XVII
Pero a mí me gustaría hablar de “mí” guerra, que no diferirá gran cosa de la de muchos de los que la hicimos en cualquiera de los dos bandos. Mi guerra empezó en septiembre del 37, cuando fui llamado a filas y destinado a Intendencia, en Sevilla. La cosa podría haber quedado ahí, y haberme pasado la guerra en un despacho, supervisando albaranes y sellando vales de suministro, cosa que no me hubiera importado, lo reconozco, aunque no sea precisamente digno de un valiente mientras tantos morían en el frente, pero nunca he presumido de valiente ni alardeado de furores patrios, mi condición me hace ver las cosas con una frialdad, con una distancia que nada tiene que ver con el heroísmo ni el ansia de triunfos.
También es cierto que, debido a mi misma condición podía haber solicitado otro puesto más en vanguardia, pero ya estaba cansado de defender los intereses de otros poniendo mi vida en juego, aún a sabiendas de no poder perderla, porque la inmortalidad no me exime de los sufrimientos y las penalidades; no obstante, los hechos se encargaron de satisfacer todas las ansias de aventura que yo hubiera podido tener.
Cuando llegué a mi destino en Sevilla, debido a “que sabía leer perfectamente y mostraba soltura con los números y las letras”, me hicieron sargento, lo mismo que al hijo del teniente de
La guerra seguía, y desde el cuartel de Intendencia se seguían sus incidencias, como los discursos de Queipo de Llano y los diferentes avances y retrocesos de los ejércitos. Los nacionales parecían no encontrar obstáculos en sus conquistas y, ciudad a ciudad, se iban adueñando del mapa de España.
Ambos nos conocíamos lo suficientemente bien como para saber la manera de pensar de cada uno respecto a lo que estaba ocurriendo, quizás por eso él manifestaba abiertamente sus opiniones mientras yo callaba las mías y sufría por dentro ante tanta injusticia y tal manifestación de odio colectivo. Muchas veces me retiraba con cualquier excusa solamente para llorar y darle rienda suelta a mis sentimientos al saber que habían fusilado a alguno cuyo único pecado fue pertenecer a algún partido político de izquierdas, porque los de derechas se habían arrimado a Franco y ahora eran más franquistas que él. Yo conocía a las familias de muchos de ellos, sabía que dejaban a mujeres con hijos pequeños solas en el mundo y me aterrorizaba la suerte que pudieran correr ellas y los pequeños, porque también se contaban historias de purgas, paseíllos y vejaciones de todo tipo.
Otros días era la noticia de un amigo muerto en el frente, destrozado por una granada, lo que me ponía de mal humor y me hacía perderme en los almacenes con cualquier excusa, sólo con el deseo de fumarme un cigarrillo a solas con mis pensamientos y desahogar mi amargura y frustración ante tanta desgracia.
Así, día a día parecía irme acostumbrando a todo, a los muertos, a los vivos y a todo lo que iba ocurriendo a mi alrededor. A primeros de año me llamó el comandante a su despacho, y reconozco que acudí con un nudo en la garganta por temor a algo que intuía más que sabía, pero la verdad era que temía que en cualquier momento alguien sacara mis fantasmas políticos y se me acusara de ciertas simpatías y afinidades.
Mis temores fueron injustificados, la llamada del comandante era para comunicarme un ascenso, a partir de entonces sería brigada provisional, y eso, aunque yo no supiera muy bien que era ni para que servía, para ellos parecía ser muy importante, así que también debía serlo para mí mientras estuviera allí.
