad de la vida, al desengaño.
Apenas unos meses antes de jubilarme, de poder disfrutar un poco de lo que tanto me costó conseguir, de tantos años solo, lejos de los míos, de mi tierra, de mis cosas, de trabajar duro y como las hormigas. Siempre pensando en la vuelta, en la vejez en el pueblo...Ahora resulta que me quedan semanas de vida, nadie lo sabe, pero me voy al pueblo como los viejos elefantes, a morir tranquilo. El cristal me devuelve la imagen de la derrota, la cara de la rendición, mi cara. Cierro los ojos y no puedo evitar que broten las lágrimas.
Dejando volar los recuerdos, me veo mirando a través de la ventanilla de otro tren, hace veinticinco años. Estoy llegando a Alemania, voy a trabajar en una fábrica de Hamburgo, no sé muy bien de qué es, pero me han prometido que, como entiendo un poco de cuentas y parezco listo, me darán un buen puesto. Claro, había que hacerle un buen regalo a don Matías, de él dependía, pues era el encargado de apuntar a las gentes en el Ayuntamiento. Cuántos don Matías hubo en esos tiempos y cuánto se aprovecharon de las gentes como yo.
El buen puesto era de peón en una fábrica de tornillería, retirando cajas llenas de tuercas y poniendo cajas vacías. Podía hacer horas extras todos los días y si además pasaba de un número de cajas tendría una gratificación. Lo primero que hice fue aprender alemán y me vino muy bien. Al poco tiempo me hicieron encargado de una sección y era un poco el portavoz de los españoles que no sabían el idioma.
La verdad es que las cosas no me han ido mal, nada me ha sido gratis, todo me ha costado, como a cualquiera, sólo que el último pago se ha adelantado, no contaba yo con ésto.
Un sonido neumático del tren frenando me saca de mis pensamientos y una azafata se me acerca a preguntar si quiero tomar algo y le pido un whisky con hielo. El tren ha parado, estamos en Verden, la próxima estación Bremen, los altavoces repiten con su típico sonsonete las salidas y llegadas de los diferentes trenes, lo van diciendo en varios idiomas. Recuerdo que al principio, cuando no sabía alemán, esperaba que lo dijeran en italiano y poco a poco me enteraba de algo de lo que decían. Un suave tirón indica que el tren está de nuevo en marcha.
Todo está en regla, la familia no quedará en malas condiciones económicas, al menos es un consuelo... Voy repasando los documentos de la empresa, los de la sanidad alemana, los del sindicato. Todo está al día, la orden del banco para las transferencias, todo.
"Beneficiaria: Juana... Te quedas sola Juana, yo me voy, que le vamos a hacer... Los recuerdos de nuevo y de nuevo en un tren. Era el viaje de novios y lo hicimos hacia Alemania.
Nuestro noviazgo fue corto y extraño, nos conocimos por cartas y nos vimos un par de veces antes de casarnos. Recuerdo que me costó mucho que me mandara una foto, llegué a pensar que tenía algún defecto físico, pero al fin se decidió y me la mandó. Pasado el tiempo, cada vez que veíamos fotografías antiguas, al llegara a esa nos reíamos, ella pensaba que se lo jugaba todo a una foto y trató de salir lo mejor posible, perfectamente peinada y maquillada, tanto que parecía Doris Day. Al natural era otra cosa mejor y sobre todo tenía las ideas muy claras de cómo funcionaba el sistema, había trabajado desde pequeña y valoraba cada cosa en su justo lugar.
Después de casarnos salimos en taxi hasta Madrid y allí tomamos el tren hasta Francia desde donde partimos hasta Hannover. La noche de bodas la pasamos en el tren, tomamos un compartimento con cama, pero claro, como era de prever, me pasé la noche en el pasillo. Decía ella que el movimiento del ten había atascado la cerradura y no me dejó entrar en toda la noche. Después, Juana, un poco avergonzada, reconoció haber cerrado la puerta por dentro.
No fue fácil la primera época, pero nos adaptamos lo mejor que pudimos. Muchas tardes ella me esperaba en la estación y decía que se lo pasaba muy bien viendo el ajetreo de las gentes que subían y bajaban de los trenes, los mensajes de la megafonía, que cada vez entendía mejor y al final llegaba yo y nos íbamos juntos a casa.
