9/16/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA AUTOR ORIUNDO

XXIII

Cuando hablaba de política con Moshé se sorprendía de mi vehemencia y decía que era muy visceral, es posible, lo reconozco, pero no puedo evitarlo. Él, sin embargo, opinaba que la política era una especie de teatro donde unos juegan a salvar el mundo de otros que son muy parecidos a ellos y que persiguen los mismos fines: el dinero y el poder que éste da, y para eso necesitan el voto del pueblo como coartada y justificación. No obstante, en el fondo reconocía que los políticos eran necesarios para que se controlaran entre ellos y se frenaran mutuamente las ansias de poder. Ponía Moshé una comparación que me hacía mucha gracia, decía que los políticos son como esas bacterias que dicen que tenemos en la piel, que solo sirven para librarnos de otras bacterias más peligrosas y dañinas, y debía tener razón, porque lo primero que hacen todos lo dictadores en cuanto llegan al poder es disolver los parlamentos y asumir plenos poderes.

Poco después podíamos ver en televisión imágenes de las cortes españolas y me resultaba agradable observar como las cosas iban tomando un cauce normal y tranquilo, pero tengo que reconocer que uno de los mayores sobresaltos de esos tiempos me lo llevé el día que vi en el televisor la imagen de un guardia civil pistola en mano en el Congreso de los Diputados diciendo aquello de ¡todo el mundo al suelo!, se me pusieron los pelos de punta y pensé que los peores fantasmas de mi pasado salían de nuevo del deseado olvido.

Recuerdo que en aquellos días de 1981 la vuelta al pueblo se convirtió para mí en una obsesión. Moshé se reía de mí, aunque decía entenderlo y saber perfectamente lo que yo sentía: lo mismo que le impedía dejar Alemania para ir a ningún sitio, ni a al Israel tan deseado por muchos ni a su Sefarad tan recordada y añorada, casi tan “paseada” cuando hablábamos de nuestras cosas, de nuestros recuerdos y nuestras vivencias.

Aquel guardia civil dando voces en el Congreso de los Diputados despertó demasiadas cosas que llevaban muchos años dormidas, y todas esas cosas tenían que ver con el pueblo, con las gentes que murieron en la guerra o a consecuencia de venganzas y rencillas entre unos y otros y, extrañamente, me hacían sentirme mucho más próximo a aquel, como si estando allí me pudiera sentir más seguro, cuando sería todo lo contrario, ya que al parecer no tuvieron bastante con lo que me hicieron y los diez años que me hicieron pasar en el penal, que todavía preguntaban por mis “actividades” en el pueblo y donde quiera que fuera. ¿Tanto miedo les infundía un pobre porquero al que las circunstancias hicieron coincidir en el tiempo y en el espacio con un ser envidioso y miserable?

No todo iban a ser tristezas para mí, en el 82 llegaron al poder los socialistas, y al verlos por televisión no pude evitar que se me saltaran las lágrimas, los veía jóvenes y llenos de esperanza y pensé que por fin le pondrían voz al silencio de tantos durante tantos años, pero el tiempo es implacable y la tendencia parecía ser hacia el olvido, que posiblemente fuera lo mejor para todos, pero creo que los muertos que no están bien enterrados, ni descansan ni dejan descansar a nadie.

Sin saber muy bien por qué, empecé a pensar también en mi casa; ahora podría comprarla y “tener” una casa y sería la primera vez que tuviera algo de más valor que los zapatos o el traje que llevaba puestos. La arreglaría y le pondría agua corriente, pero jamás quitaría el pozo, el pozo siempre fue para mí como una ventana a otra dimensión con su oscura humedad, su frescura misteriosa y ese olor a tiempo viejo lleno de silencio y sugerencias que agitaban la superficie de espejo del agua. El pozo se quedará, desde luego.

Otra cosa que me gustaría conservar tal como está es el doblado, aquello es como un pliegue en el tiempo, un agujero de gusano, como dicen ahora, pero es verdad, cada vez que subía a él me parecía remontarme a otros momentos, a otros días, y me dejaba llevar por el recuerdo y la fantasía y, cerrando los ojos, hablaba con Marco, y Trajano, y Gunilda, les contaba cosas y les preguntaba otras. Muchos días subía a la hora de la siesta y me quedaba muy quieto en el centro del doblado, para no mover ni siquiera el aire y ver como las motas de polvo cruzaban por entre los haces de luz que se colaban por el tejado. Esa hora parecía mágica en el silencio del pueblo, con el aire denso del medio día y el calor que parecía arrancar nuevos aromas a los viejos leños de las vigas y a los antiguos muros de adobe y argamasa. Sólo la campana de la iglesia se atrevía a profanar ese silencio para hacerlo aún más misterioso tras el lamento del bronce antiguo, que quedaba rebotando en los montes hasta ser absorbido por la densa calima que flotaba sobre los campos.

