8/04/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA AUTOR (ORIUNDO)

XX

Intenté salir sin ser visto por mis compañeros, pero fue imposible, así que tuve que despedirme de todos, uno a uno, mirándonos a los ojos, en silencio ante la imposibilidad de decir tantas cosas como tendríamos que decir algunos de los que habíamos compartido los sin duda diez años más amargos de nuestras vidas, y la mía ya saben todos que es larga.

Cuando me quité la ropa del penal no tenía nada que ponerme, y pensé que eso era como una paradoja de mi vida: cuando saliera de allí no sabría que hacer ni tendría nada que hacer, menos mal que el sargento me prestó algo suyo y así salí del atolladero. Sólo me quedaba un consuelo, que pudiera quedarme en el pueblo y empezar otra vez de nuevo entre unos que no me conocían y otros que no me recordarían apenas.

Al pensar en el pueblo en aquellos momentos caí en la cuenta de que, al contrario que en otras ocasiones en que había estado fuera, apenas había pensado en él, y tal vez fuera una forma de rechazo subconsciente al saber que el origen de mis males, la fuente de mis desgracias había estado allí, y era como si sintiera miedo de volver a enfrentarme con ellas.

Desde El Puerto de Santa María llegué andando a Cádiz, tenía dinero para haber cogido un taxi, pero prefería andar, sentir el aire en la cara, poder andar a pasos largos sin que nadie me los marcara a golpe de silbato, ver las gaviotas haciendo arabescos en el cielo y ver a las gentes en su ir y venir, a los vendedores ambulantes pregonando su efímera mercancía, a las mujeres con su pasito corto y elegante, a los niños jugar al toro o a la pelota y a las viejas con su andar nervioso, ver la vida en definitiva, la misma que había intuido durante diez años tras las tapias del penal y ahora estallaba ante mis ojos en todo su esplendor.

En Cádiz comí a placer, sentado en un velador de un bar, y comprobé que las escaseces y las miserias iban quedando atrás, aunque todavía se veía mucha pobreza en el vestir y en las caras de las gentes. Luego entré en unos almacenes y compré ropa nueva; el dependiente me miraba extrañado al ver como olía la ropa, y es que hacía muchos años que no sentía ese olor ni la prestancia de los tejidos sin estrenar. Resultaba gracioso que a estas alturas tantas cosas me resultaran como nuevas, pero así era y no me avergonzaba demostrarlo y disfrutar con ello.

De Cádiz salí para Sevilla y la ansiedad empezaba a hacerme sentir nervioso, inquieto ante lo que pudiera encontrarme allí. Tomé La Estellesa y a la caída de la tarde, como recortándose contra el crepúsculo, descubrí la querida y añorada silueta del pueblo, los fuertes a los lados y la iglesia en medio, de momento eso seguía igual. Paró La Estellesa en la parada y bajé, iba ligero de equipaje así que no tardé en encaminarme hacia mi casa... mi casa, que extraño me sonó eso después de tantos años y tantas cosas.

Las gentes me miraban y eso me alegró, porque era muestra de que no me reconocían y tampoco era tan extraño que fuera así, ya que hacía casi trece años que había salido por última vez del pueblo y en ese tiempo había crecido una generación que no me conocía, otros muchos habían muerto y otros estaba claro que no me recordaban para nada, así que podría empezar de nuevo, otra vez.

Por el camino a casa vi que a muchas calles les habían cambiado el nombre, pero el de la mía seguía siendo el mismo, Oliva, y sus piedras y sus quicios apenas habían cambiado a pesar de todo. Las viejas que se asomaban a los portillos al sentirme pasar no serían las mismas que yo dejé, pero lo parecían, y el olor sí que no había cambiado.

Se había hecho de noche cuando llegué ante mi puerta, y hasta ese momento no caí en la cuenta de que no tenía llave para abrir, pero me tranquilicé pensando que nunca la había tenido ni la había necesitado, bastaba con darle un golpe seco al portillo y, después de abrirlo, meter la mano a través de él y sacar la tranca que cerraba la puerta por detrás.

Si es verdad que el tiempo se puede parar por alguna extraña razón, allí dentro se había parado y se había convertido en polvo posándose sobre todas las cosas y dándoles un aire casi mágico. Entré con mucho sigilo, sin tocar nada, sin mover apenas el aire, quería que aquello siguiera así el mayor tiempo posible, como si yo no estuviera, como si no hubiera llegado aún y respirar el aire de mi ausencia.

No había luz, debían haberla cortado en todos estos años sin pagarla, pero recordé que sobre la chimenea siempre había un cabo de vela y allí seguía. Lo encendí y anduve por toda la casa alumbrándome con la pobre y nerviosa luz de la vela. Me dirigí a mi habitación y allí estaba mi cama con la colcha de cuadros, tal como la dejé en el 37, todavía conservaba las huellas de mi mano sobre la almohada para alisarla. Sobre la mesilla el vaso que yo llenaba de agua por las noches, bajo los pies el orinal de loza y en la cabecera el cuadro de la Virgen del Carmen.

Estaba cansado y no era hora de ponerme a hacer nada, y menos aún sin luz, así que decidí acostarme y me eché sobre la cama vestido y todo. De la cama salió una bruma de polvo que por unos instantes me hizo pensar que estaba flotando entre nubes, y quizás con ese pensamiento me quedé dormido, porque no recordaba desde cuando no dormía en una cama como la mía, con aquel colchón de lana mullido y limpio y aquellas sábanas blancas y tersas. En todos estos años ausente había pasado por todas las cosas que se pueden llamar cama pero que jamás llegarían a serlo, desde el catre del cuartel de intendencia, al jergón de la cárcel, pasando por los montones de hierba, en el mejor de los casos, de las trincheras.

Pero ahora estaba allí de nuevo, en mi casa, en mi pueblo, no sabía si con mis gentes porque no sabía quien quedaría de los conocidos, pero lo importante era que estaba allí. También era verdad que se me abrían multitud de interrogantes, pero ya se irían contestando por si solos; yo lo que deseaba por encima de todo era que pudiéramos disfrutar de un poco de paz, aunque fuera paz de camposanto, como decían algunos, pero paz después de tantas penalidades y tantos muertos.

Muy mala tendría que estar la cosa para que no pudiera buscarme la vida con mis cosas, con mis puercos, con lo que fuera, que para mí solo con poco me aviaba.

Esa era otra cuestión, ¿seguiría solo? Todo lo dejado atrás me había hecho desear tanto tener alguien al lado con quien compartir lo poco o mucho que tuviera, me había sentido tan solo, que era posible que buscara a alguien con quien vivir, pero ya se andaría todo eso, ahora tenía que descansar y retomar fuerzas para empezar de nuevo.

Desperté como hacía mucho que no despertaba, sin silbatos estridentes, sin patadas en el catre, sin gritos ni amenazas, y cuando estuve despierto me quedé tumbado en la cama, oyendo los ruidos que llegaban de la calle, escuchando hablar a las gentes desde lejos, sintiendo la vida alrededor, viendo como los rayos de sol barrían la habitación tras colarse entre las grietas de los tapaluces de las ventanas y de pronto sentí la punzada del hambre en el estómago. Hacía muchas horas que no comía nada, pero la emoción de la vuelta me había mantenido entretenido.

No tenía nada que comer en casa, así que decidí salir a tomar algo, pero antes me lavaría un poco y para ello saqué un cubo de agua del pozo; es curioso como el ruido de la carrucha, tan familiar y tan olvidado durante tantos años me asaltó de pronto y me emocionó, puede parecer ridículo, lo sé, pero aquel sonido se convirtió en el paradigma de todas aquellas cosas que habían quedado atrás y ahora volverían a asaltarme en cada esquina, en cada conversación, con cada mirada.

Era temprano y por esa razón no había muchas gentes en la calle, lo que me alegró bastante, porque lo último que yo deseaba en aquellos momentos era encontrarme con gentes que empezaran a preguntarme, a hablarme de los desaparecidos y a recordarme cosas con las que más tarde o más temprano me tendría que enfrentar, pero cuanto más tarde mejor.

Me encaminé hacia la plaza y comprobé los nombres de las calles que habían vuelto a ser cambiados, yo recordaba los que pusieron cuando entró la república, pero esos habían desaparecido todos dejando paso a algunos de falangistas y otros héroes del bando ganador, empezando por la plaza, que ahora era del Generalísimo Franco y lucía en la fachada del ayuntamiento el cangrejo de falange y el texto del último parte de guerra.

Entré en casa de Arturo y pedí un café, tras el mostrador había una bandeja de magdalenas y le rogué me pusiera un par de ellas, me las comí con la misma ansia que lo hubiera hecho una embarazada con antojos y me tomé el café casi de un sorbo, todo ante la mirada expectante de Arturo, que me observaba con una mezcla de sorpresa y escepticismo, sorprendido de verme pero sin acabar de creerse que fuera yo.

Aquel café y las magdalenas fueron un revulsivo que actuaron removiendo todos mis recuerdos, sacudiéndome las entrañas, decidí que quería estar solo en un sitio donde pudiera llorar a placer y desahogarme y ninguno mejor para mí que La Peña, así que hacia ella me dirigí y di rienda suelta a todas mis emociones, aquella mezcla de alegría y pena, dolor por los años perdidos y que nadie me devolvería, resentimiento por todo el daño sufrido, el recuerdo de tantos muertos entrañables a los que nunca más vería y otras muchas cosas que fueron pasando por mi mente hasta que el sol en el cenit me recordó que era medio día.

Ya estaba de vuelta en el pueblo, había que cerrar un capítulo largo y doloroso, pero acabado al fin, y abrir otro nuevo en un pueblo que luchaba por salir del letargo impuesto por la guerra con los campos abandonados y el ganado, el poco que se había salvado de ser sacrificado para comer, no menos abandonado. Con gran parte de la juventud muerta en el frente o víctima de represalias y venganzas, y muchos hombres traumatizados y amedrentados para toda la vida por el fantasma de la cárcel y el paredón.

