8/04/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA AUTOR (ORIUNDO)

XX

Intenté salir sin ser visto por mis compañeros, pero fue imposible, así que tuve que despedirme de todos, uno a uno, mirándonos a los ojos, en silencio ante la imposibilidad de decir tantas cosas como tendríamos que decir algunos de los que habíamos compartido los sin duda diez años más amargos de nuestras vidas, y la mía ya saben todos que es larga.

Cuando me quité la ropa del penal no tenía nada que ponerme, y pensé que eso era como una paradoja de mi vida: cuando saliera de allí no sabría que hacer ni tendría nada que hacer, menos mal que el sargento me prestó algo suyo y así salí del atolladero. Sólo me quedaba un consuelo, que pudiera quedarme en el pueblo y empezar otra vez de nuevo entre unos que no me conocían y otros que no me recordarían apenas.

Al pensar en el pueblo en aquellos momentos caí en la cuenta de que, al contrario que en otras ocasiones en que había estado fuera, apenas había pensado en él, y tal vez fuera una forma de rechazo subconsciente al saber que el origen de mis males, la fuente de mis desgracias había estado allí, y era como si sintiera miedo de volver a enfrentarme con ellas.

Desde El Puerto de Santa María llegué andando a Cádiz, tenía dinero para haber cogido un taxi, pero prefería andar, sentir el aire en la cara, poder andar a pasos largos sin que nadie me los marcara a golpe de silbato, ver las gaviotas haciendo arabescos en el cielo y ver a las gentes en su ir y venir, a los vendedores ambulantes pregonando su efímera mercancía, a las mujeres con su pasito corto y elegante, a los niños jugar al toro o a la pelota y a las viejas con su andar nervioso, ver la vida en definitiva, la misma que había intuido durante diez años tras las tapias del penal y ahora estallaba ante mis ojos en todo su esplendor.

En Cádiz comí a placer, sentado en un velador de un bar, y comprobé que las escaseces y las miserias iban quedando atrás, aunque todavía se veía mucha pobreza en el vestir y en las caras de las gentes. Luego entré en unos almacenes y compré ropa nueva; el dependiente me miraba extrañado al ver como olía la ropa, y es que hacía muchos años que no sentía ese olor ni la prestancia de los tejidos sin estrenar. Resultaba gracioso que a estas alturas tantas cosas me resultaran como nuevas, pero así era y no me avergonzaba demostrarlo y disfrutar con ello.

De Cádiz salí para Sevilla y la ansiedad empezaba a hacerme sentir nervioso, inquieto ante lo que pudiera encontrarme allí. Tomé La Estellesa y a la caída de la tarde, como recortándose contra el crepúsculo, descubrí la querida y añorada silueta del pueblo, los fuertes a los lados y la iglesia en medio, de momento eso seguía igual. Paró La Estellesa en la parada y bajé, iba ligero de equipaje así que no tardé en encaminarme hacia mi casa... mi casa, que extraño me sonó eso después de tantos años y tantas cosas.

Las gentes me miraban y eso me alegró, porque era muestra de que no me reconocían y tampoco era tan extraño que fuera así, ya que hacía casi trece años que había salido por última vez del pueblo y en ese tiempo había crecido una generación que no me conocía, otros muchos habían muerto y otros estaba claro que no me recordaban para nada, así que podría empezar de nuevo, otra vez.

Por el camino a casa vi que a muchas calles les habían cambiado el nombre, pero el de la mía seguía siendo el mismo, Oliva, y sus piedras y sus quicios apenas habían cambiado a pesar de todo. Las viejas que se asomaban a los portillos al sentirme pasar no serían las mismas que yo dejé, pero lo parecían, y el olor sí que no había cambiado.

Se había hecho de noche cuando llegué ante mi puerta, y hasta ese momento no caí en la cuenta de que no tenía llave para abrir, pero me tranquilicé pensando que nunca la había tenido ni la había necesitado, bastaba con darle un golpe seco al portillo y, después de abrirlo, meter la mano a través de él y sacar la tranca que cerraba la puerta por detrás.

Si es verdad que el tiempo se puede parar por alguna extraña razón, allí dentro se había parado y se había convertido en polvo posándose sobre todas las cosas y dándoles un aire casi mágico. Entré con mucho sigilo, sin tocar nada, sin mover apenas el aire, quería que aquello siguiera así el mayor tiempo posible, como si yo no estuviera, como si no hubiera llegado aún y respirar el aire de mi ausencia.

