Una mañana, resueltos todos mis asuntos y saldadas todas mis deudas, tomé camino a Arucci enlazando allí con la ruta que me llevaría a Itálica, en Hispalis, después de pasar por Contributa, Urium, Tucci y Laelia. Ya habían llegado a mis oídos los ecos de la fundación de una ciudad, cuyos pioneros fueron los soldados romanos heridos en la batalla de Ilipa, estos soldados, inútiles para el servicio, junto a algunos veteranos que se les añadieron, podían haber sido repatriados, pero Escipión, que era quien los mandaba entonces, decidió, tal vez con una gran visión de futuro, que se quedaran allí y fueran el núcleo de ese primer asentamiento romano en la Bética, Itálica, ciudad que brillaría por su auge cultural y por ser patria de emperadores.
No tardé en aclimatarme a aquella naciente y próspera ciudad ni a las costumbres romanas. No tardé mucho en convertirme en una especie de intermediario entre la sierra y las orillas del Betis, y me esforcé en dar a conocer todos los productos de allá, que rápidamente fueron acogidos y deseados por su calidad y buenos precios.
Como es natural, el grueso del comercio lo ocupaban los productos del cerdo, desde los jamones hasta las vejigas de manteca blanca, a la que rápidamente se aficionaron los romanos para sus frituras. El queso tampoco pasó desapercibido a los habitantes de Itálica, y se decía que en las mejores mesas de la ciudad se consumía acompañado de uvas. Pero si algo revolucionó el mercado, fueron las aceitunas, de las que tan buenas cosechas disfrutábamos en Mons Auriorum. Los romanos sacaban de ellas el magnífico aceite, tan apreciado y exportado a todas partes del mundo, pero desconocían una aplicación del fruto del olivo y yo se las enseñé: las aceitunas aliñadas. Ellos las consumían en una especie de salmuera y les duraban todo el año, pero cuando probaron las mías, aliñadas con especias de todas clases y yerbas aromáticas, después de endulzadas durante días, se volvieron locos y tuve que emplear gentes para machacarlas y prepararlas.
La vida era agradable en Itálica, no me iban mal las cosas, el clima era suave, la tierra fértil y agradecida, y las gentes afables, de trato considerado. La ciudad crecía y se construían mansiones de recreo, lo que motivaba la constante llegada de gentes de otros sitios en busca de esa nueva tierra de promisión. Lo mismo venían de otras provincias de Hispania, que de la lejana Italia, y todos lo hacían con la voluntad de buscarse una vida mejor y un futuro prometedor para su familia y sus hijos.
Una costumbre que me sorprendió fue la forma de enterrar sus muertos los poderosos, construían panteones de mármol y hacían estatuas de tamaño natural con las facciones de los difuntos, de forma que a veces, cuando entrabas en uno de aquellos, parecía que habías sorprendido a la familia en un momento de conversación. Esta costumbre se extendió rápidamente, y si los bolsillos no permitían grandes panteones ni mármoles lujosos, bastaba una mascarilla del difunto con sus facciones, o una pintura de su cara, con la que a veces conseguían gran realismo al plasmar la mirada melancólica del muerto que no pocas veces se hacía irresistible, como si desde el otro mundo siguiera preguntando el sentido de las vanidades de este.
Si algo me gustaba de los alimentos romanos, era el pan, ya que en su elaboración eran verdaderos maestros. Lo hacían lo mismo blanco y crujiente, que con especias u olores, pero de cualquier manera, para mí resultaba exquisito, sobre todo acompañado de un cuenco de aceitunas aliñadas y un buen vaso de vino tinto. Este vino venía de las provincias del norte y era muy apreciado en las buenas mesas, pero la falta de dinero no privaba a nadie de consumir caldos, ya que los había para todos los bolsillos, gustos y posibilidades. No obstante, los vinos blancos, de las orillas del Betis, no tenían nada que envidiar a los demás, salvando sus diferencias de sabores y aromas.
