7/16/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA AUTOR (ORIUNDO)

XIX


Lo que contaré a continuación es algo que me esforcé por olvidar con todo mi corazón. Alguien puede pensar que diez años de vida no significan nada para mí a estas alturas, pero esos fueron los que estuve privado de libertad acusado de “peligrosidad social dados mis antecedentes políticos”. En definitiva, fui víctima de las purgas franquistas, como tantos otros en esos años en los que lo de menos era el hecho de que se te acusara, una vez acusado caía sobre ti todo el peso de una ley hecha por los vencedores para acabar de aplastar a los vencidos, para eliminarlos de la faz de la tierra, “para que no puedan reproducirse” como llegó a decir algún cura desde el púlpito de una iglesia.

Al acabar la guerra no me dejaron pasar por el pueblo, y casi lo preferí así, hubiera sido mucho más doloroso el reencuentro con tantas cosas y tantas gentes y descubrir tantas ausencias y vacíos irrellenables de tantos amigos muertos, tantas presencias irreemplazables y tantos recuerdos que se volverían motivo de dolor.

No sabía donde iba ni que harían conmigo, pero después de dos días en un tren de ganado, sin comida ni agua, teniendo que hacer las necesidades en un rincón del vagón, llegamos al Puerto de Santa María y me llevaron al penal, y en él a una oscura y angosta celda donde permanecí durante los siguientes diez años.

Desde el primer día me prometí y obligué a convencerme de que aquellas gentes tenían mi cuerpo entre aquellas paredes, pero mi alma seguiría siendo libre y volaría con las alas de la imaginación y la fuerza de los recuerdos a través de los tiempos. De haber tenido ocasión, hubiera escrito allí unas memorias que hubieran asombrado al mundo, pero no sé si hubiera merecido la pena hacerlo, después de todo, quien iba a leer las memorias de un peligro social, que además parecería loco por lo que decía.

Me cuesta mucho recordar todo aquello, es como cuando se quiere vomitar y no se puede y parece que el hígado va a terminar saliendo por la boca; yo no quiero recordar, y al hacerlo parece que es el corazón el que acabará saliendo por mis ojos en forma de llanto incontenible, o por mi boca como lamento inacabable, o por mis poros como sudor frío de miedo y muerte.

A media mañana salíamos al patio y dábamos vueltas en filas de a uno, no fuéramos a fraguar un complot para derrocar el régimen, pero eso no era obstáculo para que habláramos y nos comunicáramos ente nosotros. Una mañana de septiembre noté más agitación que de costumbre, caminé más despacio a ver si alguien me decía qué estaba pasando y no tardé en enterarme: Hitler había invadido Polonia, había empezado otra gran guerra, como si no tuviéramos ya bastante muerte y destrucción. No había que ser un lince para saber de que lado estaría Franco, pero algunos esperaban que Hitler perdiera la guerra y arrastrara a Franco en la derrota haciendo con ello que las cosas cambiaran en España. Algo así ocurrió, pero seis años después y casi cincuenta millones de muertos más tarde.

Del pueblo me llegaban cartas de vez en cuando contándome como iban las cosas por allí, y ente otras, me decían que estaban volviendo los que habían combatido en el bando rojo para enfrentarse al correspondiente consejo de guerra y en las declaraciones de ellos se podía seguir todo un itinerario de penalidades y miserias para acabar acusados de rebeldes, exaltados y todo lo que quisieran achacarles.

También hubo algunos que murieron por el camino víctimas de la enfermedad y las penalidades y fueron enterrados lejos del pueblo para que ese camino de vuelta no acabara nunca. Pero era mucho más importante que a Franco le hicieran entrega de la Espada de la Victoria, costeada por todos los ayuntamientos españoles.