No había luz, debían haberla cortado en todos estos años sin pagarla, pero recordé que sobre la chimenea siempre había un cabo de vela y allí seguía. Lo encendí y anduve por toda la casa alumbrándome con la pobre y nerviosa luz de la vela. Me dirigí a mi habitación y allí estaba mi cama con la colcha de cuadros, tal como la dejé en el 37, todavía conservaba las huellas de mi mano sobre la almohada para alisarla. Sobre la mesilla el vaso que yo llenaba de agua por las noches, bajo los pies el orinal de loza y en la cabecera el cuadro de la Virgen del Carmen.

Estaba cansado y no era hora de ponerme a hacer nada, y menos aún sin luz, así que decidí acostarme y me eché sobre la cama vestido y todo. De la cama salió una bruma de polvo que por unos instantes me hizo pensar que estaba flotando entre nubes, y quizás con ese pensamiento me quedé dormido, porque no recordaba desde cuando no dormía en una cama como la mía, con aquel colchón de lana mullido y limpio y aquellas sábanas blancas y tersas. En todos estos años ausente había pasado por todas las cosas que se pueden llamar cama pero que jamás llegarían a serlo, desde el catre del cuartel de intendencia, al jergón de la cárcel, pasando por los montones de hierba, en el mejor de los casos, de las trincheras.

Pero ahora estaba allí de nuevo, en mi casa, en mi pueblo, no sabía si con mis gentes porque no sabía quien quedaría de los conocidos, pero lo importante era que estaba allí. También era verdad que se me abrían multitud de interrogantes, pero ya se irían contestando por si solos; yo lo que deseaba por encima de todo era que pudiéramos disfrutar de un poco de paz, aunque fuera paz de camposanto, como decían algunos, pero paz después de tantas penalidades y tantos muertos.

Muy mala tendría que estar la cosa para que no pudiera buscarme la vida con mis cosas, con mis puercos, con lo que fuera, que para mí solo con poco me aviaba.

Esa era otra cuestión, ¿seguiría solo? Todo lo dejado atrás me había hecho desear tanto tener alguien al lado con quien compartir lo poco o mucho que tuviera, me había sentido tan solo, que era posible que buscara a alguien con quien vivir, pero ya se andaría todo eso, ahora tenía que descansar y retomar fuerzas para empezar de nuevo.

Desperté como hacía mucho que no despertaba, sin silbatos estridentes, sin patadas en el catre, sin gritos ni amenazas, y cuando estuve despierto me quedé tumbado en la cama, oyendo los ruidos que llegaban de la calle, escuchando hablar a las gentes desde lejos, sintiendo la vida alrededor, viendo como los rayos de sol barrían la habitación tras colarse entre las grietas de los tapaluces de las ventanas y de pronto sentí la punzada del hambre en el estómago. Hacía muchas horas que no comía nada, pero la emoción de la vuelta me había mantenido entretenido.

No tenía nada que comer en casa, así que decidí salir a tomar algo, pero antes me lavaría un poco y para ello saqué un cubo de agua del pozo; es curioso como el ruido de la carrucha, tan familiar y tan olvidado durante tantos años me asaltó de pronto y me emocionó, puede parecer ridículo, lo sé, pero aquel sonido se convirtió en el paradigma de todas aquellas cosas que habían quedado atrás y ahora volverían a asaltarme en cada esquina, en cada conversación, con cada mirada.

Era temprano y por esa razón no había muchas gentes en la calle, lo que me alegró bastante, porque lo último que yo deseaba en aquellos momentos era encontrarme con gentes que empezaran a preguntarme, a hablarme de los desaparecidos y a recordarme cosas con las que más tarde o más temprano me tendría que enfrentar, pero cuanto más tarde mejor.

Me encaminé hacia la plaza y comprobé los nombres de las calles que habían vuelto a ser cambiados, yo recordaba los que pusieron cuando entró la república, pero esos habían desaparecido todos dejando paso a algunos de falangistas y otros héroes del bando ganador, empezando por la plaza, que ahora era del Generalísimo Franco y lucía en la fachada del ayuntamiento el cangrejo de falange y el texto del último parte de guerra.