Los dulces romanos también eran exquisitos, tanto los que salían del horno como los que lo hacían de la sartén. Aquellos eran esponjosos y tiernos como las magdalenas, o compactos y sabrosos como las perrunillas. De la sartén salían crujientes y dorados para ser rebozados en miel y especias, todo un placer para los sentidos, ya que no sólo era el del gusto el que se halagaba con los dulces y postres.
La cercanía de Onuba, Gades y sus costas hacía que no faltara nunca el pescado fresco para frituras y guisos, o el de salazón para conservar. Por esos días me aficioné al gárum, una salazón a base de atún de fuerte sabor y penetrante olor; no había mejor cena que unos trozos de gárum mojados en aceite y acompañados de vino de Gades, que tomado con cierta abundancia, preparaba para un dulce y reparador sueño, lo mismo que tomado en compañía soltaba las lenguas y hacía la tertulia amena y distendida.
Un capitulo importante de mi estancia en Itálica, como no, habría que dedicárselo a los dioses. Los romanos tenían muchos, la mayoría adaptados y heredados de los griegos, y tras la intransigencia de los tiempos de conquista y ocupación, llegaron a acoger a los autóctonos permitiendo una convivencia de ritos y costumbres.
Mi favorito era Baco, no lo voy a negar, y no desaprovechaba ocasión de dedicarle libaciones y ofrendas, ya que en el fondo era el único que me reportaba algún placer, sin renunciar a Eros, claro está, pero este se me mostraba más esquivo y difícil. Mis relaciones con Baco, ya solo, ya en compañía de alguien, siempre fueron satisfactorias y dedicadas a buen fin: que mejor fin que llenar el estómago y dormir en paz y a pierna suelta.
Naturalmente no todos los dioses eran iguales, ni tampoco aquellos que les rezaban; por ejemplo, Venus era la madre de los romanos importantes, que creían descender de ella a través de una intrincada y complicadísima mitología con orígenes helénicos. Júpiter era el gran dios, el dios de los dioses, quizás heredero de Zeus y amo de la bóveda celeste, pero el que más adeptos arrastraba, quizás porque estuviera de moda por esos días, fuera Apolo, protector de Augusto y símbolo de la belleza y la inteligencia.
Algo estaba ocurriendo que no escapaba a mi ojo de eterno observador: la Roma conquistadora, agresiva y beligerante, estaba dejando paso a la Roma relajada, liberal y que bajaba la guardia ante toda una serie de cosas que lenta, pero inexorablemente se estaban infiltrando en el tejido de la sociedad, y como la mayoría de ellas venían de arriba a abajo, su penetración era más rápida e inevitable.
A pesar y por encima de guerras civiles y luchas partidistas, de cambios de regímenes políticos, de asesinatos de emperadores y no sé cuantas cosas más, Roma crecía y se hacía cada vez más poderosa, pero ese cuerpo en crecimiento se iba viciando, empezando por los más ilustres, que no dudaban a la hora de adorar a dioses extraños e implantar sus ritos y costumbres, dejando cada vez más las riendas y el trabajo en manos de libertos, que llegaron a controlar los sistemas de producción y los transportes, con lo que el mercado y la banca, si no directa, indirectamente, estaba en manos de ex esclavos y extranjeros, pero Roma estaba muy ocupada siendo el ombligo del mundo y sus emperadores adoptando toda clase de modas exóticas y cultos paganos como para darse cuenta de que los tiempos estaban cambiando a gran velocidad y no se estaba adaptando a ellos.
Sirva de ejemplo de lo dicho anteriormente, el culto a Endovélico, dios indígena lusitano que cuidaba de la salud y cuya tradición arraigó profundamente en la Bética y al cual se le ofrecían puercos y demás ganado. O más bien, los cultos y dioses autóctonos jamás fueron destronados del todo, y en cuanto Roma flaqueó resurgieron con toda la fuerza de lo propio prohibido.