Una noticia que me afectó bastante en aquellos días fue la del suicidio en la cárcel de un amigo con una cuchilla de afeitar, al parecer estaban dos y lo intentaron juntos, pero al otro lo cogieron a tiempo de salvarlo para más tarde juzgarlo, condenarlo a muerte y fusilarlo en las tapias del cementerio de Huelva. Me contaban en la carta como el que murió desangrado aún tuvo valor para escribir su nombre con la misma sangre que le brotaba de los cortes, pintar una hoz y un martillo y poner debajo “viva el POUM”. Muchas veces me he planteado si hay que ser más valiente para quitarse la vida que para tirar para delante por mala que sea aquella, pero este caso me daba escalofríos al pensar lo que debió sufrir ese pobre hombre hasta morir desangrado y el miedo que debería tener para llegar a eso.

Me hizo gracia una anécdota que me contaron en una carta por aquellos días, fue a cuenta del pino que pusieron para celebrar la noche de San Juan y al parecer un joven, en la euforia de unas copas de más, derribó. Naturalmente había que buscar a los culpables de tamaña iniquidad, y quien mejor para ser acusado que Candelario López, el alcalde republicano al que no habían podido meter mano por ningún lado después de intentarlo de todas formas. Pues eso, se le acusó de inductor de los hechos y fue encarcelado, pero una vez más no encontraron indicios de culpabilidad en él y los testigos presenciales de los hechos declararon todos en ese sentido. Por si era poco, hasta el cura, famoso por su inquebrantable fidelidad al régimen, que dijo aquello de “Yo soy fascista pero no al estilo portugués, que tiene abiertos centros socialistas y publica periódicos de izquierdas, aunque estoy seguro de que los portugueses, que son hombres de talento, corregirán esa equivocación”. Y un poco más adelante, en el mismo sermón, “Yo soy fascista al estilo italiano, ni un centro contrario abierto, ni un periódico de oposición a nuestros ideales salvadores”, declaró a favor de Candelario, por lo que no tuvieron más remedio que dejarlo en libertad.

Conforme pasaba el tiempo se iban conformando esas macabras listas de desaparecidos y muertos que no paraban de engrosar día a día según el polvo de la guerra se iba asentando en todas partes, menos en los despachos y los juzgados, donde la guerra aún no había acabado y la maquinaria de los Consejos de Guerra continuaba funcionando a pleno rendimiento limpiando el país de rojos indeseables y peligrosos.

El hambre y la escasez se unieron al resto de las desgracias, y a muchos no les quedó más remedio que echarse al monte en busca de la mochila de café de contrabando, cayendo víctimas de los disparos de los carabineros.

Los vencedores, por si no estaba clara su situación, se dedicaban a llenar el pueblo de recordatorios y pusieron una cruz para recordar la memoria de los caídos por Dios y por España, y junto a ella pusieron una lápida con los nombres de los muertos, todos del bando nacional, por supuesto, porque, como dijo alguno, como los rojos no luchaban ni por Dios ni por la patria, no tenían derecho a ser recordados.

Por si no era suficiente la cruz de los caídos, en la fachada del Ayuntamiento instalaron un enorme yugo con las cinco flechas y al lado el último parte de guerra de Franco, que allí estarían hasta que la revancha de la historia y el tiempo los derribaran para siempre como símbolos de algo que nunca debió ocurrir.

También el tiempo se encargó de revindicar la memoria de los vencidos cuando se instalaron monumentos en memoria de los caídos por España y la Libertad, pero para muchos fue demasiado tarde, por ejemplo para aquella mujer que se fue del pueblo a Huelva como pudo, siguiendo a su marido preso para ver como lo fusilaban en las tapias del cementerio, arrojándolo más tarde en una fosa común “al lado de la tumba del El Litri”. Quizás a esa mujer le hubiera gustado ponerle unas flores frescas a su marido en una lápida que, aunque no llevaría nunca su nombre, al menos le haría mención.

