10/03/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA AUTOR ORIUNDO

XXIV

Tomé el avión en Frankfurt hasta Madrid, y allí el Talgo hasta Sevilla, pensé esperar a La Estellesa, llegar por la tarde y bajarme entre las gentes a ver como reaccionaban ante mi presencia, pero lo pensé mejor y cogí un taxi, llevaba muchos bultos y hubiera sido incómodo, además, ¿y si no me reconocía nadie?, que era lo más probable después de tantos años. Me veía con cara de tonto mirando a todos lados buscando una cara conocida, así que era mejor el taxi.

Llegué entre dos luces y casi nadie se apercibió de mi llegada, lo que me alegró bastante, así tendría tiempo para aclimatarme a mi casa hasta el día siguiente en que saldría a saludar a las gentes y ver el pueblo. No sabía muy bien qué me estaba pasando entonces, pero era algo que yo llamé el síndrome del jubilado, es decir, de pronto me sentí mayor y cansado, juraría que hasta me vi algunas canas en las sienes, y por primera vez en mi vida, desperté sin saber qué haría durante el día que estrenaba.

La verdad era que la jubilación me permitía vivir tranquilamente y sin sobresaltos, pero con orden. Ya me buscaría algo para ayudar y ocupar tanto tiempo libre como tendría desde entonces. La primera intención fue volver a mis queridos cochinos, pero no había, la peste acabó con ellos, y con otras muchas cosas, y desde entonces no había levantado cabeza el pueblo.

Lo primero que me llamó la atención fue el encontrar un pueblo muy envejecido y casi vacío al haber disminuido su población casi a la mitad a lo largo de los últimos años. La causa principal de esta falta de gentes era la emigración, tanto al extranjero como a otras provincias españolas o a la misma capital de la provincia y otra causa, quizás derivada de la anterior, era la baja tasa de natalidad, así, de cada tres habitantes de Encinasola, uno era viejo, y muy pocos eran jóvenes con menos de quince años.

El campo seguía siendo el principal foco de la economía del pueblo, lo que causaba que gran parte de los hombres estuvieran en el paro y la mayoría no tuvieran ningún tipo de estudios, siendo muy escasos los que hacían alguna carrera.

La falta de productividad del campo era la causa del alto abandono de sus labores y del ganado, unida a las malas comunicaciones y la difícil comercialización de los pocos productos que podían salir del pueblo.

Las tierras, que siempre han sido pobres, se dedicaban al olivar y los cereales y forrajes, y en menor grado a los frutales y los trabajos del campo no estaban mecanizados debido a las características del terreno y la falta de capital para invertir.

Los olivos eran muy viejos y no daban un aceite de calidad, lo que propiciaba su desaparición, los escasos frutales estaban muy abandonados, se localizaban en pequeñas huertas donde había agua y su fruto se consumía en el mismo pueblo, eso hacía que algunos habitantes se dedicaran a recoger frutas en las campañas de otras zonas y con la ayuda del subsidio agrario y otros sueldos esporádicos iban tirando para delante como podían

El corcho era apreciado y se recogía de forma cíclica. En los 70 se sembraron eucaliptos y eso alivió algo la situación, sin embargo, decían que iban a repoblar el campo con árboles de la tierra. Algunos se dedicaban a la miel y los productos derivados de ella, pero las sequías hicieron estragos con los panales y las abejas.

Se construía poco por culpa de la débil economía y el escaso crecimiento demográfico, y no obstante, había muchas casas vacías. El comercio tampoco estaba muy boyante y la mayoría de las compras se hacían en pueblos del vecino Badajoz, como Fregenal u Oliva.

El ganado también escaseaba debido principalmente a la peste porcina, la sequía y el encarecimiento de la mano de obra; que lejos quedaban, afortunadamente, aquellos tiempos en que salíamos al campo con el torrezno en el corcho y la hogaza en el zurrón y con eso nos dábamos por pagados.

El panorama no podía ser más desolador, el pueblo estaba aletargado, olvidado, dejado de la mano de dios, y lo peor era que las gentes parecían haber asumido su destino y se resignaban a él viviendo un sistema casi de supervivencia, ajotándose a lo mínimo en todo y para todo, mientras nadie se preocupaba de crear alguna fuente de riqueza, sino subsistir con el paro, el plan de empleo rural o cualquier cosa que ayudara a ir tirando.