Si no puedes con ellos, únete a ellos, y eso fue lo que hizo Caracalla cuando les concedió el derecho de ciudadanía a todos los súbditos, algo que había estado siempre reservado a los romanos de pura sangre y de cierto poder adquisitivo, o ascendencia patricia, pero este emperador vio algo claro: que se le iva de las manos el imperio y así intentó compartirlo con los que realmente lo controlaban, que eran los libertos, los que trabajaban y manejaban el dinero, las finanzas y controlaban los precios en los mercados en función de las cosechas y el consumo. Posiblemente Roma se les hubiera vuelto grande a todos aquellos emperadores que fueron llegando al poder dejando un reguero de sangre, vicios e intrigas, pero ni era la primera vez que ocurría eso, ni sería la última.
En la capital del imperio el fenómeno no era de menor importancia cuando las clases dominantes rendían culto al sol o a cualquier otra deidad de origen egipcio, con tal de que fuera nueva y sus ritos fueran exclusivos y refinados. Esto me hace pensar que la historia de las religiones no es más que cambiar unos dioses por otros, tratando de halagar siempre a los recién llegados, quizás decepcionados de los anteriores, para asegurarse la gran asignatura pendiente del hombre a través de todos los tiempos: el más allá, y como ya creo haber dicho, aquel siempre se ha preocupado más de lo que ni ve ni entiende, que de lo que tiene delante de sus narices.
No obstante, otro culto venía implantándose a marchas forzadas, a pesar de las múltiples y sangrientas persecuciones de que estaba siendo objeto: el Cristianismo, o sea, la religión de Cristo. Apenas conocía nada de estas gentes, y mi innata curiosidad me llevó a informarme de todo lo concerniente a ellos. El tal Cristo, o Jesús, era un judío, de Judea, que había muerto en la cruz. Esto no hubiera tenido más relevancia dado que era la forma que tenía Roma de ajusticiar a los malhechores y sediciosos en un territorio ocupado y levantisco como era aquel, pero al parecer, los judíos llevaban muchos años esperando un profeta y este Jesús reunía una serie de características que les hizo pensar que podía ser el esperado, el libertador, y por ahí le vino el mal, porque Roma interpretó eso de libertador como si se tratara de un líder que levantaría a los judíos contra el Imperio y lo apresó y juzgó como tal crucificándolo al encontrarlo culpable.
Pero Jesús, a pesar de morir joven, dejó discípulos que propagaron su doctrina, y ésta hablaba de justicia, de amor y de paz, algo nuevo para los oídos de tantos pueblos oprimidos por Roma, y también hablaba de un dios único, cosa que rompía todo el panteón romano tan acostumbrado a tener un dios para cada cosa.
No todos lo judíos aceptaron que Jesús fuera el profeta esperado, lo que hizo que parte de ellos siguieran con su antigua religión y otros abrazaran el cristianismo como fe única y verdadera.
Como dice un refrán muy antiguo, al perro flaco todo se le vuelven pulgas, y a Roma no paraban de surgirle problemas. Al de los cristianos, que no hacía más que dividir la ya maltrecha sociedad romana, se le unía que un nuevo pueblo bárbaro estaba llamando a sus puertas y no precisamente con intenciones de buena vecindad. Procedían del norte y eran guerreros curtidos en la lucha bajo las más duras condiciones allá en sus montañas siempre heladas y parecían ávidos del oro de Roma.
Por fin acabó la última persecución de Roma contra los cristianos, que mayormente era fomentada por las clases altas al resistirse a aceptar el nuevo estatus que pregonaban los cristianos en el que todos los hombres eran iguales y la esclavitud desaparecía, con lo que la mano de obra barata de que disponían se les acababa, y por otra parte, el cristianismo pretendía poner fin a la vida licenciosa de corrupción y vicio en que vivía inmersa la alta sociedad romana.
No llegué a conocer a ningún discípulo de Jesús, pero me hubiera gustado hablar con alguno de ellos y haberle preguntado algunas cosas sobre ese hombre que decía ser hijo de Dios y murió en una cruz, como el peor de los ladrones y diciendo que lo hacía para redimir a la humanidad de sus pecados. No sé si hoy seguiría pensando lo mismo, si creería que su muerte había merecido la pena.