Lo primero que hice fui comunicárselo al paisano como algo bueno no sólo para mí, porque hasta ese momento lo habíamos compartido todo y pensaba que ese ascenso era un poco para él también, pero el gesto de su cara y la expresión de sus ojos me revelaron a una persona que hasta entonces yo no había conocido, sus ojos se volvieron tristes y su cara se contrajo crispada, como queriendo decir algo pero sin atreverse; estaba claro que era envidia, pura y simple envidia, y acudió a mi mente algo que había leído una vez: “la envidia es la tristeza ante el bien ajeno”, y allí estaba clarísima, en estado puro y sin ningún interés por disimularla. Lo malo es que yo no entendía por qué él consideraba que aquello era tan bueno para mí, cuando de buena gana le hubiera dado el ascenso y me hubiera quedado de sargento, como decían algunos, de puto amo de aquello, y acostumbrado cada vez más y mejor a la vida militar en tiempos de guerra, vegetando en un despacho y tratando de escamotear sellos de racionamiento para uno y para otro, mientras que a algún desgraciado le estaría faltando el azúcar o el aceite, pero eso ya no era mi responsabilidad.
El paisano no atinó a balbucir más que unas palabras que yo descifré como “ me alegro... me alegro por ti”, y desde entonces nuestras relaciones cambiaron, el se esforzaba por saludarme lo más marcialmente posible y yo salía como podía del brete, porque cada vez que se me cuadraba me resultaba violento tener que responderle con aquella frialdad, después de haber compartido tantas cosas, de haber llorado tantas veces juntos la muerte de algún amigo común y de habernos reído cuando podíamos hacerlo, que también había ocasiones que lo permitían.
Dejó de leerme las cartas que recibía y hablábamos lo imprescindible, así que si eso era lo que él quería, así sería, ya que en vano intenté varias veces que habláramos y me explicara el motivo de su actitud, pero no hacía más que callar y mirar a otro lado.
No fue sólo hacia mí hacia quien cambió su comportamiento, desde aquello se le agrió el carácter y no era difícil verlo enfrentarse a todo el mundo e incumplir ordenes que en alguna ocasión dieron con sus huesos en prevención, pero se obstinaba en su actitud de silencio e incomunicación y desistí de hablar más con él.
Llegó
Después de visitar a los amigos y conocidos, y ponerme al corriente de las últimas noticias, fui a visitar y presentarme como militar al padre del paisano, pero la acogida no pudo ser más fría y distante, casi de militar a militar y nada más. No podía entender nada de lo que podía estar pasando, pero algo en el fondo de todo aquello me empezaba a dar miedo.
Un amigo de ambos me puso en antecedentes con algunos comentarios hechos con más miedo que precaución, y al parecer al teniente le había sentado muy mal que a mí me hubieran ascendido a brigada provisional y a su hijo no, cuando yo no era más que un porquero comunista y pelota, según él, y su hijo, que era hijo del cuerpo, se había quedado de sargento, cuando su futuro estaba en el ejército mientras yo no era más que un oportunista, pero eso no se iba a quedar así...
Llegó el Viernes Santo, cuando salía la procesión del Santo Entierro, y resultaba que yo era la máxima autoridad en representación del Ejército en esos momentos en el pueblo, así que me “invitaron” a presidir la procesión junto al teniente de
Dos cosas hubo durante toda aquella tarde que no puede apartar de mi mente, una, la mirada del teniente, en cuyos ojos se podía leer el resentimiento y la rabia, quizás de que no fuera su hijo el que lo acompañaba ese día en vez de ser yo, un porquero oportunista, con lo que tal vez él hubiera soñado con pasear por todo el pueblo luciendo a su hijo y dándole a entender a todo el mundo que eran los amos de todo, y ya él lo era, a base de miedo y amenazas, de palizas en el cuartel, de chantajes a los contrabandistas y de más cosas que casi daba miedo decir en voz alta, pero era el amo y así exigía que se le manifestara cuando entraba en una bar haciendo que todo el mundo se levantara y lo saludara brazo en alto y al que no lo hacía lo abofeteaba delante de todos, en el mejor de los casos, que en el peor era capaz de acusarlo de cualquier cosa con tal de hacerle daño a él y a su familia.
La otra cosa que no podía quitarme del pensamiento era qué hacía yo, vestido de militar, con galones de brigada, de un ejército contra el cual debería estar combatiendo, presidiendo una procesión religiosa con una imagen muerta, cuando a mí todo aquello me parecía absurdo y carente de sentido. De sobras sabía yo que la vida es así a veces, como si quisiera reunir en un cajón de sastre piezas sueltas, inconexas aparentemente, pero que en un momento dado adquieren sentido y se muestran como la realidad más dura y palpable, y eso estaba pasando en aquellos momentos conmigo.
