7/02/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA AUTOR (ORIUNDO)

Capitulo XVIII

El despertar de aquella pesadilla fue otra pesadilla peor, la guerra en su más dura y total expresión. Fui degradado, despojado de mis galones de brigada provisional y convertido en soldado de segunda para ser mandado al frente, primero a Peñaroya y después a Madrid, lo peor que habían en aquellos días y tal vez por eso me mandaran allí, a ver si una granada acababa conmigo o una bala daba cuenta de mí para siempre convirtiéndome en un cadáver más de los que a montones caían en las trincheras, morían en los barrancos o, simplemente, desaparecían.

Resultó que fui mandado a las trincheras porque “era peligroso que tuviera mando sobre fuerzas”, según consta en la documentación que muchos años después llegó a mis manos por los motivos que en su momento relataré, y allí, en el frente de Córdoba, me enfrenté, vi, sentí por primera vez algo que creí que nunca tendría oportunidad de experimentar: la cercanía de la muerte, su proximidad, su olor, y yo, que parecía estar destinado a esquivarla eternamente, algunas veces la deseé para acabar de una vez con todo aquello, para salir para siempre de aquel infierno donde estabas liando un pitillo en la trinchera y al volver la cara veías al que te había dado el papel de fumar instantes antes con un tiro en la frente y los ojos abiertos con esa expresión indescriptible que deja la muerte en ellos.

Nunca olvidaré la tarde que, estando en las trincheras, hablaba con un paisano de las cosas que haríamos cuando volviéramos al pueblo, como si así pudiéramos evadirnos de lo que teníamos alrededor, cuando sonó el silbido macabro de un obús, no de uno de los muchos que sonaban a lo largo del día o de la noche, aquel era el sonido de uno que venía a por nosotros, derecho e imparable. Instintivamente me tiré al suelo y me acurruqué cuanto fui capaz; lo último que escuché fue la voz del paisano diciendo mi nombre y su voz se partió con el estruendo de la explosión. Me levanté en cuanto pude y lo busqué alrededor de donde estaba, pero sólo encontré una bota suya manchada de sangre, era todo lo que quedaba de él. Nunca supe muy bien por qué, pero saqué un pañuelo del bolsillo, lo empapé en aquella sangre y lo guardé durante mucho tiempo junto a las pocas pertenencias que podía conservar en aquellas condiciones de supervivencia y continuo movimiento de trincheras.

Puede parecer pueril que a estas alturas me ponga a hacer consideraciones sobre la guerra, después de tantas como he vivido y sufrido y de tantas como me quedarán que conocer, pero aquella fue la más dura que había conocido hasta entonces, tal vez por ser una contienda entre hermanos, tal vez por darse en un escenario esquilmado por la pobreza y la miseria de muchos, en la mayoría de los casos, mientras otros vivían en la opulencia explotando la necesidad de los demás.

También diría que hubo dos guerras, la del frente y las trincheras, y la del miedo, la represión y las venganzas de uno y otro bando, y no sé decir cual fue peor, porque en ambas cayeron víctimas por todos lados y Encinasola no fue una excepción a pesar de ser un pueblo pequeño y tranquilo, ya que fueron muchos los muertos y los desaparecidos por tener que huir del pueblo dejando a sus familias atrás a expensas de la caridad y el miedo.

También por esa época la frontera con Portugal sirvió más de unión que de linde, y fueron muchos los que encontraron refugio en las casas de Barrancos, y alivio a las hambres entre sus gentes, que había quien salía por la mañana con la cesta vacía deseando encontrar algo para comer y regresaba con la cesta igual, pero el estómago y el corazón llenos de rabia al ver como los que tenían algo lo acaparaban como si se fuera a acabar el mundo. Cuánta hambre quitaron por aquellos días las bellotas y todo lo que se encontraba comestible por el campo que, aderezado con más imaginación que medios, se convertía en suculentas tortillas o jugosos guisos.