Uno de aquellos días recibí una fotografía del pueblo, me la enviaba uno de los pocos que aún me recordaban allí y era de la fachada del Ayuntamiento. Al principio no entendí el objeto de aquella foto, pero no tardé en observar algo muy significativo en ella: habían desaparecido de la fachada el cangrejo de falange y el parte de guerra, y entonces la miré más detenidamente, como si aquel vacío de fachada recién blanqueada fuera más elocuente que cualquier mensaje o explicación al dorso. Era la fuerza de los símbolos ausentes, el testigo de que los vencedores por fin estaban dejando paso a los otros y de una vez se empezaría a olvidar la guerra y sus secuelas, o cuando menos, se comenzaría a ver de otra forma, a mirar desde otros ángulos y con otros ojos.

Uno de aquellos días, hablando con un paisano, me enteré de que los socialistas estaban reconociendo los derechos a los militares de la república y hasta les estaban pagando pensiones y atrasos; aquello me gustó, me pareció una forma de hacer justicia, de enmendar tanto error y tanta crueldad, pero no pensé que tuviera nada que ver conmigo. Sin embargo, un paisano, insistía una y otra vez en que si a los de la república les estaban pagando, a los nacionales degradados por cuestiones políticas les tendrían que pagar con más razón todavía, y tanto insistió que consiguió que fuéramos un día al consulado español y pusiéramos en marcha los trámites.

Tardaron en responderme, pero cuando lo hicieron fue como si hubieran abierto una especie de baúl de los recuerdos, de los recuerdos malos desde luego, pero que curiosamente no promovieron en mí más que un curioso sentimiento de nostalgia de un tiempo. Eso podía indicar que las heridas se habían cerrado y que aquellos papeles amarillentos, plagados de sellos y pólizas, escritos con letras antiguas y donde se podía leer la historia oficial de uno de los pasajes de mi vida, apenas significaban nada para mí, no eran más que un recuerdo que se puede guardar con cariño y enseñar a generaciones venideras como rareza y curiosidad.

Allí estaban los certificados firmados por el alcalde y el juez de paz de Encinasola dando fe de mi conducta y comportamiento, así como de mi utilidad para el servicio. Después venía todo mi itinerario militar como voluntario primero y como soldado después al empezar la guerra. Luego aparecía el consejo de guerra en un par de folios casi ilegibles, sin puntos ni comas, donde acababan dejándome en libertad.

Y para terminar, decían que mi graduación militar había sido dentro de una escala provisional, por lo que no tenía derecho a compensación alguna. Así son las cosas, me sobra tiempo por todas partes y esa vez me faltó para ser efectivo el nombramiento, pero creo que hubiera sido igual al final, me hubieran degradado de todas formas y hubiera acabado como acabé.

La vuelta al pueblo se había convertido en una idea fija para mí, no pensaba en otra cosa ni hablaba de otra cosa. Todos mis planes futuros tenían el pueblo como escenario y sus gentes como reparto. Me veía viviendo en un pueblo libre, donde se podía hablar de todo y con todos sin mirar alrededor antes por aquello de que “las paredes oyen”. Un sitio donde se les pudiera contar a las nuevas generaciones lo que pasó allí y en toda España, o tal vez fuera mejor no contar nada, pero como dice alguien, quien olvida su pasado está condenado a repetirlo.

Mi pueblo era alegre y sus gentes llenas de vida, la mayoría no teníamos gran cosa, pero salíamos adelante con lo poco que conseguíamos. Recuerdo los carnavales llenos de picardía, los bailes en el Salón San Jerónimo, los quintos, las nochebuenas, el olor de los prestines por la calle, las perrunillas con aquel café de Portugal que manchaba las tazas, la feria, los jeringos con porra... ¿Podrá resucitar todo aquello después de tanta represión y tanto miedo? Que duda cabe que faltará mucha gente, eso es inevitable después de tanto tiempo y tantas cosas como ha ocurrido, pero seguro que las que queden conservarán la semilla de la alegría y volverá a ser como antes, aunque con otras músicas y otras modas, eso es lo de menos, lo importante es ver la alegría en las caras de las gentes, que se beba vino y se coma, que se baile y se cante y que la vida siga su curso lento y apacible.