El pueblo, como toda la sierra, había vuelto a los viejos esquemas caciquiles impuestos por las “gentes de orden” que habían ganado la guerra, y por si era poco, la posguerra lo impregnó todo de hambre y represión causando unos efectos aterradores.

Desde los púlpitos se llamó a todos a la mansedumbre y la obediencia, y arruinadas las minas y sin jornales, muchos serranos se vieron obligados a emigrar a otros pueblos de la sierra, teniendo que instalarse en las afueras de los mismos, en muchos casos en chabolas, y trabajando casi por lo que les quisieran pagar, cuando no acababan mendigando.

Como dice un refrán, siempre ha habido ricos y pobres, pero entonces las diferencias se hicieron mucho más palpables. Los estamentos sociales los encabezaban los terratenientes, que solían ser también los Jefes Locales del Movimiento y a su lado se alineaban las familias con las mejores rentas del campo y los negocios.

Después venían los pequeños propietarios, que eran conscientes de su importancia y autosuficiencia, y por último, a los braceros del pueblo se unían los recién llegados empujados por el hambre que acababan haciendo cualquier cosa para sobrevivir. Hasta entonces las ganancias del campo dependían de la meteorología, de las cosechas y de los movimientos demográficos, pero ahora dependerían de la oferta y la demanda, de los mercados y de una serie de cosas que arruinarían la economía del pueblo y de toda la sierra.

Antes, los trabajos del campo se hacían con la ayuda de la familia, y se apañaban las aceitunas o se cogían las frutas o las castañas, proporcionando una mano de obra baratísima, pero entonces, debido a la industrialización que empezó en los cincuenta, los salarios subieron considerablemente hasta el punto de no compensar los precios que los productos agrícolas alcanzaban en el mercado. Algunos resistieron algún tiempo, pero los que sólo empleaban braceos no tuvieron más remedio que vender sus propiedades y dedicarse a otra cosa.

Por otra parte, la economía del labrador no le permitía competir con los frutos que llegaban de otros mercados, lo que hizo que muchos de aquellos desaparecieran coincidiendo con épocas de gran prosperidad en otras zonas. La fruta, tan buena en algunas zonas de la sierra, tampoco pudo competir con los medios de transportes que la traían de otras partes del país en menos tiempo y más barata, así que también cayó su mercado.

El ganado no escapó a todos estos problemas, lo primero que se perdió fueron las ferias en que se trataba con él al no ser necesarios animales de tiro y labranza dado el abandono del campo. El ganado de carne y leche tampoco había sido nunca el fuerte de la comarca debido a la falta de forrajes y la escasez de aguas. Sin embargo, la oveja y la cabra mantuvieron sus cabezas y se aprovechaban la carne y la leche.

El cerdo era el soporte de nuestra economía y mantuvo en los cincuenta su pujanza, aunque al final de aquellos en algunos sitios de la sierra se industrializó su crianza llegando a importar ganado, lo que empeoró la calidad del mismo pero consiguió salvarlos de la que se les venía encima.

En el pueblo, todos los síntomas de la ruina que se cernía sobre la Sierra eran palpables y cada vez más gentes se veía obligada a emigrar a otros sitios en busca de jornales y futuro, pero aguantábamos en ese régimen casi autárquico que nos habíamos impuesto.

Yo no tuve problema para encontrar trabajo, allí estaban mis queridos guarros esperándome con sus orejas caídas y sus morros insolentes y a ellos me dediqué una vez más en cuerpo y alma. Eran de uno de los más ricos del pueblo, pero tuve suerte al tropezarme con un hombre que pagaba bien y no explotaba a los braceros, como hacían otros, así que en pocos días estuve readaptado a la vida del pueblo y a las costumbres del ganado, pero no había que ser un lince para darse cuenta de que las cosas no iban bien y en el pueblo cada vez había mas viejos y cada vez nacía menos gentes.

Por más que tratara de convencerme de que ya todo lo malo había quedado atrás y lo que tenía que hacer era olvidar, la verdad era que tanto la guerra como la cárcel me habían marcado profundamente, tan profundamente que tardé en darme cuenta de lo que me ocurría aunque los síntomas estaban muy claros, lo que tenía era miedo metido en los huesos, en el alma. Un experto lo hubiera llamado traumatismo de guerra o síndrome de no sé qué, pero yo sabía que era miedo, y principalmente miedo a la soledad, no a la soledad de estar solo, que eso hubiera sido absurdo después de tanto tiempo así, era miedo a una soledad interior, a estar a solas conmigo mismo y enfrentarme a mis fantasmas, a mis miserias, a mí.

En el pueblo no faltaban mujeres hermosas y solas, después de que la juventud estuviera abandonando el pueblo, y las cosas no me iban mal con mis puercos y demás, así que me planteé buscar compañía. Mi posición, sin ser acomodada, era bastante cómoda, al menos eso me parecía a mí acostumbrado a estar solo, pero de todas formas estaba seguro de que a alguna mujer de mi nivel no le parecería mal.

Me dediqué a estudiar el panorama, sobre todos lo domingos al salir de misa, acto al que había que ir sin falta si no se quería uno señalar como ateo o algo peor, y allí las veía coquetear con sus mejores galas, hacer corrillos y hablar de sus cosas, reírse con picardía y mirarme a más de una, lo que me hizo pensar que no les había pasado desapercibido.

De una primera selección me quedé con tres finalistas y las estudié en domingos sucesivos acercándome más a ellas que de costumbre para observar sus reacciones y de las tres, una empezó a destacar por una serie de cualidades que, si no podía saber si las tenía en realidad, yo se las fui otorgando con esa tendencia a la idealización que da el enamoramiento.

Ahora venía lo más difícil, hacérselo saber a ella y encajar la respuesta en caso de que no fuera favorable para mí, pero primero debía saber cosas sobre ella, como a qué se dedicaba, quienes eran su familia y detalles así. Tengo que reconocer que me sorprendía yo mismo de estar teniendo esos problemas, de sentir esas necesidades que no eran puramente fisiológicas, como en otras ocasiones, sino afectivas y que obedecían a un profundo miedo a la soledad que se había instalado en mí desde la guerra y todo lo que ocurrió después.

Otra cosa que tenía que tener en cuenta era la edad de esa mujer y no olvidar que en ciertas épocas de la vida no se puede jugar y perder el tiempo, al menos el de los demás, y menos aún en un pueblo tan pequeño, donde las oportunidades eran muy escasas para ellas. O sea, que ella pensaría en seguida que nos casaríamos y todo eso, y si ese era el precio que tendría que pagar por la compañía, estaba dispuesto a hacerlo, aunque de antemano sabía que el final sería tan triste como otras veces, pero tenía que intentarlo, tal vez mereciera la pena.

Creo que la cosa no fue fortuita sino más bien como si los dos la hubiéramos ensayado. Aquel domingo me senté tras ella en misa y creo que, de alguna manera, sentía mi mirada en su cuello y su pelo, y creo que acabó poniéndose nerviosa hasta tal punto que al salir del banco una vez terminada la misa, se le cayó el misal saliendo de él varias estampas de santos.

Me agaché y le ayudé a cogerlas del suelo y en ese momento la miré a los ojos, ella desvió los suyos, pero me dio tiempo a vérselos y me impresionó la intensidad y profundidad de ellos. Al tiempo que le daba las estampas las iba mirando y me quedé con la última entre los dedos, era de El Gran Poder y no puede evitar un comentario que fue algo así: “esta es de un gran amigo mío”.

Ante su cara de extrañeza mi primera reacción fue empezar a contarle la historia de aquella imagen y yo, pero pensé que era mejor callar y hablar de otras cosas. En la celda del penal había en una de las paredes una estampa de ese Cristo, y a fuerza de estar solos tantas horas, tantas noches, tantos años, acabé contándole mis cosas, mi vida, y algunas veces me pareció que su cara, la expresión de sus ojos, decían que me entendían. Me alegro de no habérselo contado, hubiera pensado que estaba loco.

Ya habíamos salido a la puerta de la iglesia y se estaban formando los acostumbrados corrillos, yo seguí a su lado y ella, con su inevitable amiga, no se integró en ninguno, sino que echo a andar hacia la Plaza y yo seguí paseando a su lado, entonces ella preguntó: “ ¿Qué decías de un amigo tuyo?”. “Nada, cosas mías, malos recuerdos”. Respondí casi contrariado por el comentario inoportuno por mi parte, pero ella insistió: “Con tu historia debes tener muchos, ¿no?”. “¿Y qué sabes tu de mi historia?”. Respondí sorprendido. “Bueno... nada, un poco, lo que todo el mundo”. Respondió un tanto azorada. “Pues a ver si me cuentas lo que sabe todo el mundo”. Le dije con cierto descaro y picardía.

La conversación fue derivando de un tema a otro en ese juego eterno de la seducción, de mirar sin ser visto, de descubrir sin ser sorprendido, de averiguar sin ser descubierto, y acabamos en la puerta de ella a la hora del almuerzo y todas las viejas de la calle mirando por los portillos.

Esa tarde volvimos a vernos, con la amiga, como no, y decidimos dar una vuelta por la salida de Fregenal, paseo obligado de los enamorados que deseaban esquivar las inquisidoras miradas de los vecinos y, si era posible, robar un beso o una caricia, y hablamos de muchas más cosas.

Por fin pudimos vernos a solas una tarde y entonces quedaron claras nuestras intenciones: ninguno de los dos queríamos perder el tiempo, así que no tardamos en estar haciendo planes para el futuro, hablando en plural y diciendo nosotros, y de momento me sentía feliz y contento, ya no estaba solo, ya no tenía que buscar pensamientos agradables para alejar los malos que acudían a mi mente porque los primeros que venían eran placenteros y me hacían soñar con empezar de nuevo otra vez y estrenar ilusión y sueños, cosa que creo también le ocurría a ella.

