9/03/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA AUTOR (ORIUNDO)

XXII

Una muestra de la integración que poco a poco se iba dando entre todos los emigrantes que estábamos allí era que a la hora de comer ya no nos poníamos juntos por idioma o procedencia, sino que nos mezclábamos con aquellos a los que poco a poco íbamos conociendo. Un día me senté junto a un alemán con el que coincidí a la hora de coger la bandeja para comer, no recuerdo de que habíamos empezado a hablar y la conversación siguió durante la comida, pero en un movimiento que hizo él para coger algo que le quedaba lejos, estiró el brazo y apareció sobre él un tatuaje de un número de varias cifras. Trató de ocultarlo enseguida, pero yo ya lo había visto y él se había dado cuenta de ello, entonces me miró muy serio y sólo dijo una palabra que lo explicó todo: Auschwhitz.

A partir de ese día fuimos hablando más y de más cosas y siempre me sorprendía aquel hombre con su cultura y su memoria prodigiosa. Un día me contó la historia del tatuaje y que era judío, lo demás es como la de tantos como murieron en aquellos campos de exterminio después de incontables penalidades y vejaciones, pero lo sorprendente era cómo había escapado a la muerte, algo que ni siquiera él acertaba a explicar, pero más tarde sería fácilmente comprensible para mí.

Con el tiempo llegamos a ser amigos y nuestra confianza mutua profundizó notablemente, yo también le contaba muchas cosas mías, cosas que no le había contado nunca a nadie por temor a ser tomado por loco, pero que él comprendía perfectamente. Un día, no pudo aguantar más, y salió hablando en un extraño español que yo apenas entendía, ante mi perplejidad me confesó que era judío sefardí de los que tuvieron que huir de España hacía muchos siglos, y era algo que no sabía ni podía explicar, pero era absolutamente cierto.

Intentando averiguar más sobre tan extraña declaración, y sospechando algo que no me atrevía a pensar siquiera, le pregunté si esos conocimientos los había adquirido mediante alguna extraña experiencia parapsicológica de esas que tan de moda se estaban poniendo, entonces me miró a los ojos y muy serio dijo: “No me preguntes cómo ni por qué, no lo sé, pero soy inmortal. Ahora pensarás que estoy loco o que tomo algo raro, pero nunca he estado más sano y más sobrio que en estos momentos. Muy pocas personas lo han sabido y posiblemente tu seas la única que lo sabe en estos momentos. Guárdame el secreto, por favor”

Durante largo rato quedamos los dos en silencio, mirándonos, estudiándonos, observando nuestras reacciones mutuamente, y finalmente hablé para decirle que yo también era inmortal y jamás se lo había dicho a nadie. Quise saber más de nuestra condición, la causa de ella, y él me explicó que había leído algo sobre el fenómeno, pero naturalmente había muy poco escrito y estudiado, ya que el tema rozaba la cienciaficción y la locura y pocos se atrevían a tocarlo por temor a ser apartados de la ciencia y los libros.

Al parecer era consecuencia de una combinación genética que se daba muy difícilmente, me habló de combinaciones y permutaciones de números con los pares de cromosomas y la cifra que salía casi no cabía en la hoja al constar de ceros y más ceros, y esa casi ilegible cifra indicaba las gentes que tenían que nacer para que lo hiciéramos uno de nosotros. No entendí claramente todo aquello, pero él lo explicaba muy bien y convencido de lo que estaba diciendo, así que ya sabía el por qué de mi extraña particularidad.

Nuestra confesión recíproca sirvió para fortalecer nuestra amistad, fue como si desde entonces fuéramos cómplices de algo muy grave y compartiéramos un secreto de la máxima importancia, que para nosotros desde luego que lo era, y desde entonces nuestras conversaciones giraron siempre en torno a nuestras experiencias vividas.

Me sorprendió saber que él había sido judío en Cortegana y también había guardado cochinos, otra cosa que teníamos en común. En aquella época se hizo llamar Mosé Piechoto y tuvo que irse al no querer renunciar a su fe. En su diáspora y después de errar por media Europa, llegó a Varsovia donde encontró a muchos más como él y decidió quedarse. Allí vivió en paz hasta la llegada de los nazis, después empezarían los problemas del gueto hasta acabar en aquel campo de exterminio y, gracias a su condición, salir con vida.

Podía haber ido a Israel en el 48, pero decidió quedarse en Nüremberg y allí estaba a causa de ese extraño apego a los sitios del que yo también sé tanto. Ahora se llamaba Moshé Baum. Después de conocerme decidió que tenía que volver algún día a su Sefarad perdida, y entre recordar el pasado y tratar de adivinar el futuro tan turbulento que se veía avenir, a juzgar por el presente que estábamos atravesando, los días pasaban formando meses y estos hacían años.

La historia de Moshé puede que no tuviera nada de particular, era la misma que podían contar muchos millones de judíos obligados a huir a lo largo de la historia y asesinados por el simple hecho de profesar una religión y seguir unas costumbres, pero su historia, contada por él, en primera persona, adquiría una dimensión sobrecogedora. Desde su huida de la querida Sefarad acosado por la Inquisición teniendo que dejarlo todo atrás, hasta acabar hacinado en el gueto de Varsovia y condenado al exterminio en aquel campo de tan nefasto recuerdo.

A veces, dejándonos llevar por el pesimismo y la tristeza, nos preguntábamos si merecía la pena sufrir tanto indefinidamente, y era paradójico que tuviéramos la misma angustia que los mortales pero en sentido contrario, es decir, no saber si algún día moriríamos porque en el fondo deseábamos hacerlo. Moshé me confesó que más de una vez había intentado acabar de una vez con todo, pero su condición se sobreponía y siempre se salvaba en el último momento.

