10/15/2006

Encinasola

(Capitulo I)


La idea me la dio Borges, no me duelen prendas al confesarlo; en su relato El Inmortal, empieza diciendo: “En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor de la Ilíada, de Pope, y en el último tomo de la citada obra, halló un manuscrito, redactado en inglés y que “abunda en latinismos”... .
El anónimo autor del manuscrito dice: “Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador”.
En mi caso me gustaría decir: Lo más lejos que esta vez alcanza mi memoria, con un mínimo de respeto hacia sí misma, me lleva a un abrigo desde el cual, en invierno mirábamos la amenazante subida de las aguas, y en verano añorábamos el frescor de la umbría en los chopos. En aquella zona confluían varios ríos cuyas corrientes se sumaban a las del ya caudaloso Guadiana, el más importante podía ser el Múrtiga, sus aguas veían la luz en los manantiales de Fuenteheridos, recorriendo sus feraces valles, así como los de Galaroza y La Nava, para entrar en el término de Encinasola por Tálero entre chopos y adelfas.
Las tierras eran de pizarra, arenisca y caliza, ricas en minerales, así como las aguas del Múrtiga, en las que no era difícil entonces encontrar arenas auríferas siendo quizás este el motivo de los primeros asentamientos humanos en aquella lejana edad del cobre.
Pero no era el oro la única riqueza de aquellas aguas, la fertilidad que derramaban en aquellas vegas no lo era menos, y en ellas cultivábamos hortalizas y lino en aquella naciente agricultura cuando las condiciones climáticas lo permitían, que los inviernos eran largos y fríos y los veranos intensos y tórridos, vistiendo el campo de un manto de estéril polvo gris y secando los más caudalosos ríos; sólo quedaban las charcas que, como despensas salvadoras, nos aseguraban el agua y alguna pesca para sobrevivir.
Tampoco escaseaba alguna liebre por aquellos pagos, o algún pájaro que engrosara el solitario caldero, en cuyo interior cencerreaba el cucharón la mayoría de las mañanas del otoño e invierno, en los que, por si era poco, teníamos que disputar la mezquina caza con alguna gineta, lince o gato montés, por no hablar del temido y astuto lobo, cuya sombra y aullido hacían que las noches fueran aún más largas y temidas, y los días repletos de recelo y precauciones mientras en el cielo se podían ver trazando interminables y perfectos círculos a los buitres, a los que alguien había visto desgarrar los restos de un anciano muerto y alimentarse de ellos, por lo que desde entonces los asoció con un poder sobrenatural que escapaba a su comprensión, pero algo muy dentro de sí le decía que aquellas enormes y feas aves quizás se hubieran llevado del anciano muerto algo más que trozos de huesos y piltrafas de carne.
A pesar de todo, nuestro poblado iba creciendo y se hacía necesario buscar nuevas fuentes de riqueza que nos permitieran conseguir alimentos y utensilios, más allá de nuestras pobres herramientas de cobre y hueso. A veces pasaban viajeros y contaban maravillas sobre los nuevos materiales, la facilidad para trabajarlos y las fabulosas herramientas que permitían hacer, sobre todo para la guerra, para matar.
Nunca supe qué pensarían ni sentirían los demás cuando aquellos viajeros, sentados junto a la lumbre y a la luz de la luna del verano, los mantenían embobados con sus historias en las que mezclaban lo visto con lo soñado y lo intuido con lo imaginado, pero yo no podía evitar cierta intranquilidad ante esas noticias, y algo me decía que nuestra paz estaba en peligro, que nuestras familias estaban a merced de los poseedores de esas nuevas y maravillosas armas, y nuestros animales tampoco estaban demasiado seguros.
La necesidad obliga y los tiempos empujan, y aunque pudiera parecer que en aquella inamovible noche de los tiempos la vida era una sucesión de soles y lunas, en la que saciar las más primarias necesidades, y mantener encendido el fuego que, aparte de sagrado, era imprescindible para librarse tanto del frío como de las alimañas, también era un continuo enfrentarse con los elementos, una lucha diaria por la supervivencia en la que el hombre iba tomando conciencia de su trascendencia.