Si bien su edad no era para perder el tiempo, tampoco era para aceleraciones y precipitaciones, así que íbamos bien, conociéndonos, tratándonos, haciendo planes para la casa, incluso pensando en los hijos que tal vez vinieran y temiendo por un futuro que no dejaba de mostrarse incierto viendo como el pueblo se iba quedando cada vez más atrás, más aislado, más pobre y más solitario.

Alguien dijo que las desgracias nunca vienes solas, y esta vez era gorda la que se nos venía encima. Ya había rumores en Cumbres y Cortegana, en Jabugo ya habían empezado a matar cochinos, pero pensábamos que nosotros, con nuestro aislamiento nos salvaríamos, pero no, no estaba escrito que nos salváramos y nos cogió de lleno la peste porcina, que esta vez se llamaba africana, no sé si por echarle las culpa a alguien, o porque venía de allá, pero como quiera que fuera, la teníamos ya dentro de casa.

Aquello corrió como reguero de pólvora, y el ganado que no murió de la enfermedad tuvo que ser sacrificado, de forma que el principal sostén de la economía del pueblo se venía abajo inevitablemente y las ovejas y el resto del ganado no daba para suplir los ingresos que se obtenían del cerdo.

Los que tenían propiedades empezaron a venderlas y algunos hasta se fueron del pueblo para siempre, unos a Huelva, otros a Sevilla y cada cual donde pudo para asegurar el futuro de los hijos e invertir el dinero que habían podido salvar de la quema. Para los que no teníamos nada empezó el gran éxodo que acabó de dar la puntilla al pueblo, lo hizo entrar en una fase terminal de la que no ha conseguido levantar cabeza cuarenta años después.


7/16/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA AUTOR (ORIUNDO)

XIX


Lo que contaré a continuación es algo que me esforcé por olvidar con todo mi corazón. Alguien puede pensar que diez años de vida no significan nada para mí a estas alturas, pero esos fueron los que estuve privado de libertad acusado de “peligrosidad social dados mis antecedentes políticos”. En definitiva, fui víctima de las purgas franquistas, como tantos otros en esos años en los que lo de menos era el hecho de que se te acusara, una vez acusado caía sobre ti todo el peso de una ley hecha por los vencedores para acabar de aplastar a los vencidos, para eliminarlos de la faz de la tierra, “para que no puedan reproducirse” como llegó a decir algún cura desde el púlpito de una iglesia.

Al acabar la guerra no me dejaron pasar por el pueblo, y casi lo preferí así, hubiera sido mucho más doloroso el reencuentro con tantas cosas y tantas gentes y descubrir tantas ausencias y vacíos irrellenables de tantos amigos muertos, tantas presencias irreemplazables y tantos recuerdos que se volverían motivo de dolor.

No sabía donde iba ni que harían conmigo, pero después de dos días en un tren de ganado, sin comida ni agua, teniendo que hacer las necesidades en un rincón del vagón, llegamos al Puerto de Santa María y me llevaron al penal, y en él a una oscura y angosta celda donde permanecí durante los siguientes diez años.

Desde el primer día me prometí y obligué a convencerme de que aquellas gentes tenían mi cuerpo entre aquellas paredes, pero mi alma seguiría siendo libre y volaría con las alas de la imaginación y la fuerza de los recuerdos a través de los tiempos. De haber tenido ocasión, hubiera escrito allí unas memorias que hubieran asombrado al mundo, pero no sé si hubiera merecido la pena hacerlo, después de todo, quien iba a leer las memorias de un peligro social, que además parecería loco por lo que decía.

Me cuesta mucho recordar todo aquello, es como cuando se quiere vomitar y no se puede y parece que el hígado va a terminar saliendo por la boca; yo no quiero recordar, y al hacerlo parece que es el corazón el que acabará saliendo por mis ojos en forma de llanto incontenible, o por mi boca como lamento inacabable, o por mis poros como sudor frío de miedo y muerte.

A media mañana salíamos al patio y dábamos vueltas en filas de a uno, no fuéramos a fraguar un complot para derrocar el régimen, pero eso no era obstáculo para que habláramos y nos comunicáramos ente nosotros. Una mañana de septiembre noté más agitación que de costumbre, caminé más despacio a ver si alguien me decía qué estaba pasando y no tardé en enterarme: Hitler había invadido Polonia, había empezado otra gran guerra, como si no tuviéramos ya bastante muerte y destrucción. No había que ser un lince para saber de que lado estaría Franco, pero algunos esperaban que Hitler perdiera la guerra y arrastrara a Franco en la derrota haciendo con ello que las cosas cambiaran en España. Algo así ocurrió, pero seis años después y casi cincuenta millones de muertos más tarde.

Del pueblo me llegaban cartas de vez en cuando contándome como iban las cosas por allí, y ente otras, me decían que estaban volviendo los que habían combatido en el bando rojo para enfrentarse al correspondiente consejo de guerra y en las declaraciones de ellos se podía seguir todo un itinerario de penalidades y miserias para acabar acusados de rebeldes, exaltados y todo lo que quisieran achacarles.

También hubo algunos que murieron por el camino víctimas de la enfermedad y las penalidades y fueron enterrados lejos del pueblo para que ese camino de vuelta no acabara nunca. Pero era mucho más importante que a Franco le hicieran entrega de la Espada de la Victoria, costeada por todos los ayuntamientos españoles.

Una noticia que me afectó bastante en aquellos días fue la del suicidio en la cárcel de un amigo con una cuchilla de afeitar, al parecer estaban dos y lo intentaron juntos, pero al otro lo cogieron a tiempo de salvarlo para más tarde juzgarlo, condenarlo a muerte y fusilarlo en las tapias del cementerio de Huelva. Me contaban en la carta como el que murió desangrado aún tuvo valor para escribir su nombre con la misma sangre que le brotaba de los cortes, pintar una hoz y un martillo y poner debajo “viva el POUM”. Muchas veces me he planteado si hay que ser más valiente para quitarse la vida que para tirar para delante por mala que sea aquella, pero este caso me daba escalofríos al pensar lo que debió sufrir ese pobre hombre hasta morir desangrado y el miedo que debería tener para llegar a eso.

Me hizo gracia una anécdota que me contaron en una carta por aquellos días, fue a cuenta del pino que pusieron para celebrar la noche de San Juan y al parecer un joven, en la euforia de unas copas de más, derribó. Naturalmente había que buscar a los culpables de tamaña iniquidad, y quien mejor para ser acusado que Candelario López, el alcalde republicano al que no habían podido meter mano por ningún lado después de intentarlo de todas formas. Pues eso, se le acusó de inductor de los hechos y fue encarcelado, pero una vez más no encontraron indicios de culpabilidad en él y los testigos presenciales de los hechos declararon todos en ese sentido. Por si era poco, hasta el cura, famoso por su inquebrantable fidelidad al régimen, que dijo aquello de “Yo soy fascista pero no al estilo portugués, que tiene abiertos centros socialistas y publica periódicos de izquierdas, aunque estoy seguro de que los portugueses, que son hombres de talento, corregirán esa equivocación”. Y un poco más adelante, en el mismo sermón, “Yo soy fascista al estilo italiano, ni un centro contrario abierto, ni un periódico de oposición a nuestros ideales salvadores”, declaró a favor de Candelario, por lo que no tuvieron más remedio que dejarlo en libertad.

Conforme pasaba el tiempo se iban conformando esas macabras listas de desaparecidos y muertos que no paraban de engrosar día a día según el polvo de la guerra se iba asentando en todas partes, menos en los despachos y los juzgados, donde la guerra aún no había acabado y la maquinaria de los Consejos de Guerra continuaba funcionando a pleno rendimiento limpiando el país de rojos indeseables y peligrosos.

El hambre y la escasez se unieron al resto de las desgracias, y a muchos no les quedó más remedio que echarse al monte en busca de la mochila de café de contrabando, cayendo víctimas de los disparos de los carabineros.

Los vencedores, por si no estaba clara su situación, se dedicaban a llenar el pueblo de recordatorios y pusieron una cruz para recordar la memoria de los caídos por Dios y por España, y junto a ella pusieron una lápida con los nombres de los muertos, todos del bando nacional, por supuesto, porque, como dijo alguno, como los rojos no luchaban ni por Dios ni por la patria, no tenían derecho a ser recordados.

Por si no era suficiente la cruz de los caídos, en la fachada del Ayuntamiento instalaron un enorme yugo con las cinco flechas y al lado el último parte de guerra de Franco, que allí estarían hasta que la revancha de la historia y el tiempo los derribaran para siempre como símbolos de algo que nunca debió ocurrir.

También el tiempo se encargó de revindicar la memoria de los vencidos cuando se instalaron monumentos en memoria de los caídos por España y la Libertad, pero para muchos fue demasiado tarde, por ejemplo para aquella mujer que se fue del pueblo a Huelva como pudo, siguiendo a su marido preso para ver como lo fusilaban en las tapias del cementerio, arrojándolo más tarde en una fosa común “al lado de la tumba del El Litri”. Quizás a esa mujer le hubiera gustado ponerle unas flores frescas a su marido en una lápida que, aunque no llevaría nunca su nombre, al menos le haría mención.

Franco no quería ser menos que Hitler y decidió mandar gentes a luchar contra los rusos con la División Azul. Del pueblo, según me dijeron, fueron algunos, y yo estuve a punto de salir para allá también, pero me libré a última hora, tal vez pensaran que aún era peligroso, y si me aliaba con Rusia podía hacer que se tambaleara el Tercer Reich. La verdad era que ya estaba harto de guerras, y después de todo lo que me estaban haciendo pasar, lo que menos me apetecía era ayudarles, así que podían echar guerra para uno menos.