La fuerza del cristianismo era tan grande que llegó a la cabeza de Roma, al emperador, convirtiéndolo a la nueva fe y consiguiendo que, mediante el edicto de Milán, propugnara la libertad de religión, con lo que levantaba la losa que pesaba sobre los cristianos y permitía que cada cual ejerciera la fe que más le interesara, pero el cristianismo acabó imponiéndose y acabó teniendo en Roma la sede de su cabeza visible.
La brecha estaba abierta, y por ella acabarían colándose todos aquellos pueblos a los que dieron en llamar los Bárbaros del Norte. Habían encontrado una Roma maltrecha y eso les facilitaría la labor; por otra parte, muchos de aquellos pueblos eran de origen céltico, y eso hizo que algunas de sus provincias se solidarizaran con el nuevo invasor, haciendo que Roma se encontrara con una quinta columna dentro de su propio territorio.
Los Bárbaros no podían venir precedidos de peor fama, y de ellos se decía que no respetaban templos ni dioses, ni a su paso quedaba doncella virgen ni casada sin violar. Su mejor instrumento era el fuego con el que arrasaban sin miramiento todo cuanto encontraban a su paso, y poco a poco iban penetrando en el Imperio extendiéndose como lo hace una mancha de aceite sobre el agua, y la mancha llegó a Roma bajo el mando de Alarico, y la saqueó.
Mi condición me hace saber que ningún imperio es eterno, pero parecía que éste de Roma lo sería; sus raíces eran demasiado profundas, habían conseguido cosas que ninguno anteriormente había logrado, como unificar el idioma y la moneda, dos grandes pasos para los que fueran viniendo después, que se encontrarían hechas obras tan importantes como las anteriormente citadas, por no mencionar la gran red de vías que cruzaba el imperio y permitían el comercio y el movimiento cada vez más fácil y frecuente de las gentes.
Como suele ocurrir, a la caída de un imperio se levanta otro que quizás hasta ese momento ha estado a la sombra esperando únicamente la oportunidad de desarrollarse. En este caso fue la Iglesia la que se alzó como nueva fuerza política y económica, principalmente debido a que eliminó las grandes diferencias sociales; con el tiempo es posible que creara otras mayores, pero las que había en esos momentos las eliminó al propugnar la igualdad y la eliminación de la esclavitud, al menos en el sentido romano de la misma.
No tardé en aclimatarme a aquella naciente y próspera ciudad ni a las costumbres romanas. No tardé mucho en convertirme en una especie de intermediario entre la sierra y las orillas del Betis, y me esforcé en dar a conocer todos los productos de allá, que rápidamente fueron acogidos y deseados por su calidad y buenos precios.
Como es natural, el grueso del comercio lo ocupaban los productos del cerdo, desde los jamones hasta las vejigas de manteca blanca, a la que rápidamente se aficionaron los romanos para sus frituras. El queso tampoco pasó desapercibido a los habitantes de Itálica, y se decía que en las mejores mesas de la ciudad se consumía acompañado de uvas. Pero si algo revolucionó el mercado, fueron las aceitunas, de las que tan buenas cosechas disfrutábamos en Mons Auriorum. Los romanos sacaban de ellas el magnífico aceite, tan apreciado y exportado a todas partes del mundo, pero desconocían una aplicación del fruto del olivo y yo se las enseñé: las aceitunas aliñadas. Ellos las consumían en una especie de salmuera y les duraban todo el año, pero cuando probaron las mías, aliñadas con especias de todas clases y yerbas aromáticas, después de endulzadas durante días, se volvieron locos y tuve que emplear gentes para machacarlas y prepararlas.
La vida era agradable en Itálica, no me iban mal las cosas, el clima era suave, la tierra fértil y agradecida, y las gentes afables, de trato considerado. La ciudad crecía y se construían mansiones de recreo, lo que motivaba la constante llegada de gentes de otros sitios en busca de esa nueva tierra de promisión. Lo mismo venían de otras provincias de Hispania, que de la lejana Italia, y todos lo hacían con la voluntad de buscarse una vida mejor y un futuro prometedor para su familia y sus hijos.