La procesión acabó y cada uno se fue a su casa. Yo me tenía que presentar al día siguiente en Sevilla, así que apenas tenía tiempo para tomas unas copas con algunos y despedirme de ellos. Recuerdo que en aquellos días, cuando te despedías de alguien, no sabías si lo estabas haciendo por última vez, ya que, tal como estaban las cosas podía ocurrir de todo, y eso se notaba en los ojos, que se clavaban unos en otros queriendo decirse muchas cosas pero sin atreverse a pronunciarlas, presintiendo muchas veces lo peor, pero sin confesarlo, y todos esos sentimientos se disfrazaban de locuacidad, ocurrencias y picardía.
Volví a Sevilla como estaba previsto y allí todo continuaba al ritmo que marcaba la guerra, con “macutazos” de un lado y de otro, noticias que corrían siempre sin confirmar y sin saber jamás de dónde habían salido, pero así pasaba el tiempo y en la mente de alguno empezaba a cobrar forma una pregunta: ¿hasta cuándo durará esto?
No habría pasado un mes desde mi vuelta al pueblo cuando me llamó una mañana el capitán a su despacho, yendo hacia él me crucé en el pasillo con el paisano con el que ya no tenía relación ninguna, pero aquella mañana me dedicó una sonrisa cargada de malicia e intención que en esos momentos no asocié con la que se me venía encima.
El capitán me hizo entrar. Lo encontré más serio que de costumbre y no me saludó con su habitual “que hay, marocho”, sino que me dio un oficio para que lo leyera. Era corto y conciso. Ateniéndose a las normas de la escritura militar, y en él se me acusaba de ser cabecilla del Partido Comunista de Encinasola y de haber participado en una operación, según el oficio aquel, de requisa de armas por los cortijos con el objeto de reconquistar Cumbres para los rojos.
No sé qué pensé en aquellos momentos, si es que pude pensar algo o en algo, pero tomé conciencia de que mis peores pesadillas habían empezado a ser realidad, y como en un mal sueño, aparecían la sonrisa del paisano y las miradas de su padre en la procesión, porque estaba claro que toda esta historia era cosa de ellos.
El capitán me ofreció un cigarrillo y me pidió que me sentara y le contara la verdad. Aún recuerdo sus palabras: “Marocho, esto es muy grave, por menos llevan al paredón a muchos, pero también es verdad que muchas de las acusaciones que los llevan son mentira y fruto de la envidia o las rencillas políticas. Dime la verdad y te juro que si en algún momento puedo hacer algo por ti, no dudaré en echarte una mano. Esto para ti y para mí: yo sé que el mundo no empezó el 18 de julio y lo que hiciera cada cual antes de ese día, dentro de las leyes políticas y militares, no debe ser motivo de condenas en estas circunstancias, pero yo no soy nadie, esa es sólo mi opinión y no le importa a nadie, a ver, habla”.
Entonces empecé a hablar con una frialdad y una serenidad que hasta a mí me asombraba y le conté toda la verdad: “Es cierto que pertenezco al Partido Comunista, lo mismo que algunos más en el pueblo, pero nunca he sido cabecilla de nada, lo que ocurría era que yo era el único que sabía leer de corrido, y por eso me encargaba de la correspondencia que llegaba y de leérsela a los demás, así como la prensa que llevaban todas las tardes al casino, pero lo mismo hacían los anarquistas, los socialistas y los de
Lo otro es más largo de contar y no sé si me creerá usted, pero le juro que lo que le voy a decir es la pura verdad: los primeros días de la guerra en el pueblo fueron de una gran incertidumbre, ya que cada cual decía saber que tal o cual columna venía en camino y acabaría con los del otro bando, esto hizo que las gentes se encerraran en las casas esperando lo peor después de que en más de una ocasión se intentaran linchamientos por ambas partes. Esta situación hizo que el hambre no tardara en hacer acto de presencia, y como los que tenían algo de comer en casa se pensaban que el mundo iba a ser sólo para ellos y no le vendían nada a nadie, salimos una mañana con un coche a buscar algo de comida a Cumbres, lo que fuera con tal de calmar la hambruna que se venía encima, sobre todo en las casas de los pobres, que son los que pagan siempre las consecuencias de todo. Y no hay más que contar, nadie requisó armas ni nosotros las llevábamos, ¿para qué las queríamos? Allí no había ningún enemigo a quien disparar...