Recuerdo la muerte del primogénito del hombre principal del grupo, principal porque era el más fuerte y el que más puntería tenía a la hora de cazar, por lo que se quedaba con la mejor parte de la carne y los huesos de las presas, lo que le permitía conseguir mejores cosas en los cambios con otros grupos. El primogénito, un chico de unos dieciocho años, el mayor de doce hermanos y que prometía heredar la capacidad del padre para abatir las mejores presas, fue herido por un enorme jabalí al que llevaba varios días acechando y de nada sirvieron los emplastos de malva ni las ofrendas que el padre dedicó a los buitres, esperando con ello que no se llevaran a su hijo a las alturas, donde nunca más lo vería ni sabría de él.
Había perdido demasiada sangre y la fea herida se había infectado, por lo que la debilidad y la fiebre se aliaron para acabar con él en poco tiempo.
Acertó a pasar por allí aquellos días un viajero que tenía fama de brujo y sanador y se interesó por el caso, acuciado por el padre y alarmado por el estado del hijo. Tengo que reconocer que nunca he sido muy crédulo en sortilegios ni encantamientos, si bien reconozco el poder de algunas plantas para sanar y remediar dolores y enfermedades, y creo que en esto último radicaba el mágico poder del brujo, eso sÍ, todo adornado de retahílas, sahumerios y bailes misteriosos aderezados con palabras ininteligibles.
Entre las plantas que utilizó, reconocí el acónito y el áloe, ambas de gran poder hemostático, pero de nada sirvieron para el pobre muchacho, que una tarde larga y calmosa de verano, en la que hasta el campo, más gris y silencioso que nunca parecía sentir la desgracia de aquel padre, cerró los ojos para siempre ante la impotencia del brujo y el dolor de aquella familia.
Hasta entonces, los muertos habían sido arrojados a un barranco de donde desaparecían poco después consumidos por las alimañas, pero aquel día, el hombre principal sorprendió a todo el mundo diciendo que su hijo no sería arrojado allí como si de un despojo se tratara, aquel era su bien más querido y no sería pasto de los buitres, sino que sería enterrado en un sepulcro especial.
El grupo obedeció, en parte por el respeto debido a aquel hombre y en parte conmovido por algo que nunca habían visto: aquel padre quería honrar los restos de su hijo muerto preservándolo de todos los males externos, y preparándolo para la eternidad en su deseo de no perderlo para siempre, pero sin querer había añadido un concepto nuevo al resto del grupo, algo que los perturbó profundamente y los marcó para el resto de sus días: el concepto de eternidad, algo que me sería muy familiar con el paso de los siglos.
Puestos todos a la labor, almacenamos piedras de pizarra y troncos, y el hombre principal fue apilándolos hasta hacer un montón con una cavidad en el centro donde deberían depositar el cadáver de su amado hijo. Sin que nadie lo supiera, había mandado buscar al brujo que intentó curarlo y aquel no se hizo esperar; esta vez venía aún más adornado y misterioso. Lo primero que hizo fue reunirse con el padre y los hermanos del muerto y hablar con ellos, nadie supo lo que dijeron en aquella misteriosa reunión, pero salieron de ella como transfigurados y sin querer hablar ni mezclarse con nadie.
Los hermanos lavaron el cuerpo del muerto y lo ungieron y restregaron con yerbas olorosas mientras el brujo no cesaba de rezar para sí, y como si tuviera prisa por acabar algo. Después llevaron el cuerpo hasta el hueco del sepulcro, se retiraron y dejaron que el brujo se erigiera en protagonista de la situación. Apenas podíamos entender nada de lo que decía entre dientes, ni comprender que hacía en su errático ir y venir de un lado a otro. Yo entendía algo más que los demás por conocer un poco de las lenguas de otras tribus debido a mis viajes para cambiar cosas, pero seguro que los demás no se enteraban de nada, lo que acentuaba aún más su atención y su interés.