Un día pedí en la fábrica que me hicieran los números para jubilarme, pronto haría veinticinco años que estaba allí y creí que no aguantaba más, además, decían que las cosas no iban del todo bien, hablaban de crisis y reducciones de plantilla en las factorías, y ya se sabe, cuando hay crisis los primeros que sobramos somos los de fuera, pero a mí me vino eso muy bien: si querían que me fuera pondrían más dinero encima de la mesa.

Por otro lado, los alemanes estaban revueltos; en Rusia gobernaba Gorbachov y decían que iba a acabar con todo el pasado, hasta con el comunismo, y tirarían el muro de Berlín y sólo habría una Alemania. Mucho jaleo para mí, así que ya tenía una razón más para querer salir de allí y volver a mi pueblo.

Moshé también estaba pensando jubilarse. Le ofrecí que viniera conmigo al pueblo, pero no quiso, no sabía si ir a Israel o si quedarse en Alemania. En Israel estaban su cultura y sus raíces, y en Alemania su pasado más reciente, el bueno y el malo, pero allí estaba y seguramente allí se quedaría para siempre.

Cuando me dieron los números de la jubilación les di muchas vueltas, lo pensé mucho y al final decidí aceptarlos. No era mucho dinero, desde luego, pero para mí tenía de sobras, incluso podría pensar en casarme y no pasar solo los próximos años de mi vida. Así que ya era verdad, ya se cumplía mi sueño y volvería a casa.

Estaba cerrando un capítulo muy importante de mi vida y era consciente de ello. Llegué allí, como se suele decir, con una mano detrás y la otra delante, y, lo que era peor, con unas heridas que diez años después de producidas seguían supurando resentimiento contra algunos de los que las causaron, que aún vivían y tenían más fuerza que nunca, y tristeza por todos aquellos a los que continuamente echaba de menos en conversaciones, pensamientos y cualquier cosa de la vida cotidiana.

La distancia y el tiempo obraron milagros conmigo; allí olvidé muchas cosas, si bien no del todo, las relegué a un lugar a donde tenía que ir a buscarlas expresamente, y no tenía demasiado tiempo para ello, así que el día a día y sus retos me hicieron pensar en otras cosas, en otras gentes, y las cosas malas del pueblo fueron tomando color sepia, como de retrato antiguo, y como aquellos, acabaron en la caja de latón que sólo se abría muy de tarde en tarde y en momentos de bajones de ánimo.

Moshé me ayudó también a olvidar, sus historias ocuparon el lugar de muchas de las mías y sus vivencias igual, así que entre los dos creamos un nuevo mundo sin recuerdos malos, el mundo del presente cambiante y turbulento, pero vivo y con futuro, sin guerras en el horizonte aunque nunca se dejara de hablar de ellas y viendo como las gentes cada vez vivían mejor y nosotros también. Muchas veces hablábamos los dos y coincidíamos en que nunca habíamos tenido nada más que la noche y el día, y ahora teníamos dinero ahorrado, vestíamos bien y hasta nos permitíamos frivolidades y caprichos. Yo tenía más pares de zapatos de los que podía ponerme en varias semanas, y los trajes desfilaban silenciosamente en el ropero.

María Luisa también me ayudó mucho, primero a olvidar a la chica aquella del pueblo, y después a tirar para adelante en los momentos de depresión y soledad. Recuerdo que en cuanto me veía triste empezaba a canturrear y hacer mojigangas hasta que me hacía reír y acabábamos los dos con dos copas de más, brindando por los hijos de puta que nos habían puesto allí, decía ella, y acostándonos. Hace años que se fue a Málaga, soñaba con sus hijos y su calle Larios, con sus espetos de sardinas y los toros en la Malagueta; espero que sea muy feliz, se lo merece. Sí le hubiera pedido que se quedara se hubiera quedado y nos hubiéramos casado, pero no era justo apartarla de sus hijos, de sus sueños, de su Málaga querida y soñada.

Moshé se había comprado un coche y parecía un niño con un juguete nuevo; yo no lo compré porque no pensaba quedarme allí, y además hubiera tenido problemas con el permiso de conducir debido al idioma, al que, a pesar de los años transcurridos, no acababa de dominar del todo.

En fin, que había que volver al pueblo, ya estaba jubilado y con el pasaporte en regla, ya no me retenía nada allí, pero me quedé unos días con Moshé para descansar y despedirnos de todo lo que durante tantos años nos había rodeado.

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