8/21/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA AUTOR (ORIUNDO)

XXI

Muertos los cochinos, me quedé sin trabajo, así que había que buscarse la vida fuera del pueblo, porque allí estaba claro lo que quedaba: sueldos de miseria con los trabajos del campo, apañar aceitunas o hacer cuatro chapuces de albañilería, pero todo entró en barrena al faltar la principal fuente de ingresos del pueblo.

Hasta mi relación con aquella mujer se vino abajo, su familia se dedicaba a las chacinas y los jamones y también se quedaron sin materia prima, por lo que ella tendría que salir del pueblo a trabajar. Al principio nos planteamos irnos juntos a algún sitio, para lo que sin duda había que casarse antes, pero estaba decidida a que fuera Barcelona el destino de nuestra marcha porque allí tenía familia, mientras que yo prefería que fuera Alemania, donde decían que se estaba ganando mucho dinero y había trabajo para todo el mundo, pero ella decía que tan lejos no se iba.

Al final decidimos tirar cada uno para un sitio, ella a Barcelona con sus primas y yo a Alemania, esa nueva jauja donde parecían atar a los perros con longaniza. Pero no era fácil ni siquiera apuntarse para ir ya que, dada la cantidad de peticiones que había, no tardaron en aprovecharse de la situación y los señores encargados de esos trámites parecían hacerlos con más diligencia si previamente habían sido engrasados convenientemente con algún jamoncito, caña de lomo o morcón de calidad, que todo eso les gustaba.

Yo tenía amigos en Huelva y me echaron una mano en esos asuntos de trámites y elección de puestos y destinos, así que después del algunos regalos y visitas oportunas, conseguimos que me mandaran a Nüremberg, donde estaba la factoría de Siemens y al parecer el trabajo podía ser cómodo y llevadero.

En aquellos días me planteé muchas cosas, pensé hasta el dolor de cabeza, repasé mi larga y casi absurda vida muchas veces y al final llegué a la conclusión de que no solucionaría nada calentándome los sesos, ahora tocaba trabajar en Alemania y allí me tendría que ir, y después no sabía que vendría, ni después de después, y así hasta que el mismo desconocido designio que hizo que mi vida no tenga fin, decida que debe tenerlo. Después de todo, a los mortales les ocurre lo mismo, lo que pasa es que no tantas veces porque no les da tiempo, y ahora acaso me consolaba al ver a tantos que tenían que dejarlo todo atrás para empezar de nuevo lejos de casa, entre extraños, sin conocer el idioma ni el trabajo, pero como decían algunos en la prensa, estábamos llamados a compartir el milagro alemán y hasta debíamos estar orgullosos de ello, pero algo debían estar ocultándonos cuando nadie nos decía por qué ese milagro era sólo para los pobres.

El tren salía de Madrid y tardaríamos casi tres días en llegar a nuestro destino después de varios transbordos y cambios de trenes, así que era mejor ir ligero de equipaje. El mío lo componían una maleta de cuadros, que compré para la ocasión, y en la que metí la poca ropa y las pocas cosas que podía necesitar, tanto durante el viaje como una vez que estuviera allí.

Hoy, que tanto denostamos algunos el consumismo y el afán por acaparar todo lo que sea susceptible de ser poseído, coleccionado, guardado, comprado y especulado, me acuerdo mucho de lo poco que necesitaba yo entonces, en aquella maleta, si mal no recuerdo, podían ir dos pares de calcetines que lavaba de noche y me ponía por la mañana, una muda con la que hacía lo mismo, una o dos camisas y unos pantalones, zapatos los puestos y dinero el justo para llegar allí. Los más creyentes decían eso de Dios proveerá y llegué a contagiarme de esa fe tan necesaria en aquellos momentos.

En el último tramo del viaje coincidimos unos cuantos que íbamos al mismo sitio y no tardamos en trabar conversación y hablar de nuestras vidas como si nos conociéramos de siempre, y es que no hay como sentirse solo y lejos de casa para valorar, buscar y agradecer la compañía de los que puedan tener algo en común contigo, aunque sólo sea el idioma.

En los ratos de silencio les miraba la cara a los demás y en todas creía ver lo mismo: tristeza y frustración, los ojos volaban tras los cristales de las ventanillas como si quisieran volver a sus pueblos, a sus ciudades, con sus mujeres y sus hijos, y en más de una ocasión, con la excusa del hollín o una mota de polvo, se veían enrojecer y llenarse de lágrimas.

Llegamos a Nüremberg de madrugada, cuando más feas son las ciudades, o cuando mejor las conoces porque están desnudas de gentes y ruidos, sólo les quedan las luces frías del alumbrado y, en el mejor de los casos, una luna solitaria y curiosa en el cielo. Hacía mucho frío y nuestras ropas no estaban preparadas para esas temperaturas, de forma que nuestras orejas y nuestras narices no tardaron en enrojecer y nuestros dientes en castañetear mientras dábamos tiritones.