“Marocho —siguió diciendo en capitán— te conozco hace poco, pero te tengo buena fe. Alguien te quiere mal y te ha denunciado, así que ándate con cuidado. No sé qué ocurrirá ahora contigo, no creo que estés mucho tiempo aquí con esas acusaciones, pero estés donde estés, recuerda que aquí tendrás siempre un amigo”.
Efectivamente, no tardé en ingresar en el calabozo y notar cómo me miraban todos, unos como si se estuvieran despidiendo de mí, otros como si yo fuera una especie de loco suicida, otros como si tuvieran ante sí a un maldito comunista, enemigo de España y culpable de todos los males que se estaban padeciendo. Sólo una mirada no vi, la de mi paisano, y confieso que la esperé durante muchos días como se espera algo conocido que pudiera servirme de consuelo a pesar de todo, aunque temeroso de su reacción más que de la mía, porque yo bien poco podía hacer en aquellas circunstancias.
En el calabozo había más gentes, y con ellos conocí la convivencia en una condiciones nuevas y extrañas para mí, aquellas gentes no tenían nada, y la mayoría a nadie, pero allí dentro se había configurado una especie de familia cuya principal misión era sobrevivir. Sin saber muy bien para qué ni hasta cuando, pero había que sobrevivir y ayudar a los demás a que también lo consiguieran. Allí se compartía todo, hasta el miedo, y así cabíamos a menos entre todos. Otra cosa que aprendí a medir de otra forma fue el tiempo, algo que nunca me había preocupado demasiado, pero allí adquiría una dimensión especial por su terrible vacío, una sensación que me iba absorbiendo, comiendo por dentro, dejándome hueco, pero esa oquedad iba siendo rellenada por el odio, el resentimiento, la desesperanza, el hastío y las ganas, en muchos casos, de acabar con todo de una vez y para siempre.
De Sevilla me mandaron a Huelva, al cuartel de Santa Fe, un lugar que se empeñan en mantener en pie como reliquia de un pasado que era mejor olvidar, pero así son las cosas. En Huelva esperé otra vez mucho tiempo, y llegué a estar seguro que se habían olvidado de mí en la vorágine de aquella guerra que parecía no terminar nunca y, por el contrario, amenazaba con acabar con todo lo que tuviera vida propia.
Durante esos días me tuve que enfrentar a un fantasma nuevo y desconocido para mí, pero no por eso menos terrorífico, el fantasma del miedo. Obviamente no le podía temer a la muerte dada mi condición, pero le tenía miedo al sufrimiento, a la soledad, a la crueldad humana, a la perversión de las cárceles. Llegué a pensar que los mortales en mis circunstancias encontraban en la muerte el ansiado descanso, la liberación a la tortura y las penalidades, pero las mías se podían volver insoportables por su duración.
La noche se me hacía insufrible poblada de ruidos desconocidos, de olores insanos, de susurros y misteriosas ráfagas de aire; de haber sido supersticioso seguro que hubiera pensado que allí me estaban haciendo compañía las almas de todos los que hubieran pasado antes por mis circunstancias y trataban de aliviarme en aquella patética e insoportable soledad.
No podía ver la luna, pero sus rayos, que entraban por una ventana, se convirtieron en las manecillas de un reloj eterno que todas las noches barrían el suelo negro y húmedo del calabozo, y me mostraban a mis amigos de la oscuridad, toda una legión de cucarachas, tijeretas y polillas que salían de algún sitio y durante las horas de oscuridad se enseñoreaban de aquel angosto espacio haciéndome sentir que la vida seguía sobre todo y a pesar de todo, por encima de guerras y envidias, por encima de todo.