Al principio ella empezó a trabajar, pero decidimos que lo dejara, su salud no era todo lo fuerte que parecía. Tampoco tuvimos hijos, después de dos abortos el médico aconsejó que desistiéramos de ser padres. Los primeros años echamos de menos un crío, después nos acostumbramos a ser sólo dos y así hemos estado todo este tiempo hasta que hace unos meses ella decidió irse a preparar la casa para vivir cuando me jubilara.
Una azafata me sacó de mi ensueño diciéndome que habíamos llegado a Bremen. A partir de este punto el viaje sería en avión, más rápido pero sin el encanto del tren que tantos días tomé. Ya casi nos conocíamos todos, éramos siempre los mismos a las horas punta de ida y vuelta, los españoles nos saludábamos y nos preguntábamos por la familia y es que éramos casi una familia, la familia del tren
y en el subimos, cuando
al nacer nos ponen en la vida.
Y un día bajamos, cuando
de nuestros días se colma la medida.
Tenía que haber un tren, esa era la condición y el tren aparecía, daba un poco igual el a, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, en, hasta, hacia, para, por, según, sin, so, sobre, tras, pero el tren tenía que aparecer en el relato. Una veces como excusa, otras como protagonista, otras un poco forzado y otras porque sí, por que tenía que aparecer y aparecía y lo hacía lleno de vidas, de gentes, como metáfora de la existencia con su fugacidad e imprevisión. Como cobijo, después de muerto e inservible, a vidas pequeñas y miserables. Como cordón umbilical de un pueblo colgado de si mismo al que une con otra forma de vida cada vez más lejana en el tiempo y el espacio. Como escenario de detectives y traficantes que utilizan su impersonalidad y el anonimato buscado por todos sus usuarios y, finalmente, como una especie de túnel del universo por el que se llega a otros mundos de la mano de extraños e ininteligibles seres.
El protagonista de Sobre raíles, nace en el retrete de un tren a través de cuya taza se ven pasar velozmente las traviesas de la vía. Descubre la inexplicable oscuridad de un túnel en su segundo viaje en tren y en el último, una especie de homenaje a tantos años de itinerario maquinal de ir y venir al trabajo, se despide de todo, tiene los días contados a causa de una grave enfermedad.
Dora, prostituta por hambre, encuentra en un vagón abandonado en vía muerta un escondrijo para sus citas con clientes, mejor, con su único cliente, el que la mantiene a ella y a toda su familia. Poco a poco, ese vagón abandonado, donde al principio bastaba con una manta sobre la bastedad del suelo, se va convirtiendo en un sitio acogedor, íntimo, confortable y sirve a Dora de domicilio familiar en épocas más felices hasta que, trasladada a una institución benéfica, sigue contestando al saludo de un lejano tren cuyo pitido escucha por las tardes.
Para Juanito Ero, el tren es el pasatiempo de las tardes largas del estío, y la campana de la estación la única forma de música que conoce. Para los paisanos de Juanito el tren es algo que quisieran mantener alejado pero sin perder de vista, es el símbolo de lo que fueron un día: un pueblo minero que bullía de vida y riqueza que, agotada la mina, se ha convertido en un cascarón vacío y muerto. También es el tren para ellos esa especie de espada de Damocles que un día romperá la frágil crín de la que pende y caerá sobre la estación llevándoselos de allí, a la ciudad, a vegetar en un parque al sol o a esperar al muerte en un frío e inhóspito hospital con un número en la cabecera de la cama.
El protagonista de La chica del tren podría ser un moderno ejecutivo, joven, brillante y aburrido que vive otras vidas a través de los personajes de sus libros de viaje. Es un personaje rutinario y programado que se ve envuelto en una trama de traficantes y mafiosos que utilizan el tren para sus operaciones y él lo vive todo como si se tratara de las seis hojas que lee antes de llegar todos los días a la estación de destino.
Para terminar, un tren supermoderno, ergonómico, diseñado funcionalmente hasta en sus últimos detalles y un pasajero que lamenta no haber tomado el avión pero tratará de aprovechar el tiempo para descansar y duerme, más de lo que pensaba y conoce a unos extraños personajes con los que no logra entenderse a pesar de ser políglota.