Estoy seguro de que en aquellos momentos éramos la viva estampa del desamparo, medio muertos de frío, solos en aquella enorme y fea estación y esperando que llegara algún taxi al que enseñaríamos el papel con la dirección a la que debería llevarnos. Yo tenía una idea de aquella ciudad fraguada como consecuencia de los famosos juicios contra los nazis y los desfiles de los tiempos dorados del Reich, pero allí debían haber cambiado mucho las cosas porque todo parecía más moderno, casi nuevo, pero triste y frío.

Empezaba a amanecer cuando llegamos a la pensión cuya dirección dimos al chofer del taxi y fue un alivio saber que allí había más españoles, que casi todos éramos españoles allí y la dueña de la pensión también lo era, andaluza por más señas y de las primeras que emigró a Alemania diez años antes.

Teníamos una habitación para cada uno, todo un lujo en aquellos días de avalancha migratoria, y en el aseo había agua caliente durante unas horas por las mañanas, pero ese día la patrona nos dejó ducharnos al llegar, no sé si como gentileza o para que se nos quitara el chero que llevábamos del pueblo después de tantas horas de tren sudor y tabaco. De cualquier manera, aquella ducha me sentó de maravillas, no me duchaba con agua caliente desde que en el penal poníamos cubos a calentar en el tejado y nos los tirábamos después unos a otros. En el pueblo pensé hacer algo en la cuadra para ducharme, pero no había agua corriente y resultaba muy trabajoso, así que me resigné a la palangana y la cacerola de agua caliente.

No sé cuantas horas seguidas dormí, pero la patrona tuvo que despertarme temiendo que me hubiera ocurrido algo, pero a todos nos había pasado lo mismo: el viaje nos había molido y aquel sueño nos había dejado como nuevos. Ahora teníamos que ducharnos, otra vez, porque allí se duchaban ya todos los días, afeitarnos y presentarnos en la Siemens para arreglar los papeles y empezar a trabajar cuanto antes.

Allí fabricaban componentes eléctricos, y decían que era una de las mejores fábricas del mundo. No supe nunca si realmente era una de las mejores del mundo, pero allí descubrí otra forma de trabajo, no era un trabajo de dureza física ya que no había que mover cosas pesadas ni hacer grandes esfuerzos. Tampoco requería aquella labor grandes conocimientos ni preparación especial, porque en si era muy simple y sencilla: se trataba de hacer unos agujeros en unas piezas de plástico para que después otros adaptaran otras piezas en ellos y otros acabaran más tarde haciéndoles otra cosa. Era un proceso en serie, una forma moderna de trabajar en la que éramos una pieza más de una gigantesca y precisa maquinaria, y ese era el problema que encerraba el trabajo, la monotonía repetitiva hasta la neurosis, hasta la automatización de los gestos y los movimientos, pero sin poder perder ni un momento de vista aquel resorte que cada pocos segundos me ponía delante una pieza de plástico y yo debía bajar la palanca del taladro en el momento justo, con la presión justa, a la profundidad justa, pero detectando al mismo tiempo cualquier resistencia que encontrara la broca para parar entonces parte del proceso.

Aquella era la jauja prometida, un sitio donde se podía ganar mucho, era verdad, y se podía ganar más si se superaban las marcas de producción, y se ahorraba, también era verdad, pero porque no había más remedio si querías volverte pronto con cuatro perras a casa. Pero el precio que pagábamos era alto: algunos, de seguir mucho tiempo así, nos volveríamos completamente locos entre el desarraigo, la soledad, la monotonía, la automatización y el exceso de trabajo.

El tiempo, siempre el tiempo, si lo sabré yo, obró una vez más de forma milagrosa, el tiempo y el instinto gregario del hombre en peligro, y no es que peligrara nuestra integridad física ni mental más allá de lo propio del trabajo, pero en el fondo nos sentíamos extraños y de paso, efímeros y frágiles, pero poco a poco supimos como luchar contra todo eso y lo primero fue aprender el idioma, si no para leer a Goethe si para saber como pedir lo que queríamos comer y que no fueran siempre kartoffel frits, que eso sabíamos que eran patatas fritas, y poder participar en alguna conversación con los escasos compañeros alemanes sin sentirte marginado ante un idioma duro y desconocido.

Algunos, los más intrépidos, empezaron a salir de noche, unas veces buscando un desahogo de bragueta y otras a ver todo ese mundo que se adivinaba tras las paredes de la pensión y los muros de la fábrica. Tanto unos como otros volvían escandalizados, los primeros por aquellas mujeres dispuesta a todo que les hacían y se dejaban hacer cosas inimaginables desde sus reprimidos y enfebrecidos cerebros, y los otros por un mundo libre donde los periódicos, que empezaban a saber leer, hablaban de política, de partidos y elecciones, de oposición al gobierno y críticas a los gobernantes. Aquello era otro mundo, estaba claro, pero nosotros estábamos de visita y sólo se nos permitía mirar de lejos.