Reconozco que me costó acostumbrarme de nuevo al pueblo después de tanto tiempo viviendo pendiente del reloj y la sirena de la factoría. Hubo una cosa que me inquietó durante los primeros días hasta que descubrí de que se trataba, era el silencio, la ausencia de ruidos, que me hacía sentir sensación de sordera, pero no era que yo hubiera perdido la facultad de oír, sino que no había nada que escuchar aparte de algún coche que pasara muy de tarde en tarde por la calle y cuyo sonido se perdía fundiéndose con la oscuridad del campo si era de noche, o la soledad del mismo si era de día.

En Nüremberg vivíamos cerca del aeropuerto y cada vez que salía un avión parecía vibrar todo, después mejoraron los aparatos y ya no se oían, pero los ultrasonidos –esa fue la explicación que nos dieron- seguían haciendo que todo zumbara durante los segundos que tardaba el avión en pasar.

Los coches también hacían mucho ruido, y las gentes, que la mayoría no eran alemanes hablaban muy alto y también molestaban bastante a veces, así que cuando llegué al pueblo parecía que estaba sordo, sólo las campanas me hacían recordar que no lo estaba, y me alegraba de ello. Hubo algo que, por olvidado, me supo a nuevo y me afectó, me refiero a las campanas de muerto. La primera vez que las escuché después de la vuelta me dejaron paralizado con su gravedad monocorde y monótona de bronce viejo y tuve la impresión de que sonaban desde algún sitio lejano y misterioso, recuerdo que los pelos se me pusieron de punta y tuve la sensación de que los muertos me llamaban a mí.

Otra cosa que empecé a notar en seguida de llegar al pueblo fue que la casa se me caía encima y no sabía por qué. No tardé en averiguarlo, era la soledad, después de tantos años rodeado de gentes todo el día, compartiendo tantas cosas con ellos, apoyándonos unos a otros constantemente, no soportaba estar solo todo el día, salvo que al salir a la calle encontrara a otro solitario como yo y acabáramos hablando siempre de lo mismo: lo mal que iba todo y lo dejado que estaba el pueblo. Ambas cosas eran ciertas y si la primera no tenía solución, la segunda, al menos, se podía intentar, pero las gentes del pueblo habían caído en una suerte de fatalismo del que esperaban que los sacaran con alguna ciencia infusa.

Llamaba la atención ver a los ricos del pueblo sentados en los bares como aletargados, con más aspecto de necesitados que de terratenientes, como eran algunos, y si los que tenían dinero se conformaban con verlas venir, a ver que iban a hacer los que dependían del subsidio agrario o del paro, cuando no de lo que le mandaban los que tenían fuera del pueblo trabajando.

La pensión que me quedó no era muy grande, pero para vivir cómodamente tenía, así que por esa parte no tenía preocupación, lo malo era llenar tantas horas del día sin saber qué hacer. Los primeros tiempos me dediqué a restaurar la casa y la dejé como nueva, con lo que tenía casi todo el día ocupado. Después empecé a disfrutar del descanso y la buena vida, y alternaba los días de caza con los viajes a Portugal o la pesca en los pantanos más próximos, pero todo llega a cansar y al final me esperaban la soledad y el silencio en casa.

Intenté planificar el día en función de mis pocas ocupaciones, pero siempre me sobraban horas por todos lados; me levantaba tarde y salía a desayunar, leía el periódico hasta media mañana, después comía algo y me entretenía con cualquier cosa hasta por la tarde en que volvía a salir, pero no podía soportar el aburrimiento de los viejos sentados al sol y sólo esperaba la llegada de la noche para ver algo en la televisión y acostarme de nuevo.

Una idea empezó a tomar forma en mi mente: tenía que buscar algo que me ayudara a pasar el tiempo, que me mantuviera entretenido y, si de paso sacaba algo de dinero, mejor, que con lo que estaba subiendo todo no me podía dormir en los laureles; lo malo era que a ver que hacía, porque a apañar aceitunas no me iba a ir, aunque algún día fui para recordar viejos tiempos. Si hubiera habido cochinos posiblemente me hubiera dedicado de nuevo a ellos, pero todavía existía la prohibición consecuencia de la peste y no había forma de eludirla.