Una costumbre que me sorprendió fue la forma de enterrar sus muertos los poderosos, construían panteones de mármol y hacían estatuas de tamaño natural con las facciones de los difuntos, de forma que a veces, cuando entrabas en uno de aquellos, parecía que habías sorprendido a la familia en un momento de conversación. Esta costumbre se extendió rápidamente, y si los bolsillos no permitían grandes panteones ni mármoles lujosos, bastaba una mascarilla del difunto con sus facciones, o una pintura de su cara, con la que a veces conseguían gran realismo al plasmar la mirada melancólica del muerto que no pocas veces se hacía irresistible, como si desde el otro mundo siguiera preguntando el sentido de las vanidades de este.
Si algo me gustaba de los alimentos romanos, era el pan, ya que en su elaboración eran verdaderos maestros. Lo hacían lo mismo blanco y crujiente, que con especias u olores, pero de cualquier manera, para mí resultaba exquisito, sobre todo acompañado de un cuenco de aceitunas aliñadas y un buen vaso de vino tinto. Este vino venía de las provincias del norte y era muy apreciado en las buenas mesas, pero la falta de dinero no privaba a nadie de consumir caldos, ya que los había para todos los bolsillos, gustos y posibilidades. No obstante, los vinos blancos, de las orillas del Betis, no tenían nada que envidiar a los demás, salvando sus diferencias de sabores y aromas.
Los dulces romanos también eran exquisitos, tanto los que salían del horno como los que lo hacían de la sartén. Aquellos eran esponjosos y tiernos como las magdalenas, o compactos y sabrosos como las perrunillas. De la sartén salían crujientes y dorados para ser rebozados en miel y especias, todo un placer para los sentidos, ya que no sólo era el del gusto el que se halagaba con los dulces y postres.
La cercanía de Onuba, Gades y sus costas hacía que no faltara nunca el pescado fresco para frituras y guisos, o el de salazón para conservar. Por esos días me aficioné al gárum, una salazón a base de atún de fuerte sabor y penetrante olor; no había mejor cena que unos trozos de gárum mojados en aceite y acompañados de vino de Gades, que tomado con cierta abundancia, preparaba para un dulce y reparador sueño, lo mismo que tomado en compañía soltaba las lenguas y hacía la tertulia amena y distendida.
Un capitulo importante de mi estancia en Itálica, como no, habría que dedicárselo a los dioses. Los romanos tenían muchos, la mayoría adaptados y heredados de los griegos, y tras la intransigencia de los tiempos de conquista y ocupación, llegaron a acoger a los autóctonos permitiendo una convivencia de ritos y costumbres.
Mi favorito era Baco, no lo voy a negar, y no desaprovechaba ocasión de dedicarle libaciones y ofrendas, ya que en el fondo era el único que me reportaba algún placer, sin renunciar a Eros, claro está, pero este se me mostraba más esquivo y difícil. Mis relaciones con Baco, ya solo, ya en compañía de alguien, siempre fueron satisfactorias y dedicadas a buen fin: que mejor fin que llenar el estómago y dormir en paz y a pierna suelta.
Naturalmente no todos los dioses eran iguales, ni tampoco aquellos que les rezaban; por ejemplo, Venus era la madre de los romanos importantes, que creían descender de ella a través de una intrincada y complicadísima mitología con orígenes helénicos. Júpiter era el gran dios, el dios de los dioses, quizás heredero de Zeus y amo de la bóveda celeste, pero el que más adeptos arrastraba, quizás porque estuviera de moda por esos días, fuera Apolo, protector de Augusto y símbolo de la belleza y la inteligencia.
Algo estaba ocurriendo que no escapaba a mi ojo de eterno observador: la Roma conquistadora, agresiva y beligerante, estaba dejando paso a la Roma relajada, liberal y que bajaba la guardia ante toda una serie de cosas que lenta, pero inexorablemente se estaban infiltrando en el tejido de la sociedad, y como la mayoría de ellas venían de arriba a abajo, su penetración era más rápida e inevitable.
