10/30/2007

ALTER EGO

ALTER EGOFrancisco, Frank para los más allegados, se desplazaba por el supermercado empujando el carrito y consultando constantemente la lista que su mujer le había dado. Nadie sabía lo que le fastidiaba tener que volver atrás para coger algo que se le hubiera olvidado, de manera que trataba de grabar en la memoria los artículos para irlos cogiendo según los fuera encontrando. No obstante, por esas oscuras razones de la sicología aplicada al más moderno marketing, sabía que en las grandes superficies cambiaban de vez en cuando las cosas de sitio obligando así a los clientes a pasar por todas partes y no ir directamente a coger lo que venían buscando.

Ya lo tenía casi todo y sospechaba que había dejado atrás un par de cosas que, por inusuales, no había conseguido retenerlas en la memoria; una era un limpialámparas, ¿qué demonios sería un limpialámparas? Pero recordaba haber oído el comentario de Rosa al hacer la lista “un limpialamparas para la del dormitorio, que los cristalitos están empañados”, así que debía ser un producto de droguería, más o menos.

Lo otro que le faltaba era aún más extraño: “carne de red”. ¿Qué diablos sería eso de carne de red? Ya no sólo era su estómago el que estaba pagando las consecuencias de los experimentos culinarios de Rosa, ahora era también su cerebro el que era sometido al tercer grado con esos jeroglíficos, y no sería porque no se lo había explicado una y mil veces: “las listas las quiero claritas, que luego me hago un lío y al final me pones de tonto y torpe por no saber descifrar las palabrotas que pones”.

Todavía recordaba el día de los “conflits de quelos”, menuda bronca al llegar a casa sin ellos y encima escuchar el comentario “... es que no tienes ni idea, mira la caja, si es muy fácil.” Y diciendo esto enarbolaba una caja con la conocida figura del gallo de Kellogg´s, de forma que los enigmáticos “conflits” eran los corn flakes de Kellogg´s.

El limpialámparas había sido encontrado, su aspecto era el de un bote de spray en el que aparecía una lámpara de cristal de roca rutilante de reflejos y brillos y, con esa letra con la que se han empeñado en dejarnos a todos ciegos, decía cómo había que utilizarlo.

Aparte de la “carne de red”, quedaba toda la carne para la semana, así que Frank se encaminó al contenedor de las carnes, que por alguna razón siempre le recordaba esas morgues que salen en las películas de cine negro donde los fiambres están escarchados esperando la identificación, o yacen en la mesa de mármol del forense, con una etiqueta en el dedo gordo del pie derecho, a medio destripar y, es que esos hígados, esas costillas, esas mollejas y otras piezas de casquería le recordaban demasiado lo cerca que está el hombre de los animales. ¿Sabría él distinguir un hígado humano de uno de cerdo? ¿O una sesada del cerebro de un niño? Mejor no pensar más en esas cosas. Con las criadillas no había duda, ese tamaño no era habitual, al menos entre lo que él había visto hasta ahora.

La lista decía: lomos, pechugas, filetes, jarrete, pollo, muslitos y, mira por donde, buscando buscando, Frank descubrió una pieza de carne de cerdo envuelta en una red que parecía apretarla y llevaba sobre la etiqueta el enigmático nombre de “Roti”. ¿Sería esa la”carne de red”? Para eso servían los móviles, entre otras cosas.

—¿Rosa...?

—Sí, ¿qué quieres?

—Oye, ¿esto de “carne de red”, qué es?

—Pues eso, está clarísimo, carne de red. Perdonen ustedes, es mi marido.

—¿No será roti de cerdo?

—Eso, claro, roti de cerdo, ¿qué más da? Tengo que colgar.

—Vale... vale, está bien.—Frank siguió hablando solo mientras guardaba el móvil— ¿Qué más da dice? Hoy la vamos a tener. Parece que la estoy viendo dándose aires delante de un cliente del banco haciendo ver que su marido es tonto, y quizás tenga razón, soy tonto, un poco tonto, pero también es verdad que ya estoy un poco harto de todo esto. No era esto lo que yo quería, no era esto lo que yo soñaba, lo que soñábamos los dos cuando hacíamos planes para el futuro y nos veíamos como en un videoclip corriendo por las playas desiertas, haciendo el amor a la luz de la luna y tomando mojitos en La Habana o mangaroca a la sombra del Corcovado. Yo sé lo que ha ocurrido, pero parece que sólo soy yo el que lo sabe: le hemos vendido nuestra alma al banco y ahora nos hace trabajar como mulos para pagarle las hipotecas, y todo eso contando con que no suban los tipos de interés, porque entonces va a haber cola para tirarse de los puentes altos.

Creo que me estoy pasando, no es para tanto por un roti de cerdo, pero creo que tengo razón, apenas nos vemos y cuando estamos juntos apenas hablamos, los dos estamos muy cansados, agobiados. El teléfono no deja de sonar, los móviles no nos dejan en paz y siempre acabamos igual: con dos copas de más y echando el polvo del fin de semana con todas las precauciones posibles porque “lo que nos hacía falta ahora era un niño”. No, mejor que no venga, pobrecito, para que la madre le de de mamar con el móvil enganchado en la oreja, o hablando como una loca por el manos libres y yo sólo lo vea dormido porque llego muy tarde o salgo muy temprano de casa para trabajar.

Cuando Frank se dio cuenta estaba en la cola de una caja, era como si el carrito lo hubiera conducido sólo, como si los carritos tuvieran inteligencia y, una vez superado cierto peso, se encaminaran solos hacia las cajas para obligar a pagar a los usuarios.

Frank repasaba la lista una y otra vez hasta quedar seguro de que no le faltaba nada, de que no le dirían eso de “torpe... no se te puede encargar nada”.

Posiblemente haya una ley de Murphy que dice algo sobre las cajas y las colas, esa que dice que, hagas lo que hagas, siempre te pondrás en la cola más lenta. Frank la completaba diciendo que siempre te toca el cajero más torpe y el camarero más lento, y si a esto se le suma la actuación de una depredadora de ofertas, el lance alcanza tintes dramáticos. La señora dice que el ketchup que ha cogido estaba bajo un cartel de 3x2 y tiene que ser así. Pobre señora, no debe haber leído sobre estrategias de las grandes superficies y no sabe que eso es así, lo que está bajo el cartel de las ofertas no es lo que está en oferta, esto siempre está al lado, pero no bajo el cartel.

Mientras el cajero, esta vez no es cajera, llama al encargado y la señora le pega al niño que viene con ella porque no se está quieto y quiere coger los chicles que están en el expositor junto a la caja.

Frank sigue consultando la lista y, con lo que él llama oído panorámico, intenta captar el sonido global del entorno, llega a la conclusión de que posiblemente todos nos estemos volviendo locos y el ruido tiene mucha culpa de ello porque a ver, que hace un cerebro cuando le llegan simultáneamente estímulos de todas clases y potencias: el niño que llora porque la madre no deja de pegarle, la megafonía que no deja de repetir que están en oferta las coles de Bruselas y las cerezas del Jerte, el stand del queso que no deja de pregonar las magnificencias del de Burgos. El departamento de discos que no deja de machacar con el hit del verano que habla de una chica que quiere gasolina. ¿Para qué la querrá? Y una tómbola que no deja de hacer sonar una estridente sirena anunciando los increíbles premios, sobre todo ese despampanante descapotable que no le toca a nadie.

La señora ha terminado y se encamina hacia la puerta de salida, el niño sigue llorando y ahora parece como si al carrito le hubieran incorporado una sirena de los aullidos que da tras cada bofetada de la madre.

La compra de Frank está sobre la cinta de la caja y el cajero la va pasando ante el lector de códigos y la pone en la cinta de salida donde él la va guardando en bolsas y la deposita de nuevo en el carrito.

—Ciento veinte con treinta y cuatro. ¿En efectivo o con tarjeta?

—Con tarjeta, por favor.

Frank alargó la mano para darle la tarjeta al cajero y durante un instante se cruzaron las mirandas de ambos. Se sintió incomodo ya que no soportaba que lo miraran a los ojos, y eso se podía interpretar de muchas maneras: según unos era síntoma de inferioridad ante la otra persona, y según otros, todo lo contrario, un vestigio de nuestra época simiesca y es verdad que entre los simios el mirarse a los ojos es señal de desafío. De cualquier manera, aquel cajero y Frank se estaban mirando a los ojos y algo estaba ocurriendo. La música sonaba como más lejana y con más lentitud y los escasos centímetros que mediaban entre la tarjeta de crédito y la mano del cajero parecían extenderse.

—¿Le ocurre algo? Preguntó Frank ligeramente nervioso.

—Que usted y yo nos parecemos mucho. Respondió el cajero sin dejar de mirar a los ojos de Frank.

—Será una casualidad. Hay muchas gentes que se parecen, pero sí, es verdad, nos parecemos mucho usted y yo.

—Como dos gemelos.

—Es posible. Por favor, tengo prisa.

—No corras tanto, Frank, no llegarás a ningún sitio con esa vida que llevas.

—¡Oiga, ¿cómo sabe usted mi nombre y que le importa la clase de vida que lleve yo? Cóbreme que no tengo todo el día para estar de cháchara con usted!

—Que genio... el mismo de su padre.

—¿Conoció usted a mi padre? Hace muchos años que murió. Usted y yo podemos tener la misma edad y yo apenas le recuerdo.

—Es que yo tengo muy buena memoria.

—¿Quién es usted y qué quiere? Me estoy empezando a poner nervioso.

—Soy tu hermano y sólo quería hablar contigo.

—Usted está loco y acabará pidiéndome algo raro, como si lo viera.

—Has acertado en eso, acabaré pidiéndote algo, pero eso será al final.

—Yo no tengo hermanos, así que no sé de qué me está hablando.

—Óyeme, por favor, yo tampoco tengo todo el tiempo del mundo para hablar contigo, aunque lo que me sobra es eso, tiempo. Somos hermanos aunque no lo entiendas, lo que ocurre es que no hemos vívido en el mismo sitio.

—Por favor, no abuse más de mi paciencia, acabe de cobrarme y me iré rápido de aquí.