Por aquellos días murió de forma repentina el dueño de un comercio dedicado a mercería, ropa y un poco de todo, fui al entierro, como iba a todos, en parte para matar el tiempo y hacer algo de vida social aunque fuera en tan tristes circunstancias, y en él alguien me dijo una cosa: ¿Por qué no le compras la tienda a la hija del pobre Manuel?

La idea quedó revoloteando en mi cabeza y contra más vueltas le daba más me gustaban la idea y la hija de Manuel, a la que di el pésame y, sin poder fijarme mucho en ella dadas las circunstancias, vi que era bastante guapa. La duda era si sabría yo llevar un negocio de ese tipo, con tantos precios y tantos artículos diferentes, y luego estaba el trato al público, que no es que yo fuera un ogro, pero tampoco andaba sobrado de paciencia para andar sacando cosas y más cosas y convenciendo a las indecisas de que tal chaleco se llevaba mucho o determinado zapato le hacía el pie más pequeño si tenía un cuarenta y dos con juanetes.

Una tarde me armé de valor y fui a la tienda de Manuel, era temprano y hacía calor, ante el mostrador las moscas se arremolinaban zumbando insistentemente y al notar mi presencia la hija del difunto salió de las penumbras que le proporcionaban las batas y vestidos que colgaban siniestramente del techo. Era hermosa y el luto le daba un aire grave y misterioso, parecía salida de un cuadro de Romero de Torres, hasta tenía marcadas unas profundas ojeras. Debían andar rondando la treintena, pero aquellas ropas oscuras y la austeridad del peinado la hacían parecer mucho mayor.

No me anduve con rodeos, le pregunté directamente si estaba interesada en vender la tienda, o al menos traspasarla, y me respondió que aquello era lo único que su padre le había podido dejar y si la vendía que haría después. Reconocía que no le faltaban ganas de venderla y me contó que hubiera querido irse del pueblo hacía muchos años pero, por no dejar solo al padre, había quemado su juventud tras aquel mostrador y ahora no tenía más remedio que seguir adelante, aunque sólo fuera por sobrevivir, pero ya le gustaría a ella vender el negocio y largarse a conocer mundo, a vivir sin el corsé de las críticas y las apariencias, que ahora, muerto su padre, no le importaban en absoluto.

Le pedí que lo pensara y ya volvería yo por allí a conocer la respuesta. Por mi parte también tuve una idea no exenta de picardía, porque la verdad era que la muchacha me había gustado, le propondría que, de venderme la tienda, siguiera en ella a sueldo, de dependienta.

No le di mucho tiempo para pensarlo, creo que esas cosas hay que pensarlas los justo, si poco, puedes meter la pata, si mucho, puedes aburrir a la otra parte, así que me presenté en la tienda otra tarde a la misma hora, que me pareció buena porque no había nadie por la calle ni nadie vendría a comprar. Mi intención era invitarla a un café, pero estaba seguro que no aceptaría, no obstante se lo dije y me sorprendió aceptando y desafiando con ello a todos los que la vieran, recién muerto el padre y en un café con un extraño. Me gustó su valentía y me hizo pensar que tal vez la hubiera valorado por debajo de lo que se merecía.

Fuimos al grano: ella quería vender la tienda y lo que pedía era razonable, yo quería comprársela y estaba dispuesto a pagar el precio puesto por ella. Ante mi proposición de que siguiera trabajando allí dudó, pero finalmente aceptó de forma temporal, hasta que encontrara algo fuera del pueblo y pudiera marcharse de allí para siempre.

Lo primero fue reformar aquella tienda oscura e incómoda donde todo parecía estar amontonado y no era fácil encontrar nada, salvo para ella, que sabía donde estaba cada cosa desde hacía años. Diseñé un gran escaparate en el que se verían las novedades de cada temporada en cuanto a ropas y zapatos, dediqué un rincón para bazar, ferretería y droguería, que de todo venderíamos allí, y en poco más de un mes inauguramos un nuevo comercio que a partir de entonces se llamaría Bazar La Peña, ya que era aquella la que se veía nada más asomarse a la puerta y en parte porque aquella piedra había sido durante muchos años un hito en mi recuerdo, casi una referencia para mi vida, y se lo debía.