SOBRE RAILES
Corre el mes de Julio de 1942, en el tren que cubre la línea de Zafra a Huelva, viene María, escoltada por dos guardias civiles. La noche anterior fue sorprendida junto con su marido pasando café por la frontera de Portugal. Ella sospechaba que los seguían, pero lo normal era que los dejaran pasar y a la vuelta los acecharan obligándolos a tirar las mochilas de café que siempre se "perdían" en el campo. Esa noche no fue una excepción y todo ocurrió como de costumbre, pero al ser sorprendidos, María, embarazada de ocho meses, no pudo correr. Juan, su marido, intentó cogerla, pero ella lo convenció de que los dos en la cárcel no podrían mantener la casa y había que ganar para lo que venía en camino. A ella no le harían nada, menos en ese estado.
Juan, con lágrimas en los ojos, llorando de rabia, vio como los civiles se llevaban a su mujer. Se sentía un cobarde, un inútil incapaz de mantener por si solo a su familia.
Tenía muy poco espíritu y los tiempos eran malos, la posguerra no había traído más que miseria, los caciques acaparaban el trabajo para sus simpatizantes y a veces daban peonadas a cambio de ciertos favores. No se sabía con certeza, pero se decía que algunos de los peones del campo habían pasado a la mujer por la cama del señorito. Después, en la era, les cantaban letrillas que decían: "Cuernos que dan de comer déjalos crecer, déjalos crecer". María se hubiera muerto antes de eso o quizá Juan se hubiera matado después.
Juan esa noche ahogó su impotencia en vino tinto y mañana sería otro día. Le habían dicho que en La Dehesilla hacía falta gente, probaría suerte.
María tenía los ojos calientes, estaba muy cansada y notaba una extraña sensación. Enfrente, los civiles dormitaban apoyados en los fusiles, dando de vez en cuando una cabezada de la que despertaban sobresaltados, tal vez ante la posibilidad de ser sorprendidos durmiendo estando de servicio.
Uno de ellos sacó tabaco y tras liar un pitillo ofreció al otro. María, cansada y fatigada cerró los ojos ante las bocanadas de humo y trató de imaginar que estarían haciendo su madre y su marido a esas horas. Yerno y suegra no se llevaban bien del todo; la madre de María enviudó muy joven y tuvo que sacar ella sola la casa adelante, chocaba con el carácter apocado de Juan, al que llamaba a veces el modorro, decía que le recordaba a las ovejas modorras, cuando se pasan horas rumiando y mirando a un punto fijo.
María se sentía muy incómoda, no sabía como sentarse, le dolía el vientre, tenía los pies muy hinchados y un extraño sabor a esparto en la boca. Sentía ganas de orinar y se lo dijo a uno de los guardias, muy contrariado éste, la acompañó a la puerta del pequeño servicio del tren, una vez allí le quitó las esposas y esperó marcialmente en la puerta la salida de María.
La molestia del vientre de María era algo más que ganas de orinar, sintió como un chasquido interior y de pronto gran cantidad de líquido le corrió piernas abajo, de tal manera que ella que ella no podía ni controlarlo ni evitarlo: había roto aguas. El ajetreo de la noche anterior le había adelantado el parto y allí estaba, encerrada en el servicio de un tren, sentada en el borde la taza de un retrete, al fondo del cual se veían pasar velózmente los travesaños de los raíles, con un Guardia Civil en la puerta y empezando a sentir las contracciones.
Una mezcla de vergüenza, rabia y pudor se adueñó de ella, y sin poder evitarlo, empezó a llorar amargamente sin querer llamar la atención.
El guardia civil empezaba a impacientarse y llamó a la puerta con los nudillos, la primera vez que lo hizo no recibió respuesta, la segunda recibió un gemido entrecortado. Empujó la puerta y encontró a María tirada en el suelo, doblada como un cuatro sobre un charco de líquido sanguinolento.
-¿Qué es esto, qué pasa aquí?
-¡Estoy pariendo!- Exclamó llevándose las manos al vientre, que lentamente parecía escapársele entre las piernas.
La pareja de la Guardia Civil desalojó un vagón entero entre las protestas y la curiosidad de las gentes. Pidieron la ayuda de una mujer entre los viajeros y entre todos ayudaron a María en el trance.