Yo también salía. La primera vez lo hice después de recibir una carta desde Barcelona donde mi novia me decía que se casaba con otro, un muchacho muy bueno y que la quería mucho, y además de muy buena familia del pueblo. Mi derrota era clara e inevitable, porque si bien yo también la quería, yo no era de buena familia, ni siquiera tenía familia, yo era como un gurumelo que sale con el sol después de la lluvia, solo y pobre.

En el fondo no me sentó demasiado mal, será que como dice el bolero, la distancia da el olvido y el bálsamo para las heridas, pero encontré una buena excusa para salir aquella noche y beber whisky, como en las películas americanas, y acostarme con una de aquellas mujeres que, según decían algunos, te hacían volar, pero algo debió fallar, o es que, como es natural, la boquilla funciona más de la cuenta. Probé el whisky y me supo a chinches, que es lo que dicen todos los que lo prueban por primera vez, aunque nunca hayan probado las chinches; eso sí, me calentó las tripas frías por la mala leche y me ayudó a dormir después de la historia con la maravillosa mujer, que sin peluca rubia y en la intimidad, resultó llamarse María Luisa y ser de Málaga.

Aquella mujer era una pionera de algo que muchos años más tarde se haría tristemente famoso con sudamericanas y asiáticas: el tráfico de carne humana con fines sexuales. María Luisa conoció a un alemán que llegó al puerto de Málaga en un barco, de nombre extranjero como en la copla, y le prometió sacarla de la vida en que estaba metida y proporcionarle un trabajo digno y bien pagado, mientras él se cobraba la comisión en carne fresca y apasionada.

Maria Luisa llegó a Hamburgo buscando aquel trabajo y desembarco en el barrio de Sant Pauli, el barrio de putas más famoso del mundo por aquel entonces, con lo que descubrió que solamente había cambiado de domicilio y de cama para seguir haciendo lo mismo, pero lejos de su Málaga y de sus hijos, que tenía dos. Como pudo salió de allí y acabó en Nüremberg, de puta fina y sofisticada, especializada en ejecutivos en viajes de negocios, o militares trasladados, y siempre dispuesta a sorprender al frío germano con la racial María Luisa. Me contaba que su número fuerte, para raritos y con tarifa especial, era interpretar la habanera de Carmen con una navaja en la liga y tacones de aguja.

Aquella noche hablamos de todo lo que se puede hablar, bebimos whisky hasta empezar a cogerle el gusto y acabamos disfrutando como creo que pocas veces lo habíamos hecho los dos. No quiso que le pagara, pero me hizo prometerle que volveríamos a vernos para hablar de España y de nosotros y no falté a la promesa, acabamos siendo buenos amigos y, de no haber sido por los hijos que la esperaban en Málaga, quizá hubiéramos acabado viviendo juntos en algún sitio, por supuesto, en España.

Los días empezaron a amontonarse y apareció la rutina, el primer síntoma de la adaptación y el acomodamiento. El idioma cada vez me parecía menos “hormigonera”, como dijo alguno los primeros días y en la fábrica me cambiaron de puesto, ahora estaba en el control de calidad de unas piezas acabadas, ganaba más que antes y tenía más responsabilidad también, pero empezaba a sentirme a gusto.

Conforme fui entendiendo el alemán empecé a ir al cine y fue como si descubriera todo un mundo nuevo y diferente al alcance de mi mano. Antes había ido muy poco y no me gustaban las películas, pero aquí era diferente, no había censura y daban una imagen bastante real del mundo y las relaciones de los seres humanos, por no hablar del sexo en todas sus variantes.

Los primeros habían vuelto al pueblo de vacaciones y se contaban historias de todas clases sobre ellos, algunas ridículas y cómicas, pero así es el ser humano y algunos que habían sido toda la vida cabreros y no se pusieron unos zapatos hasta que hicieron la mili, ahora se quejaban de los “pedruscos” de las calles del pueblo. Otros llegaban a los bares pidiendo cosas raras y otros parecían querer hacer ver que ya no cabían en el pueblo.

Yo tardé en volver, después de todo no me esperaba nadie ni tenía nada que hacer allí, pero quise ver como estaba la casa y sentarme en la peña a ver como se ponía el sol tras los montes. Recuerdo que me emocioné al pasar por la pared de la iglesia y ver la lápida que le puse a Marco hacía tanto tiempo en su tumba, la lápida lleva muchos años allí, pero fue como si yo acabara de descubrirla y de pronto volvieran todos aquellos recuerdos tan lejanos y tan queridos al mismo tiempo.


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