—No te preocupes por el tiempo que estés hablando conmigo, será un instante nada más. Éramos dos al nacer, pero tuvimos mucha prisa y fuimos prematuros. Por si era poco todo eso, el parto fue muy largo y difícil y al ver que tu pesaban un poco más que yo, se dedicaron a reanimarte a ti y a mi me dejaron a un lado, con lo que no tuve la misma oportunidad de sobrevivir que tu...

—Eso no puede ser verdad, nadie me lo dijo nunca.

—¿Para que te lo iban a decir? Ya no tenía remedio y sólo conseguirían que te sintieras culpable de alguna manera.

—¿Nunca notaste nada extraño en tu casa, una tristeza, un silencio... no sé?

—La verdad es que mi casa nunca fue muy alegre, pero después de la muerte de mi padre tampoco se podía esperar otra cosa. Mi madre se quedó muy sola y siempre estaba enferma, siempre le dolía algo o tenía algún trastorno, cosas de mujeres decía ella.

—Era melancolía y soledad. Ahora ya lo sabes, tienes un hermano en “otro” sitio al que pensaban llamar Juan, como tu padre y, ahora que nos hemos conocido volveremos a vernos, no te preocupes ni te asustes, no pasa nada. ¡Ah! La petición: tu mujer va a tener un hijo —los ojos de Frank se abrieron aún más—, y me gustaría que le llamaras Juan, como tu padre después de todo, y así será como si yo viviera de nuevo en tu hijo. Ahora vete, no te entretengo más.

Frank pareció acabar de despertar, de volver de algún sitio. Guardo la tarjeta de crédito y la cinta de la caja y se encaminó hacia la puerta. Como un autómata llegó al coche y guardó la copra en el maletero, cerró éste y se dirigió a abrir la puerta del automóvil, entonces se paró en seco y decidió entrar de nuevo y averiguar que era lo que había pasado. Maquinalmente miró la hora y se sorprendió viendo que apenas habían transcurrido unos minutos desde que se acercó a la caja mientras que le parecía haber pasado mucho más tiempo absorto en la inexplicable experiencia que acababa de vivir.

Con paso decidido se encaminó hacia la caja donde le habían cobrado y ya desde lejos buscaba la cara del cajero, tan extrañamente parecida a la suya. Estaba seguro de que había sido en la caja 27, la cinta llevaba ese número y el nombre del cajero que lo había a tendido: Marcos Vilaseca.

—¿Desea usted algo, señor?—la voz del cajero lo sacó de su ensimismamiento—Si desea usted algo...

—Verá usted... es muy extraño. ¿Usted me ha atendido hace unos minutos?

—Creo que sí. ¿Tiene usted la cinta de la caja?

—Sí, aquí está.

—A ver... exactamente, le he atendido yo hace unos minutos. ¿Tiene usted algún problema?

—No, pero... ¿seguro que era usted?

—No le entiendo. Claro que era yo, ahí está mi nombre ¿Qué quiere usted decir?

—Debo estar confundido, pero no era usted, de eso estoy seguro y hemos hablado...

—¿Se encuentra usted bien, llamo a seguridad?

—No, no, déjelo, ya me encuentro mejor, debe ser una bajada de azúcar. Perdone por la molestia.

—No se preocupe. ¿De verdad se encuentra bien?

—Sí, de verdad, ya estoy mejor, gracias y perdone.

Frank volvió al coche, abrió la puerta y se sentó, respiró hondo varias veces tratando de poner las idea en orden y llegar a entender lo que le había ocurrido, porque estaba claro que algo le había ocurrido, algo muy extraño.

Con las manos apoyadas en el volante, Frank dejó caer la cabeza sobre ellas y trató de recordar a grandes saltos su infancia y la vida de su casa. De su padre apenas guardaba recuerdos, su imagen se diluía hasta hacerse casi irreconocible y sólo le quedaban de él las imágenes congeladas de las fotografías que conservaba. Las fotos de su padre daban la imagen de un hombre serio, demasiado serio quizás para su gusto y con un punto de abstracción en la mirada, como si hubiera estado pensando en otra cosa mientras el fotógrafo captaba su imagen. Vestía de color oscuro y en el ojal de la chaqueta lucía un botón negro “de luto por un hermano suyo muerto”, decía siempre su madre cuando él preguntaba que significaba ese botón. Tras la foto, una fecha y era de pocos meses después de él nacer. ¿No sería ese botón de luto por su hermano, en vez de por un hermano del padre del que nunca se supo nada más?

De su madre tenía un recuerdo mucho más reciente y la sentía mucho más cercana y ahora caía en la cuenta de que nunca le habló mucho de su padre, incluso, a veces, evitaba la conversación con cualquier excusa cuando él le preguntaba cosas de aquel mientras veía las fotos de la caja de lata. De su madre tenía más fotos y más recientes, por supuesto, pero en todas las que se podían apreciar sus ojos con detalle, recordaba haber visto la misma expresión de ausencia.

Podían ser remordimientos por aquel hijo al que no dieron la oportunidad de vivir, pero si los médicos lo decidieron así, poca responsabilidad tenían ellos. Después de aquel parto su madre no se pudo quedar nunca más embarazada, también podía ser ese el motivo de aquella tristeza, de aquel aire de soledad compartida que había en su casa. También podían no ser felices por cualquier otro motivo, tal vez por terceras personas por cualquiera de las dos partes. Su padre podía tener una amante, una querida de aquellas de la época, de las de piso oculto y siempre acogedor, sin achaques ni dolores, sin regla ni jaqueca. También podía haber sido su madre la infiel, de hecho recordaba a un señor que a veces se les acercaba y le hablaba a ella con mucha dulzura y a él le daba caramelos de menta y que, según ella le confesó un día poco antes de morir, era un antiguo novio que había vuelto a cortejarla desde que supo que se había quedado viuda.

Pero no, no era capaz de imaginarse a su madre siendo infiel, no la veía capaz de despertar apetitos en ningún hombre con sus profundas ojeras y su extremada delgadez... pero bueno, gustos había para todo.

El estridente sonido del móvil sacó a Frank de sus elucubraciones, miró la pantalla y vio que era Rosa, instintivamente miró el reloj y cayó en la cuenta de que se le había hecho tardísimo.

—¿Dónde estás. Se puede saber que te pasa, donde estás metido?

—Ya voy, ya voy, voy camino de casa, cálmate.

Rosa estaba en la ventana desde la cual vería llegar a Frank, eso significaba que habría bronca en cuanto llegara a casa y lo último que él deseaba en esos momentos era enfrascarse en una tormentosa bronca en la que saldrían a relucir todos sus defectos y carencias, así que, como dijo alguien, si uno no quiere, dos no pelean.

El ascensor paró en el piso donde Vivian y él sacó las bolsas lo más pronto posible. La puerta ya estaba abierta y Rosa esperaba con los brazos cruzados en la cocina.

—A ver... tu dirás de donde vienes, para cuatro cosas que te encargué te llevas toda la mañana fuera. ¿Qué te pasa? ¿Por qué me miras así?—Rosa se había quedado mirando los ojos de Frank y había visto en ellos algo extraño, nuevo, desconocido para ella.—¡Di algo, que tienes cara de tonto!

Frank la miraba como si viera a través de ella, como si estuviera ella allí, como si no la estuviera viendo

—No me ocurre nada, no te preocupes, estoy muy bien.

—Sí, a mí me la vas a dar tu. A ti te pasa algo. ¿Ha sido el coche? ¿Has tenido un accidente, verdad?

—No, no me ocurre nada, de verdad. Me estás mareando con tanta pregunta. ¿Y a ti, qué te pasa que estás tan alterada?

—¿Alterada? Ya me contarás cuando sepas lo que voy a decirte, a ver quién se va a alterar más. He salido antes y me vine corriendo a casa a espérate para decírtelo, para que hablemos y tomemos una decisión y tu llegas más tarde que nunca de sabe dios dónde y haciendo sabe dios qué... ¡Despabila que parece que estás drogado... ¿no será eso, verdad?!

—¡Calla de una vez!— Frank pareció haber despertado y la reacción sorprendió a Rosa— Sé lo que me vas a decir, no me preguntes cómo, pero lo sé: estás embarazada ¿no es así?

—¿Pero... cómo...?

—Eso no importa. Y la decisión está tomada: nacerá, será varón y se llamará Juan, como mi padre.

Rosa se había quedado paralizada, sin capacidad de reacción, ante la salida de Frank. Cuando pudo hablar fue para responderle sin salir aún de su asombro

—No te entiendo: ayer mismo decías que lo peor que nos podía pasar ahora era tener un niño y ahora vienes diciendo todo eso que no sé cómo has podido averiguar y lo aceptas como lo mejor del mundo. Además, eso es cosa de dos ¿no? O en todo caso, cosa mía.

—Esta vez no— zanjó secamente Frank— esta vez ha decidido el que va a nacer, que merece una segunda oportunidad y se la vamos a dar.

—¿El que va a nacer? Tu te has vuelto loco o has tomado algo. Explícame eso.

—No hay nada que explicar y, además, no lo entenderías por más que lo intentaras.

—Aquí está ocurriendo algo extraño y quiero saber de que se trata.

—Querida, acostúmbrate a las cosas extrañas, a partir de ahora van a dejar de serlo. Ya te contaré poco a poco.

10/17/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA AUTOR ORIUNDO

XXV

Al circo de los socialistas les estaban creciendo los enanos. El poder embriaga y acaba corrompiendo, y eso les pasó a ellos con sus mayorías absolutas y su prepotencia política. Empezaron con Alfonso Guerra y la historia del avión, siguieron con la saga de los Guerra y por ahí fueron tirando del hilo hasta dar con un ovillo enmarañado, corrupto y rocambolesco de hermanos que salían de todas partes con aires de bandoleros del diecinueve. Después siguió Mariano Rubio y los GAL y como apoteosis final, la trama de las Filesas, Malesas y todas esas. La vedette del número final fue el director general de la Guardia Civil, que se fugó al saberse descubierto y fue encontrado en Laos, como en las mejores películas del agente OO7.

La oposición no desaprovechó la ocasión y empezó la tarea de acoso y derribo de un gobierno que no se tenía en pie ante la tormenta de acusaciones que le llovían por todas partes y hubo elecciones anticipadas.