A pesar y por encima de guerras civiles y luchas partidistas, de cambios de regímenes políticos, de asesinatos de emperadores y no sé cuantas cosas más, Roma crecía y se hacía cada vez más poderosa, pero ese cuerpo en crecimiento se iba viciando, empezando por los más ilustres, que no dudaban a la hora de adorar a dioses extraños e implantar sus ritos y costumbres, dejando cada vez más las riendas y el trabajo en manos de libertos, que llegaron a controlar los sistemas de producción y los transportes, con lo que el mercado y la banca, si no directa, indirectamente, estaba en manos de ex esclavos y extranjeros, pero Roma estaba muy ocupada siendo el ombligo del mundo y sus emperadores adoptando toda clase de modas exóticas y cultos paganos como para darse cuenta de que los tiempos estaban cambiando a gran velocidad y no se estaba adaptando a ellos.
Sirva de ejemplo de lo dicho anteriormente, el culto a Endovélico, dios indígena lusitano que cuidaba de la salud y cuya tradición arraigó profundamente en la Bética y al cual se le ofrecían puercos y demás ganado. O más bien, los cultos y dioses autóctonos jamás fueron destronados del todo, y en cuanto Roma flaqueó resurgieron con toda la fuerza de lo propio prohibido.
Si no puedes con ellos, únete a ellos, y eso fue lo que hizo Caracalla cuando les concedió el derecho de ciudadanía a todos los súbditos, algo que había estado siempre reservado a los romanos de pura sangre y de cierto poder adquisitivo, o ascendencia patricia, pero este emperador vio algo claro: que se le iva de las manos el imperio y así intentó compartirlo con los que realmente lo controlaban, que eran los libertos, los que trabajaban y manejaban el dinero, las finanzas y controlaban los precios en los mercados en función de las cosechas y el consumo. Posiblemente Roma se les hubiera vuelto grande a todos aquellos emperadores que fueron llegando al poder dejando un reguero de sangre, vicios e intrigas, pero ni era la primera vez que ocurría eso, ni sería la última.
En la capital del imperio el fenómeno no era de menor importancia cuando las clases dominantes rendían culto al sol o a cualquier otra deidad de origen egipcio, con tal de que fuera nueva y sus ritos fueran exclusivos y refinados. Esto me hace pensar que la historia de las religiones no es más que cambiar unos dioses por otros, tratando de halagar siempre a los recién llegados, quizás decepcionados de los anteriores, para asegurarse la gran asignatura pendiente del hombre a través de todos los tiempos: el más allá, y como ya creo haber dicho, aquel siempre se ha preocupado más de lo que ni ve ni entiende, que de lo que tiene delante de sus narices.
No obstante, otro culto venía implantándose a marchas forzadas, a pesar de las múltiples y sangrientas persecuciones de que estaba siendo objeto: el Cristianismo, o sea, la religión de Cristo. Apenas conocía nada de estas gentes, y mi innata curiosidad me llevó a informarme de todo lo concerniente a ellos. El tal Cristo, o Jesús, era un judío, de Judea, que había muerto en la cruz. Esto no hubiera tenido más relevancia dado que era la forma que tenía Roma de ajusticiar a los malhechores y sediciosos en un territorio ocupado y levantisco como era aquel, pero al parecer, los judíos llevaban muchos años esperando un profeta y este Jesús reunía una serie de características que les hizo pensar que podía ser el esperado, el libertador, y por ahí le vino el mal, porque Roma interpretó eso de libertador como si se tratara de un líder que levantaría a los judíos contra el Imperio y lo apresó y juzgó como tal crucificándolo al encontrarlo culpable.
Pero Jesús, a pesar de morir joven, dejó discípulos que propagaron su doctrina, y ésta hablaba de justicia, de amor y de paz, algo nuevo para los oídos de tantos pueblos oprimidos por Roma, y también hablaba de un dios único, cosa que rompía todo el panteón romano tan acostumbrado a tener un dios para cada cosa.