Franco no quería ser menos que Hitler y decidió mandar gentes a luchar contra los rusos con la División Azul. Del pueblo, según me dijeron, fueron algunos, y yo estuve a punto de salir para allá también, pero me libré a última hora, tal vez pensaran que aún era peligroso, y si me aliaba con Rusia podía hacer que se tambaleara el Tercer Reich. La verdad era que ya estaba harto de guerras, y después de todo lo que me estaban haciendo pasar, lo que menos me apetecía era ayudarles, así que podían echar guerra para uno menos.

Las cartas del pueblo empezaron a espaciarse cada vez más, cada vez hablaban más de cosas cotidianas, y eso me alegraba, porque era la señal de que las heridas se iban restañando, al menos las de fuera, que las de dentro tardarían mucho más en cerrarse. Un día dejaron de llegar cartas y nunca más volvieron a hacerlo, así que quedé totalmente desconectado del pueblo y de todo lo que allí pudiera estar pasando; pensé que habría muerto el vejete que me las escribía y así parece que fue, el pobre murió solo y casi abandonado, lo que me hizo pensar que durante todos aquellos años sólo nos habíamos tenido el uno al otro, y aunque él gozara de la libertad, estaba tan solo y abandonado como yo. Me consolaba pensar que a él ya se le habían acabado las penas para siempre y donde quiera que estuviera, seguro que se acordaba de mí como yo de él.

No me gusta decir que me acostumbré a la cárcel, pero algo así ocurrió, en parte debido a la infinita capacidad de adaptación del ser humano y en parte a que las cosas fueron cambiando con los años, y más aún después de que los alemanes perdieran la guerra y Franco se viera aislado. Ya durante la guerra se fue viendo el cambio experimentado por la prensa con respecto a la información que daba sobre el desarrollo de aquella, de las soflamas fascistas de los principios en las que se alababa al soldado alemán como portador de valores eternos, cosa en la que coincidía con el español y el italiano, porque al parecer esos valores eternos son monopolio exclusivo de los fascismos, y se hablaba de la campaña de Rusia como algo en lo que España se jugaba el prestigio de sus hombres y su ejército, además de suponer una venganza contra el monstruo comunista en su propia casa.

Después se empezó a hablar de los aliados de otra forma más suave, y los americanos empezaban a aparecer como los nuevos adalides de la paz y el bienestar futuros, pero sin valores eternos, que eso estaba muy mal visto, y acabó la guerra con un Franco totalmente entregado a la causa aliada y tratando de echar tierra encima a todo aquel pasado fascista y germanófilo. Que lejos quedaban ya la entrevista en Hendaya, la División Azul y el Giovinezza, Giovinezza.

Los carceleros también fueron cambiando con los tiempos, ya no eran aquellos perros de presa con orden de disparar a la primera sospecha o gesto extraño por nuestra parte. Es posible que se fueran convenciendo de que no éramos monstruos con cuernos y rabos oliendo a azufre, como llegó a decir alguno, sino que éramos iguales que ellos, con familias fuera, con problemas, con ilusiones, con una vida que de momento había quedado aparcada en la puerta del penal.

Abrieron una biblioteca para los presos por aquellos días, y aunque los libros no podían ser más tendenciosos y fascistoides, me aficioné a la lectura, quizás debido a tanto tiempo muerto como había que ir echando para atrás si no querías volverte loco pensando más de cuatro cosas, como por ejemplo ¿por qué estaba yo allí si no me habían juzgado más después del consejo de guerra y entonces salí absuelto? ¿Por qué estaban saliendo algunos en libertad? ¿Cuándo saldría yo, si es que salía algún día? Pero mucho tendría que durar aquello como para que yo no saliera de allí.