Al parecer yo me había convertido en uno de los pilares del pueblo con mi moderno bazar y mi flamante y hermosa familia y a alguno se le ocurrió que me presentara a las elecciones por el Partido Popular, alguno que no debía conocerme en absoluto, ya que de haber sido así sabría mis antecedentes políticos, pero entonces no le encajarían con mi edad y mis circunstancias. Mejor así, no tendría que dar embarazosas y falsas explicaciones.

Lo cierto fue que, sin comerlo ni beberlo, me vi envuelto en una polémica según la cual yo no podía ser otra cosa que concejal por el PP, porque para eso era comerciante y, según decían, tenía mucho dinero. Era curioso observar como a pesar del tiempo y los cambios, los clichés seguían siendo los mismos, pero los que de verdad tenían dinero, se quedaban en casa, viéndolas venir, nadando y guardando la ropa, sin dar la cara y sin comprometer su nombre, que nunca se sabía qué podría pasar después de las elecciones, y para eso estaba yo, para poner la cara por ellos, para defender sus intereses y su estatus de derecha ancestral. La mayoría no me conocían, y los que sí, parecían tener amnesia, pero yo recordaba muy bien lo que pasó en el 36, durante la guerra y siguió pasando muchos años después con las familias de los que dieron la cara en nombre de unos ideales legítimos en una España democrática, y por eso estaba curado de ideales políticos y de políticos ideales.

No me fue fácil, pero salí airoso del trance sin comprometerme con nadie y sin deberle nada a nadie. Algunos se atrevieron a preguntarme ¿pero bueno, tu eres de derechas o de izquierdas? Y yo les respondía: con las dos manos se come, una aguanta la cuchara y otra el pan.

Las elecciones las ganó el PP y una vez que pasó el vendaval electoral todo volvió a su cauce, que es lo mejor que puede pasar, porque los políticos, cuando pierden las elecciones se consideran liberados de todo lo prometido y los que las ganan se dedican a buscar excusas para demorar el cumplimiento de las promesas que les han llevado al poder.

No faltaron en el pueblo marejadas políticas que pusieron de manifiesto una vez más la falsedad y la condición de algunos políticos, unos que se presentaron en busca del necesario voto para poder seguir montados en el carro y otros que no dudaron en hacer pactos contra natura con tal de cambiar de alcalde, pero ya todo eso me cogió de lejos y lo vi como se ve una película, nervioso mientras dura si es buena y después a olvidarla.

Y bueno, aquí estoy, viviendo, creo, los mejores años de mi larga y a veces penosa vida, viendo crecer a mis hijos y envejecer a mi mujer. Ya quisiera yo envejecer con ella y cuando llegara el momento irnos juntos de aquí, pero creo que no será así, que yo seguiré por aquí, o sabe dios donde, pero así son las cosas y lo mejor es vivir el presente, carpe diem, que decían los romanos, y tenían mucha razón.

Estoy sentado en un bar de la Plaza, en el campanario, las campanas de bronce antiguo y grave dan las horas, las gentes pasan cada uno a lo suyo. El bar de Arturo hace tiempo que cerró y dicen que lo van a tirar, poco a poco el pueblo va mudando la piel, como las culebras, pero lo malo es que no siempre es por otra piel lustrosa y bella, sino que a veces cambian lo antiguo por la fealdad moderna y funcional, confundiendo una cosa con otra.

Si cierro los ojos me parece ver la plaza como hace años, con Andrés tras la barra de su pequeño bar y Feliciana trasteando en la cocina. Arturo y su familia trabajando en aquel enorme salón donde siempre había algo que hacer. Candelario en su “Alhambra”, con el dicho siempre a punto y la poesía tras la oreja, Antonio en el rincón siempre sombrío, y “El Emigrante” en la otra esquina. Algún burro cargado de cántaros llevando el agua a las casas y una pareja de viejos con la mascota y la chaqueta por los hombros hablando y paseando lentamente, pero al abrirlos me encuentro con el campanario enfrente, desafiando al tiempo y a la historia. Las cigüeñas hacen su nido en él y castañetean en su celo y el azul del cielo es cruzado por una banda blanca y vaporosa, algunos dicen que es el avión que va a Lisboa, pero yo prefiero pensar otras cosas. Hablando de Lisboa, la frontera que tantas vidas costó y tanta lucha justificó, ya no existe, los políticos de ahora, decidiendo hacer una nueva Europa, la han borrado de un plumazo y dicen que pronto tendremos la misma moneda que ellos y que los franceses y los alemanes, eso me recuerda a los romanos.

Ahora andan mis hijos revueltos con el dichoso efecto dos mil, que dicen que volverá locos a los ordenadores, y no puedo dejar de pensar en los que ocurrió mil años atrás, cuando a algunos les dio por decir que se acabaría el mundo y la Iglesia hizo su agosto con el miedo de la humanidad que, como siempre, a última hora quiere arreglar lo que lleva siglos estropeando, pero así es la condición humana. Bueno, no os cansaré con más batallitas, que será que me estoy haciendo viejo y no hablo más que del pasado y hay un tema que me trae loco: el cambio de moneda al euro ese nuevo, otra vez a los céntimos, a la calderilla, cuando ya casi no se trabajaba con la peseta de pequeña que se había vuelto, volvemos atrás. Para algunos no será fácil, pero tendremos que acostumbrarnos. Un día les contaré a mis hijos, como si fuera un cuento, claro, las clases de monedas que he conocido, pero eso será más adelante.

10/03/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA AUTOR ORIUNDO

XXIV

Tomé el avión en Frankfurt hasta Madrid, y allí el Talgo hasta Sevilla, pensé esperar a La Estellesa, llegar por la tarde y bajarme entre las gentes a ver como reaccionaban ante mi presencia, pero lo pensé mejor y cogí un taxi, llevaba muchos bultos y hubiera sido incómodo, además, ¿y si no me reconocía nadie?, que era lo más probable después de tantos años. Me veía con cara de tonto mirando a todos lados buscando una cara conocida, así que era mejor el taxi.

Llegué entre dos luces y casi nadie se apercibió de mi llegada, lo que me alegró bastante, así tendría tiempo para aclimatarme a mi casa hasta el día siguiente en que saldría a saludar a las gentes y ver el pueblo. No sabía muy bien qué me estaba pasando entonces, pero era algo que yo llamé el síndrome del jubilado, es decir, de pronto me sentí mayor y cansado, juraría que hasta me vi algunas canas en las sienes, y por primera vez en mi vida, desperté sin saber qué haría durante el día que estrenaba.

La verdad era que la jubilación me permitía vivir tranquilamente y sin sobresaltos, pero con orden. Ya me buscaría algo para ayudar y ocupar tanto tiempo libre como tendría desde entonces. La primera intención fue volver a mis queridos cochinos, pero no había, la peste acabó con ellos, y con otras muchas cosas, y desde entonces no había levantado cabeza el pueblo.

Lo primero que me llamó la atención fue el encontrar un pueblo muy envejecido y casi vacío al haber disminuido su población casi a la mitad a lo largo de los últimos años. La causa principal de esta falta de gentes era la emigración, tanto al extranjero como a otras provincias españolas o a la misma capital de la provincia y otra causa, quizás derivada de la anterior, era la baja tasa de natalidad, así, de cada tres habitantes de Encinasola, uno era viejo, y muy pocos eran jóvenes con menos de quince años.

El campo seguía siendo el principal foco de la economía del pueblo, lo que causaba que gran parte de los hombres estuvieran en el paro y la mayoría no tuvieran ningún tipo de estudios, siendo muy escasos los que hacían alguna carrera.

La falta de productividad del campo era la causa del alto abandono de sus labores y del ganado, unida a las malas comunicaciones y la difícil comercialización de los pocos productos que podían salir del pueblo.

Las tierras, que siempre han sido pobres, se dedicaban al olivar y los cereales y forrajes, y en menor grado a los frutales y los trabajos del campo no estaban mecanizados debido a las características del terreno y la falta de capital para invertir.

Los olivos eran muy viejos y no daban un aceite de calidad, lo que propiciaba su desaparición, los escasos frutales estaban muy abandonados, se localizaban en pequeñas huertas donde había agua y su fruto se consumía en el mismo pueblo, eso hacía que algunos habitantes se dedicaran a recoger frutas en las campañas de otras zonas y con la ayuda del subsidio agrario y otros sueldos esporádicos iban tirando para delante como podían

El corcho era apreciado y se recogía de forma cíclica. En los 70 se sembraron eucaliptos y eso alivió algo la situación, sin embargo, decían que iban a repoblar el campo con árboles de la tierra. Algunos se dedicaban a la miel y los productos derivados de ella, pero las sequías hicieron estragos con los panales y las abejas.

Se construía poco por culpa de la débil economía y el escaso crecimiento demográfico, y no obstante, había muchas casas vacías. El comercio tampoco estaba muy boyante y la mayoría de las compras se hacían en pueblos del vecino Badajoz, como Fregenal u Oliva.

El ganado también escaseaba debido principalmente a la peste porcina, la sequía y el encarecimiento de la mano de obra; que lejos quedaban, afortunadamente, aquellos tiempos en que salíamos al campo con el torrezno en el corcho y la hogaza en el zurrón y con eso nos dábamos por pagados.

El panorama no podía ser más desolador, el pueblo estaba aletargado, olvidado, dejado de la mano de dios, y lo peor era que las gentes parecían haber asumido su destino y se resignaban a él viviendo un sistema casi de supervivencia, ajotándose a lo mínimo en todo y para todo, mientras nadie se preocupaba de crear alguna fuente de riqueza, sino subsistir con el paro, el plan de empleo rural o cualquier cosa que ayudara a ir tirando.

Reconozco que me costó acostumbrarme de nuevo al pueblo después de tanto tiempo viviendo pendiente del reloj y la sirena de la factoría. Hubo una cosa que me inquietó durante los primeros días hasta que descubrí de que se trataba, era el silencio, la ausencia de ruidos, que me hacía sentir sensación de sordera, pero no era que yo hubiera perdido la facultad de oír, sino que no había nada que escuchar aparte de algún coche que pasara muy de tarde en tarde por la calle y cuyo sonido se perdía fundiéndose con la oscuridad del campo si era de noche, o la soledad del mismo si era de día.