Entré en casa de Arturo y pedí un café, tras el mostrador había una bandeja de magdalenas y le rogué me pusiera un par de ellas, me las comí con la misma ansia que lo hubiera hecho una embarazada con antojos y me tomé el café casi de un sorbo, todo ante la mirada expectante de Arturo, que me observaba con una mezcla de sorpresa y escepticismo, sorprendido de verme pero sin acabar de creerse que fuera yo.

Aquel café y las magdalenas fueron un revulsivo que actuaron removiendo todos mis recuerdos, sacudiéndome las entrañas, decidí que quería estar solo en un sitio donde pudiera llorar a placer y desahogarme y ninguno mejor para mí que La Peña, así que hacia ella me dirigí y di rienda suelta a todas mis emociones, aquella mezcla de alegría y pena, dolor por los años perdidos y que nadie me devolvería, resentimiento por todo el daño sufrido, el recuerdo de tantos muertos entrañables a los que nunca más vería y otras muchas cosas que fueron pasando por mi mente hasta que el sol en el cenit me recordó que era medio día.

Ya estaba de vuelta en el pueblo, había que cerrar un capítulo largo y doloroso, pero acabado al fin, y abrir otro nuevo en un pueblo que luchaba por salir del letargo impuesto por la guerra con los campos abandonados y el ganado, el poco que se había salvado de ser sacrificado para comer, no menos abandonado. Con gran parte de la juventud muerta en el frente o víctima de represalias y venganzas, y muchos hombres traumatizados y amedrentados para toda la vida por el fantasma de la cárcel y el paredón.

El pueblo, como toda la sierra, había vuelto a los viejos esquemas caciquiles impuestos por las “gentes de orden” que habían ganado la guerra, y por si era poco, la posguerra lo impregnó todo de hambre y represión causando unos efectos aterradores.

Desde los púlpitos se llamó a todos a la mansedumbre y la obediencia, y arruinadas las minas y sin jornales, muchos serranos se vieron obligados a emigrar a otros pueblos de la sierra, teniendo que instalarse en las afueras de los mismos, en muchos casos en chabolas, y trabajando casi por lo que les quisieran pagar, cuando no acababan mendigando.

Como dice un refrán, siempre ha habido ricos y pobres, pero entonces las diferencias se hicieron mucho más palpables. Los estamentos sociales los encabezaban los terratenientes, que solían ser también los Jefes Locales del Movimiento y a su lado se alineaban las familias con las mejores rentas del campo y los negocios.

Después venían los pequeños propietarios, que eran conscientes de su importancia y autosuficiencia, y por último, a los braceros del pueblo se unían los recién llegados empujados por el hambre que acababan haciendo cualquier cosa para sobrevivir. Hasta entonces las ganancias del campo dependían de la meteorología, de las cosechas y de los movimientos demográficos, pero ahora dependerían de la oferta y la demanda, de los mercados y de una serie de cosas que arruinarían la economía del pueblo y de toda la sierra.

Antes, los trabajos del campo se hacían con la ayuda de la familia, y se apañaban las aceitunas o se cogían las frutas o las castañas, proporcionando una mano de obra baratísima, pero entonces, debido a la industrialización que empezó en los cincuenta, los salarios subieron considerablemente hasta el punto de no compensar los precios que los productos agrícolas alcanzaban en el mercado. Algunos resistieron algún tiempo, pero los que sólo empleaban braceos no tuvieron más remedio que vender sus propiedades y dedicarse a otra cosa.

Por otra parte, la economía del labrador no le permitía competir con los frutos que llegaban de otros mercados, lo que hizo que muchos de aquellos desaparecieran coincidiendo con épocas de gran prosperidad en otras zonas. La fruta, tan buena en algunas zonas de la sierra, tampoco pudo competir con los medios de transportes que la traían de otras partes del país en menos tiempo y más barata, así que también cayó su mercado.

El ganado no escapó a todos estos problemas, lo primero que se perdió fueron las ferias en que se trataba con él al no ser necesarios animales de tiro y labranza dado el abandono del campo. El ganado de carne y leche tampoco había sido nunca el fuerte de la comarca debido a la falta de forrajes y la escasez de aguas. Sin embargo, la oveja y la cabra mantuvieron sus cabezas y se aprovechaban la carne y la leche.

El cerdo era el soporte de nuestra economía y mantuvo en los cincuenta su pujanza, aunque al final de aquellos en algunos sitios de la sierra se industrializó su crianza llegando a importar ganado, lo que empeoró la calidad del mismo pero consiguió salvarlos de la que se les venía encima.