Durante mucho tiempo me esforcé todo lo posible por perder la noción del mismo y no saber qué día era ni en que año estaba, pero al final sucumbí y acabé tachando día tras día en un almanaque que conseguí en Suministros. La comida, inhumana al principio, fue mejorando, y nos encomendaron trabajos que hacían el tiempo más llevadero a la vez que servían para redimir pena, según decían, pero si yo no sabía cuanta pena tenía, de que me servía redimirla trabajando. No obstante, trabajaba, aunque solamente fuera por no quedarme solo mientas los demás lo hacían, y de paso podía hablar y enterarme de cosas que estuvieran pasando fuera, como la muerte de Manolete, o la llegada de Eva Perón o Jorge Negrete, o la muerte de Gandhi a manos de unos nacionalistas.

Iba a hacer diez años que estaba allí metido, diez años, día por día, noche por noche, y se empezó a hablar de que a lo mejor había indultos por el Año Santo, pero no me hice ilusiones. A veces llegué a pensar si no me hubiera importado quedarme allí para siempre, la comida no me faltaba, el tabaco tampoco, empezaba a manejar algo de dinero que nos daban por los trabajos que hacíamos. Ya permitían visitas, incluso femeninas y en privado, si eran familiares, y a veces tenía la absurda sensación de que allí me sentía seguro y protegido, como si mis carceleros se hubieran convertido en mis guardaespaldas. Pero cuando soplaba el levante y oía el mar, olía la sal y veía volar a las gaviotas, me olvidaba de todo aquel falso confort y hubiera dado cualquier cosa por poder estar sentado en La Peña, comiéndome unas bellotas viendo como se ponía el sol detrás de Barrancos.

En el cuerpo de guardia del penal habían instalado un aparato de radio, y cuando había fútbol o toros, el sargento subía un poco más el volumen y nos dejaba escuchar la retransmisión. Aquella tarde toreaban en El Puerto El Litri y Aparicio, la pareja de moda aquella temporada, en el primero Aparicio había cortado las dos orejas y ahora El Litri trataba de conseguir el rabo también, la plaza estaba de pie y bramaban los tendidos mientras Miguel citaba desde lejos con los pies metidos en un sombrero cordobés.

El sargento de guardia me llamó adentro y entré, no sabía para qué me quería, pero no era extraño que me preguntara palabras de crucigramas o cosas así, pero esta vez me dio una cuartilla doblada, un oficio cuyo formato reconocí en seguida, “léelo”, me dijo. Lo abrí y leí lo escueto de su contenido, que venía a decir, ni más ni menos, que se me daba la libertad gracias al indulto parcial concedido con motivo del Año Santo.

“¿Qué?”, preguntaba el sargento mirando mi atónita e inexpresiva cara. “Di algo, picha, que te largas de aquí ¿no?”. Sí, eso, que me voy... respondí yo sin entender muy bien que estaba ocurriendo. “Pues claro, cojones, que te vas. Mañana por la mañana tendrás la documentación de hombre libre y limpio de culpas, como dicen en las películas americanas, ya has pagado tu deuda con la sociedad”.

No era momento de discutir, y con aquel sargento menos aún, pero me hubiera gustado que me aclarara qué le había debido yo alguna vez a la sociedad para haber tenido que pagárselo con diez años de mi vida.

Litri y Aparicio salieron por la puerta grande y yo fui a Suministros para comprar unas botellas de manzanilla y un poco de queso para celebrar mi salida, pero una cosa que había aprendido allí era que no estaba bien celebrar las salidas cuando los que se quedaban no sabían cuando lo harían ellos, así que nos tomamos la manzanilla y nos comimos las tapas mientras hablábamos de cualquier cosa, como cualquier tarde, pero eso sí, sin poder mirarnos a los ojos, rehuyendo las miradas de tristeza mal ocultada y las de alegría mal disimulada.

Esa noche no pude dormir, el mar estaba dando fuerte y las olas sonaban dentro de la celda, pero no era eso lo que me mantenía despierto, sino el hecho de pensar en todos los años pasados allí, en todas las gentes que habían pasado por allí, en los fusilamientos de los primeros días que nos obligaban a presenciar y ese futuro otra vez incierto que me esperaba tras las puertas del penal.


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