María no tardó en quitarse el luto por el padre y ganó mucho al hacerlo; no me costó demasiado convencerla diciéndole que ella sería el mejor maniquí para los modelos que vendíamos, y no era mentira, tenía buen tipo y lucía con gracia cualquier cosa que se pusiera. La tienda no iba mal, dentro de lo que se podía esperar en el pueblo y yo tenía todo el día ocupado entre atender viajantes, llevar las cuentas y revisar facturas, estaba a gusto con lo que hacía, pero había algo que no me dejaba dormir en paz: me gustaba María y me daba la impresión de que yo no le caía mal del todo a ella, así que habría que intentarlo de nuevo.

La ocasión se presentó con motivo de un viaje a Madrid a ver géneros para comprar al que la invité en parte porque la necesitaba con su experiencia en tejidos y gustos femeninos. Se lo pensó pero no se hizo mucho de rogar, cosa que agradecí sinceramente y una mañana muy temprano salimos camino de Madrid. Las primeras horas de camino fueron silenciosas, recogidas, casi tensas por parte de los dos, pero cuando paramos a tomar café empezó a romperse el hielo; ella me contó que era la primera vez que salía del pueblo y temía que al volver todo fuera diferente al saber la gente en que condiciones lo había hecho, sola conmigo, pero era algo que no le importaba demasiado.

El resto del camino fuimos hablando mucho más relajados, ella me contó numerosas anécdotas del pueblo y sus gentes y yo le conté algunas de mis historias, las que estaba seguro que ella podría entender. Llegamos a Madrid y buscamos un hotel para quedarnos, entonces decidí jugármelo todo a una carta y pedí una habitación doble, ella me miró perpleja pero no dijo nada, así que yo tampoco necesité dar más explicaciones.

Lo primero era lo primero, así que no tardamos en estar en los almacenes donde debíamos comprar y cerrar los pedidos, cosa que nos ocuparía más de un día, por lo que tampoco teníamos excesiva prisa. Después de descansar un poco estábamos locos por salir y ver ese Madrid mítico de la noche y las salas de fiesta, los artistas y las gentes bien vestidas y elegantes. Recuerdo que María estaba segura de que podría encontrar por la calle a todos los actores del cine y la televisión, y a mí me hacía gracia verla tan excitada ante esa posibilidad.

Por fin salimos, tomamos un taxi y le pedimos al conductor que nos llevara a algún sitio divertido. Los ojos del chofer nos escrutaban a través del retrovisor y María y yo nos reíamos por dentro pensando lo que podría estar suponiendo aquel, que en el fondo no iba tan descaminado, pero se nos debía notar mucho. Nos dejó en la puerta de una discoteca y entramos en ella, aquello era precioso, muy moderno y confortable; yo había visto algunas así en Alemania, pero María jamás había estado en un sitio de esa clase. Bailamos, tomamos una copas, hablamos de cosas intranscendentes y se nos echó encima la hora de la cena. Nos recomendaron un restaurante próximo y allí nos dirigimos. La cena fue íntima, con velas y música de fondo y María estaba deslumbrada mirando a todos lados y descubriendo todo aquello por primera vez. La cena terminó y volvimos al hotel, allí llegó el momento que ambos temíamos más que deseábamos, o al revés, ya se vería.

La habitación disponía de un pequeño bar y en él tomamos la última copa, yo un coñac y María un anís, no se atrevió a beber otra cosa por más que quise que probara otras bebidas, entonces yo me metí en el servicio y tardé más de lo normal, simplemente estaba haciendo tiempo, dándole tiempo a ella. Cuando salí estaba acostada y tratando de que todo pareciera lo más natural del mundo, no lo pensé más y me metí en la cama con ella.

Para ser la primera vez y, vencida la tensión inicial, no salió mal la cosa. La mayor preocupación para mí era no defraudarla a ella y hacer que se sintiera feliz y que viera que yo también lo era. Por la mañana la desperté con una ramo de rosas y le pedí que se casara conmigo lo antes posible.

Nos casamos y tenemos dos hijos preciosos. A veces me esfuerzo por olvidar mi condición de inmortal y así no pensar en lo que ocurrirá algún día, pero creo que merece la pena vivir el presente, ser feliz y disfrutarlo, y lo que tenga que pasar pasará de todas maneras, después de todo, a los mortales les ocurre lo mismo, pero ellos no están tan seguros como yo, les queda el beneficio de la duda y yo tengo el perjuicio de la certeza ineludible.

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