En Nüremberg vivíamos cerca del aeropuerto y cada vez que salía un avión parecía vibrar todo, después mejoraron los aparatos y ya no se oían, pero los ultrasonidos –esa fue la explicación que nos dieron- seguían haciendo que todo zumbara durante los segundos que tardaba el avión en pasar.

Los coches también hacían mucho ruido, y las gentes, que la mayoría no eran alemanes hablaban muy alto y también molestaban bastante a veces, así que cuando llegué al pueblo parecía que estaba sordo, sólo las campanas me hacían recordar que no lo estaba, y me alegraba de ello. Hubo algo que, por olvidado, me supo a nuevo y me afectó, me refiero a las campanas de muerto. La primera vez que las escuché después de la vuelta me dejaron paralizado con su gravedad monocorde y monótona de bronce viejo y tuve la impresión de que sonaban desde algún sitio lejano y misterioso, recuerdo que los pelos se me pusieron de punta y tuve la sensación de que los muertos me llamaban a mí.

Otra cosa que empecé a notar en seguida de llegar al pueblo fue que la casa se me caía encima y no sabía por qué. No tardé en averiguarlo, era la soledad, después de tantos años rodeado de gentes todo el día, compartiendo tantas cosas con ellos, apoyándonos unos a otros constantemente, no soportaba estar solo todo el día, salvo que al salir a la calle encontrara a otro solitario como yo y acabáramos hablando siempre de lo mismo: lo mal que iba todo y lo dejado que estaba el pueblo. Ambas cosas eran ciertas y si la primera no tenía solución, la segunda, al menos, se podía intentar, pero las gentes del pueblo habían caído en una suerte de fatalismo del que esperaban que los sacaran con alguna ciencia infusa.

Llamaba la atención ver a los ricos del pueblo sentados en los bares como aletargados, con más aspecto de necesitados que de terratenientes, como eran algunos, y si los que tenían dinero se conformaban con verlas venir, a ver que iban a hacer los que dependían del subsidio agrario o del paro, cuando no de lo que le mandaban los que tenían fuera del pueblo trabajando.

La pensión que me quedó no era muy grande, pero para vivir cómodamente tenía, así que por esa parte no tenía preocupación, lo malo era llenar tantas horas del día sin saber qué hacer. Los primeros tiempos me dediqué a restaurar la casa y la dejé como nueva, con lo que tenía casi todo el día ocupado. Después empecé a disfrutar del descanso y la buena vida, y alternaba los días de caza con los viajes a Portugal o la pesca en los pantanos más próximos, pero todo llega a cansar y al final me esperaban la soledad y el silencio en casa.

Intenté planificar el día en función de mis pocas ocupaciones, pero siempre me sobraban horas por todos lados; me levantaba tarde y salía a desayunar, leía el periódico hasta media mañana, después comía algo y me entretenía con cualquier cosa hasta por la tarde en que volvía a salir, pero no podía soportar el aburrimiento de los viejos sentados al sol y sólo esperaba la llegada de la noche para ver algo en la televisión y acostarme de nuevo.

Una idea empezó a tomar forma en mi mente: tenía que buscar algo que me ayudara a pasar el tiempo, que me mantuviera entretenido y, si de paso sacaba algo de dinero, mejor, que con lo que estaba subiendo todo no me podía dormir en los laureles; lo malo era que a ver que hacía, porque a apañar aceitunas no me iba a ir, aunque algún día fui para recordar viejos tiempos. Si hubiera habido cochinos posiblemente me hubiera dedicado de nuevo a ellos, pero todavía existía la prohibición consecuencia de la peste y no había forma de eludirla.

Por aquellos días murió de forma repentina el dueño de un comercio dedicado a mercería, ropa y un poco de todo, fui al entierro, como iba a todos, en parte para matar el tiempo y hacer algo de vida social aunque fuera en tan tristes circunstancias, y en él alguien me dijo una cosa: ¿Por qué no le compras la tienda a la hija del pobre Manuel?

La idea quedó revoloteando en mi cabeza y contra más vueltas le daba más me gustaban la idea y la hija de Manuel, a la que di el pésame y, sin poder fijarme mucho en ella dadas las circunstancias, vi que era bastante guapa. La duda era si sabría yo llevar un negocio de ese tipo, con tantos precios y tantos artículos diferentes, y luego estaba el trato al público, que no es que yo fuera un ogro, pero tampoco andaba sobrado de paciencia para andar sacando cosas y más cosas y convenciendo a las indecisas de que tal chaleco se llevaba mucho o determinado zapato le hacía el pie más pequeño si tenía un cuarenta y dos con juanetes.

Una tarde me armé de valor y fui a la tienda de Manuel, era temprano y hacía calor, ante el mostrador las moscas se arremolinaban zumbando insistentemente y al notar mi presencia la hija del difunto salió de las penumbras que le proporcionaban las batas y vestidos que colgaban siniestramente del techo. Era hermosa y el luto le daba un aire grave y misterioso, parecía salida de un cuadro de Romero de Torres, hasta tenía marcadas unas profundas ojeras. Debían andar rondando la treintena, pero aquellas ropas oscuras y la austeridad del peinado la hacían parecer mucho mayor.

No me anduve con rodeos, le pregunté directamente si estaba interesada en vender la tienda, o al menos traspasarla, y me respondió que aquello era lo único que su padre le había podido dejar y si la vendía que haría después. Reconocía que no le faltaban ganas de venderla y me contó que hubiera querido irse del pueblo hacía muchos años pero, por no dejar solo al padre, había quemado su juventud tras aquel mostrador y ahora no tenía más remedio que seguir adelante, aunque sólo fuera por sobrevivir, pero ya le gustaría a ella vender el negocio y largarse a conocer mundo, a vivir sin el corsé de las críticas y las apariencias, que ahora, muerto su padre, no le importaban en absoluto.

Le pedí que lo pensara y ya volvería yo por allí a conocer la respuesta. Por mi parte también tuve una idea no exenta de picardía, porque la verdad era que la muchacha me había gustado, le propondría que, de venderme la tienda, siguiera en ella a sueldo, de dependienta.

No le di mucho tiempo para pensarlo, creo que esas cosas hay que pensarlas los justo, si poco, puedes meter la pata, si mucho, puedes aburrir a la otra parte, así que me presenté en la tienda otra tarde a la misma hora, que me pareció buena porque no había nadie por la calle ni nadie vendría a comprar. Mi intención era invitarla a un café, pero estaba seguro que no aceptaría, no obstante se lo dije y me sorprendió aceptando y desafiando con ello a todos los que la vieran, recién muerto el padre y en un café con un extraño. Me gustó su valentía y me hizo pensar que tal vez la hubiera valorado por debajo de lo que se merecía.

Fuimos al grano: ella quería vender la tienda y lo que pedía era razonable, yo quería comprársela y estaba dispuesto a pagar el precio puesto por ella. Ante mi proposición de que siguiera trabajando allí dudó, pero finalmente aceptó de forma temporal, hasta que encontrara algo fuera del pueblo y pudiera marcharse de allí para siempre.

Lo primero fue reformar aquella tienda oscura e incómoda donde todo parecía estar amontonado y no era fácil encontrar nada, salvo para ella, que sabía donde estaba cada cosa desde hacía años. Diseñé un gran escaparate en el que se verían las novedades de cada temporada en cuanto a ropas y zapatos, dediqué un rincón para bazar, ferretería y droguería, que de todo venderíamos allí, y en poco más de un mes inauguramos un nuevo comercio que a partir de entonces se llamaría Bazar La Peña, ya que era aquella la que se veía nada más asomarse a la puerta y en parte porque aquella piedra había sido durante muchos años un hito en mi recuerdo, casi una referencia para mi vida, y se lo debía.

María no tardó en quitarse el luto por el padre y ganó mucho al hacerlo; no me costó demasiado convencerla diciéndole que ella sería el mejor maniquí para los modelos que vendíamos, y no era mentira, tenía buen tipo y lucía con gracia cualquier cosa que se pusiera. La tienda no iba mal, dentro de lo que se podía esperar en el pueblo y yo tenía todo el día ocupado entre atender viajantes, llevar las cuentas y revisar facturas, estaba a gusto con lo que hacía, pero había algo que no me dejaba dormir en paz: me gustaba María y me daba la impresión de que yo no le caía mal del todo a ella, así que habría que intentarlo de nuevo.

La ocasión se presentó con motivo de un viaje a Madrid a ver géneros para comprar al que la invité en parte porque la necesitaba con su experiencia en tejidos y gustos femeninos. Se lo pensó pero no se hizo mucho de rogar, cosa que agradecí sinceramente y una mañana muy temprano salimos camino de Madrid. Las primeras horas de camino fueron silenciosas, recogidas, casi tensas por parte de los dos, pero cuando paramos a tomar café empezó a romperse el hielo; ella me contó que era la primera vez que salía del pueblo y temía que al volver todo fuera diferente al saber la gente en que condiciones lo había hecho, sola conmigo, pero era algo que no le importaba demasiado.

El resto del camino fuimos hablando mucho más relajados, ella me contó numerosas anécdotas del pueblo y sus gentes y yo le conté algunas de mis historias, las que estaba seguro que ella podría entender. Llegamos a Madrid y buscamos un hotel para quedarnos, entonces decidí jugármelo todo a una carta y pedí una habitación doble, ella me miró perpleja pero no dijo nada, así que yo tampoco necesité dar más explicaciones.

Lo primero era lo primero, así que no tardamos en estar en los almacenes donde debíamos comprar y cerrar los pedidos, cosa que nos ocuparía más de un día, por lo que tampoco teníamos excesiva prisa. Después de descansar un poco estábamos locos por salir y ver ese Madrid mítico de la noche y las salas de fiesta, los artistas y las gentes bien vestidas y elegantes. Recuerdo que María estaba segura de que podría encontrar por la calle a todos los actores del cine y la televisión, y a mí me hacía gracia verla tan excitada ante esa posibilidad.