El niño nació en el tren y pese a lo prematuro del parto, con unos enormes ojos negros, miraba a todos lados, pareciendo notar lo extraño de la situación. María lo acurrucaba contra su pecho, que ya sentía la presión de la leche, acordándose sobre todo de su madre y también, como no, de Juan. El niño se parecía mucho a él. ¡Que contento se pondría cuando se enterara!
El tren acabó el viaje y María fue llevada al hospital, allí fue atendida debidamente junto con el pequeño. Ambos pasaron un mes custodiados por un pareja de Civiles en la dependencia de la institución sanitaria, transcurrido ese tiempo y con las circunstancias que habían mediado, la Justicia decidió que podían volver a casa, con la promesa de no reincidir.
Tampoco tendrían que hacerlo más, Juan, en ese tiempo y azuzado por la responsabilidad del hijo, había buscado trabajo y ahora tenía un sueldo seguro, no muy grande, pero no les faltaría y María lo haría cundir más.
* * *
Mi padre, tal vez en recuerdo de su infancia de hambrunas e inseguridades, de trabajar desde muy pequeño para los amos por la comida y un techo y por haber seguido así durante su juventud debido a su casi analfabetismo y la falta de recursos del pueblo, decía constantemente que a mí no me ocurriría lo mismo, que a mí no me explotarían como a él, que para eso estaba él y que en cuanto tuviera edad me mandaba a un colegio de la capital que ya tenía apalabrado con el cura, quizá éste viera en mí un futuro compañero de sacerdocio.
Sólo ellos sabían los sacrificios que les supondría tenerme en ese colegio, mi madre hacía meses que confeccionaba la ropa interior y las camisas, también me hizo unos pantalones y algo parecido a una chaqueta. Mi abuela hizo una bufanda de punto con restos de lanas y la tiñó después de azul y presumía de que con tantos nudos no se notara ninguno. Todo debía llevar mis iniciales y un número que me asignarían cuando me matriculara.
El verano, acabando agosto, entraba en la recta final. Los campos, brillantes del oro viejo de las siegas y los hombres aventando el polvo dorado en las eras bajo un sol que todavía pesaba bastante. Contando los días que faltaban para la marcha, el fatídico llegaba entre consejos de mi padre y de mi madre:"Ten cuidado con esto o con aquello". "No contestes cuando te riñan". "Obedece". "No salgas solo". "Huye de las malas compañías". "Reza todas las noches". "No destaques, no seas del montón de los listos ni del de los tontos, tú del de enmedio". Esto último no lo entendí hasta un poco después.
Cada vez que salía al campo esos días trataba de llenarme de olores, de imágenes, de sabores para luego recordar cuando estuviera en el colegio. A veces me quedaba mirando un rincón de mi casa como si quisiera fotografiarlo en mi mente. Cuando estaba solo, hablaba con las gallinas, cada una tenía un nombre puesto por mí, les decía que me iba a la ciudad, al colegio, a hacerme un hombre; eso era lo que me decían y yo se lo repetía a ellas.
Todas las tardes, más o menos a la misma hora, desde una peña de mediana altura, veía pasar el tren media hora antes de que llegara a la estación del pueblo. Primero se escuchaba el silbido lejano de la locomotora, luego aparecía un penacho de humo sobre un cerro y poco después, la máquina asomaba tras el mismo seguida de los vagones, Todos juntos recorrían un buen trecho ante mi vista y me habían dicho que según hacia donde fuera el humo así estaría el tiempo al día siguiente y casi siempre se cumplía. después el tren se volvía a perder para aparecer ya en al estación humeando, soltando vapor por todos lados entre el chirriar de los frenos.
Parecía como si presintiera que tras el inminente viaje al colegio ya nada sería como antes.
Mediaba setiembre, la noche antes de mi partida, mi madre puso todas mis cosas encima de la cama y al tiempo que repasaba por si faltaba lago, las guardaba en una enorme maleta que no supe de donde salió. Yo observaba toda aquella ceremonia escondido y vi como mi madre no paraba de llorar en silencio y cuando estuvo todo recogido, amarró la maleta, se sentó en la cama y dio rienda suelta al llanto. Salí como pude de allí y en cuanto estuve seguro de que no me veía nadie, lloré hasta quedar agotado.