La guerra seguía y parecía ser eterna, pero cada vez estaba más claro que la ganaba Franco mediante toda la ayuda que recibía. Entonces empecé a observar un fenómeno en las gentes, algo que se llamaba traumatismo de guerra y se manifestó por primera vez en la primera guerra mundial, y estaba causado por la misma razón: agotamiento psíquico. Los síntomas eran expresión de idiotez y ausencia casi constantes, hablar inconexo y falta total de concentración.

Cada cual se las ingeniaba para no caer en ese estado buscando algo de fuera que lo retuviera atado al mundo exterior; yo había escuchado hablar de las madrinas de guerra, pero siempre había pensado que era cosa de solteronas beatas y aburridas que habían cambiado los chalequitos para los pobres por las cartas para los pobrecitos soldados, que tanta lástima inspiraban a todo el mundo. Entonces, un soldado de La Palma del Condado, al que yo le escribía las cartas para la novia, me dio la dirección de una conocida suya por si le quería escribir, y lo hice. Fue una experiencia nueva para mí, que no escribía nunca a nadie ni recibía correspondencia jamás, y de pronto me descubrí esperando al cartero todas las tardes y preguntándole si tenía algo para mí, si mi madrina de guerra me había escrito.

Ella era una mujer joven y hermosa, me mandó una foto que aún conservo, y era la antítesis del cliché que yo me había hecho sobre las madrinas de guerra: era joven, tenía un hijo, estaba soltera, por lo que el hijo pasaba por ser hermano suyo, y trabajaba en una bodega de su pueblo. Aquella mujer me sacó del pozo en que estaba empezando a caer, un pozo profundo y negro, como la desesperación y el aburrimiento más enfermizo. Desde el primer momento me dejó claro que no esperaba nada de mí, por lo que me rogaba que no me hiciera ilusiones sobre otras cosas, pero sus cartas eran como un soplo de aire fresco en mi absurda existencia de barracones y trincheras, luchando por sobrevivir sin tener necesidad de hacerlo y sin saber muy bien si lo deseaba.

Sus cartas eran sencillas y bonitas, me contaba lo que hacía en su casa y como era su familia, así que yo me las aprendía de memoria y después las revivía con los ojos cerrados con unos personajes a los que les ponía cara y voces y los hacía moverse y hablar entre ellos. También me contaba sus problemas y me pedía consejo, ya que decía que mis palabras siempre le daban seguridad y serenidad.

En la última carta de ella que recibí me decía que se casaba con el padre de su hijo y que ya no me escribiría más, pero jamás me olvidaría. Yo tampoco a ella, podía estar segura de eso, y si algún día pudiera me gustaría pasar por La Palma a verla.

Entre cartas y sueños pasaban los meses y al túnel de la guerra se le empezaba a ver la luz del otro lado, una luz tímida y brumosa, pero luz al fin entre tanta oscuridad y desesperación. Recuerdo haber hablado con alguien por aquellos días en que empezaban a correr noticias del final de la guerra sobre el futuro que nos podía esperar en aquella España que se configuraba en manos de los militares de Franco. Naturalmente, de esas cosas había que hablar con mucho cuidado y hacerlo con gentes de la mayor confianza, y así lo hacía yo, porque como decían algunos, las paredes oían.

Unos decían que una vez acabada la guerra volvería el rey a España, que para eso Franco era monárquico. Otros decían que habría elecciones y los militares volverían a los cuarteles; sólo uno se acercó a la realidad, uno que debía conocer muy bien a los militares y decía que, una vez en el poder y disfrutando de la poltrona, de allí no los echaban ni con agua caliente, y el tiempo le dio la razón pero no vivió para verlo.

A primeros de abril nos reunieron a todos con la mayor celeridad y nos leyeron el parte de guerra de Franco, aquel de “En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo...”. La guerra había terminado por fin y ahora sólo quedaba esperar que nos mandaran a casa, cosa que se retrasó hasta junio, pero para mi se retrasaría mucho más, porque si del consejo de guerra salí declarado inocente, ahora sería víctima de las purgas y la represión subsiguientes al conflicto.

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