Por fin salimos, tomamos un taxi y le pedimos al conductor que nos llevara a algún sitio divertido. Los ojos del chofer nos escrutaban a través del retrovisor y María y yo nos reíamos por dentro pensando lo que podría estar suponiendo aquel, que en el fondo no iba tan descaminado, pero se nos debía notar mucho. Nos dejó en la puerta de una discoteca y entramos en ella, aquello era precioso, muy moderno y confortable; yo había visto algunas así en Alemania, pero María jamás había estado en un sitio de esa clase. Bailamos, tomamos una copas, hablamos de cosas intranscendentes y se nos echó encima la hora de la cena. Nos recomendaron un restaurante próximo y allí nos dirigimos. La cena fue íntima, con velas y música de fondo y María estaba deslumbrada mirando a todos lados y descubriendo todo aquello por primera vez. La cena terminó y volvimos al hotel, allí llegó el momento que ambos temíamos más que deseábamos, o al revés, ya se vería.

La habitación disponía de un pequeño bar y en él tomamos la última copa, yo un coñac y María un anís, no se atrevió a beber otra cosa por más que quise que probara otras bebidas, entonces yo me metí en el servicio y tardé más de lo normal, simplemente estaba haciendo tiempo, dándole tiempo a ella. Cuando salí estaba acostada y tratando de que todo pareciera lo más natural del mundo, no lo pensé más y me metí en la cama con ella.

Para ser la primera vez y, vencida la tensión inicial, no salió mal la cosa. La mayor preocupación para mí era no defraudarla a ella y hacer que se sintiera feliz y que viera que yo también lo era. Por la mañana la desperté con una ramo de rosas y le pedí que se casara conmigo lo antes posible.

Nos casamos y tenemos dos hijos preciosos. A veces me esfuerzo por olvidar mi condición de inmortal y así no pensar en lo que ocurrirá algún día, pero creo que merece la pena vivir el presente, ser feliz y disfrutarlo, y lo que tenga que pasar pasará de todas maneras, después de todo, a los mortales les ocurre lo mismo, pero ellos no están tan seguros como yo, les queda el beneficio de la duda y yo tengo el perjuicio de la certeza ineludible.

9/16/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA AUTOR ORIUNDO

XXIII

Cuando hablaba de política con Moshé se sorprendía de mi vehemencia y decía que era muy visceral, es posible, lo reconozco, pero no puedo evitarlo. Él, sin embargo, opinaba que la política era una especie de teatro donde unos juegan a salvar el mundo de otros que son muy parecidos a ellos y que persiguen los mismos fines: el dinero y el poder que éste da, y para eso necesitan el voto del pueblo como coartada y justificación. No obstante, en el fondo reconocía que los políticos eran necesarios para que se controlaran entre ellos y se frenaran mutuamente las ansias de poder. Ponía Moshé una comparación que me hacía mucha gracia, decía que los políticos son como esas bacterias que dicen que tenemos en la piel, que solo sirven para librarnos de otras bacterias más peligrosas y dañinas, y debía tener razón, porque lo primero que hacen todos lo dictadores en cuanto llegan al poder es disolver los parlamentos y asumir plenos poderes.

Poco después podíamos ver en televisión imágenes de las cortes españolas y me resultaba agradable observar como las cosas iban tomando un cauce normal y tranquilo, pero tengo que reconocer que uno de los mayores sobresaltos de esos tiempos me lo llevé el día que vi en el televisor la imagen de un guardia civil pistola en mano en el Congreso de los Diputados diciendo aquello de ¡todo el mundo al suelo!, se me pusieron los pelos de punta y pensé que los peores fantasmas de mi pasado salían de nuevo del deseado olvido.

Recuerdo que en aquellos días de 1981 la vuelta al pueblo se convirtió para mí en una obsesión. Moshé se reía de mí, aunque decía entenderlo y saber perfectamente lo que yo sentía: lo mismo que le impedía dejar Alemania para ir a ningún sitio, ni a al Israel tan deseado por muchos ni a su Sefarad tan recordada y añorada, casi tan “paseada” cuando hablábamos de nuestras cosas, de nuestros recuerdos y nuestras vivencias.

Aquel guardia civil dando voces en el Congreso de los Diputados despertó demasiadas cosas que llevaban muchos años dormidas, y todas esas cosas tenían que ver con el pueblo, con las gentes que murieron en la guerra o a consecuencia de venganzas y rencillas entre unos y otros y, extrañamente, me hacían sentirme mucho más próximo a aquel, como si estando allí me pudiera sentir más seguro, cuando sería todo lo contrario, ya que al parecer no tuvieron bastante con lo que me hicieron y los diez años que me hicieron pasar en el penal, que todavía preguntaban por mis “actividades” en el pueblo y donde quiera que fuera. ¿Tanto miedo les infundía un pobre porquero al que las circunstancias hicieron coincidir en el tiempo y en el espacio con un ser envidioso y miserable?

No todo iban a ser tristezas para mí, en el 82 llegaron al poder los socialistas, y al verlos por televisión no pude evitar que se me saltaran las lágrimas, los veía jóvenes y llenos de esperanza y pensé que por fin le pondrían voz al silencio de tantos durante tantos años, pero el tiempo es implacable y la tendencia parecía ser hacia el olvido, que posiblemente fuera lo mejor para todos, pero creo que los muertos que no están bien enterrados, ni descansan ni dejan descansar a nadie.

Sin saber muy bien por qué, empecé a pensar también en mi casa; ahora podría comprarla y “tener” una casa y sería la primera vez que tuviera algo de más valor que los zapatos o el traje que llevaba puestos. La arreglaría y le pondría agua corriente, pero jamás quitaría el pozo, el pozo siempre fue para mí como una ventana a otra dimensión con su oscura humedad, su frescura misteriosa y ese olor a tiempo viejo lleno de silencio y sugerencias que agitaban la superficie de espejo del agua. El pozo se quedará, desde luego.

Otra cosa que me gustaría conservar tal como está es el doblado, aquello es como un pliegue en el tiempo, un agujero de gusano, como dicen ahora, pero es verdad, cada vez que subía a él me parecía remontarme a otros momentos, a otros días, y me dejaba llevar por el recuerdo y la fantasía y, cerrando los ojos, hablaba con Marco, y Trajano, y Gunilda, les contaba cosas y les preguntaba otras. Muchos días subía a la hora de la siesta y me quedaba muy quieto en el centro del doblado, para no mover ni siquiera el aire y ver como las motas de polvo cruzaban por entre los haces de luz que se colaban por el tejado. Esa hora parecía mágica en el silencio del pueblo, con el aire denso del medio día y el calor que parecía arrancar nuevos aromas a los viejos leños de las vigas y a los antiguos muros de adobe y argamasa. Sólo la campana de la iglesia se atrevía a profanar ese silencio para hacerlo aún más misterioso tras el lamento del bronce antiguo, que quedaba rebotando en los montes hasta ser absorbido por la densa calima que flotaba sobre los campos.

Uno de aquellos días recibí una fotografía del pueblo, me la enviaba uno de los pocos que aún me recordaban allí y era de la fachada del Ayuntamiento. Al principio no entendí el objeto de aquella foto, pero no tardé en observar algo muy significativo en ella: habían desaparecido de la fachada el cangrejo de falange y el parte de guerra, y entonces la miré más detenidamente, como si aquel vacío de fachada recién blanqueada fuera más elocuente que cualquier mensaje o explicación al dorso. Era la fuerza de los símbolos ausentes, el testigo de que los vencedores por fin estaban dejando paso a los otros y de una vez se empezaría a olvidar la guerra y sus secuelas, o cuando menos, se comenzaría a ver de otra forma, a mirar desde otros ángulos y con otros ojos.

Uno de aquellos días, hablando con un paisano, me enteré de que los socialistas estaban reconociendo los derechos a los militares de la república y hasta les estaban pagando pensiones y atrasos; aquello me gustó, me pareció una forma de hacer justicia, de enmendar tanto error y tanta crueldad, pero no pensé que tuviera nada que ver conmigo. Sin embargo, un paisano, insistía una y otra vez en que si a los de la república les estaban pagando, a los nacionales degradados por cuestiones políticas les tendrían que pagar con más razón todavía, y tanto insistió que consiguió que fuéramos un día al consulado español y pusiéramos en marcha los trámites.

Tardaron en responderme, pero cuando lo hicieron fue como si hubieran abierto una especie de baúl de los recuerdos, de los recuerdos malos desde luego, pero que curiosamente no promovieron en mí más que un curioso sentimiento de nostalgia de un tiempo. Eso podía indicar que las heridas se habían cerrado y que aquellos papeles amarillentos, plagados de sellos y pólizas, escritos con letras antiguas y donde se podía leer la historia oficial de uno de los pasajes de mi vida, apenas significaban nada para mí, no eran más que un recuerdo que se puede guardar con cariño y enseñar a generaciones venideras como rareza y curiosidad.

Allí estaban los certificados firmados por el alcalde y el juez de paz de Encinasola dando fe de mi conducta y comportamiento, así como de mi utilidad para el servicio. Después venía todo mi itinerario militar como voluntario primero y como soldado después al empezar la guerra. Luego aparecía el consejo de guerra en un par de folios casi ilegibles, sin puntos ni comas, donde acababan dejándome en libertad.

Y para terminar, decían que mi graduación militar había sido dentro de una escala provisional, por lo que no tenía derecho a compensación alguna. Así son las cosas, me sobra tiempo por todas partes y esa vez me faltó para ser efectivo el nombramiento, pero creo que hubiera sido igual al final, me hubieran degradado de todas formas y hubiera acabado como acabé.

La vuelta al pueblo se había convertido en una idea fija para mí, no pensaba en otra cosa ni hablaba de otra cosa. Todos mis planes futuros tenían el pueblo como escenario y sus gentes como reparto. Me veía viviendo en un pueblo libre, donde se podía hablar de todo y con todos sin mirar alrededor antes por aquello de que “las paredes oyen”. Un sitio donde se les pudiera contar a las nuevas generaciones lo que pasó allí y en toda España, o tal vez fuera mejor no contar nada, pero como dice alguien, quien olvida su pasado está condenado a repetirlo.