Las cartas del pueblo empezaron a espaciarse cada vez más, cada vez hablaban más de cosas cotidianas, y eso me alegraba, porque era la señal de que las heridas se iban restañando, al menos las de fuera, que las de dentro tardarían mucho más en cerrarse. Un día dejaron de llegar cartas y nunca más volvieron a hacerlo, así que quedé totalmente desconectado del pueblo y de todo lo que allí pudiera estar pasando; pensé que habría muerto el vejete que me las escribía y así parece que fue, el pobre murió solo y casi abandonado, lo que me hizo pensar que durante todos aquellos años sólo nos habíamos tenido el uno al otro, y aunque él gozara de la libertad, estaba tan solo y abandonado como yo. Me consolaba pensar que a él ya se le habían acabado las penas para siempre y donde quiera que estuviera, seguro que se acordaba de mí como yo de él.

No me gusta decir que me acostumbré a la cárcel, pero algo así ocurrió, en parte debido a la infinita capacidad de adaptación del ser humano y en parte a que las cosas fueron cambiando con los años, y más aún después de que los alemanes perdieran la guerra y Franco se viera aislado. Ya durante la guerra se fue viendo el cambio experimentado por la prensa con respecto a la información que daba sobre el desarrollo de aquella, de las soflamas fascistas de los principios en las que se alababa al soldado alemán como portador de valores eternos, cosa en la que coincidía con el español y el italiano, porque al parecer esos valores eternos son monopolio exclusivo de los fascismos, y se hablaba de la campaña de Rusia como algo en lo que España se jugaba el prestigio de sus hombres y su ejército, además de suponer una venganza contra el monstruo comunista en su propia casa.

Después se empezó a hablar de los aliados de otra forma más suave, y los americanos empezaban a aparecer como los nuevos adalides de la paz y el bienestar futuros, pero sin valores eternos, que eso estaba muy mal visto, y acabó la guerra con un Franco totalmente entregado a la causa aliada y tratando de echar tierra encima a todo aquel pasado fascista y germanófilo. Que lejos quedaban ya la entrevista en Hendaya, la División Azul y el Giovinezza, Giovinezza.

Los carceleros también fueron cambiando con los tiempos, ya no eran aquellos perros de presa con orden de disparar a la primera sospecha o gesto extraño por nuestra parte. Es posible que se fueran convenciendo de que no éramos monstruos con cuernos y rabos oliendo a azufre, como llegó a decir alguno, sino que éramos iguales que ellos, con familias fuera, con problemas, con ilusiones, con una vida que de momento había quedado aparcada en la puerta del penal.

Abrieron una biblioteca para los presos por aquellos días, y aunque los libros no podían ser más tendenciosos y fascistoides, me aficioné a la lectura, quizás debido a tanto tiempo muerto como había que ir echando para atrás si no querías volverte loco pensando más de cuatro cosas, como por ejemplo ¿por qué estaba yo allí si no me habían juzgado más después del consejo de guerra y entonces salí absuelto? ¿Por qué estaban saliendo algunos en libertad? ¿Cuándo saldría yo, si es que salía algún día? Pero mucho tendría que durar aquello como para que yo no saliera de allí.

Durante mucho tiempo me esforcé todo lo posible por perder la noción del mismo y no saber qué día era ni en que año estaba, pero al final sucumbí y acabé tachando día tras día en un almanaque que conseguí en Suministros. La comida, inhumana al principio, fue mejorando, y nos encomendaron trabajos que hacían el tiempo más llevadero a la vez que servían para redimir pena, según decían, pero si yo no sabía cuanta pena tenía, de que me servía redimirla trabajando. No obstante, trabajaba, aunque solamente fuera por no quedarme solo mientas los demás lo hacían, y de paso podía hablar y enterarme de cosas que estuvieran pasando fuera, como la muerte de Manolete, o la llegada de Eva Perón o Jorge Negrete, o la muerte de Gandhi a manos de unos nacionalistas.

Iba a hacer diez años que estaba allí metido, diez años, día por día, noche por noche, y se empezó a hablar de que a lo mejor había indultos por el Año Santo, pero no me hice ilusiones. A veces llegué a pensar si no me hubiera importado quedarme allí para siempre, la comida no me faltaba, el tabaco tampoco, empezaba a manejar algo de dinero que nos daban por los trabajos que hacíamos. Ya permitían visitas, incluso femeninas y en privado, si eran familiares, y a veces tenía la absurda sensación de que allí me sentía seguro y protegido, como si mis carceleros se hubieran convertido en mis guardaespaldas. Pero cuando soplaba el levante y oía el mar, olía la sal y veía volar a las gaviotas, me olvidaba de todo aquel falso confort y hubiera dado cualquier cosa por poder estar sentado en La Peña, comiéndome unas bellotas viendo como se ponía el sol detrás de Barrancos.

En el cuerpo de guardia del penal habían instalado un aparato de radio, y cuando había fútbol o toros, el sargento subía un poco más el volumen y nos dejaba escuchar la retransmisión. Aquella tarde toreaban en El Puerto El Litri y Aparicio, la pareja de moda aquella temporada, en el primero Aparicio había cortado las dos orejas y ahora El Litri trataba de conseguir el rabo también, la plaza estaba de pie y bramaban los tendidos mientras Miguel citaba desde lejos con los pies metidos en un sombrero cordobés.

El sargento de guardia me llamó adentro y entré, no sabía para qué me quería, pero no era extraño que me preguntara palabras de crucigramas o cosas así, pero esta vez me dio una cuartilla doblada, un oficio cuyo formato reconocí en seguida, “léelo”, me dijo. Lo abrí y leí lo escueto de su contenido, que venía a decir, ni más ni menos, que se me daba la libertad gracias al indulto parcial concedido con motivo del Año Santo.

“¿Qué?”, preguntaba el sargento mirando mi atónita e inexpresiva cara. “Di algo, picha, que te largas de aquí ¿no?”. Sí, eso, que me voy... respondí yo sin entender muy bien que estaba ocurriendo. “Pues claro, cojones, que te vas. Mañana por la mañana tendrás la documentación de hombre libre y limpio de culpas, como dicen en las películas americanas, ya has pagado tu deuda con la sociedad”.

No era momento de discutir, y con aquel sargento menos aún, pero me hubiera gustado que me aclarara qué le había debido yo alguna vez a la sociedad para haber tenido que pagárselo con diez años de mi vida.

Litri y Aparicio salieron por la puerta grande y yo fui a Suministros para comprar unas botellas de manzanilla y un poco de queso para celebrar mi salida, pero una cosa que había aprendido allí era que no estaba bien celebrar las salidas cuando los que se quedaban no sabían cuando lo harían ellos, así que nos tomamos la manzanilla y nos comimos las tapas mientras hablábamos de cualquier cosa, como cualquier tarde, pero eso sí, sin poder mirarnos a los ojos, rehuyendo las miradas de tristeza mal ocultada y las de alegría mal disimulada.

Esa noche no pude dormir, el mar estaba dando fuerte y las olas sonaban dentro de la celda, pero no era eso lo que me mantenía despierto, sino el hecho de pensar en todos los años pasados allí, en todas las gentes que habían pasado por allí, en los fusilamientos de los primeros días que nos obligaban a presenciar y ese futuro otra vez incierto que me esperaba tras las puertas del penal.


7/02/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA AUTOR (ORIUNDO)

Capitulo XVIII

El despertar de aquella pesadilla fue otra pesadilla peor, la guerra en su más dura y total expresión. Fui degradado, despojado de mis galones de brigada provisional y convertido en soldado de segunda para ser mandado al frente, primero a Peñaroya y después a Madrid, lo peor que habían en aquellos días y tal vez por eso me mandaran allí, a ver si una granada acababa conmigo o una bala daba cuenta de mí para siempre convirtiéndome en un cadáver más de los que a montones caían en las trincheras, morían en los barrancos o, simplemente, desaparecían.

Resultó que fui mandado a las trincheras porque “era peligroso que tuviera mando sobre fuerzas”, según consta en la documentación que muchos años después llegó a mis manos por los motivos que en su momento relataré, y allí, en el frente de Córdoba, me enfrenté, vi, sentí por primera vez algo que creí que nunca tendría oportunidad de experimentar: la cercanía de la muerte, su proximidad, su olor, y yo, que parecía estar destinado a esquivarla eternamente, algunas veces la deseé para acabar de una vez con todo aquello, para salir para siempre de aquel infierno donde estabas liando un pitillo en la trinchera y al volver la cara veías al que te había dado el papel de fumar instantes antes con un tiro en la frente y los ojos abiertos con esa expresión indescriptible que deja la muerte en ellos.

Nunca olvidaré la tarde que, estando en las trincheras, hablaba con un paisano de las cosas que haríamos cuando volviéramos al pueblo, como si así pudiéramos evadirnos de lo que teníamos alrededor, cuando sonó el silbido macabro de un obús, no de uno de los muchos que sonaban a lo largo del día o de la noche, aquel era el sonido de uno que venía a por nosotros, derecho e imparable. Instintivamente me tiré al suelo y me acurruqué cuanto fui capaz; lo último que escuché fue la voz del paisano diciendo mi nombre y su voz se partió con el estruendo de la explosión. Me levanté en cuanto pude y lo busqué alrededor de donde estaba, pero sólo encontré una bota suya manchada de sangre, era todo lo que quedaba de él. Nunca supe muy bien por qué, pero saqué un pañuelo del bolsillo, lo empapé en aquella sangre y lo guardé durante mucho tiempo junto a las pocas pertenencias que podía conservar en aquellas condiciones de supervivencia y continuo movimiento de trincheras.