Por la mañana, muy temprano, estábamos en la estación, mi madre me cogía de la mano como si me quisiera retener más tiempo con ella, mi padre sacaba el billete y conversaba con el jefe de estación.
Entre soplidos de vapor y silbidos, el tren llegó al andén de la estación y tras vencer su propia inercia, quedó parado.
Mi madre me besó, después lo hizo mi padre que intentó ser seco, tal vez para ocultar un brillo especial en los ojos que lo delataba. Ya en el tren, me acompañaron hasta que éste anunció su salida. Me quedé haciendo pucheros viendo como cada vez estaban más lejos de mí, el tren aumentó la velocidad y las últimas casas del pueblo desaparecieron y allí estaba yo, solo, la primera vez que me separaba de mis padres, la primera vez que salía del pueblo y la primera vez que me montaba en un tren. Me senté en el duro asiento de tablas, junto a un señor al cual mi padre me había encomendado durante el viaje, este señor se durmió en seguida y entonces fue como si viajara solo. La curiosidad me hizo levantarme y mirar tímidamente por la ventana, el color del campo era diferente del que yo veía en el pueblo, los árboles eran distintos y olía de otra manera.
El sol subía a medida que avanzaba el día y empezaba a hacer calor, de pronto todo se volvió oscuro como si hubiera anochecido. Sentí miedo, dentro del vagón había mucho humo y en tren sonaba como si estuviera encerrado en algún sitio. Mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y sentí pánico al ver como cada vez había más humo a nuestro alrededor, me disponía a llamar a mi vecino de asiento cuando, al igual que se fue, vino la luz. El contraste me hizo entornar los ojos, cuando los volvía a abrir todo estaba cubierto de unas cosas negras, como pelusas, pero era ceniza. Al mirar por la ventana vi el agujero en el cerro por el que el tren acababa de salir, era un túnel, pero yo no lo sabía.
A lo largo del trayecto, algunas personas pasaban junto al asiento que ocupábamos, unas llevaban gallinas, otras unos grandes paquetes que olían a queso y lucían grandes manchas de grasa de color rojo.
Un señor con una gorra muy bonita y un gran bigote, se acercó a mí y al ver que estaba solo me pidió el billete. Siguiendo las instrucciones de mi padre, se lo di, el señor me miró después de examinar detenidamente el billete, sacó del bolsillo una maquinita y lo agujereó. Al tiempo de irse me saludó a lo militar, tocando el filo de la visera con la punta de los dedos, yo no supe que contestarle y me limité a sonreír.
El paisaje había cambiado otra vez, ya no había cerros ni jaras, ya no olía a campo, sino como a sal. De vez en cuando pequeños riachuelos aparecían y desaparecían entre juncos y matorrales bajos.
Mi compañero de viaje dio señales de vida y al mirar por la ventana dijo muy complacido:
- Niño, estamos llegando a Huelva, huele a marisma.
Al asomarme me dio la impresión de ir por las traseras de un pueblo grande. Algunos niños se quedaban mirando el tren y saludaban, yo, pensando que era a mí, correspondía al saludo. A lo lejos apareció la estación, el tren empezó a frenar y en seguida estuvimos ante el anden. Con la mirada busqué al cura que me recogería, no debía moverme de allí si no era con él; allí estaba y nos fuimos juntos hacia el colegio.
Los primeros día allí fueron duros, no dejaba de pensar en los míos y en mis cosas del pueblo y me parecía que estaba muy lejos. Contaba los días para volver de vacaciones en Navidad y cuando ésta llegó, de nuevo tomé el tren para volver a mi casa. Entonces noté un cambio con respecto a antes, sólo habían pasado tres meses, pero yo me sentía mucho mayor que entonces. Sentía un cosquilleo nervioso pensando que estaría de nuevo en casa con los míos, y en Navidad, nada menos, con la cantidad de cosas divertidas que hacíamos en esos días. También me acordaba de mis compañeros del colegio, ya tenía amigos entre ellos y, de alguna manera, los echaba de menos.
Cuando el tren iba llegando al pueblo, busqué la peña desde la cual lo observé tantas tardes y allí estaba, me imaginé el recorrido como si lo viera desde lejos al mismo tiempo que lo hacía desde el propio tren y todo era como entonces, como tantas veces lo había imaginado cuando estaba en el colegio.