Mi pueblo era alegre y sus gentes llenas de vida, la mayoría no teníamos gran cosa, pero salíamos adelante con lo poco que conseguíamos. Recuerdo los carnavales llenos de picardía, los bailes en el Salón San Jerónimo, los quintos, las nochebuenas, el olor de los prestines por la calle, las perrunillas con aquel café de Portugal que manchaba las tazas, la feria, los jeringos con porra... ¿Podrá resucitar todo aquello después de tanta represión y tanto miedo? Que duda cabe que faltará mucha gente, eso es inevitable después de tanto tiempo y tantas cosas como ha ocurrido, pero seguro que las que queden conservarán la semilla de la alegría y volverá a ser como antes, aunque con otras músicas y otras modas, eso es lo de menos, lo importante es ver la alegría en las caras de las gentes, que se beba vino y se coma, que se baile y se cante y que la vida siga su curso lento y apacible.

Un día pedí en la fábrica que me hicieran los números para jubilarme, pronto haría veinticinco años que estaba allí y creí que no aguantaba más, además, decían que las cosas no iban del todo bien, hablaban de crisis y reducciones de plantilla en las factorías, y ya se sabe, cuando hay crisis los primeros que sobramos somos los de fuera, pero a mí me vino eso muy bien: si querían que me fuera pondrían más dinero encima de la mesa.

Por otro lado, los alemanes estaban revueltos; en Rusia gobernaba Gorbachov y decían que iba a acabar con todo el pasado, hasta con el comunismo, y tirarían el muro de Berlín y sólo habría una Alemania. Mucho jaleo para mí, así que ya tenía una razón más para querer salir de allí y volver a mi pueblo.

Moshé también estaba pensando jubilarse. Le ofrecí que viniera conmigo al pueblo, pero no quiso, no sabía si ir a Israel o si quedarse en Alemania. En Israel estaban su cultura y sus raíces, y en Alemania su pasado más reciente, el bueno y el malo, pero allí estaba y seguramente allí se quedaría para siempre.

Cuando me dieron los números de la jubilación les di muchas vueltas, lo pensé mucho y al final decidí aceptarlos. No era mucho dinero, desde luego, pero para mí tenía de sobras, incluso podría pensar en casarme y no pasar solo los próximos años de mi vida. Así que ya era verdad, ya se cumplía mi sueño y volvería a casa.

Estaba cerrando un capítulo muy importante de mi vida y era consciente de ello. Llegué allí, como se suele decir, con una mano detrás y la otra delante, y, lo que era peor, con unas heridas que diez años después de producidas seguían supurando resentimiento contra algunos de los que las causaron, que aún vivían y tenían más fuerza que nunca, y tristeza por todos aquellos a los que continuamente echaba de menos en conversaciones, pensamientos y cualquier cosa de la vida cotidiana.

La distancia y el tiempo obraron milagros conmigo; allí olvidé muchas cosas, si bien no del todo, las relegué a un lugar a donde tenía que ir a buscarlas expresamente, y no tenía demasiado tiempo para ello, así que el día a día y sus retos me hicieron pensar en otras cosas, en otras gentes, y las cosas malas del pueblo fueron tomando color sepia, como de retrato antiguo, y como aquellos, acabaron en la caja de latón que sólo se abría muy de tarde en tarde y en momentos de bajones de ánimo.

Moshé me ayudó también a olvidar, sus historias ocuparon el lugar de muchas de las mías y sus vivencias igual, así que entre los dos creamos un nuevo mundo sin recuerdos malos, el mundo del presente cambiante y turbulento, pero vivo y con futuro, sin guerras en el horizonte aunque nunca se dejara de hablar de ellas y viendo como las gentes cada vez vivían mejor y nosotros también. Muchas veces hablábamos los dos y coincidíamos en que nunca habíamos tenido nada más que la noche y el día, y ahora teníamos dinero ahorrado, vestíamos bien y hasta nos permitíamos frivolidades y caprichos. Yo tenía más pares de zapatos de los que podía ponerme en varias semanas, y los trajes desfilaban silenciosamente en el ropero.

María Luisa también me ayudó mucho, primero a olvidar a la chica aquella del pueblo, y después a tirar para adelante en los momentos de depresión y soledad. Recuerdo que en cuanto me veía triste empezaba a canturrear y hacer mojigangas hasta que me hacía reír y acabábamos los dos con dos copas de más, brindando por los hijos de puta que nos habían puesto allí, decía ella, y acostándonos. Hace años que se fue a Málaga, soñaba con sus hijos y su calle Larios, con sus espetos de sardinas y los toros en la Malagueta; espero que sea muy feliz, se lo merece. Sí le hubiera pedido que se quedara se hubiera quedado y nos hubiéramos casado, pero no era justo apartarla de sus hijos, de sus sueños, de su Málaga querida y soñada.

Moshé se había comprado un coche y parecía un niño con un juguete nuevo; yo no lo compré porque no pensaba quedarme allí, y además hubiera tenido problemas con el permiso de conducir debido al idioma, al que, a pesar de los años transcurridos, no acababa de dominar del todo.

En fin, que había que volver al pueblo, ya estaba jubilado y con el pasaporte en regla, ya no me retenía nada allí, pero me quedé unos días con Moshé para descansar y despedirnos de todo lo que durante tantos años nos había rodeado.

9/03/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA AUTOR (ORIUNDO)

XXII

Una muestra de la integración que poco a poco se iba dando entre todos los emigrantes que estábamos allí era que a la hora de comer ya no nos poníamos juntos por idioma o procedencia, sino que nos mezclábamos con aquellos a los que poco a poco íbamos conociendo. Un día me senté junto a un alemán con el que coincidí a la hora de coger la bandeja para comer, no recuerdo de que habíamos empezado a hablar y la conversación siguió durante la comida, pero en un movimiento que hizo él para coger algo que le quedaba lejos, estiró el brazo y apareció sobre él un tatuaje de un número de varias cifras. Trató de ocultarlo enseguida, pero yo ya lo había visto y él se había dado cuenta de ello, entonces me miró muy serio y sólo dijo una palabra que lo explicó todo: Auschwhitz.

A partir de ese día fuimos hablando más y de más cosas y siempre me sorprendía aquel hombre con su cultura y su memoria prodigiosa. Un día me contó la historia del tatuaje y que era judío, lo demás es como la de tantos como murieron en aquellos campos de exterminio después de incontables penalidades y vejaciones, pero lo sorprendente era cómo había escapado a la muerte, algo que ni siquiera él acertaba a explicar, pero más tarde sería fácilmente comprensible para mí.

Con el tiempo llegamos a ser amigos y nuestra confianza mutua profundizó notablemente, yo también le contaba muchas cosas mías, cosas que no le había contado nunca a nadie por temor a ser tomado por loco, pero que él comprendía perfectamente. Un día, no pudo aguantar más, y salió hablando en un extraño español que yo apenas entendía, ante mi perplejidad me confesó que era judío sefardí de los que tuvieron que huir de España hacía muchos siglos, y era algo que no sabía ni podía explicar, pero era absolutamente cierto.

Intentando averiguar más sobre tan extraña declaración, y sospechando algo que no me atrevía a pensar siquiera, le pregunté si esos conocimientos los había adquirido mediante alguna extraña experiencia parapsicológica de esas que tan de moda se estaban poniendo, entonces me miró a los ojos y muy serio dijo: “No me preguntes cómo ni por qué, no lo sé, pero soy inmortal. Ahora pensarás que estoy loco o que tomo algo raro, pero nunca he estado más sano y más sobrio que en estos momentos. Muy pocas personas lo han sabido y posiblemente tu seas la única que lo sabe en estos momentos. Guárdame el secreto, por favor”

Durante largo rato quedamos los dos en silencio, mirándonos, estudiándonos, observando nuestras reacciones mutuamente, y finalmente hablé para decirle que yo también era inmortal y jamás se lo había dicho a nadie. Quise saber más de nuestra condición, la causa de ella, y él me explicó que había leído algo sobre el fenómeno, pero naturalmente había muy poco escrito y estudiado, ya que el tema rozaba la cienciaficción y la locura y pocos se atrevían a tocarlo por temor a ser apartados de la ciencia y los libros.

Al parecer era consecuencia de una combinación genética que se daba muy difícilmente, me habló de combinaciones y permutaciones de números con los pares de cromosomas y la cifra que salía casi no cabía en la hoja al constar de ceros y más ceros, y esa casi ilegible cifra indicaba las gentes que tenían que nacer para que lo hiciéramos uno de nosotros. No entendí claramente todo aquello, pero él lo explicaba muy bien y convencido de lo que estaba diciendo, así que ya sabía el por qué de mi extraña particularidad.

Nuestra confesión recíproca sirvió para fortalecer nuestra amistad, fue como si desde entonces fuéramos cómplices de algo muy grave y compartiéramos un secreto de la máxima importancia, que para nosotros desde luego que lo era, y desde entonces nuestras conversaciones giraron siempre en torno a nuestras experiencias vividas.

Me sorprendió saber que él había sido judío en Cortegana y también había guardado cochinos, otra cosa que teníamos en común. En aquella época se hizo llamar Mosé Piechoto y tuvo que irse al no querer renunciar a su fe. En su diáspora y después de errar por media Europa, llegó a Varsovia donde encontró a muchos más como él y decidió quedarse. Allí vivió en paz hasta la llegada de los nazis, después empezarían los problemas del gueto hasta acabar en aquel campo de exterminio y, gracias a su condición, salir con vida.

Podía haber ido a Israel en el 48, pero decidió quedarse en Nüremberg y allí estaba a causa de ese extraño apego a los sitios del que yo también sé tanto. Ahora se llamaba Moshé Baum. Después de conocerme decidió que tenía que volver algún día a su Sefarad perdida, y entre recordar el pasado y tratar de adivinar el futuro tan turbulento que se veía avenir, a juzgar por el presente que estábamos atravesando, los días pasaban formando meses y estos hacían años.

La historia de Moshé puede que no tuviera nada de particular, era la misma que podían contar muchos millones de judíos obligados a huir a lo largo de la historia y asesinados por el simple hecho de profesar una religión y seguir unas costumbres, pero su historia, contada por él, en primera persona, adquiría una dimensión sobrecogedora. Desde su huida de la querida Sefarad acosado por la Inquisición teniendo que dejarlo todo atrás, hasta acabar hacinado en el gueto de Varsovia y condenado al exterminio en aquel campo de tan nefasto recuerdo.