En el pueblo, todos los síntomas de la ruina que se cernía sobre la Sierra eran palpables y cada vez más gentes se veía obligada a emigrar a otros sitios en busca de jornales y futuro, pero aguantábamos en ese régimen casi autárquico que nos habíamos impuesto.

Yo no tuve problema para encontrar trabajo, allí estaban mis queridos guarros esperándome con sus orejas caídas y sus morros insolentes y a ellos me dediqué una vez más en cuerpo y alma. Eran de uno de los más ricos del pueblo, pero tuve suerte al tropezarme con un hombre que pagaba bien y no explotaba a los braceros, como hacían otros, así que en pocos días estuve readaptado a la vida del pueblo y a las costumbres del ganado, pero no había que ser un lince para darse cuenta de que las cosas no iban bien y en el pueblo cada vez había mas viejos y cada vez nacía menos gentes.

Por más que tratara de convencerme de que ya todo lo malo había quedado atrás y lo que tenía que hacer era olvidar, la verdad era que tanto la guerra como la cárcel me habían marcado profundamente, tan profundamente que tardé en darme cuenta de lo que me ocurría aunque los síntomas estaban muy claros, lo que tenía era miedo metido en los huesos, en el alma. Un experto lo hubiera llamado traumatismo de guerra o síndrome de no sé qué, pero yo sabía que era miedo, y principalmente miedo a la soledad, no a la soledad de estar solo, que eso hubiera sido absurdo después de tanto tiempo así, era miedo a una soledad interior, a estar a solas conmigo mismo y enfrentarme a mis fantasmas, a mis miserias, a mí.

En el pueblo no faltaban mujeres hermosas y solas, después de que la juventud estuviera abandonando el pueblo, y las cosas no me iban mal con mis puercos y demás, así que me planteé buscar compañía. Mi posición, sin ser acomodada, era bastante cómoda, al menos eso me parecía a mí acostumbrado a estar solo, pero de todas formas estaba seguro de que a alguna mujer de mi nivel no le parecería mal.

Me dediqué a estudiar el panorama, sobre todos lo domingos al salir de misa, acto al que había que ir sin falta si no se quería uno señalar como ateo o algo peor, y allí las veía coquetear con sus mejores galas, hacer corrillos y hablar de sus cosas, reírse con picardía y mirarme a más de una, lo que me hizo pensar que no les había pasado desapercibido.

De una primera selección me quedé con tres finalistas y las estudié en domingos sucesivos acercándome más a ellas que de costumbre para observar sus reacciones y de las tres, una empezó a destacar por una serie de cualidades que, si no podía saber si las tenía en realidad, yo se las fui otorgando con esa tendencia a la idealización que da el enamoramiento.

Ahora venía lo más difícil, hacérselo saber a ella y encajar la respuesta en caso de que no fuera favorable para mí, pero primero debía saber cosas sobre ella, como a qué se dedicaba, quienes eran su familia y detalles así. Tengo que reconocer que me sorprendía yo mismo de estar teniendo esos problemas, de sentir esas necesidades que no eran puramente fisiológicas, como en otras ocasiones, sino afectivas y que obedecían a un profundo miedo a la soledad que se había instalado en mí desde la guerra y todo lo que ocurrió después.

Otra cosa que tenía que tener en cuenta era la edad de esa mujer y no olvidar que en ciertas épocas de la vida no se puede jugar y perder el tiempo, al menos el de los demás, y menos aún en un pueblo tan pequeño, donde las oportunidades eran muy escasas para ellas. O sea, que ella pensaría en seguida que nos casaríamos y todo eso, y si ese era el precio que tendría que pagar por la compañía, estaba dispuesto a hacerlo, aunque de antemano sabía que el final sería tan triste como otras veces, pero tenía que intentarlo, tal vez mereciera la pena.

Creo que la cosa no fue fortuita sino más bien como si los dos la hubiéramos ensayado. Aquel domingo me senté tras ella en misa y creo que, de alguna manera, sentía mi mirada en su cuello y su pelo, y creo que acabó poniéndose nerviosa hasta tal punto que al salir del banco una vez terminada la misa, se le cayó el misal saliendo de él varias estampas de santos.