Puede parecer pueril que a estas alturas me ponga a hacer consideraciones sobre la guerra, después de tantas como he vivido y sufrido y de tantas como me quedarán que conocer, pero aquella fue la más dura que había conocido hasta entonces, tal vez por ser una contienda entre hermanos, tal vez por darse en un escenario esquilmado por la pobreza y la miseria de muchos, en la mayoría de los casos, mientras otros vivían en la opulencia explotando la necesidad de los demás.

También diría que hubo dos guerras, la del frente y las trincheras, y la del miedo, la represión y las venganzas de uno y otro bando, y no sé decir cual fue peor, porque en ambas cayeron víctimas por todos lados y Encinasola no fue una excepción a pesar de ser un pueblo pequeño y tranquilo, ya que fueron muchos los muertos y los desaparecidos por tener que huir del pueblo dejando a sus familias atrás a expensas de la caridad y el miedo.

También por esa época la frontera con Portugal sirvió más de unión que de linde, y fueron muchos los que encontraron refugio en las casas de Barrancos, y alivio a las hambres entre sus gentes, que había quien salía por la mañana con la cesta vacía deseando encontrar algo para comer y regresaba con la cesta igual, pero el estómago y el corazón llenos de rabia al ver como los que tenían algo lo acaparaban como si se fuera a acabar el mundo. Cuánta hambre quitaron por aquellos días las bellotas y todo lo que se encontraba comestible por el campo que, aderezado con más imaginación que medios, se convertía en suculentas tortillas o jugosos guisos.

La guerra seguía y parecía ser eterna, pero cada vez estaba más claro que la ganaba Franco mediante toda la ayuda que recibía. Entonces empecé a observar un fenómeno en las gentes, algo que se llamaba traumatismo de guerra y se manifestó por primera vez en la primera guerra mundial, y estaba causado por la misma razón: agotamiento psíquico. Los síntomas eran expresión de idiotez y ausencia casi constantes, hablar inconexo y falta total de concentración.

Cada cual se las ingeniaba para no caer en ese estado buscando algo de fuera que lo retuviera atado al mundo exterior; yo había escuchado hablar de las madrinas de guerra, pero siempre había pensado que era cosa de solteronas beatas y aburridas que habían cambiado los chalequitos para los pobres por las cartas para los pobrecitos soldados, que tanta lástima inspiraban a todo el mundo. Entonces, un soldado de La Palma del Condado, al que yo le escribía las cartas para la novia, me dio la dirección de una conocida suya por si le quería escribir, y lo hice. Fue una experiencia nueva para mí, que no escribía nunca a nadie ni recibía correspondencia jamás, y de pronto me descubrí esperando al cartero todas las tardes y preguntándole si tenía algo para mí, si mi madrina de guerra me había escrito.

Ella era una mujer joven y hermosa, me mandó una foto que aún conservo, y era la antítesis del cliché que yo me había hecho sobre las madrinas de guerra: era joven, tenía un hijo, estaba soltera, por lo que el hijo pasaba por ser hermano suyo, y trabajaba en una bodega de su pueblo. Aquella mujer me sacó del pozo en que estaba empezando a caer, un pozo profundo y negro, como la desesperación y el aburrimiento más enfermizo. Desde el primer momento me dejó claro que no esperaba nada de mí, por lo que me rogaba que no me hiciera ilusiones sobre otras cosas, pero sus cartas eran como un soplo de aire fresco en mi absurda existencia de barracones y trincheras, luchando por sobrevivir sin tener necesidad de hacerlo y sin saber muy bien si lo deseaba.

Sus cartas eran sencillas y bonitas, me contaba lo que hacía en su casa y como era su familia, así que yo me las aprendía de memoria y después las revivía con los ojos cerrados con unos personajes a los que les ponía cara y voces y los hacía moverse y hablar entre ellos. También me contaba sus problemas y me pedía consejo, ya que decía que mis palabras siempre le daban seguridad y serenidad.

En la última carta de ella que recibí me decía que se casaba con el padre de su hijo y que ya no me escribiría más, pero jamás me olvidaría. Yo tampoco a ella, podía estar segura de eso, y si algún día pudiera me gustaría pasar por La Palma a verla.

Entre cartas y sueños pasaban los meses y al túnel de la guerra se le empezaba a ver la luz del otro lado, una luz tímida y brumosa, pero luz al fin entre tanta oscuridad y desesperación. Recuerdo haber hablado con alguien por aquellos días en que empezaban a correr noticias del final de la guerra sobre el futuro que nos podía esperar en aquella España que se configuraba en manos de los militares de Franco. Naturalmente, de esas cosas había que hablar con mucho cuidado y hacerlo con gentes de la mayor confianza, y así lo hacía yo, porque como decían algunos, las paredes oían.

Unos decían que una vez acabada la guerra volvería el rey a España, que para eso Franco era monárquico. Otros decían que habría elecciones y los militares volverían a los cuarteles; sólo uno se acercó a la realidad, uno que debía conocer muy bien a los militares y decía que, una vez en el poder y disfrutando de la poltrona, de allí no los echaban ni con agua caliente, y el tiempo le dio la razón pero no vivió para verlo.

A primeros de abril nos reunieron a todos con la mayor celeridad y nos leyeron el parte de guerra de Franco, aquel de “En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo...”. La guerra había terminado por fin y ahora sólo quedaba esperar que nos mandaran a casa, cosa que se retrasó hasta junio, pero para mi se retrasaría mucho más, porque si del consejo de guerra salí declarado inocente, ahora sería víctima de las purgas y la represión subsiguientes al conflicto.

6/23/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA AUTOR (ORIUNDO)

XVII

La guerra había empezado, y puedo decir, habiendo conocido muchas, que jamás vi una tan cruel como ésta donde el odio, la envidia y el resentimiento parecieron adueñarse de todos los corazones. Daba la impresión de que mientras quedara alguien con vida no faltaría quien lo delatara y acusara de todo lo peor dadas las circunstancias, aunque muchos años después se supo que la mayoría de las acusaciones fueron falsas y dieron con inocentes en la cárcel o, lo que fue peor, en el paredón. Cuando todo acabó, las familias de unos y otros tuvieron que seguir conviviendo y soportándose las miradas de odio y reproche por cosas que no tendrían que haber ocurrido.

Pero a mí me gustaría hablar de “mí” guerra, que no diferirá gran cosa de la de muchos de los que la hicimos en cualquiera de los dos bandos. Mi guerra empezó en septiembre del 37, cuando fui llamado a filas y destinado a Intendencia, en Sevilla. La cosa podría haber quedado ahí, y haberme pasado la guerra en un despacho, supervisando albaranes y sellando vales de suministro, cosa que no me hubiera importado, lo reconozco, aunque no sea precisamente digno de un valiente mientras tantos morían en el frente, pero nunca he presumido de valiente ni alardeado de furores patrios, mi condición me hace ver las cosas con una frialdad, con una distancia que nada tiene que ver con el heroísmo ni el ansia de triunfos.

También es cierto que, debido a mi misma condición podía haber solicitado otro puesto más en vanguardia, pero ya estaba cansado de defender los intereses de otros poniendo mi vida en juego, aún a sabiendas de no poder perderla, porque la inmortalidad no me exime de los sufrimientos y las penalidades; no obstante, los hechos se encargaron de satisfacer todas las ansias de aventura que yo hubiera podido tener.

Cuando llegué a mi destino en Sevilla, debido a “que sabía leer perfectamente y mostraba soltura con los números y las letras”, me hicieron sargento, lo mismo que al hijo del teniente de la Guardia Civil de Encinasola, que fue mandado al mismo destino que yo, pero sospecho que en su caso pudieron más los galones del padre que los méritos suyos.

La guerra seguía, y desde el cuartel de Intendencia se seguían sus incidencias, como los discursos de Queipo de Llano y los diferentes avances y retrocesos de los ejércitos. Los nacionales parecían no encontrar obstáculos en sus conquistas y, ciudad a ciudad, se iban adueñando del mapa de España.

La Navidad la pasamos allí, y recuerdo que fue una de las más tristes hasta entonces para mí, echando de menos a muchas gentes y recordando otras muchas pasadas, cada una con su particularidad, pero ninguna tan penosa como esta. Yo trataba de aislarme de todo lo que estaba pasando fuera, de saber cuanto menos mejor de tantas atrocidades como se debían estar haciendo por uno y otro bando, pero el paisano, que recibía carta diaria de casa, se encargaba de ponerme al día de todo, sin ahorrar detalles, nombres ni circunstancias. Más de una vez le dije que prefería no saber nada del pueblo, pero él, que apenas hablaba con nadie más que conmigo, se consolaba de esa manera, leyéndome las cartas de su casa y hablando de todos los que iban cayendo, ya en el frente, ya en pueblo víctimas de las venganzas y las rencillas.

Ambos nos conocíamos lo suficientemente bien como para saber la manera de pensar de cada uno respecto a lo que estaba ocurriendo, quizás por eso él manifestaba abiertamente sus opiniones mientras yo callaba las mías y sufría por dentro ante tanta injusticia y tal manifestación de odio colectivo. Muchas veces me retiraba con cualquier excusa solamente para llorar y darle rienda suelta a mis sentimientos al saber que habían fusilado a alguno cuyo único pecado fue pertenecer a algún partido político de izquierdas, porque los de derechas se habían arrimado a Franco y ahora eran más franquistas que él. Yo conocía a las familias de muchos de ellos, sabía que dejaban a mujeres con hijos pequeños solas en el mundo y me aterrorizaba la suerte que pudieran correr ellas y los pequeños, porque también se contaban historias de purgas, paseíllos y vejaciones de todo tipo.

Otros días era la noticia de un amigo muerto en el frente, destrozado por una granada, lo que me ponía de mal humor y me hacía perderme en los almacenes con cualquier excusa, sólo con el deseo de fumarme un cigarrillo a solas con mis pensamientos y desahogar mi amargura y frustración ante tanta desgracia.