A veces, dejándonos llevar por el pesimismo y la tristeza, nos preguntábamos si merecía la pena sufrir tanto indefinidamente, y era paradójico que tuviéramos la misma angustia que los mortales pero en sentido contrario, es decir, no saber si algún día moriríamos porque en el fondo deseábamos hacerlo. Moshé me confesó que más de una vez había intentado acabar de una vez con todo, pero su condición se sobreponía y siempre se salvaba en el último momento.

Me decía que la última generación de judíos que hablaban ladino, el idioma de los sefarditas, estaba en vías de desaparición, y tal vez por ese motivo era tan significativo para él, al ser la lengua de sus mejores recuerdos y, según decía, era la lengua en que contaba, insultaba y amaba. Decía también que algunas veces se había sentido traicionado por España, pero no por eso dejaba de amarla y añorarla. Nuca había vuelto, pero sabía que aún se usaban palabras muy significativas para él.

De vez en cuando, en sus conversaciones no podía dejar de meter giros y refranes, y después nos reíamos al tratar él de explicarlos, como aquel de “el mundo es un biskocho, ken se lo kome krudo, ken se lo kome kocho”. Pero a mí me gustaba más otro: “No hay mijor espejo ke un amigo viejo”.

Moshé guardaba gratos recuerdos de su barrio de Jerusalén, al que solía volver en vacaciones, el barrio de Ohel Moshé, donde estaba la mayor colonia de sefardíes de la ciudad y el ladino era el idioma más utilizado, tanto en casa como en la calle. Ahora se conformaba con leer los números de Aki Yerushalayim o escuchar las emisiones de la radio israelí en ladino. Por amigos sabía que perdiéndose en el mercado de Majané Yehuda, de Jerusalén, o en el paseo marítimo de Yafo y Holón, aún podría escuchar hablar ladino y dejarse llevar por su dulce pronunciación de rancio sabor. Decía él que ya había muy poca gente que enseñaran a sus hijos el ladino “de la faja a la mortaja”, y así, se iban perdiendo poco a poco el idioma y las costumbres

De España llegaban noticias de cambios muy suaves pero importantes, de enfrentamientos de estudiantes con la policía. Una película española gano por esos días el Oso de Plata en el festival de Berlín y fuimos a verla, me pareció una estupenda paradoja de la Guerra Civil, y sirvió para que le contara a Moshé toda mi historia relacionada con aquella.

Entre unas cosas y otras llevaba diez años en Alemania y estaba perfectamente acostumbrado a ella y a sus gentes, pero de vez en cuando no podía evitar acordarme del pueblo y lo hacía de una forma abstracta, casi podría decir que el pueblo para mí era como un estado de ánimo mezcla de ansiedad y nostalgia, algo recurrente en ciertos momentos de tristeza y frustración que me hacía volver a mirar las cosas con esperanza y buen humor.

Cada vez con más frecuencia le hablaba a Moshé de volver a España y lo invitaba a él también a hacerlo, pero se negaba rotundamente, decía que tenía demasiadas cosas en Alemania como para dejarlas atrás y yo lo entendía; sólo el que tiene que dejar su casa para buscarse la vida lejos sabe lo que se siente.

El mundo estaba cambiando a marchas forzadas, Estados Unidos había perdido la guerra de Vietnam, Pinochet había asesinado a Allende en Chile, Perón volvía como de ultratumba y era de nuevo presidente de Argentina. Nixon se vio obligado a dimitir por un escándalo político y un golpe de estado ponía fin a la dictadura en Portugal.

España no podía ignorar esos cambios por más que Franco se empeñara en que todo siguiera igual, quizás por eso la reacción cada vez era más violenta y me hacía sentir miedo de volver y encontrarme otra vez metido en una guerra como la que me tocó pasar. El terrorismo había puesto el punto de mira en lo más alto del gobierno matando a Carrero Blanco, el que estaba destinado a suceder a Franco abriendo así una brecha que nunca se cerraría ya.

Franco estaba enfermo y su dolencia era seguida por muchos españoles en todo el mundo. Su agonía se hizo interminable, casi inhumana, pero finalmente murió y cerró el capítulo más largo y más negro de la historia contemporánea española. ¿Qué ocurriría después? Esa era la gran pregunta para todos los españoles, tanto los de dentro como los de fuera, y el día del funeral, ante las imágenes que daba la televisión alemana, no podía evitar fijarme en las caras de los españoles y los veía tristes, con miedo, y las calles de Madrid me parecían más vacías que nunca, quizás porque, como dijo alguno, no se sabía la que se podía liar.

A partir de la muerte de Franco la idea de volver al pueblo se convirtió casi en una obsesión y fue objeto de conversación muchas tardes con Moshé, él me decía que entendía mis ansias de volver al pueblo, pero no entendía que tuviera que ser ahora, ni que ahora fuera mejor que antes, o que dentro de unos años, y de todas formas me interesaba esperar y poder cobrar un retiro después de tantos años trabajando.

Acabé haciéndole caso y esperé, pero lo hice como el que sigue una cuenta atrás a pesar de las noticias que venían del pueblo, de lo mal que estaba todo allí y de que no había trabajo para nadie. Mientras, me dediqué a ver que pasaba en España y tengo que reconocer que me sorprendió la velocidad de reacción, cuando todavía no estaba enterrado Franco y ya era nombrado el rey, y por sus palabras y su actitud hacía entrever que las cosas cambiarían mucho y en poco tiempo.

La primera sorpresa me la llevé con Adolfo Suárez, un hombre de neutro pasado político que resultó ideal para iniciar la transición política, mucho mejor que Fraga, que para mí era todo un símbolo de lo peor del franquismo. Dos noticias me alegraron bastante por esos días, la legalización del Partido Comunista y la amnistía que le dieron a los presos políticos, seguro que los huesos de muchos se revolvieron en las tumbas, unos de alegría y otros de rabia, pero así son las cosas, lo que es bueno para unos es malo para otros, que se le va a hacer. Bastante tiempo llevaban los perdedores callados y amordazados, ahora empezarían a hablar y a contar la otra versión de las cosas y el Glorioso Alzamiento Nacional empezaría a verse como un golpe de estado contra un gobierno republicano democráticamente elegido.

8/21/2007

LA HISTORIA DE ENCINASOLA NOVELADA AUTOR (ORIUNDO)

XXI

Muertos los cochinos, me quedé sin trabajo, así que había que buscarse la vida fuera del pueblo, porque allí estaba claro lo que quedaba: sueldos de miseria con los trabajos del campo, apañar aceitunas o hacer cuatro chapuces de albañilería, pero todo entró en barrena al faltar la principal fuente de ingresos del pueblo.

Hasta mi relación con aquella mujer se vino abajo, su familia se dedicaba a las chacinas y los jamones y también se quedaron sin materia prima, por lo que ella tendría que salir del pueblo a trabajar. Al principio nos planteamos irnos juntos a algún sitio, para lo que sin duda había que casarse antes, pero estaba decidida a que fuera Barcelona el destino de nuestra marcha porque allí tenía familia, mientras que yo prefería que fuera Alemania, donde decían que se estaba ganando mucho dinero y había trabajo para todo el mundo, pero ella decía que tan lejos no se iba.

Al final decidimos tirar cada uno para un sitio, ella a Barcelona con sus primas y yo a Alemania, esa nueva jauja donde parecían atar a los perros con longaniza. Pero no era fácil ni siquiera apuntarse para ir ya que, dada la cantidad de peticiones que había, no tardaron en aprovecharse de la situación y los señores encargados de esos trámites parecían hacerlos con más diligencia si previamente habían sido engrasados convenientemente con algún jamoncito, caña de lomo o morcón de calidad, que todo eso les gustaba.

Yo tenía amigos en Huelva y me echaron una mano en esos asuntos de trámites y elección de puestos y destinos, así que después del algunos regalos y visitas oportunas, conseguimos que me mandaran a Nüremberg, donde estaba la factoría de Siemens y al parecer el trabajo podía ser cómodo y llevadero.

En aquellos días me planteé muchas cosas, pensé hasta el dolor de cabeza, repasé mi larga y casi absurda vida muchas veces y al final llegué a la conclusión de que no solucionaría nada calentándome los sesos, ahora tocaba trabajar en Alemania y allí me tendría que ir, y después no sabía que vendría, ni después de después, y así hasta que el mismo desconocido designio que hizo que mi vida no tenga fin, decida que debe tenerlo. Después de todo, a los mortales les ocurre lo mismo, lo que pasa es que no tantas veces porque no les da tiempo, y ahora acaso me consolaba al ver a tantos que tenían que dejarlo todo atrás para empezar de nuevo lejos de casa, entre extraños, sin conocer el idioma ni el trabajo, pero como decían algunos en la prensa, estábamos llamados a compartir el milagro alemán y hasta debíamos estar orgullosos de ello, pero algo debían estar ocultándonos cuando nadie nos decía por qué ese milagro era sólo para los pobres.

El tren salía de Madrid y tardaríamos casi tres días en llegar a nuestro destino después de varios transbordos y cambios de trenes, así que era mejor ir ligero de equipaje. El mío lo componían una maleta de cuadros, que compré para la ocasión, y en la que metí la poca ropa y las pocas cosas que podía necesitar, tanto durante el viaje como una vez que estuviera allí.

Hoy, que tanto denostamos algunos el consumismo y el afán por acaparar todo lo que sea susceptible de ser poseído, coleccionado, guardado, comprado y especulado, me acuerdo mucho de lo poco que necesitaba yo entonces, en aquella maleta, si mal no recuerdo, podían ir dos pares de calcetines que lavaba de noche y me ponía por la mañana, una muda con la que hacía lo mismo, una o dos camisas y unos pantalones, zapatos los puestos y dinero el justo para llegar allí. Los más creyentes decían eso de Dios proveerá y llegué a contagiarme de esa fe tan necesaria en aquellos momentos.

En el último tramo del viaje coincidimos unos cuantos que íbamos al mismo sitio y no tardamos en trabar conversación y hablar de nuestras vidas como si nos conociéramos de siempre, y es que no hay como sentirse solo y lejos de casa para valorar, buscar y agradecer la compañía de los que puedan tener algo en común contigo, aunque sólo sea el idioma.