El curso transcurrió, las notas fueron buenas y durante el verano ayudé en casa en las labores del campo, pero ya tenía ganas de volver al colegio, y volví durante dos cursos más, pero a mediados del tercer año, el rector me llamó un día para decirme que mi padre había muerto y mi madre me necesitaba en casa. Volví a casa, me convertí en el hombre de la misma con doce años, no podía ser menos, mi madre estaba sola, sólo me tenía a mí.
El tiempo pasó, me hice mayor, seguí trabajando en el campo y algunas tardes aún iba a ver el tren desde la peña, ahora pasaba mucho más rápido y el silbido cansino del vapor había pasado a una bocina que, por el efecto de la velocidad, sonaba de una forma extraña.
Tal vez ese tren simbolizara para mí la cantidad de cosas que en la vida vería pasar de largo.
* * *
Podía haber tomado el avión en Hannover y enlazar con algún vuelo en Hamburgo hacia España, pero de alguna forma quería hacer este viaje, quizá por última vez, tan repetido en los últimos años, y quería hacerlo en tren, también como tantas veces en los últimos tiempos.
Hannover, Wunstorf, Neustadt, Niemburg, Verden y Bremen. Ciento sesenta kilómetros diarios a la ida y otros tantos a la vuelta. Casi podría escribir un libro sobre la evolución del ferrocarril y sus usuarios es estos años. Al principio los trenes iban cargados de trabajadores, la mayoría conservaban aún sus boinas y sus bufandas de cuadros. No acostumbrados a este frío, siempre estábamos ateridos, las manos en los bolsillos, el cigarrillo en la comisura de los labios y la nariz colorada.
Los trenes entonces hacían mucho ruído, siempre sonaban a metal golpeado y chirriante, no obstante, eran cómodos y acogedores. Ahora lo son aún más y los ruídos han pasado a soplidos neumáticos mucho más suaves.
Una voz agradable aunque un tanto mecánica, anunciaba por la megafonía la inminente partida del tren con destino a Bremen, el mío. Sentado cómodamente miraba por la ventanilla sin fijarme en nada concreto. En algún momento el tren comenzó a andar, al principio muy lentamente, y después fue incrementando la velocidad hasta los casi doscientos kilómetros hora que era su régimen normal.
Conocía el itinerario de memoria, dentro de poco un soplido anunciaría que empezaba a parar y poco después llegaríamos a Wunstorf y así hasta Bremen. Todos los días durante muchos años había andado y desandado ese camino y ahora lo hacía por última vez. El médico me aconsejó no caer en la depresión y la melancolía pero no puedo evitar que los recuerdos se me agolpen y los ojos llenos de lágrimas me emborronen el paisaje de líneas y puntos de luz que velózmente parecen ir en dirección contraria a través de los cristales de la ventanilla del comportamiento. Como en un espejo me veía reflejado en el cristal contra el oscuro atardecer del invierno alemán, no tardaría en nevar.
Las canas me habían ganado la batalla y se enseñoreaban de las sienes y las pronunciadas entradas dándome un aspecto distinguido, según unos, o de viejo según otros, pero por más eufemismos que le pongamos, la vejez no puede ser más que decadencia y destrucción. Unas bolsas bajo los ojos me delataba de las malas noches pasadas buscando una explicación, un porqué. Definitivamente creo que no lo hay, lamento en parte no ser más creyente y poder encontrar por ese camino una salida a la crueldad de la vida, al desengaño.
Apenas unos meses antes de jubilarme, de poder disfrutar un poco de lo que tanto me costó conseguir, de tantos años solo, lejos de los míos, de mi tierra, de mis cosas, de trabajar duro y como las hormigas. Siempre pensando en la vuelta, en la vejez en el pueblo...Ahora resulta que me quedan semanas de vida, nadie lo sabe, pero me voy al pueblo como los viejos elefantes, a morir tranquilo. El cristal me devuelve la imagen de la derrota, la cara de la rendición, mi cara. Cierro los ojos y no puedo evitar que broten las lágrimas.