Así, día a día parecía irme acostumbrando a todo, a los muertos, a los vivos y a todo lo que iba ocurriendo a mi alrededor. A primeros de año me llamó el comandante a su despacho, y reconozco que acudí con un nudo en la garganta por temor a algo que intuía más que sabía, pero la verdad era que temía que en cualquier momento alguien sacara mis fantasmas políticos y se me acusara de ciertas simpatías y afinidades.

Mis temores fueron injustificados, la llamada del comandante era para comunicarme un ascenso, a partir de entonces sería brigada provisional, y eso, aunque yo no supiera muy bien que era ni para que servía, para ellos parecía ser muy importante, así que también debía serlo para mí mientras estuviera allí.

Lo primero que hice fui comunicárselo al paisano como algo bueno no sólo para mí, porque hasta ese momento lo habíamos compartido todo y pensaba que ese ascenso era un poco para él también, pero el gesto de su cara y la expresión de sus ojos me revelaron a una persona que hasta entonces yo no había conocido, sus ojos se volvieron tristes y su cara se contrajo crispada, como queriendo decir algo pero sin atreverse; estaba claro que era envidia, pura y simple envidia, y acudió a mi mente algo que había leído una vez: “la envidia es la tristeza ante el bien ajeno”, y allí estaba clarísima, en estado puro y sin ningún interés por disimularla. Lo malo es que yo no entendía por qué él consideraba que aquello era tan bueno para mí, cuando de buena gana le hubiera dado el ascenso y me hubiera quedado de sargento, como decían algunos, de puto amo de aquello, y acostumbrado cada vez más y mejor a la vida militar en tiempos de guerra, vegetando en un despacho y tratando de escamotear sellos de racionamiento para uno y para otro, mientras que a algún desgraciado le estaría faltando el azúcar o el aceite, pero eso ya no era mi responsabilidad.

El paisano no atinó a balbucir más que unas palabras que yo descifré como “ me alegro... me alegro por ti”, y desde entonces nuestras relaciones cambiaron, el se esforzaba por saludarme lo más marcialmente posible y yo salía como podía del brete, porque cada vez que se me cuadraba me resultaba violento tener que responderle con aquella frialdad, después de haber compartido tantas cosas, de haber llorado tantas veces juntos la muerte de algún amigo común y de habernos reído cuando podíamos hacerlo, que también había ocasiones que lo permitían.

Dejó de leerme las cartas que recibía y hablábamos lo imprescindible, así que si eso era lo que él quería, así sería, ya que en vano intenté varias veces que habláramos y me explicara el motivo de su actitud, pero no hacía más que callar y mirar a otro lado.

No fue sólo hacia mí hacia quien cambió su comportamiento, desde aquello se le agrió el carácter y no era difícil verlo enfrentarse a todo el mundo e incumplir ordenes que en alguna ocasión dieron con sus huesos en prevención, pero se obstinaba en su actitud de silencio e incomunicación y desistí de hablar más con él.

Llegó la Semana Santa y dieron algunos pases de permiso, los primeros desde que llegamos allí, pero a él lo cogió en el calabozo a cuenta de una tremenda borrachera, y se lo quitaron, así que me presenté solo en el pueblo y ojalá nunca lo hubiera hecho.

Después de visitar a los amigos y conocidos, y ponerme al corriente de las últimas noticias, fui a visitar y presentarme como militar al padre del paisano, pero la acogida no pudo ser más fría y distante, casi de militar a militar y nada más. No podía entender nada de lo que podía estar pasando, pero algo en el fondo de todo aquello me empezaba a dar miedo.

Un amigo de ambos me puso en antecedentes con algunos comentarios hechos con más miedo que precaución, y al parecer al teniente le había sentado muy mal que a mí me hubieran ascendido a brigada provisional y a su hijo no, cuando yo no era más que un porquero comunista y pelota, según él, y su hijo, que era hijo del cuerpo, se había quedado de sargento, cuando su futuro estaba en el ejército mientras yo no era más que un oportunista, pero eso no se iba a quedar así...

Llegó el Viernes Santo, cuando salía la procesión del Santo Entierro, y resultaba que yo era la máxima autoridad en representación del Ejército en esos momentos en el pueblo, así que me “invitaron” a presidir la procesión junto al teniente de la Guardia Civil y el alcalde. Aquella era una invitación que no se podía rechazar, por lo que me vi portando una de las varas de insignias de la Hermandad en la cabecera de la procesión por las calles del pueblo.

Dos cosas hubo durante toda aquella tarde que no puede apartar de mi mente, una, la mirada del teniente, en cuyos ojos se podía leer el resentimiento y la rabia, quizás de que no fuera su hijo el que lo acompañaba ese día en vez de ser yo, un porquero oportunista, con lo que tal vez él hubiera soñado con pasear por todo el pueblo luciendo a su hijo y dándole a entender a todo el mundo que eran los amos de todo, y ya él lo era, a base de miedo y amenazas, de palizas en el cuartel, de chantajes a los contrabandistas y de más cosas que casi daba miedo decir en voz alta, pero era el amo y así exigía que se le manifestara cuando entraba en una bar haciendo que todo el mundo se levantara y lo saludara brazo en alto y al que no lo hacía lo abofeteaba delante de todos, en el mejor de los casos, que en el peor era capaz de acusarlo de cualquier cosa con tal de hacerle daño a él y a su familia.

La otra cosa que no podía quitarme del pensamiento era qué hacía yo, vestido de militar, con galones de brigada, de un ejército contra el cual debería estar combatiendo, presidiendo una procesión religiosa con una imagen muerta, cuando a mí todo aquello me parecía absurdo y carente de sentido. De sobras sabía yo que la vida es así a veces, como si quisiera reunir en un cajón de sastre piezas sueltas, inconexas aparentemente, pero que en un momento dado adquieren sentido y se muestran como la realidad más dura y palpable, y eso estaba pasando en aquellos momentos conmigo.

La procesión acabó y cada uno se fue a su casa. Yo me tenía que presentar al día siguiente en Sevilla, así que apenas tenía tiempo para tomas unas copas con algunos y despedirme de ellos. Recuerdo que en aquellos días, cuando te despedías de alguien, no sabías si lo estabas haciendo por última vez, ya que, tal como estaban las cosas podía ocurrir de todo, y eso se notaba en los ojos, que se clavaban unos en otros queriendo decirse muchas cosas pero sin atreverse a pronunciarlas, presintiendo muchas veces lo peor, pero sin confesarlo, y todos esos sentimientos se disfrazaban de locuacidad, ocurrencias y picardía.

Volví a Sevilla como estaba previsto y allí todo continuaba al ritmo que marcaba la guerra, con “macutazos” de un lado y de otro, noticias que corrían siempre sin confirmar y sin saber jamás de dónde habían salido, pero así pasaba el tiempo y en la mente de alguno empezaba a cobrar forma una pregunta: ¿hasta cuándo durará esto?

No habría pasado un mes desde mi vuelta al pueblo cuando me llamó una mañana el capitán a su despacho, yendo hacia él me crucé en el pasillo con el paisano con el que ya no tenía relación ninguna, pero aquella mañana me dedicó una sonrisa cargada de malicia e intención que en esos momentos no asocié con la que se me venía encima.

El capitán me hizo entrar. Lo encontré más serio que de costumbre y no me saludó con su habitual “que hay, marocho”, sino que me dio un oficio para que lo leyera. Era corto y conciso. Ateniéndose a las normas de la escritura militar, y en él se me acusaba de ser cabecilla del Partido Comunista de Encinasola y de haber participado en una operación, según el oficio aquel, de requisa de armas por los cortijos con el objeto de reconquistar Cumbres para los rojos.

No sé qué pensé en aquellos momentos, si es que pude pensar algo o en algo, pero tomé conciencia de que mis peores pesadillas habían empezado a ser realidad, y como en un mal sueño, aparecían la sonrisa del paisano y las miradas de su padre en la procesión, porque estaba claro que toda esta historia era cosa de ellos.

El capitán me ofreció un cigarrillo y me pidió que me sentara y le contara la verdad. Aún recuerdo sus palabras: “Marocho, esto es muy grave, por menos llevan al paredón a muchos, pero también es verdad que muchas de las acusaciones que los llevan son mentira y fruto de la envidia o las rencillas políticas. Dime la verdad y te juro que si en algún momento puedo hacer algo por ti, no dudaré en echarte una mano. Esto para ti y para mí: yo sé que el mundo no empezó el 18 de julio y lo que hiciera cada cual antes de ese día, dentro de las leyes políticas y militares, no debe ser motivo de condenas en estas circunstancias, pero yo no soy nadie, esa es sólo mi opinión y no le importa a nadie, a ver, habla”.

Entonces empecé a hablar con una frialdad y una serenidad que hasta a mí me asombraba y le conté toda la verdad: “Es cierto que pertenezco al Partido Comunista, lo mismo que algunos más en el pueblo, pero nunca he sido cabecilla de nada, lo que ocurría era que yo era el único que sabía leer de corrido, y por eso me encargaba de la correspondencia que llegaba y de leérsela a los demás, así como la prensa que llevaban todas las tardes al casino, pero lo mismo hacían los anarquistas, los socialistas y los de la CEDA

Lo otro es más largo de contar y no sé si me creerá usted, pero le juro que lo que le voy a decir es la pura verdad: los primeros días de la guerra en el pueblo fueron de una gran incertidumbre, ya que cada cual decía saber que tal o cual columna venía en camino y acabaría con los del otro bando, esto hizo que las gentes se encerraran en las casas esperando lo peor después de que en más de una ocasión se intentaran linchamientos por ambas partes. Esta situación hizo que el hambre no tardara en hacer acto de presencia, y como los que tenían algo de comer en casa se pensaban que el mundo iba a ser sólo para ellos y no le vendían nada a nadie, salimos una mañana con un coche a buscar algo de comida a Cumbres, lo que fuera con tal de calmar la hambruna que se venía encima, sobre todo en las casas de los pobres, que son los que pagan siempre las consecuencias de todo. Y no hay más que contar, nadie requisó armas ni nosotros las llevábamos, ¿para qué las queríamos? Allí no había ningún enemigo a quien disparar...