En Huelva estuve solo en un calabozo durante mucho tiempo y entonces puse en práctica algo que en el futuro me sería muy útil: aislarme del tiempo y del espacio y meterme en mis recuerdos, que no eran pocos ciertamente, y escapar de todo lo que me rodeaba. Una consecuencia de esto fue que llegué a perder la noción del tiempo y no sabía que día era ni cuantos llevaba allí, hasta que un día me hicieron levantar muy temprano y me dieron ropa limpia y casi nueva, me tuve que afeitar y lavar más a conciencia que de costumbre y desayuné copiosamente. No sabía que vendría después, pero los prolegómenos me estaban gustando.
Escuché hablar a los vigilantes que me llevaban entre ellos y unas palabras me hicieron caer en la realidad por la que estaba atravesando y que, después de tanto intentar distorsionarla, casi lo había conseguido; hablaban de consejo de guerra y entonces tomé conciencia de que mi final podía haber llegado, lo que me preocupaba era saber en que forma se las arreglarían para burlar mi destino inexorable hasta ahora.
Muchos años después de todo aquello tuve en mis manos todos los informes militares que se dieron sobre mí, así como mi hoja de servicios, y al leer aquellas frases parecía estar de nuevo allí, de pie en aquella sala, mientras aquellos desconocidos tan serios y circunspectos hablaban de mí leyendo en unos papeles:
“En Huelva, a quince de septiembre de 1938, tercer año triunfal.
Resultando que el individuo, que era yo, fue presidente del Centro Comunista de Encinasola, dando como tal ordenes a los afiliados en los primeros días del movimiento.
Resultando que este individuo se halla acusado tan sólo de rumor público, de que hubieran podido ir al pueblo de Cumbres a tratar de reconquistarlo.
Resultando que ha estado bastante tiempo en el cuartel de Intendencia de Sevilla, llegando a la categoría de brigada, siendo su conducta buena.
Resultando que esta situación y el hecho de haber cumplido a la perfección con su deber, y siendo acreedor de buenos informes por parte de sus superiores, atenúa algo su culpabilidad.
Considerando que no obstante esta atenuación hay indicios más que suficientes de culpabilidad para fundamentar el procedimiento.
Se acuerda el procesamiento y prisión del individuo, poniéndolo a disposición del Sr. Presidente del Consejo de Guerra Sumarísimo de urgencia de la zona, como comprendido en el artículo 240...”
La acusación pidió para mi la pena de doce años de prisión militar mayor por incitar a la rebelión, y el defensor pidió la libre absolución. Me preguntaron si tenía algo que manifestar y dije que no; cuánto hubiera dado por poder decir allí todo lo que sabía y sentía en esos momentos, que era víctima de la envidia y la mezquindad de un hombre endiosado sobre unos galones que pretendía, mediante ellos, asegurar el futuro de su hijo.
La sentencia, después de una interminable retahíla de legalismos, considerandos y resultandos, venía a decir que me absolvían de los delitos de auxilio e inducción a la rebelión, lo que no decía ni sabía yo entonces era la que me esperaba, pero ya me podía dar por satisfecho, porque sabía que por bastante menos habían llevado a muchos al paredón. Una sola cosa pensé en aquellos momentos de euforia y amargura: ¿qué cara pondría el teniente cuando supiera que, de momento sus argucias no habían servido de nada?
Para acabar de hablar del teniente y su hijo, me gustaría decir que el segundo murió en el frente, destrozado por una granada y ni siquiera pudieron enterrarlo y el padre murió en el pueblo y tuvieron que traer gentes de Cumbres, pagadas, para que llevaran la caja al cementerio, porque nadie del pueblo quiso hacerlo, y desde entonces, el nombre del teniente era el paradigma de la maldad y el odio.
Oriundo:
ResponderEliminarMe identifico totalmente con tu historia que, desgracidamente, fue la de muchos.
Si tuviese algun día la ocasión de hablar personalmante contigo,no tendría inconveniente en añadir algo a tu relato, poniendo además algun nombre propio.