No todos lo judíos aceptaron que Jesús fuera el profeta esperado, lo que hizo que parte de ellos siguieran con su antigua religión y otros abrazaran el cristianismo como fe única y verdadera.
Como dice un refrán muy antiguo, al perro flaco todo se le vuelven pulgas, y a Roma no paraban de surgirle problemas. Al de los cristianos, que no hacía más que dividir la ya maltrecha sociedad romana, se le unía que un nuevo pueblo bárbaro estaba llamando a sus puertas y no precisamente con intenciones de buena vecindad. Procedían del norte y eran guerreros curtidos en la lucha bajo las más duras condiciones allá en sus montañas siempre heladas y parecían ávidos del oro de Roma.
Por fin acabó la última persecución de Roma contra los cristianos, que mayormente era fomentada por las clases altas al resistirse a aceptar el nuevo estatus que pregonaban los cristianos en el que todos los hombres eran iguales y la esclavitud desaparecía, con lo que la mano de obra barata de que disponían se les acababa, y por otra parte, el cristianismo pretendía poner fin a la vida licenciosa de corrupción y vicio en que vivía inmersa la alta sociedad romana.
No llegué a conocer a ningún discípulo de Jesús, pero me hubiera gustado hablar con alguno de ellos y haberle preguntado algunas cosas sobre ese hombre que decía ser hijo de Dios y murió en una cruz, como el peor de los ladrones y diciendo que lo hacía para redimir a la humanidad de sus pecados. No sé si hoy seguiría pensando lo mismo, si creería que su muerte había merecido la pena.
La fuerza del cristianismo era tan grande que llegó a la cabeza de Roma, al emperador, convirtiéndolo a la nueva fe y consiguiendo que, mediante el edicto de Milán, propugnara la libertad de religión, con lo que levantaba la losa que pesaba sobre los cristianos y permitía que cada cual ejerciera la fe que más le interesara, pero el cristianismo acabó imponiéndose y acabó teniendo en Roma la sede de su cabeza visible.
La brecha estaba abierta, y por ella acabarían colándose todos aquellos pueblos a los que dieron en llamar los Bárbaros del Norte. Habían encontrado una Roma maltrecha y eso les facilitaría la labor; por otra parte, muchos de aquellos pueblos eran de origen céltico, y eso hizo que algunas de sus provincias se solidarizaran con el nuevo invasor, haciendo que Roma se encontrara con una quinta columna dentro de su propio territorio.
Los Bárbaros no podían venir precedidos de peor fama, y de ellos se decía que no respetaban templos ni dioses, ni a su paso quedaba doncella virgen ni casada sin violar. Su mejor instrumento era el fuego con el que arrasaban sin miramiento todo cuanto encontraban a su paso, y poco a poco iban penetrando en el Imperio extendiéndose como lo hace una mancha de aceite sobre el agua, y la mancha llegó a Roma bajo el mando de Alarico, y la saqueó.
Mi condición me hace saber que ningún imperio es eterno, pero parecía que éste de Roma lo sería; sus raíces eran demasiado profundas, habían conseguido cosas que ninguno anteriormente había logrado, como unificar el idioma y la moneda, dos grandes pasos para los que fueran viniendo después, que se encontrarían hechas obras tan importantes como las anteriormente citadas, por no mencionar la gran red de vías que cruzaba el imperio y permitían el comercio y el movimiento cada vez más fácil y frecuente de las gentes.
Como suele ocurrir, a la caída de un imperio se levanta otro que quizás hasta ese momento ha estado a la sombra esperando únicamente la oportunidad de desarrollarse. En este caso fue la Iglesia la que se alzó como nueva fuerza política y económica, principalmente debido a que eliminó las grandes diferencias sociales; con el tiempo es posible que creara otras mayores, pero las que había en esos momentos las eliminó al propugnar la igualdad y la eliminación de la esclavitud, al menos en el sentido romano de la misma.
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