“Marocho —siguió diciendo en capitán— te conozco hace poco, pero te tengo buena fe. Alguien te quiere mal y te ha denunciado, así que ándate con cuidado. No sé qué ocurrirá ahora contigo, no creo que estés mucho tiempo aquí con esas acusaciones, pero estés donde estés, recuerda que aquí tendrás siempre un amigo”.

Efectivamente, no tardé en ingresar en el calabozo y notar cómo me miraban todos, unos como si se estuvieran despidiendo de mí, otros como si yo fuera una especie de loco suicida, otros como si tuvieran ante sí a un maldito comunista, enemigo de España y culpable de todos los males que se estaban padeciendo. Sólo una mirada no vi, la de mi paisano, y confieso que la esperé durante muchos días como se espera algo conocido que pudiera servirme de consuelo a pesar de todo, aunque temeroso de su reacción más que de la mía, porque yo bien poco podía hacer en aquellas circunstancias.

En el calabozo había más gentes, y con ellos conocí la convivencia en una condiciones nuevas y extrañas para mí, aquellas gentes no tenían nada, y la mayoría a nadie, pero allí dentro se había configurado una especie de familia cuya principal misión era sobrevivir. Sin saber muy bien para qué ni hasta cuando, pero había que sobrevivir y ayudar a los demás a que también lo consiguieran. Allí se compartía todo, hasta el miedo, y así cabíamos a menos entre todos. Otra cosa que aprendí a medir de otra forma fue el tiempo, algo que nunca me había preocupado demasiado, pero allí adquiría una dimensión especial por su terrible vacío, una sensación que me iba absorbiendo, comiendo por dentro, dejándome hueco, pero esa oquedad iba siendo rellenada por el odio, el resentimiento, la desesperanza, el hastío y las ganas, en muchos casos, de acabar con todo de una vez y para siempre.

De Sevilla me mandaron a Huelva, al cuartel de Santa Fe, un lugar que se empeñan en mantener en pie como reliquia de un pasado que era mejor olvidar, pero así son las cosas. En Huelva esperé otra vez mucho tiempo, y llegué a estar seguro que se habían olvidado de mí en la vorágine de aquella guerra que parecía no terminar nunca y, por el contrario, amenazaba con acabar con todo lo que tuviera vida propia.

Durante esos días me tuve que enfrentar a un fantasma nuevo y desconocido para mí, pero no por eso menos terrorífico, el fantasma del miedo. Obviamente no le podía temer a la muerte dada mi condición, pero le tenía miedo al sufrimiento, a la soledad, a la crueldad humana, a la perversión de las cárceles. Llegué a pensar que los mortales en mis circunstancias encontraban en la muerte el ansiado descanso, la liberación a la tortura y las penalidades, pero las mías se podían volver insoportables por su duración.

La noche se me hacía insufrible poblada de ruidos desconocidos, de olores insanos, de susurros y misteriosas ráfagas de aire; de haber sido supersticioso seguro que hubiera pensado que allí me estaban haciendo compañía las almas de todos los que hubieran pasado antes por mis circunstancias y trataban de aliviarme en aquella patética e insoportable soledad.

No podía ver la luna, pero sus rayos, que entraban por una ventana, se convirtieron en las manecillas de un reloj eterno que todas las noches barrían el suelo negro y húmedo del calabozo, y me mostraban a mis amigos de la oscuridad, toda una legión de cucarachas, tijeretas y polillas que salían de algún sitio y durante las horas de oscuridad se enseñoreaban de aquel angosto espacio haciéndome sentir que la vida seguía sobre todo y a pesar de todo, por encima de guerras y envidias, por encima de todo.

En Huelva estuve solo en un calabozo durante mucho tiempo y entonces puse en práctica algo que en el futuro me sería muy útil: aislarme del tiempo y del espacio y meterme en mis recuerdos, que no eran pocos ciertamente, y escapar de todo lo que me rodeaba. Una consecuencia de esto fue que llegué a perder la noción del tiempo y no sabía que día era ni cuantos llevaba allí, hasta que un día me hicieron levantar muy temprano y me dieron ropa limpia y casi nueva, me tuve que afeitar y lavar más a conciencia que de costumbre y desayuné copiosamente. No sabía que vendría después, pero los prolegómenos me estaban gustando.

Escuché hablar a los vigilantes que me llevaban entre ellos y unas palabras me hicieron caer en la realidad por la que estaba atravesando y que, después de tanto intentar distorsionarla, casi lo había conseguido; hablaban de consejo de guerra y entonces tomé conciencia de que mi final podía haber llegado, lo que me preocupaba era saber en que forma se las arreglarían para burlar mi destino inexorable hasta ahora.

Muchos años después de todo aquello tuve en mis manos todos los informes militares que se dieron sobre mí, así como mi hoja de servicios, y al leer aquellas frases parecía estar de nuevo allí, de pie en aquella sala, mientras aquellos desconocidos tan serios y circunspectos hablaban de mí leyendo en unos papeles:

“En Huelva, a quince de septiembre de 1938, tercer año triunfal.

Resultando que el individuo, que era yo, fue presidente del Centro Comunista de Encinasola, dando como tal ordenes a los afiliados en los primeros días del movimiento.

Resultando que este individuo se halla acusado tan sólo de rumor público, de que hubieran podido ir al pueblo de Cumbres a tratar de reconquistarlo.

Resultando que ha estado bastante tiempo en el cuartel de Intendencia de Sevilla, llegando a la categoría de brigada, siendo su conducta buena.

Resultando que esta situación y el hecho de haber cumplido a la perfección con su deber, y siendo acreedor de buenos informes por parte de sus superiores, atenúa algo su culpabilidad.

Considerando que no obstante esta atenuación hay indicios más que suficientes de culpabilidad para fundamentar el procedimiento.

Se acuerda el procesamiento y prisión del individuo, poniéndolo a disposición del Sr. Presidente del Consejo de Guerra Sumarísimo de urgencia de la zona, como comprendido en el artículo 240...”

La acusación pidió para mi la pena de doce años de prisión militar mayor por incitar a la rebelión, y el defensor pidió la libre absolución. Me preguntaron si tenía algo que manifestar y dije que no; cuánto hubiera dado por poder decir allí todo lo que sabía y sentía en esos momentos, que era víctima de la envidia y la mezquindad de un hombre endiosado sobre unos galones que pretendía, mediante ellos, asegurar el futuro de su hijo.

La sentencia, después de una interminable retahíla de legalismos, considerandos y resultandos, venía a decir que me absolvían de los delitos de auxilio e inducción a la rebelión, lo que no decía ni sabía yo entonces era la que me esperaba, pero ya me podía dar por satisfecho, porque sabía que por bastante menos habían llevado a muchos al paredón. Una sola cosa pensé en aquellos momentos de euforia y amargura: ¿qué cara pondría el teniente cuando supiera que, de momento sus argucias no habían servido de nada?

Para acabar de hablar del teniente y su hijo, me gustaría decir que el segundo murió en el frente, destrozado por una granada y ni siquiera pudieron enterrarlo y el padre murió en el pueblo y tuvieron que traer gentes de Cumbres, pagadas, para que llevaran la caja al cementerio, porque nadie del pueblo quiso hacerlo, y desde entonces, el nombre del teniente era el paradigma de la maldad y el odio.


6/02/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA AUTOR (ORIUNDO)

XVI

Las cosas fuera del pueblo no habían estado mucho más tranquilas que dentro de él, o en sus alrededores. Una noticia que me llegó por esos días me llamó la atención y me hizo recordar cosas que el tiempo había sepultado con el polvo de los días y los sobresaltos. Un periódico hablaba de la abolición de la esclavitud en Cuba, que todavía pertenecía a España, y narraba las condiciones de vida de los mulatos en las zafras y los ingenios de la caña de azúcar, las vicisitudes que debían atravesar y la inseguridad y precariedad en que vivían constantemente. Todo esto me hizo pensar, recordar y tomar conciencia de que la esclavitud era algo que solamente estaba asolapada por otros problemas que algunos consideraban de más importancia, y que estaba claro que no interesaba resolver a menos que la situación se hiciera insostenible, como posiblemente había ocurrido en Cuba en esta ocasión.

Incluía el periódico listas de información sobre la esclavitud, decía, por ejemplo que el 10% de los testamentos de clérigos durante los últimos años, dejaban esclavos como posesiones, y el 75 % de los nobles, o el 20% de los que ejercían profesiones liberales, y así seguía la relación con parecidas cifras a cargo de militares, comerciantes, propietarios de tierras y barcos y demás gremios.

Después daba una relación de las razas que eran objeto de tan vergonzante mercado y las cifras correspondientes, obviaré estas últimas por no darle más aspecto de transacción comercial a algo que debía levantar ampollas en cualquier conciencia medianamente sensible, pero mencionaré alguno de los nombres con los que se les describe, así, se habla de negros, mulatos y “moros de color de membrillo cocho”.

Tan importante y constante fue la presencia de esclavos en algunos pueblos de la provincia, que aún perduran los rasgos en algunos de sus habitantes actuales.