Me decía que la última generación de judíos que hablaban ladino, el idioma de los sefarditas, estaba en vías de desaparición, y tal vez por ese motivo era tan significativo para él, al ser la lengua de sus mejores recuerdos y, según decía, era la lengua en que contaba, insultaba y amaba. Decía también que algunas veces se había sentido traicionado por España, pero no por eso dejaba de amarla y añorarla. Nuca había vuelto, pero sabía que aún se usaban palabras muy significativas para él.

De vez en cuando, en sus conversaciones no podía dejar de meter giros y refranes, y después nos reíamos al tratar él de explicarlos, como aquel de “el mundo es un biskocho, ken se lo kome krudo, ken se lo kome kocho”. Pero a mí me gustaba más otro: “No hay mijor espejo ke un amigo viejo”.

Moshé guardaba gratos recuerdos de su barrio de Jerusalén, al que solía volver en vacaciones, el barrio de Ohel Moshé, donde estaba la mayor colonia de sefardíes de la ciudad y el ladino era el idioma más utilizado, tanto en casa como en la calle. Ahora se conformaba con leer los números de Aki Yerushalayim o escuchar las emisiones de la radio israelí en ladino. Por amigos sabía que perdiéndose en el mercado de Majané Yehuda, de Jerusalén, o en el paseo marítimo de Yafo y Holón, aún podría escuchar hablar ladino y dejarse llevar por su dulce pronunciación de rancio sabor. Decía él que ya había muy poca gente que enseñaran a sus hijos el ladino “de la faja a la mortaja”, y así, se iban perdiendo poco a poco el idioma y las costumbres

De España llegaban noticias de cambios muy suaves pero importantes, de enfrentamientos de estudiantes con la policía. Una película española gano por esos días el Oso de Plata en el festival de Berlín y fuimos a verla, me pareció una estupenda paradoja de la Guerra Civil, y sirvió para que le contara a Moshé toda mi historia relacionada con aquella.

Entre unas cosas y otras llevaba diez años en Alemania y estaba perfectamente acostumbrado a ella y a sus gentes, pero de vez en cuando no podía evitar acordarme del pueblo y lo hacía de una forma abstracta, casi podría decir que el pueblo para mí era como un estado de ánimo mezcla de ansiedad y nostalgia, algo recurrente en ciertos momentos de tristeza y frustración que me hacía volver a mirar las cosas con esperanza y buen humor.

Cada vez con más frecuencia le hablaba a Moshé de volver a España y lo invitaba a él también a hacerlo, pero se negaba rotundamente, decía que tenía demasiadas cosas en Alemania como para dejarlas atrás y yo lo entendía; sólo el que tiene que dejar su casa para buscarse la vida lejos sabe lo que se siente.

El mundo estaba cambiando a marchas forzadas, Estados Unidos había perdido la guerra de Vietnam, Pinochet había asesinado a Allende en Chile, Perón volvía como de ultratumba y era de nuevo presidente de Argentina. Nixon se vio obligado a dimitir por un escándalo político y un golpe de estado ponía fin a la dictadura en Portugal.

España no podía ignorar esos cambios por más que Franco se empeñara en que todo siguiera igual, quizás por eso la reacción cada vez era más violenta y me hacía sentir miedo de volver y encontrarme otra vez metido en una guerra como la que me tocó pasar. El terrorismo había puesto el punto de mira en lo más alto del gobierno matando a Carrero Blanco, el que estaba destinado a suceder a Franco abriendo así una brecha que nunca se cerraría ya.

Franco estaba enfermo y su dolencia era seguida por muchos españoles en todo el mundo. Su agonía se hizo interminable, casi inhumana, pero finalmente murió y cerró el capítulo más largo y más negro de la historia contemporánea española. ¿Qué ocurriría después? Esa era la gran pregunta para todos los españoles, tanto los de dentro como los de fuera, y el día del funeral, ante las imágenes que daba la televisión alemana, no podía evitar fijarme en las caras de los españoles y los veía tristes, con miedo, y las calles de Madrid me parecían más vacías que nunca, quizás porque, como dijo alguno, no se sabía la que se podía liar.

A partir de la muerte de Franco la idea de volver al pueblo se convirtió casi en una obsesión y fue objeto de conversación muchas tardes con Moshé, él me decía que entendía mis ansias de volver al pueblo, pero no entendía que tuviera que ser ahora, ni que ahora fuera mejor que antes, o que dentro de unos años, y de todas formas me interesaba esperar y poder cobrar un retiro después de tantos años trabajando.

Acabé haciéndole caso y esperé, pero lo hice como el que sigue una cuenta atrás a pesar de las noticias que venían del pueblo, de lo mal que estaba todo allí y de que no había trabajo para nadie. Mientras, me dediqué a ver que pasaba en España y tengo que reconocer que me sorprendió la velocidad de reacción, cuando todavía no estaba enterrado Franco y ya era nombrado el rey, y por sus palabras y su actitud hacía entrever que las cosas cambiarían mucho y en poco tiempo.

La primera sorpresa me la llevé con Adolfo Suárez, un hombre de neutro pasado político que resultó ideal para iniciar la transición política, mucho mejor que Fraga, que para mí era todo un símbolo de lo peor del franquismo. Dos noticias me alegraron bastante por esos días, la legalización del Partido Comunista y la amnistía que le dieron a los presos políticos, seguro que los huesos de muchos se revolvieron en las tumbas, unos de alegría y otros de rabia, pero así son las cosas, lo que es bueno para unos es malo para otros, que se le va a hacer. Bastante tiempo llevaban los perdedores callados y amordazados, ahora empezarían a hablar y a contar la otra versión de las cosas y el Glorioso Alzamiento Nacional empezaría a verse como un golpe de estado contra un gobierno republicano democráticamente elegido.

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