Dejando volar los recuerdos, me veo mirando a través de la ventanilla de otro tren, hace veinticinco años. Estoy llegando a Alemania, voy a trabajar en una fábrica de Hamburgo, no sé muy bien de qué es, pero me han prometido que, como entiendo un poco de cuentas y parezco listo, me darán un buen puesto. Claro, había que hacerle un buen regalo a don Matías, de él dependía, pues era el encargado de apuntar a las gentes en el Ayuntamiento. Cuántos don Matías hubo en esos tiempos y cuánto se aprovecharon de las gentes como yo.
El buen puesto era de peón en una fábrica de tornillería, retirando cajas llenas de tuercas y poniendo cajas vacías. Podía hacer horas extras todos los días y si además pasaba de un número de cajas tendría una gratificación. Lo primero que hice fue aprender alemán y me vino muy bien. Al poco tiempo me hicieron encargado de una sección y era un poco el portavoz de los españoles que no sabían el idioma.
La verdad es que las cosas no me han ido mal, nada me ha sido gratis, todo me ha costado, como a cualquiera, sólo que el último pago se ha adelantado, no contaba yo con ésto.
Un sonido neumático del tren frenando me saca de mis pensamientos y una azafata se me acerca a preguntar si quiero tomar algo y le pido un whisky con hielo. El tren ha parado, estamos en Verden, la próxima estación Bremen, los altavoces repiten con su típico sonsonete las salidas y llegadas de los diferentes trenes, lo van diciendo en varios idiomas. Recuerdo que al principio, cuando no sabía alemán, esperaba que lo dijeran en italiano y poco a poco me enteraba de algo de lo que decían. Un suave tirón indica que el tren está de nuevo en marcha.
Todo está en regla, la familia no quedará en malas condiciones económicas, al menos es un consuelo... Voy repasando los documentos de la empresa, los de la sanidad alemana, los del sindicato. Todo está al día, la orden del banco para las transferencias, todo.
"Beneficiaria: Juana... Te quedas sola Juana, yo me voy, que le vamos a hacer... Los recuerdos de nuevo y de nuevo en un tren. Era el viaje de novios y lo hicimos hacia Alemania.
Nuestro noviazgo fue corto y extraño, nos conocimos por cartas y nos vimos un par de veces antes de casarnos. Recuerdo que me costó mucho que me mandara una foto, llegué a pensar que tenía algún defecto físico, pero al fin se decidió y me la mandó. Pasado el tiempo, cada vez que veíamos fotografías antiguas, al llegara a esa nos reíamos, ella pensaba que se lo jugaba todo a una foto y trató de salir lo mejor posible, perfectamente peinada y maquillada, tanto que parecía Doris Day. Al natural era otra cosa mejor y sobre todo tenía las ideas muy claras de cómo funcionaba el sistema, había trabajado desde pequeña y valoraba cada cosa en su justo lugar.
Después de casarnos salimos en taxi hasta Madrid y allí tomamos el tren hasta Francia desde donde partimos hasta Hannover. La noche de bodas la pasamos en el tren, tomamos un compartimento con cama, pero claro, como era de prever, me pasé la noche en el pasillo. Decía ella que el movimiento del ten había atascado la cerradura y no me dejó entrar en toda la noche. Después, Juana, un poco avergonzada, reconoció haber cerrado la puerta por dentro.
No fue fácil la primera época, pero nos adaptamos lo mejor que pudimos. Muchas tardes ella me esperaba en la estación y decía que se lo pasaba muy bien viendo el ajetreo de las gentes que subían y bajaban de los trenes, los mensajes de la megafonía, que cada vez entendía mejor y al final llegaba yo y nos íbamos juntos a casa.
Al principio ella empezó a trabajar, pero decidimos que lo dejara, su salud no era todo lo fuerte que parecía. Tampoco tuvimos hijos, después de dos abortos el médico aconsejó que desistiéramos de ser padres. Los primeros años echamos de menos un crío, después nos acostumbramos a ser sólo dos y así hemos estado todo este tiempo hasta que hace unos meses ella decidió irse a preparar la casa para vivir cuando me jubilara.
Una azafata me sacó de mi ensueño diciéndome que habíamos llegado a Bremen. A partir de este punto el viaje sería en avión, más rápido pero sin el encanto del tren que tantos días tomé. Ya casi nos conocíamos todos, éramos siempre los mismos a las horas punta de ida y vuelta, los españoles nos saludábamos y nos preguntábamos por la familia y es que éramos casi una familia, la familia del tren
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