El imperio español, aquel sobre el cual jamás se ponía el sol, poco a poco se había ido desmembrando al mismo ritmo a que había ido perdiendo su fuerza y su influencia en el resto del mundo. Una de sus ultimas posesiones eran Cuba y Filipinas, y ambas se perdieron a finales de siglo, la primera cayó en manos de Estados Unidos, con quien se había aliado para librarse de España, mediante una maniobra sucia y oscura, y Filipinas fue víctima de la debilidad de un ejército y unos políticos que no eran capaces de gobernar lo que tenían a las puertas de casa, cuanto más lo que tenían casi en las antípodas.

La guerra de Cuba marcó profundamente a la población y durante mucho tiempo sus incidencias llenaron el folclore y los refranes de alusiones a ella y sus desastres. Encinasola, al igual que otros muchos pueblos de la comarca también pagó su tributo de vidas humanas en la citada guerra, pero el tiempo transcurrido ha hecho que sean olvidados los nombres de aquellos que entregaron sus vidas en una guerra perdida, quizás por eso nadie los recuerda, porque en la memoria colectiva de los pueblos, débil y maleable, sólo quedan las victorias y los triunfos, las derrotas se guardan en familia.

Los periódicos hablaban también del resto del mundo, y se hacían eco esos días de los avances debidos a la revolución industrial, algo que tardaría en llegar, pero cuando lo hiciera rompería para siempre los esquemas de la sociedad y ya nada volvería a ser como antes, por más que muchos se empeñaran en que todo siguiera como hasta entonces.

Una de las consecuencias de la revolución industrial, fue la toma de conciencia por parte del obrero de su importancia dentro del sistema y esto, unido a su cada vez más creciente número, lo llevó a comprender la necesidad de unirse, asociarse, y crear sindicatos y partidos políticos de diferente ideología y matiz, y así se fundaron asociaciones socialistas y federaciones anarquistas.

La toma de conciencia por parte del obrero y la unión entre los mismos no tardó en dar sus frutos en forma de huelgas y revoluciones en contra del sistema que arrastraba la mentalidad secular y caciquil heredada del pasado. Mientras, las clases dirigentes, ajenas a los problemas del pueblo, parecían vivir en otro mundo de confort, lujo e indolencia, y los políticos estaban más atentos al protagonismo y sus propios intereses partidistas que a los auténticos problemas que tenía el país.

Y con todo este equipaje entramos en el siglo XX, que al principio pareció traer vientos de bonanza a la Sierra, en la que se construyeron carreteras que intercomunicaban todos sus pueblos; lo malo es que algunas siguen siendo las mismas casi un siglo después. Ya estaban comunicados todos los pueblos de la sierra, y ello no cabe duda que favoreció el comercio y la vida en todos lados. El cerdo experimentó un gran auge con la instalación de varios mataderos y la comercialización de sus derivados, así como el castaño y el cultivo de todo tipo de cereales de secano, que encajaban muy bien en las características tanto climáticas como del terreno.

Tal como había quedado establecido desde la Constitución de 1876, el sistema político quedó establecido como una alternancia entre los liberales y los conservadores, quedando fuera las fuerzas radicalmente opuestas al sistema, pero el pueblo, mayoritariamente analfabeto y carente de experiencia política, sometido a un sistema en el que sólo votaban los ricos, no ofrecía garantías de saber mantener aquella alternancia.

Según la constitución, era el Rey el encargado de pedir la formación de un gobierno cuando sobrevenía una crisis, pero la verdad era que las cosas funcionaban de otra manera, y lo normal era que se pactara entre los partidos, se amañaran los votos y se alteraran las listas para conseguir que salieran los llamados candidatos ministeriales. El tinglado no era fácil, y era caldo de cultivo para el poder de los caciques, el clientelismo y la falta de honradez política.

En este contexto, la provincia estaba dividida en cuatro distritos, que eran Aracena, Valverde, La Palma y Huelva. Después estaban los notables de la provincia, que compartían con los cuneros el poder y desde los diferentes partidos políticos contribuían a la creación de las redes de clientelas caciquiles, por último, al establecerse unos hábitos basados en los pactos, los favores mutuos y la falta de libertad en la voluntad política colectiva.

En 1892 se celebró el cuarto centenario, parece que fue ayer, y se dieron cita un buen número de facciones políticas en la provincia, pero debido a que los políticos del terruño no tenían todavía influencia para competir con los políticos de Madrid, tuvieron que dejarse dirigir por los que desde allí designaban.

El siglo XX empezó con el distrito de Aracena como un “cacicazgo estable”, según algunos críticos, y debían tener razón, porque a Encinasola llegaban los ecos de la turbulencia política, pero lo hacían muy atenuados y como si no le importaran a nadie, cosa que no era verdad, porque los poderes establecidos en el pueblo seguían jugando sus bazas políticas en ese río revuelto que fue la política española los primeros años del siglo.

Recuerdo que estaba en el bar que después fue de Andrés, en la plaza, la primera vez que escuché hablar a unos viajantes que venían de Sevilla de una revolución que había en Rusia, y que de momento habían asesinado a la familia real. Aquello me impresionó bastante, aunque no era la primera vez que el pueblo quitaba de en medio a una familia real que solo les acarreaba impuestos y gastos, ya lo habían hecho antes en Francia y desde entonces no les había ido tan mal, al menos eso pensaba yo. Lo que más me llamó la atención fue algo que hablaron de unos que se hacían llamar comunistas y eran los que habían encabezado la revolución; esta gente postulaba algo nuevo, algo con lo que más de uno habíamos soñado muchas veces ante el estado de injusticia y opresión a que estaban sometidos los pueblos, que se morían de hambre mientras sus soberanos se divertían en cruceros, bailes, cacerías y fiestas de todas clases, donde rivalizaban con joyas, lujos y refinamientos, pero eran cosas que no estaban bien vistas, sobre todo por los pilares de la sociedad, que eran la Iglesia y el dinero, principalmente, ya que los comunistas acababan de raíz con la Iglesia, y el dinero pasaba a ser propiedad de la comunidad, al menos eso era lo que decían.

No me pareció bien lo que hicieron con la familia real, creo que no fue necesario tanto ensañamiento, pero para instaurar dioses nuevos hay que eliminar a los anteriores, y aquellas hordas no supieron hacerlo mejor.

Algún tiempo después vinieron los Infantes y, que duda cabe, fue un acontecimiento para un pueblo donde nunca ocurría nada ni venía nadie importante a visitarnos. También vino la Santa Misión, y sacaron en procesión a los santos y las mujeres rezaron el rosario en interminables filas por todo el pueblo. Yo, lo siento, pero veía todo eso como un entretenimiento de mujeres aburridas, de beatas y capillitas, porque nunca he visto que los males profundos de un pueblo se arreglen con santos y rosarios; hay un refrán que dice: a dios rogando y con el mazo dando, pero aquí cada vez daba menos el mazo y cada vez costaba más poner el plato de comida en la mesa, así que todas esas cosas las viví con cierto distanciamiento, al menos interior, que también había que cuidar las formas y no era bueno señalarse en esas ocasiones.

El 12 de abril del 31 hubo elecciones municipales, y fuimos a votar como si sólo estuvieran en juego los cargos del pueblo, que como casi siempre eran los mismos quienes se presentaban, pues tampoco había mucho donde elegir, pero lo que salió de aquellas elecciones fue algo mucho más importante, tanto que hizo salir a los reyes camino del exilio y cambiar el sistema político del país para convertirlo en una república, que bien mirado era la segunda, pero de la primera nadie se acordaba, en unos casos por el tiempo transcurrido y en otros porque aquella fue más de apariencia que de hecho.

Como quiera que fuera, Eduardo López, el alcalde, reunió al pleno municipal y les comunicó las noticias recibidas del Gobierno Civil por medio del siguiente bando: “Se hace saber que proclamada a las cinco de la tarde del corriente en toda España la República, dentro del mayor orden y entusiasmo, procede que todos los habitantes de este noble y honrado pueblo, sin distinción de clases ni categorías, se respete con la mayor severidad este nuevo régimen de gobierno...” Así seguía hasta acabar con todo el formulismo oficial, pero lo importante estaba dicho ya.

Decía un escritor de la época que el 14 de abril del 31 no amaneció para la Iglesia, y fue verdad, la noche anterior duró hasta el 18 de julio del 36, pero de noche o de día, se tuvo que adaptar a los nuevos tiempos, entre otras cosas, al matrimonio civil y ver como la feligresía se le iba de las manos.

Como suele ocurrir siempre en estos casos, en algunos sitios quemaron fotos del rey y de Primo de Rivera, cuando no destruyeron los rótulos de algunas calles para cambiarlos por otros nuevos alusivos al cambio político. Tras la resaca de los inicios de la república llegó un periodo de relativa prosperidad para la comarca, pero bajo aquella se ocultaban las mismas lacras de siempre, el caciquismo, la miseria, los bajos salarios y la disconformidad de los obreros, llegando en sitios como Asturias a levantarse en huelga y tener que ser reprimidos por el ejercito.

En febrero del 36 volvió a haber elecciones y las ganó el Frente Popular, abriéndose uno de los períodos más convulsos de la historia de España. El enfrentamiento entre la burguesía y los obreros se traducía en numerosas manifestaciones, huelgas, atentados y violencia de todo tipo que desembocaba en desordenes constantes. En Encinasola salió elegido alcalde Candelario López, un hombre que daría mucho que hablar durante la guerra y después de ella, debido a su talante y gran bagaje cultural.

En este ambiente tiene lugar la sublevación franquista y la consiguiente Guerra Civil, que fue un azote para la Sierra, como para el resto de España. La comarca fue tomada por los nacionales al mando del Comandante Redondo en agosto del 36 y comenzaron las represalias, denuncias y fusilamientos sin juicio previo en casi todos los pueblos. Pasaron por las armas a muchos rojos sin otro delito que el haber pertenecido a partidos de izquierdas y causando gran número de bajas, la mayoría de las cuales han quedado sepultada en el olvido con la ayuda del miedo.