En los ratos de silencio les miraba la cara a los demás y en todas creía ver lo mismo: tristeza y frustración, los ojos volaban tras los cristales de las ventanillas como si quisieran volver a sus pueblos, a sus ciudades, con sus mujeres y sus hijos, y en más de una ocasión, con la excusa del hollín o una mota de polvo, se veían enrojecer y llenarse de lágrimas.

Llegamos a Nüremberg de madrugada, cuando más feas son las ciudades, o cuando mejor las conoces porque están desnudas de gentes y ruidos, sólo les quedan las luces frías del alumbrado y, en el mejor de los casos, una luna solitaria y curiosa en el cielo. Hacía mucho frío y nuestras ropas no estaban preparadas para esas temperaturas, de forma que nuestras orejas y nuestras narices no tardaron en enrojecer y nuestros dientes en castañetear mientras dábamos tiritones.

Estoy seguro de que en aquellos momentos éramos la viva estampa del desamparo, medio muertos de frío, solos en aquella enorme y fea estación y esperando que llegara algún taxi al que enseñaríamos el papel con la dirección a la que debería llevarnos. Yo tenía una idea de aquella ciudad fraguada como consecuencia de los famosos juicios contra los nazis y los desfiles de los tiempos dorados del Reich, pero allí debían haber cambiado mucho las cosas porque todo parecía más moderno, casi nuevo, pero triste y frío.

Empezaba a amanecer cuando llegamos a la pensión cuya dirección dimos al chofer del taxi y fue un alivio saber que allí había más españoles, que casi todos éramos españoles allí y la dueña de la pensión también lo era, andaluza por más señas y de las primeras que emigró a Alemania diez años antes.

Teníamos una habitación para cada uno, todo un lujo en aquellos días de avalancha migratoria, y en el aseo había agua caliente durante unas horas por las mañanas, pero ese día la patrona nos dejó ducharnos al llegar, no sé si como gentileza o para que se nos quitara el chero que llevábamos del pueblo después de tantas horas de tren sudor y tabaco. De cualquier manera, aquella ducha me sentó de maravillas, no me duchaba con agua caliente desde que en el penal poníamos cubos a calentar en el tejado y nos los tirábamos después unos a otros. En el pueblo pensé hacer algo en la cuadra para ducharme, pero no había agua corriente y resultaba muy trabajoso, así que me resigné a la palangana y la cacerola de agua caliente.

No sé cuantas horas seguidas dormí, pero la patrona tuvo que despertarme temiendo que me hubiera ocurrido algo, pero a todos nos había pasado lo mismo: el viaje nos había molido y aquel sueño nos había dejado como nuevos. Ahora teníamos que ducharnos, otra vez, porque allí se duchaban ya todos los días, afeitarnos y presentarnos en la Siemens para arreglar los papeles y empezar a trabajar cuanto antes.

Allí fabricaban componentes eléctricos, y decían que era una de las mejores fábricas del mundo. No supe nunca si realmente era una de las mejores del mundo, pero allí descubrí otra forma de trabajo, no era un trabajo de dureza física ya que no había que mover cosas pesadas ni hacer grandes esfuerzos. Tampoco requería aquella labor grandes conocimientos ni preparación especial, porque en si era muy simple y sencilla: se trataba de hacer unos agujeros en unas piezas de plástico para que después otros adaptaran otras piezas en ellos y otros acabaran más tarde haciéndoles otra cosa. Era un proceso en serie, una forma moderna de trabajar en la que éramos una pieza más de una gigantesca y precisa maquinaria, y ese era el problema que encerraba el trabajo, la monotonía repetitiva hasta la neurosis, hasta la automatización de los gestos y los movimientos, pero sin poder perder ni un momento de vista aquel resorte que cada pocos segundos me ponía delante una pieza de plástico y yo debía bajar la palanca del taladro en el momento justo, con la presión justa, a la profundidad justa, pero detectando al mismo tiempo cualquier resistencia que encontrara la broca para parar entonces parte del proceso.

Aquella era la jauja prometida, un sitio donde se podía ganar mucho, era verdad, y se podía ganar más si se superaban las marcas de producción, y se ahorraba, también era verdad, pero porque no había más remedio si querías volverte pronto con cuatro perras a casa. Pero el precio que pagábamos era alto: algunos, de seguir mucho tiempo así, nos volveríamos completamente locos entre el desarraigo, la soledad, la monotonía, la automatización y el exceso de trabajo.

El tiempo, siempre el tiempo, si lo sabré yo, obró una vez más de forma milagrosa, el tiempo y el instinto gregario del hombre en peligro, y no es que peligrara nuestra integridad física ni mental más allá de lo propio del trabajo, pero en el fondo nos sentíamos extraños y de paso, efímeros y frágiles, pero poco a poco supimos como luchar contra todo eso y lo primero fue aprender el idioma, si no para leer a Goethe si para saber como pedir lo que queríamos comer y que no fueran siempre kartoffel frits, que eso sabíamos que eran patatas fritas, y poder participar en alguna conversación con los escasos compañeros alemanes sin sentirte marginado ante un idioma duro y desconocido.

Algunos, los más intrépidos, empezaron a salir de noche, unas veces buscando un desahogo de bragueta y otras a ver todo ese mundo que se adivinaba tras las paredes de la pensión y los muros de la fábrica. Tanto unos como otros volvían escandalizados, los primeros por aquellas mujeres dispuesta a todo que les hacían y se dejaban hacer cosas inimaginables desde sus reprimidos y enfebrecidos cerebros, y los otros por un mundo libre donde los periódicos, que empezaban a saber leer, hablaban de política, de partidos y elecciones, de oposición al gobierno y críticas a los gobernantes. Aquello era otro mundo, estaba claro, pero nosotros estábamos de visita y sólo se nos permitía mirar de lejos.

Yo también salía. La primera vez lo hice después de recibir una carta desde Barcelona donde mi novia me decía que se casaba con otro, un muchacho muy bueno y que la quería mucho, y además de muy buena familia del pueblo. Mi derrota era clara e inevitable, porque si bien yo también la quería, yo no era de buena familia, ni siquiera tenía familia, yo era como un gurumelo que sale con el sol después de la lluvia, solo y pobre.

En el fondo no me sentó demasiado mal, será que como dice el bolero, la distancia da el olvido y el bálsamo para las heridas, pero encontré una buena excusa para salir aquella noche y beber whisky, como en las películas americanas, y acostarme con una de aquellas mujeres que, según decían algunos, te hacían volar, pero algo debió fallar, o es que, como es natural, la boquilla funciona más de la cuenta. Probé el whisky y me supo a chinches, que es lo que dicen todos los que lo prueban por primera vez, aunque nunca hayan probado las chinches; eso sí, me calentó las tripas frías por la mala leche y me ayudó a dormir después de la historia con la maravillosa mujer, que sin peluca rubia y en la intimidad, resultó llamarse María Luisa y ser de Málaga.

Aquella mujer era una pionera de algo que muchos años más tarde se haría tristemente famoso con sudamericanas y asiáticas: el tráfico de carne humana con fines sexuales. María Luisa conoció a un alemán que llegó al puerto de Málaga en un barco, de nombre extranjero como en la copla, y le prometió sacarla de la vida en que estaba metida y proporcionarle un trabajo digno y bien pagado, mientras él se cobraba la comisión en carne fresca y apasionada.

Maria Luisa llegó a Hamburgo buscando aquel trabajo y desembarco en el barrio de Sant Pauli, el barrio de putas más famoso del mundo por aquel entonces, con lo que descubrió que solamente había cambiado de domicilio y de cama para seguir haciendo lo mismo, pero lejos de su Málaga y de sus hijos, que tenía dos. Como pudo salió de allí y acabó en Nüremberg, de puta fina y sofisticada, especializada en ejecutivos en viajes de negocios, o militares trasladados, y siempre dispuesta a sorprender al frío germano con la racial María Luisa. Me contaba que su número fuerte, para raritos y con tarifa especial, era interpretar la habanera de Carmen con una navaja en la liga y tacones de aguja.

Aquella noche hablamos de todo lo que se puede hablar, bebimos whisky hasta empezar a cogerle el gusto y acabamos disfrutando como creo que pocas veces lo habíamos hecho los dos. No quiso que le pagara, pero me hizo prometerle que volveríamos a vernos para hablar de España y de nosotros y no falté a la promesa, acabamos siendo buenos amigos y, de no haber sido por los hijos que la esperaban en Málaga, quizá hubiéramos acabado viviendo juntos en algún sitio, por supuesto, en España.

Los días empezaron a amontonarse y apareció la rutina, el primer síntoma de la adaptación y el acomodamiento. El idioma cada vez me parecía menos “hormigonera”, como dijo alguno los primeros días y en la fábrica me cambiaron de puesto, ahora estaba en el control de calidad de unas piezas acabadas, ganaba más que antes y tenía más responsabilidad también, pero empezaba a sentirme a gusto.

Conforme fui entendiendo el alemán empecé a ir al cine y fue como si descubriera todo un mundo nuevo y diferente al alcance de mi mano. Antes había ido muy poco y no me gustaban las películas, pero aquí era diferente, no había censura y daban una imagen bastante real del mundo y las relaciones de los seres humanos, por no hablar del sexo en todas sus variantes.

Los primeros habían vuelto al pueblo de vacaciones y se contaban historias de todas clases sobre ellos, algunas ridículas y cómicas, pero así es el ser humano y algunos que habían sido toda la vida cabreros y no se pusieron unos zapatos hasta que hicieron la mili, ahora se quejaban de los “pedruscos” de las calles del pueblo. Otros llegaban a los bares pidiendo cosas raras y otros parecían querer hacer ver que ya no cabían en el pueblo.

Yo tardé en volver, después de todo no me esperaba nadie ni tenía nada que hacer allí, pero quise ver como estaba la casa y sentarme en la peña a ver como se ponía el sol tras los montes. Recuerdo que me emocioné al pasar por la pared de la iglesia y ver la lápida que le puse a Marco hacía tanto tiempo en su tumba, la lápida lleva muchos años allí, pero fue como si yo acabara de descubrirla y de pronto volvieran todos aquellos recuerdos tan lejanos y tan queridos al mismo tiempo.