Me agaché y le ayudé a cogerlas del suelo y en ese momento la miré a los ojos, ella desvió los suyos, pero me dio tiempo a vérselos y me impresionó la intensidad y profundidad de ellos. Al tiempo que le daba las estampas las iba mirando y me quedé con la última entre los dedos, era de El Gran Poder y no puede evitar un comentario que fue algo así: “esta es de un gran amigo mío”.

Ante su cara de extrañeza mi primera reacción fue empezar a contarle la historia de aquella imagen y yo, pero pensé que era mejor callar y hablar de otras cosas. En la celda del penal había en una de las paredes una estampa de ese Cristo, y a fuerza de estar solos tantas horas, tantas noches, tantos años, acabé contándole mis cosas, mi vida, y algunas veces me pareció que su cara, la expresión de sus ojos, decían que me entendían. Me alegro de no habérselo contado, hubiera pensado que estaba loco.

Ya habíamos salido a la puerta de la iglesia y se estaban formando los acostumbrados corrillos, yo seguí a su lado y ella, con su inevitable amiga, no se integró en ninguno, sino que echo a andar hacia la Plaza y yo seguí paseando a su lado, entonces ella preguntó: “ ¿Qué decías de un amigo tuyo?”. “Nada, cosas mías, malos recuerdos”. Respondí casi contrariado por el comentario inoportuno por mi parte, pero ella insistió: “Con tu historia debes tener muchos, ¿no?”. “¿Y qué sabes tu de mi historia?”. Respondí sorprendido. “Bueno... nada, un poco, lo que todo el mundo”. Respondió un tanto azorada. “Pues a ver si me cuentas lo que sabe todo el mundo”. Le dije con cierto descaro y picardía.

La conversación fue derivando de un tema a otro en ese juego eterno de la seducción, de mirar sin ser visto, de descubrir sin ser sorprendido, de averiguar sin ser descubierto, y acabamos en la puerta de ella a la hora del almuerzo y todas las viejas de la calle mirando por los portillos.

Esa tarde volvimos a vernos, con la amiga, como no, y decidimos dar una vuelta por la salida de Fregenal, paseo obligado de los enamorados que deseaban esquivar las inquisidoras miradas de los vecinos y, si era posible, robar un beso o una caricia, y hablamos de muchas más cosas.

Por fin pudimos vernos a solas una tarde y entonces quedaron claras nuestras intenciones: ninguno de los dos queríamos perder el tiempo, así que no tardamos en estar haciendo planes para el futuro, hablando en plural y diciendo nosotros, y de momento me sentía feliz y contento, ya no estaba solo, ya no tenía que buscar pensamientos agradables para alejar los malos que acudían a mi mente porque los primeros que venían eran placenteros y me hacían soñar con empezar de nuevo otra vez y estrenar ilusión y sueños, cosa que creo también le ocurría a ella.

Si bien su edad no era para perder el tiempo, tampoco era para aceleraciones y precipitaciones, así que íbamos bien, conociéndonos, tratándonos, haciendo planes para la casa, incluso pensando en los hijos que tal vez vinieran y temiendo por un futuro que no dejaba de mostrarse incierto viendo como el pueblo se iba quedando cada vez más atrás, más aislado, más pobre y más solitario.

Alguien dijo que las desgracias nunca vienes solas, y esta vez era gorda la que se nos venía encima. Ya había rumores en Cumbres y Cortegana, en Jabugo ya habían empezado a matar cochinos, pero pensábamos que nosotros, con nuestro aislamiento nos salvaríamos, pero no, no estaba escrito que nos salváramos y nos cogió de lleno la peste porcina, que esta vez se llamaba africana, no sé si por echarle las culpa a alguien, o porque venía de allá, pero como quiera que fuera, la teníamos ya dentro de casa.

Aquello corrió como reguero de pólvora, y el ganado que no murió de la enfermedad tuvo que ser sacrificado, de forma que el principal sostén de la economía del pueblo se venía abajo inevitablemente y las ovejas y el resto del ganado no daba para suplir los ingresos que se obtenían del cerdo.

Los que tenían propiedades empezaron a venderlas y algunos hasta se fueron del pueblo para siempre, unos a Huelva, otros a Sevilla y cada cual donde pudo para asegurar el futuro de los hijos e invertir el dinero que habían podido salvar de la quema. Para los que no teníamos nada empezó el gran éxodo que acabó de dar la puntilla al pueblo, lo hizo entrar en una fase terminal de la que no ha conseguido levantar cabeza cuarenta años después.


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