Para mi asombro, aquel hombre estaba hablando del alma del difunto, un concepto que escapaba todavía a la comprensión de todas aquellas gentes, pero que él parecía conocer muy bien, así como la forma de encomendarla al mejor de los destinos en el más allá, otro concepto abstracto para todos aquellos pobres que asistían perplejos a un espectáculo nunca visto y no entendido hasta que pasara algún tiempo por ellos.
El brujo depositó junto al cuerpo del muerto su arco y sus flechas, su vaso de beber y su cuchillo de cobre, su mejor hacha y sus amuletos, y su padre puso unos trozos de cobre con unas marcas que nunca habíamos visto y más tarde nos explicó a los más allegados que eran monedas, algo muy complicado para la mayoría que no entendía que aquello pudiera representar las riquezas de aquel hombre tan respetado.
La ceremonia acabó, el brujo cobró y se fue por donde había venido, y el grupo se quedó sumido en el silencio y el respeto ante aquel túmulo de piedras que albergaba el cuerpo del hijo del hombre principal.
Otro suceso desconcertó a todo el mundo aquella larga y triste tarde de verano. Cuando ya el cuerpo del joven difunto había sido depositado en el túmulo de piedras, y el brujo había acabado con su retahíla de oraciones y sahumerios que, aparte de darle a todo un aire místico, creo que tenían algo que alertaba ciertos sentidos normalmente adormecidos; el campo, ya extrañamente silencioso bajo el sol de la tarde, se volvió aún más sobrecogedor al faltarle el arrullo de las cercanas tórtolas y el sonido del viento en las ramas altas de los olivos.
Empezamos a mirarnos unos a otros, como buscando en las miradas la seguridad de que algo ocurría, como si necesitáramos la conformidad de los demás para dar por certero el presentimiento de que algo iba a ocurrir que escapaba a todas nuestras posibilidades de comprensión.
Las miradas de todos, después de rebotar de unos en otros, fueron alzándose lentamente hacia el cielo, seguras y temerosas al mismo tiempo de que lo que fuera a ocurrir sería allí, vendría de allí arriba, y así fue, el sol empezó a ser cubierto por una sombra redonda que, lenta, casi imperceptiblemente, fue sobreponiéndose sobre el amarillo disco hasta ocultarlo por completo.
Una extraña luz lo envolvió todo y el suelo se llenó de remolinos que hacían bailar el polvo y silbaban al cruzar entre las ramas de las jaras y los olivos y una repentina sensación de frío hizo que nos acercáramos más unos a otros.
Cuando nuestros ojos se hubieron acostumbrado a aquella especie de luz fosforescente, volvimos a mirar hacia lo alto y el sol había desaparecido del cielo convertido en una mancha redonda y oscura, de cuyos bordes irradiaban como llamas cuyo resplandor dañaba la vista.
El silencio era tal que se podía percibir el entrecortado sonido de nuestras respiraciones, incluso el castañeteo de algunos dientes presas del miedo y el nerviosismo, pero de la misma manera que el sol desapareció, volvió a emerger por el otro lado de la mancha, el campo fue tomando de nuevo su color y las aves, como si acabara de amanecer, empezaron a alborotar sobre las ramas en las que habían permanecido agazapadas mientas duró el extraño fenómeno.
Permanecimos allí, absortos, en silencio, temerosos de algo sin saber muy bien de qué, hasta que el sol se puso tras los montes, entonces volvimos a nuestras chozas y encendimos las fogatas para pasar la noche al abrigo y la seguridad de ellas.
Desde entonces, aunque no tuvieran con que pagar al brujo, aunque los túmulos fueran más pequeños, ningún cuerpo se volvió a arrojar al barranco, fueron enterrados y venerados por los vivos.

1 comentario:

  1. Oriundo:
    Este capitulo es una maravilla. Se lee de un tirón. Uno se siente cautivo de sus palabras y es imposible alejar la vista de la pantalla.
    Te felicito

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